portada

Fotografía: © José Hernández-Claire

Fernando del Paso (Ciudad de México, 1935) es poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y artista plástico. Ha recibido varios premios, entre los que destacan el Xavier Villaurrutia, 1966; el Internacional Rómulo Gallegos, 1982; el Nacional de Ciencias y Artes, 1991, y el Miguel de Cervantes, 2015. De gran relevancia para la literatura mexicana, algunos de sus libros son José Trigo (1966; FCE, 2015), Palinuro de México (1977; FCE, 2013), Noticias del Imperio (1987; FCE, 2012), Castillos en el aire (FCE, 2002), PoeMar (FCE, 2004), Viaje alrededor de El Quijote (FCE, 2004, 2016), Bajo la sombra de la Historia. Ensayos sobre el islam y el judaísmo (vol. I, FCE, 2011), El va y ven de las Malvinas (FCE, 2012) y con su esposa, Socorro Gordillo, La cocina mexicana (1991; FCE, 2016).

LETRAS MEXICANAS

Linda 67

FERNANDO DEL PASO

Linda 67

HISTORIA DE UN CRIMEN

Prólogo
MARTÍN SOLARES

Epílogo
ROBERTO CORIA

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017

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contraportada

ÍNDICE

ÍNDICE

PUNTOS DE REFERENCIA

LISTADO DE PÁGINAS

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Derrière chaque grande fortune, est un grand crime.
HONORÉ DE BALZAC

I

Lo felicito con entusiasmo. Acaba de concluir la lectura de una novela fascinante y dos veces insólita. Primero, porque surgió de la pluma de un laureado y versátil escritor —un verdadero hombre renacentista—, autor de José Trigo (1966), Palinuro de México (1977) y la indispensable Noticias del Imperio (1987) —por sólo mencionar algunos títulos—, que ha centrado la mayor parte su obra en otros mundos. Linda 67. Historia de un crimen (1995) es su declaración de amor al género policial. Y segundo, porque se mueve con una gracia envidiable que hace evidente que domina todos los elementos que definen este tipo de narraciones. Demuestra que ha leído con atención y gozo a Edgar Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Agatha Christie, Georges Simenon y Dashiell Hammett. Como resultado nos ofrece una incursión que se coloca dignamente al lado del resto de sus hijos literarios. George Bernard Shaw aseguraba que el escritor y el homicida son similares, sólo que el primero era reconocido en su momento más luminoso, y el segundo, en el más bajo. El buen artista es un criminal en potencia.

A diferencia de muchos de los mejores ejemplos de su tipo, el detonador de nuestra historia queda expuesto desde su primer capítulo: Linda Lagrange, joven y bella heredera de un magnate texano, es asesinada la noche de luna llena del 14 de abril de 1995 por su esposo David Sorensen Armendáriz, un mexicano sin una nacionalidad definida, “patán de modales fingidos”, quien ha vivido en la ilusión del lujo y de la abundancia que le permitió ser hijo de un diplomático. La arroja en su flamante Daimler Majestic, modelo 1967, desde un peñasco en la bahía de San Francisco, en un punto bautizado por nuestro infame protagonista como “La Quebrada”, por sus recuerdos infantiles.

A lo largo de toda la primera parte del texto conocemos a detalle las razones que llevaron a Sorensen a arrebatar la vida a su cónyuge. A primera vista, nos remitirían al delito de feminicidio, expresión dolorosa, vergonzosa e indignantemente popular en nuestro tiempo, al que las legislaciones de casi todas las naciones del planeta comienzan a dar su justa dimensión. El artículo 325 del Código Penal Federal de México, reformado el 14 de junio de 2012, dice que lo comete “quien prive de la vida a una mujer por razones de género”. Se considera que tales razones existen “cuando concurra alguna de las siguientes circunstancias: que la víctima presente signos de violencia sexual de cualquier tipo; que a la víctima se le hayan infligido lesiones o mutilaciones infamantes o degradantes, previas o posteriores a la privación de la vida o actos de necrofilia; que existan antecedentes o datos de cualquier tipo de violencia en el ámbito familiar, laboral o escolar, del sujeto activo en contra de la víctima; que haya existido entre el activo y la víctima una relación sentimental, afectiva o de confianza; que existan datos que establezcan que hubo amenazas relacionadas con el hecho delictuoso, acoso o lesiones del sujeto activo en contra de la víctima; que la víctima haya sido incomunicada, cualquiera que sea el tiempo previo a la privación de la vida; que el cuerpo de la víctima sea expuesto o exhibido en un lugar público”. Señala también que “a quien cometa el delito de feminicidio se le impondrán de cuarenta a sesenta años de prisión y de quinientos a mil días de multa”, penalización siempre insignificante. “Además de las sanciones descritas en el presente artículo, el sujeto activo perderá todos los derechos con relación a la víctima, incluidos los de carácter sucesorio.” Esto último queda cabalmente fuera de la ecuación, pues el acaudalado y mercurial padre de Linda, Samuel Lagrange, jamás aceptó ni validó su matrimonio. Nunca le reconoció ningún mérito o potencial, como muchos hombres en su posición. Por el contrario, obligó a su hija a divorciarse con la amenaza de dejarla fuera de su testamento y suspender la generosa suma que le proporcionaba mes tras mes. Esto, junto con un creciente desgaste de su relación, hizo que el otrora enamorado Sorensen tomara la decisión más cobarde. Aquí se encuentra nuestro epicentro. Y lo que sigue no es en modo alguno una disculpa ni una justificación: David no mató a Linda por misoginia o porque se viera amenazado o minimizado por saberse un mantenido, ni porque se enterara que mantenía una relación extramarital con su empleador Jimmy Harris; menos porque se sintiera superior por ser hombre. Lo hizo porque no quería perder sus privilegios materiales —su lujosa vivienda, su costoso y vasto guardarropa, su flamante automóvil BMW “amarillo huevo”, la posibilidad de viajar adonde se le antojara—. En el fondo se encuentra el precepto dicho por Balzac en varios momentos de su ambiciosa reunión de cuentos, novelas y ensayos titulada La Comédie humaine, y que abre esta disertación: “Detrás de toda gran fortuna, hay un gran crimen”. El genio francés se refería al modo como muchas fortunas son amasadas, cimentadas en conductas ilícitas. Pero su segunda posibilidad, que aquéllas despierten al monstruo que muchos llevan dentro, no puede ser más oportuna que en el presente caso. Si algo nos ha enseñado la Historia, es que la codicia es una de las principales razones que llevan al hombre a matar. También que, como dijo Michael Corleone, “cualquiera puede matar a cualquiera”. De regreso a la normatividad nacional, posiblemente el apartado que dice “que haya existido entre el activo y la víctima una relación sentimental, afectiva o de confianza” nos acerca a tipificar la transgresión de este modo. Y sustento lo anterior en que David Sorensen es, por encima de todo, un vulgar vividor.

II

La minuciosidad con que el autor describe el “teatro de los acontecimientos” nos permite colocarnos en los costosos zapatos de sus actores, recorrer junto con ellos las calles de San Francisco, con sus tiendas y sus restaurantes, del mismo modo en que Del Paso hizo su “investigación de campo” en unas vacaciones familiares. En más de un momento nos abre el apetito al imaginar los manjares que devoran Linda y David, o incluso el contenido de su refrigerador. Más allá de esto, nos sorprende por la frialdad y los detalles —que tienen una precisión casi quirúrgica— con que David hace sus funestos planes. Recolecta con paciencia los instrumentos que utilizará, compra la ropa apropiada, se deja crecer la barba, construye coartadas verosímiles, elige las rutas por las que habrá de circular y los lugares que le permitirán salirse con la suya.

En terrenos forenses, Linda Lagrange fue asesinada por un doble mecanismo. En primer término, su verdugo le asestó un fuerte golpe en la región occipital del cráneo —a la que comúnmente se le denomina base— con una llave inglesa de metal —que en promedio puede pesar entre 400 y 700 gramos—. Esta acción, llamada traumatismo por la medicina legal, es un efecto violento, agresivo y súbito de un agente mecánico sobre los órganos, sistemas o tejidos del cuerpo humano, con una intensidad suficiente para vulnerar su resistencia e integridad. La frecuencia y la magnitud de las lesiones craneoencefálicas les confieren una importancia decisiva en la investigación de los delitos. Alrededor de una cuarta parte de las muertes violentas se deben a traumatismos en la cabeza (sean caídas, choques de autos o atropellos). Las lesiones que resultan pueden afectar las partes blandas, el esqueleto craneofacial y el encéfalo (cerebro, cerebelo y tallo cerebral). Linda, seguramente, sufrió una de las lesiones cerebrales más frecuentes, una conmoción cerebral en la que se produce una pérdida de la conciencia inmediata al traumatismo, pero transitoria. Mientras “sembraba” la tarjeta de crédito dorada que implicaba al amante de su mujer y podía exculparlo si el Daimler era descubierto, David la escuchaba emitir un “ronquido distinto del habitual”, luego un “gorgoriteo semejante al de una persona expectorando”. Los traumatismos cefálicos provocan hemorragias intracraneales, que afectan de manera importante funciones como el habla y la motricidad.

Por lo que respecta al segundo mecanismo, lanzar a la víctima junto con su coche al mar (el impacto en el agua supondría más lesiones contusas que deberían estudiarse por separado), éste corresponde a una asfixia mecánica en su modalidad de sumersión, que se produce cuando el aire de los pulmones es remplazado por un líquido que penetra a través de la boca y la nariz. Sus fases comprenden la sorpresa (que causa profundas inspiraciones bajo el nivel del líquido), la resistencia (donde la parte del cerebro que controla la respiración envía órdenes a los músculos de la garganta para impedir el acceso del líquido), la disneica (donde las respiraciones son más enérgicas y hacen que se aspire e ingiera más líquido) y, finalmente, la agónica (que provoca convulsiones y la pérdida definitiva de la conciencia). La muerte sobreviene al individuo en aproximadamente cinco minutos que, para quien lo experimenta, deben resultar una eternidad. En la conclusión de la cinta El gran truco (Christopher Nolan, 2006), el ingeniero Cutter (Michael Caine) se desmiente ante el ilusionista Robert Angier (Hugh Jackman), pues había descrito la experiencia —según un marinero— como “ir a casa”, cuando en realidad era “una agonía”.

Sobre la recuperación del cadáver de Linda, ocurrida a casi un mes de su muerte, deliberadamente no abundaré. Al practicársele la “necropsia de ley” debieron apreciarse signos internos como una espuma blanquecina en sus vías respiratorias, manchas de Paltauf (hemorragias en la superficie pleural por sobredistensión) y enfisema acuoso de Brouardel, o un aspecto tumefacto, crepitante y pesado en los pulmones. Su propio padre se rehusó a identificarla por lo terrible del espectáculo, con su rostro devorado en sus partes blandas por peces. Démosle dignidad y recordémosla en el esplendor físico que la caracterizaba, con su personalidad chispeante que iluminaba cualquier habitación, “esa gringa magnífica que estaba en todo el apogeo de su belleza pagana, de su hermosura sensual y grosera, de su esplendor de anglosajona de carne maciza bronceada por el sol, rubia como el trigo y de ojos azules como el azul metálico de su Daimler azul”.

Es claro que, si inevitablemente iba a asesinar a su esposa, Sorensen pudo hacerlo de otra manera. Pudo alcoholizarla o darle algún somnífero para dejarla sin sentido y que no opusiera resistencia —incluso envenenarla— y, después, arrojarla desde la locación que eligió. Pero creo que inconscientemente tenía el deseo de descargar sobre ella toda la furia que acumuló a lo largo de los años por no poder fumar dentro de su casa —que nunca fue suya—, por las manías cada vez más grandes de Linda: modificar forzadamente sus hábitos alimenticios, por su infidelidad y, naturalmente, por la inminencia de quedar en la calle y perder su vida de artificio. Siempre tuvo la opción de terminar su relación, de independizarse, de ganarse el sustento gracias a su trabajo, nada mal remunerado, en una importante agencia de publicidad, que le había conseguido su leal y rechoncho amigo Chuck O’Brien, pero eso era muy difícil para él.

III

Fernando del Paso nos recuerda otros casos criminales que fueron sonoros en el momento de los hechos y fortalecen la ubicación temporal de su novela, como el de Susan Leigh Vaughan-Smith, la desalmada madre que ahogó a sus hijos Michael Daniel y Alexander (de 10 años y 14 meses de edad, respectivamente) dentro de su vehículo Mazda Protegé en un lago de Carolina del Sur el 25 de octubre de 1994; o el atentado con gas sarín ocurrido el 20 de marzo de 1995 en el metro de Tokio, perpetrado por la secta liderada por Shõkõ Asahara, o el ataque terrorista del 19 de abril de 1995 en el edificio federal Alfred P. Murrah de la ciudad de Oklahoma, realizado por los estadunidenses Timothy McVeigh y Terry Nichols con la intención de conmemorar el primer aniversario del famoso sitio de la ciudad de Waco, Texas.

Pero regresemos a lo central. En una fiesta en la residencia del matrimonio Harris, David Sorensen obtuvo del razonamiento de Sheila Norman la idea que necesitaba. Y lo hizo gracias a la gran cobertura mediática que tuvo, entre 1994 y 1995, el asesinato de Nicole Brown Simpson, y de su amigo Ron Goldman, a manos de su ex esposo, celebridad del fútbol y mediano actor, Orenthal James Simpson. La socialité estaba convencida de la inocencia del presunto delincuente, pues no concebía que un hombre inteligente pudiera cometer tantos errores y arriesgar su libertad.

En mi opinión, [dice Sheila] cualquiera que tenga la necesidad imperiosa de matar a otra persona, de quitársela de encima porque la odia o porque le estorba o por las dos cosas, o por lo que usted quiera, tiene un deber consigo misma: el planear el asesinato de tal manera, con tal cuidado, que nunca le puedan echar la culpa. ¿De qué sirve destruir a un enemigo si uno se destruye también? […] [David la escuchó con atención.] Insisto, Dave, en la inocencia de Simpson. No pertenece a esa clase de imbéciles… Aunque los hay más imbéciles todavía: aquellos que, pudiendo sacar provecho adicional de la muerte de otro, desperdician la oportunidad… [Casi pude escuchar los pensamientos de Sorensen.] Por ejemplo, matando a alguien a quien se va a heredar… claro, hay quienes tienen todo el dinero del mundo, como O. J., y hay quienes no lo tienen, ni tienen de quién heredar ni un centavo, ¿verdad? Ésos son los que no pueden sacar provecho… digamos, económico, de una muerte…

Sorensen visualizó todas las posibilidades: ser libre —recordemos que siempre lo fue—, recorrer el mundo a todo lujo con su amante, Olivia Ortiz. Decidió, así, eliminar a Linda y fingir que había sido secuestrada —por otros, naturalmente— para pedir un jugoso rescate de quince millones de dólares a su poderoso pariente. He aquí el segundo roce del relato con el mundo del crimen. David reconocía en Linda a la candidata más apetecible para este tipo de delito y decidió lucrar con ello.

Regresando a la normatividad de nuestro país, el artículo 366 del Código Penal Federal dice que comete esta falta quien priva de su libertad a otro. Éste es otro hecho penosamente frecuente y en el que el perfil de sus víctimas se ha diversificado. No sólo son proclives a padecerlo personas de una enorme capacidad económica, sino sujetos ordinarios, como usted o como yo. Este segmento es cada vez más interesante para los secuestradores, quienes evitan atraer la atención de las autoridades o de los medios de comunicación —lo que aumenta los riegos y las posibilidades de ser capturados— y exigen rescates al alcance de los familiares de las víctimas. Por ello el llamado secuestro express es cada vez más usual. Apuestan por frecuencia y no por cantidad. Sorensen decidió iniciar la farsa con un toque de romanticismo: por medio de una carta que se envió a sí mismo y que elaboró, a la antigua, con letras recortadas de diferentes periódicos locales. En estos días de avances tecnológicos, las formas de contacto también han evolucionado. Se realizan “negociaciones” mediante telefonía celular —las más comunes—, correos electrónicos, mensajes a través de redes sociales y videoconferencias. David decidió hacerlo así porque no contaba con la complicidad de nadie, ni de su incondicional Chuck O’Brien ni de su amada Olivia, quienes inmediatamente se hubieran rehusado a participar en un plan tan perverso.

Pese a su organización y precauciones, David descubrió —a la mala— que no existe el crimen perfecto. No hablo de los pequeños errores que cometió e invitaron a la desconfianza, como esa mínima equimosis que se hizo en la frente al empujar el Daimler al vacío, fenómeno ineludible registrado en 1910 por el criminalista francés Edmond Locard como principio de intercambio. Me refiero a lo inesperado, pues en ninguna situación similar pueden controlarse todas las variables. Contra sus previsiones, hubo un testigo del hecho, un “hippie mugroso, drogadicto y vulgar” que vivía en una casucha en la zona. El tipo decidió aprovecharse y dar su merecido a Dave. A cambio de su silencio, le exigió el dinero que pensaba embolsarse. Lo hace en principio de un modo muy cordial: “Mi querido y muy pendejo señor Sorensen […] necesito dinero. Necesito los cabrones quince millones de dólares, o te las vas a tener que ver con la pinche policía…” Ladrón que roba a ladrón tiene mil años de perdón, dice la expresión popular. Por su conducto, podemos expresar a Sorensen lo que pensamos de él. Además, le propina una merecida golpiza, que lo envía al hospital e involuntariamente le beneficia, pues le permite alegar su inocencia.

IV

Uno creería que el malo iba a resultar indemne, como sucede con muchos personajes de su calaña en la ficción contemporánea —y en la actualidad—. Aunque sabemos que Hannibal Lecter o Dexter Morgan son despiadados asesinos en serie, el lector o el televidente desean que se salgan con la suya. Pero afortunadamente el inspector Gálvez del Departamento de Policía de San Francisco tocó a su puerta. Lo hizo por petición de Samuel Lagrange, con quien tiene una deuda poderosa, pero no especificada. Porque aunque el delito de secuestro suele implicar una investigación federal, las instancias locales también pueden involucrarse. El sabueso es un digno sucesor del Hercule Poirot de la inglesa Agatha Christie o del comisario Jules Maigret de la Brigade Criminelle de la ciudad de París, creado por el belga Georges Simenon. Como bien advirtió Edgar Allan Poe en el cuento inaugural del género, “Los crímenes de la calle Morgue” (1841), el analista halla su placer en esa actividad del espíritu consistente en desenredar. Tranquilo, respetuoso de las reglas, meticuloso, cerebral, Gálvez es más semejante al teniente Michael Stone —que el veterano Karl Malden interpretó durante cinco temporadas en la serie televisiva La calles de San Francisco— que al violento inspector Harry Callahan, que encarnó el laureado Clint Eastwood en las cinco películas de la saga de Harry el sucio. Irónicamente, la corporación policial, fundada en 1849, debe a ellas su imagen actual. Gálvez, goloso irredento, siempre acompañado del discreto sargento Kirby, se da la oportunidad de detenerse durante su investigación para saborear un pastel y un café moca que podrían inducirnos un coma diabético. Al final resuelve el problema con elemental observación y de la manera más inocente, en deuda con sus juegos de la niñez. Los bigotes de Benjamin Franklin lo comprueban. A pesar de ello, Samuel Lagrange debió vivir el resto de sus días con las secuelas de haber sido marcado permanentemente por el Mal. “Sorensen […] me hizo el daño más grande que un ser humano puede hacer a otro ser humano… Y que no es quitarle la vida, sino quitarle la única razón para vivir.”

V

El 15 de junio de 1995 Linda Lagrange habría cumplido 28 años de edad. Ahora se encuentra en todas partes, como dijera Jaime Sabines. Su padre utilizó su poder e influencias para que le permitieran cremar sus restos y esparcir sus cenizas en su tierra natal. Recibió una forma vacía de justicia, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de mujeres que sufren un desenlace parecido en todo el orbe. Su homicida, por lo menos, fue encarcelado el resto de su existencia y quizá, gracias a los contactos de su suegro, recibió la pena capital. Su objetivo fatal no fructificó gracias al destino, a la insistencia del padre de su presa y a la agudeza de un policía. Podemos cerrar este libro con tranquilidad y el deseo de nunca vernos involucrados en algo semejante. En algunas ocasiones como ésta, el Mal no prevalece.

Para mi hermana Irene
y mi cuñado José Joaquín, de Costa Rica

PRÓLOGO

Linda 67,
la forma de una novela

MARTÍN SOLARES

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Como Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges o Umberto Eco, Fernando del Paso aceptó el reto que constituye escribir una impecable trama criminal luego de una carrera dedicada a escribir libros reconocidos por sus virtudes literarias. Fiel a su pasión por las más ambiciosas formas narrativas, el autor de Noticias del Imperio, Palinuro de México y José Trigo eligió una de las variantes más oscuras de la novela policiaca para llevarla a un rumbo desconocido. Luego de desarrollar con recursos joycianos el español que se habla en México, de contar rabelesianamente la vida de un joven que muere en una represión de estudiantes, y el delirio trágico y surrealista que constituyó el imperio mexicano de los Habsburgo, don Fernando no podría elegir el consabido esquema en que un detective hiperracional, de supuesta gran capacidad analítica, afronta un crimen y lo resuelve a pesar del laberinto de pistas falsas dispuestas por los delincuentes —aunque Linda 67 tiene algunas pinceladas que vienen de esta tradición, cada vez que el narrador opta por seguir al inspector Gálvez en sus elucubraciones—. No adoptó tampoco la relación de una lucha entre dos grupos de criminales, al estilo de Cosecha roja, aunque desde el principio su novela plantea una enorme tensión entre Dave Sorensen y su suegro —un hombre que mató por pasión y un hombre que desea matar por venganza—. Del Paso optó por una vía más estrecha y exigente, que surgió a finales de los años treinta y acaso es una de las que han dado mayores logros literarios: la confesión del hombre que comete un crimen por pasión y lucha por escapar a la justicia, como se ve en El cartero siempre llama dos veces, de James McCain, y más tarde, en las gloriosas novelas de Patricia Highsmith, por mencionar sólo dos de los casos más contundentes.

Para la mayoría de los escritores policiacos convencionales, escribir una novela negra equivale a preparar una hamburguesa en la que siempre deben aparecer los mismos ingredientes: un detective sarcástico pero infalible, capaz de hacer justicia aun en las circunstancias más adversas; una mujer fatal, que traiciona todo menos su belleza; una ciudad que aloja alegremente la corrupción más reprobable, y un enemigo poderoso, que establece un duelo a muerte con el protagonista. Pero Linda 67 poco tiene que ver con esta receta. Lejos de la comida rápida por definición, Fernando del Paso prefirió ofrecernos una exquisita langosta Thermidor construida con material siniestro, pero contada con recursos que provienen de sus novelas anteriores.

Con Linda 67 Del Paso hizo evidente su capacidad para provocar explosiones de poesía dentro de una trama vertiginosa y demostró a la vez que un narrador puede adaptar los rasgos de su estilo a un género conocido por sus restricciones. Una de las peculiaridades más famosas de la prosa de José Trigo, de las aventuras de Palinuro y los monólogos de Carlota es la enumeración de elementos que comparten una intensa naturaleza poética. En Linda 67 no desaparece este recurso, sino que responde a las necesidades de la historia, a veces incluso de modo microscópico. Mientras el asesino planea la trampa mortal que tenderá a su mujer, también enumera las tiernas fotografías que le tomó a su amante, Olivia, a medida que ambos paseaban por San Francisco. Y cuando el crimen ocurre y llegan los remordimientos, una serie de imágenes poéticas, que condensan los temores de este personaje, pasan frente a nuestros ojos a medida que el mundo acosa sin tregua al culpable. Sumergido en las consecuencias pesadillescas de sus actos brutales, ¿qué mejor lugar que el acuario de San Francisco para que Dave dé rienda suelta a su angustia e imagine la cabeza de Linda Lagrange flotando en las profundidades? La famosa erudición de Del Paso, presente en todo el libro, también ayuda a construir y desarrollar la acción y los momentos placenteros, en ocasiones teñidos de un tono tétrico: cuando el flamante asesino camina por las calles de la ciudad y no encuentra sosiego en los lugares públicos de San Francisco.

A su vez, algunos hechos provenientes de la historia reciente pavimentan la carretera por la cual se desliza este veloz relato de ficción. La realidad periodística es uno de ellos. Dos hechos reales fueron mencionados en este libro: el polémico caso del deportista estadunidense O. J. Simpson, acusado y luego exonerado de asesinar a su esposa y a un amigo de ésta, y el misterioso atentado que destruyó un edificio federal en Oklahoma —mismo que no fue resuelto hasta 1996, cuando fue detenido Ted Kaczynski, el terrorista conocido como Unabomber—. Pero ninguna de estas dos menciones es empleada aquí para sazonar a la novela de realidad y volverla contemporánea: la persecución de O. J. Simpson coincide con el momento en que Dave comprende que pronto el perseguido será él, mientras que la noticia de la caída del edificio ocurre cuando la confianza del asesino en sí mismo se resquebraja y va a derrumbarse también. Así, toda la personalidad de Dave Sorensen queda definida por dos palabras: persecución y caída.

Uno de los mayores logros de este relato es la construcción de los personajes. En el caso de Dave Sorensen, un ser “con el cuerpo limpio y la conciencia sucia”, como diría Palinuro, Del Paso consiguió un asesino tan humano que no parece advertir la gravedad de sus actos hasta que “la bruma que había ofuscado no su pensamiento, sino su conciencia durante toda la noche y parte del día anterior, comenzaba a desaparecer. Vio entonces, comprendió con una claridad alucinante, el horror de lo que había hecho y el horror de todo lo que aún tenía que hacer”. Pero si en la primera parte de esta novela el autor despierta nuestro aprecio hacia el culpable con un vertiginoso flashback hacia su pasado, la segunda mitad de la novela es una carrera a muerte hacia el futuro. Primero presenciamos los pasos que le permiten a Sorensen matar a su esposa y encubrir su culpa; después, cómo las fuerzas del destino se encargan de atacar su cuidadosa urdimbre. Una de las grandes sorpresas novelescas de esta historia ocurre cuando Sorensen recibe un anónimo y debe leerlo a hurtadillas durante la junta a la que fue convocado en la agencia publicitaria. En ese capítulo es francamente envidiable la manera como Del Paso interrumpe la lectura del anónimo cada vez que está a punto de revelarnos la información. Todas las voces son verosímiles en esta novela, pero la breve aparición del chantajista es flamígera. Del Paso hace gala de un humor y un suspenso infalibles a medida que emerge, en medio de la junta entre publicistas, la voz de este último, una especie de taimado Big Lebowski, sin duda la voz más divertida de la novela, la cual le infunde a Linda 67 una dosis extra de vitalidad.

En cambio, al construir a sus personajes femeninos, Del Paso invoca una de las tradiciones más eficaces de la narrativa criminal, que consiste en crear al mismo tiempo el desierto y el oasis, como sucede en El cartero siempre llama dos veces y en Mar de fondo: a la bellísima y poderosa esposa del protagonista, que a lo largo del tiempo se vuelve tan frígida como caprichosa, y engaña al marido con uno de sus conocidos, el autor contrapone a la amante comprensiva y enamorada, dispuesta a todo por su nueva pareja, incluso a la complicidad.

En Linda 67 la descripción de la belleza de las mujeres siempre es espectacular, en el mejor sentido de la palabra. Pero esta novela cuenta también con un personaje invisible que aparece página a página y controla el fino mecanismo de la trama: la cruel maquinaria del destino, que lo mismo parece reír a carcajadas al empujar la historia en una dirección sorpresiva que ocultarse cuando el protagonista más necesita su ayuda. A veces las nubes parecen correr más aprisa que otros días y a veces se espera un milagro con desesperación.

La elección de San Francisco como personaje y escenario de la historia no es una extravagancia: allí tuvieron lugar algunos de los más emblemáticos filmes noirs hollywoodenses: El halcón maltés, Dark Passage, The Lady from Shanghai, Death on Arrival y Vértigo. El largo túnel de horror que recorrerá Dave Sorensen parece emparentado con el viaje de dimensiones existenciales cada vez más estrechas que sufre el protagonista de Death on Arrival. Y si en Dark Passage la cámara adopta exclusivamente el punto de vista del héroe durante los primeros cuarenta minutos, en la primera mitad de Linda 67 también percibimos la acción desde los ojos y la piel de Dave Sorensen. Otras referencias y guiños son constantes: Linda y Dave viven en la calle Sacramento, la misma en la que el protagonista de Death on Arrival visita a su doctor. Las inclinadas calles de esta ciudad asedian sin tregua al protagonista de Linda 67, quien, aquejado por la ansiedad, con frecuencia pierde el aliento y se las ve negras para regresar a su casa, como le ocurrió al exánime Humphrey Bogart en Dark Passage. Pero Del Paso no invoca estos escenarios porque haya sucumbido a la pulsión de incluir en su novela los sitios más emblemáticos que esta ciudad ofrece a los turistas, y ni siquiera por cumplir con una deuda hacia sus ancestros cinematográficos, sino para expresar mejor la altura del drama que viven los personajes. Si las empinadas calles de Lisboa ayudan a expresar el desasosiego de los héroes de Antonio Tabucchi, las pendientes de San Francisco ayudan a Del Paso a ilustrar la angustia de Dave Sorensen. Además, adoptar a la perla de California como escenario implica un reto adicional: luchar y vencer a ese lector que busca contradicciones o errores en las referencias locales, saber más que él y mostrar a San Francisco bajo un punto de vista sin igual.

La isla policiaca, o cómo la técnica crea la emoción novelesca

Si la primera parte de esta novela es un siniestro flashback que paso a paso construye la escalera hacia el asesinato, la segunda es una lección de técnica narrativa: a diferencia de la prosa predecible de una novela policiaca tradicional, el relato de Linda 67 lo mismo se ramifica y sigue tres conversaciones simultáneas que alterna una discusión entre publicistas con la exposición de la ya mencionada carta anónima. El capítulo XIX, que presenta tres largas digresiones del extorsionador, recuerda los mejores monólogos de Noticias del Imperio. Aunque parezca imposible, también aquí hay numerosos instantes en los que incluso el más procaz de los personajes se permite un poco de veloz y prosaica poesía. Asimismo, la costumbre del asesino de dialogar mentalmente con un interlocutor imaginario a quien le cuenta todos sus planes constituye un detalle exquisito. Y en lugar de presentarnos una fría recapitulación, como es habitual, el capítulo final cuenta, desde la oscura imaginación del asesino, una escena que corona el rompecabezas de la trama con macabra elegancia.

img17En cuanto a la estructura se refiere, don Fernando se propuso explorar nuevas vías y recursos, como hizo en cada uno de sus libros anteriores. Quien intente dibujar cada una de sus novelas advertirá su extrema originalidad. La forma de Palinuro de México recuerda a la de una extraña flor vertical, nutrida con la fuerza de la poesía: una flor con un lado masculino (dedicado a narrar las aventuras de Palinuro, Molkas, Fabrizio y los tíos) y uno femenino (consagrado a contar los andares de Estefanía y las tías). El resultado es una estructura de geometría singular que sorprende al lector con la inclusión de la obra de teatro “Palinuro en la escalera” en el penúltimo capítulo (encerrado en un círculo en el dibujo de al lado), y porque luego de morir a manos de agentes del gobierno el protagonista no fallece de modo definitivo, sino que renace en el desenlace de la historia.

img17aPor su parte, Noticias del Imperio alterna los delirantes monólogos de Carlota con series de tres capítulos que abrevan a fondo en la historia de la guerra franco-mexicana y narran diversos episodios de la misma, contados con extrema concisión y creando en cada uno de ellos a un narrador de rasgos únicos, capaz de dotar a su relato de un sentido eminentemente literario.

img18Exceptuando los recursos técnicos que provienen de estas dos narraciones y reaparecen discretamente en Linda 67, poco parece tener en común la novela policial de don Fernando con semejantes logros narrativos. En cambio, Linda 67 guarda cierta similitud estructural con José Trigo, al grado de que podríamos aventurar que la estructura de la primera novela de don Fernando predice hasta cierto punto la forma de la más reciente. La lectura de José Trigo, como Del Paso lo ha dicho en algunas entrevistas, equivale a subir y bajar por una relato en forma de pirámide, donde cada capítulo incita al lector a realizar un juego verbal fuera de lo común, que consiste en desaparecer las palabras que usamos en la vida cotidiana y sustituirlo por un lenguaje novedoso, y una vez establecidos en el centro del libro, el autor nos obliga a viajar de la cima a la sima, y regresar al inicio con un método vertiginoso, que consiste en despojar al relato de las invenciones verbales previamente establecidas, de modo que terminamos por reencontrarnos ante la misteriosa imagen inicial de un anciano que carga un ataúd infantil y atraviesa las vías del tren que parte de la estación de Nonoalco-Tlatelolco.

img18aLinda 67, por su parte, cuenta un viaje tenebroso por un sendero inestable. La primera parte de la novela construye escalón por escalón tanto la personalidad y las coartadas de Dave Sorensen como su descenso a la oscuridad, para, una vez realizado el crimen, mostrar cómo las fuerzas del destino se dedican a atacar y desmontar sus planes. Mitad caída libre, mitad duelo a muerte con un rival que quiere ir en sentido contrario, la forma de la novela policiaca de Fernando del Paso recuerda una pirámide invertida.

En 1995 un joven reportero entrevistó a don Fernando sobre esta novela suya, luego de haber leído con enorme admiración las tres anteriores. Don Fernando le dijo en broma: Cuando escriba sobre mi libro, no vaya a contar el final a nadie —como si el valor de esta novela sobrecogedora residiera en la solución de un acertijo, y no tuviese el mérito de crear a un personaje tan entrañable como el Ripley de Highsmith, una prosa tan apta para la acción como para la poesía, y una historia tan angustiante como las de James McCain—. Lamento decepcionarlo, don Fernando: el valor de su novela policiaca no radica en el final. Linda 67 supera, y por mucho, el estrecho esquema de esas novelas de detectives en las que el lector sigue leyendo sólo por el afán de descubrir quién es el culpable. Podríamos argumentar que con su habilidad para multiplicar la emoción de sus lectores, Linda 67 se disfruta porque es una novela de aventuras que permite entender la complejidad y la riqueza de la mente y el corazón humanos, un relato que sube y baja por las calles de San Francisco gracias a sus inesperados giros novelescos; la historia de una mujer que cae por un precipicio pero reaparece viva o muerta cuando menos se la espera; el caso de dos enemigos que luchan a muerte contra el destino y una narración que no se olvida nunca, acaso porque todo está meticulosamente planeado, desde esa primera frase que constituye el título del libro a las últimas, brillantes líneas del remate, donde el héroe imagina las placas que tenía un automóvil y que quedaron grabadas en su piel. Podríamos concluir que el final es tan preciso como el de El halcón maltés y tan delirante como el de Death on Arrival. Podríamos decir que es una novela sobre el momento en que el amor y la muerte se toman de la mano para jugar a las vencidas, pero eso requeriría otro dibujo.

Linda 67
Historia de un crimen

PRIMERA PARTE