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LAS MUJERES EN EL CASTILLO

Jessica Shattuck

Traducción de
Santiago del Rey

A la memoria de mi madre, Petra Tölle Shattuck,
y de mi abuela, Anneliese Tölle

PRÓLOGO

Castillo de Lingenfels, 9 de noviembre de 1938

El día de la famosa Fiesta de la Cosecha comenzó con una lluvia torrencial que acribilló todos los puntos débiles del viejo castillo de Lingenfels: causó goteras, mojó los suelos y le confirió a la fachada amarilla el lustroso tono negro de un escarabajo. En el patio, las guirnaldas de trigo y los faroles de papel cuidadosamente colgados quedaron empapados y se acabaron desplomando.

Marianne von Lingenfels, sobrina política de la condesa, se esforzó sin ningún entusiasmo en los preparativos para recibir a los invitados. Ya era demasiado tarde para cancelarlo todo. Ahora que la condesa estaba confinada en una silla de ruedas, Marianne se había convertido de facto en la anfitriona: una anfitriona que debió hacerle caso a su marido y suspender la fiesta la semana anterior. En París, Ernst vom Rath yacía en la cama de un hospital, víctima de un intento de asesinato; y en Múnich, los nazis estaban arrasándolo todo para vengarse. No importaba que antes del atentado nadie hubiera oído hablar de Vom Rath —un oscuro diplomático alemán de segunda fila—, ni que el asesino fuera un chico de diecisiete años, o que el ataque constituyera un acto de venganza: la familia de ese joven se hallaba entre los miles de judíos que habían sido expulsados de Alemania y, hacinados ahora en la frontera, tenían denegada la entrada en Polonia. Para los nazis la complejidad de los hechos no era un impedimento.

«¡Razón de más para reunir a personas razonables en el castillo, lejos de toda esa locura!», había argumentado Marianne ayer mismo. Pero hoy, bajo la lluvia, su argumento parecía completamente trivial.

Y ahora ya era demasiado tarde. Así pues, supervisó la colocación de las velas, las flores y los manteles, y dirigió el traslado de todos los suministros por la cuesta embarrada: el champán, el hielo y la mantequilla, el pescado en conserva y las carnes ahumadas, el agua potable y las bombonas de gas para los fogones. El castillo de Lingenfels permanecía deshabitado la mayor parte del año, carecía de agua corriente y solo contaba con un generador con la potencia justa para el gramófono de la condesa y para unas pocas lámparas de cara luz eléctrica. Celebrar la fiesta era como establecer una civilización en la luna. Pero en parte ese era el motivo que impulsaba a la gente a seguir viniendo, pese a los desastres de cada año: incendios menores, cobertizos desmoronados, coches de lujo atascados en el barro, ratones en las camas de los invitados que dormían en el castillo... La fiesta se había vuelto famosa justamente por ese carácter anárquico, tan poco alemán. Y también porque representaba un bastión de la cultura liberal y bohemia en el seno de la aristocracia más rancia.

Para alivio de Marianne, el viento empezó a soplar a primera hora de la tarde y se llevó la lúgubre oscuridad del día con ráfagas de un alentador aire fresco. Hasta las paredes de piedra y las aguas estancadas del foso parecían limpias para la ocasión. Los crisantemos del patio destellaban bajo los rayos cada vez más abundantes de sol.

Marianne se sintió más animada. Frente al obrador del pan, un arquitecto amigo de la condesa había transformado el viejo abrevadero para los caballos en una fuente de champán. El efecto resultaba mágico y cómico a la vez. En conjunto, el castillo parecía un elefante acicalado como un hada.

—Albrecht —dijo Marianne al entrar en la espaciosa biblioteca, donde su marido se hallaba sentado ante el imponente escritorio que había pertenecido en su día al conde—, tienes que venir a verlo. ¡Es como un carnaval!

Albrecht alzó la vista, todavía componiendo mentalmente una frase. Era un hombre alto, de rostro anguloso, con una frente amplia y unas cejas pobladas que con frecuencia le daban un aire ceñudo aunque no estuviera enfadado.

—Solo un momento antes de que llegue todo el mundo —dijo ella tendiéndole la mano—. Ven. El aire fresco te despejará.

—No, no. Aún no —dijo él despidiéndola con un gesto y concentrándose de nuevo en la carta que estaba escribiendo.

«Oh, vamos», lo habría reprendido Marianne en condiciones normales, pero esta tarde, a causa de la fiesta inminente, se mordió la lengua. Albrecht era un perfeccionista y un adicto al trabajo, cosa que ella nunca podría cambiar. Ahora mismo estaba redactando una carta a un antiguo conocido de la Facultad de Derecho que estaba en el Ministerio de Exteriores, y ya le había pedido a ella su opinión sobre la forma de redactar algunas frases. «La anexión de los Sudetes será solo el principio. Te conmino a recelar de la hostilidad de nuestros dirigentes...» frente a «si no nos mantenemos alerta, las agresivas intenciones de nuestros dirigentes serán solo el principio...»

«Ambas expresan lo que piensas», había sido la respuesta de Marianne. «Elige una y ya está.» Pero Albrecht dudaba y ni siquiera captaba el tono irritado de su esposa. Sus propias emociones nunca eran nimias o enrevesadas. Era esa clase de hombres que, mientras se afeitan, elucubran sobre majestuosas abstracciones como los inalienables derechos del hombre o los problemas de la democracia. Esto lo distraía de las cosas cotidianas.

Marianne se limitó a soltar un suspiro significativo, dio media vuelta y lo dejó trabajar.

En el salón del banquete, la condesa estaba regañando desde su silla de ruedas a una de sus jóvenes pupilas.

—Schumann no —decía—. ¡Dios nos libre! Para eso ya podríamos poner a Wagner... No, no. Algo italiano. Algo lo bastante decadente como para escandalizar a cualquier estúpido camisa-parda que se presente esta noche.

Incluso en su vejez, la condesa era una mujer rebelde seguida al unísono por jóvenes artistas y miembros de la alta sociedad. Francesa de nacimiento, alemana por matrimonio, siempre había sido una figura controvertida. En su juventud, había ofrecido veladas famosas por sus bailes improvisados y sus discusiones intelectuales sobre temas delicados como el arte moderno y la filosofía francesa. Por qué se había casado con un viejo conde rancio y formal, un hombre que le llevaba veinte años y que solía quedarse dormido en la mesa, era un tema de especulaciones no demasiado caritativas.

Para Marianne, que era producto de una rigurosa educación prusiana, la condesa había sido siempre objeto de una gran admiración. Aquella mujer no temía salirse de su papel de madre y ama de casa para intervenir en las disputas del poder masculino y de la vida intelectual. Decía lo que pensaba y hacía las cosas a su manera. Desde que se conocieron, años atrás, cuando ella era una joven universitaria que salía con su profesor (Albrecht), había deseado convertirse en una mujer como la condesa.

—Ha quedado magnífica la decoración de ahí fuera —dijo Marianne señalando el patio—. Monsieur Pareille es un mago.

—Un verdadero artista, ¿verdad? —respondió la condesa.

Eran casi las seis. Los invitados empezarían a llegar en cualquier momento.

Marianne se apresuró a subir a los gélidos aposentos donde sus niñas estaban refugiadas en una cama antigua con dosel, una reliquia del pasado feudal del castillo. Su hijo Fritz, que solo tenía un año, se había quedado en casa, en Weisslau, con la niñera. Gracias a Dios.

—¡Mamá! —gritaron con alegría Elisabeth, de seis años, y Katarina, de cuatro. Elfie, su dulce y apacible au pair, levantó la vista con expresión atribulada.

—¿Verdad que Hitler ahora va a recuperar Polonia? —le preguntó Elisabeth, dando saltos sobre el colchón.

—¡Elisabeth! —exclamó Marianne—. ¿De dónde has sacado esa idea?

—Oí que herr Zeppel se lo decía a papá —repuso la niña sin dejar de saltar.

—No, no es verdad —dijo Marianne—. ¿Y por qué crees que sería un motivo para entusiasmarse? ¡Significaría la guerra!

—Pero se supone que es nuestra —dijo Elisabeth con un mohín interrumpiendo sus saltos—. Además, herr Zeppel dijo que los polacos no saben arreglárselas solos.

—Tonterías —dijo Marianne, irritada por el hecho de que Albrecht hubiera permitido que las niñas oyeran semejante conversación. Zeppel, capataz de sus propiedades en Silesia, era un nazi ferviente. Albrecht le toleraba sus disparates porque se habían criado juntos: Weisslau era una ciudad pequeña.

—Pero era nuestra, ¿no? —insistió Elisabeth—. Quiero decir, antes de la guerra.

—Elisabeth —dijo Marianne suspirando—, ocúpate de lo que es tuyo, por favor. Lo cual incluye el libro que deberías estar leyendo ahora mismo con Elfie.

La niña la exasperaba con esa obsesión posesiva. Parecía haber asimilado ese sentimiento nacional de agravio, como si ella misma hubiera sido víctima de una gran injusticia. Elisabeth poseía muchas cosas, pero siempre quería más: un nuevo vestido, una falda más bonita. Si le regalaban un conejito, quería un perro. Si le dejaban comer un bombón, quería dos. A su modo de ver, el mundo entero estaba a su disposición. Marianne, cuya educación se había caracterizado por la frugalidad y la moderación, se horrorizaba constantemente ante esa criatura exigente y presuntuosa que ella misma había criado.

—Elfie... —dijo volviéndose hacia la au pair—. ¿Te encargarás de que las velas estén apagadas a las ocho? Las niñas pueden salir hasta el rellano, pero no pasar de ahí.

—Pero... —empezó Elisabeth.

Marianne le lanzó una severa mirada.

—Buenas noches —dijo dándole un achuchón extra a la dulce y callada Katarina y un beso en la frente a la exasperante Elisabeth.

Antes de volver a bajar, Marianne se detuvo en el rellano para contemplar el salón desde lo alto, con sus arcos de piedra iluminados con candelabros. La luz parpadeante confería a la estancia un resplandor sugestivo, casi espeluznante. Habían empezado a llegar los primeros invitados: los hombres, con frac y chaleco; algunos en uniforme, con esas nuevas y estridentes insignias nazis cosidas en las solapas; las mujeres, con vestidos de gala. Bajo el gobierno de Hitler, la economía estaba cobrando fuerza; la gente volvía a tener dinero para las sedas y el terciopelo y para las nuevas modas parisinas. Desde un asiento con aspecto de trono situado en mitad del salón, la condesa recibía a sus invitados (la silla de ruedas había sido puesta a buen recaudo para la velada). Ninguna mujer alemana de su edad (o de cualquier otra) se habría atrevido a lucir la enorme cantidad de seda azul y gris que cubría su cuerpo. Su risa resonaba con mucha fuerza para una persona de salud delicada. ¿Acaso había existido otra mujer que amase más una buena fiesta? Y ahí, inclinado ante ella, se hallaba el invitado que había provocado esa carcajada: Connie Fledermann. Marianne sintió una oleada de excitación. ¿Quién, si no, iba a merecer una acogida semejante? Connie era, con diferencia, uno de los favoritos de la condesa, una estrella por derecho propio, un hombre cuya audacia, ingenio e inteligencia le granjeaban el aprecio de todos: un ser encantador para las damas y un fiel depositario de la confianza y las confidencias de los hombres. Nadie, desde el loco de Hermann Göring hasta el sombrío George Messersmith, era inmune a su carisma.

—¡Connie! —exclamó Marianne al acercarse.

Él se volvió y una sonrisa iluminó su rostro.

—¡Ajá! ¡La mujer que estaba esperando! —dijo llevándose su mano a los labios—. Tienes un aspecto delicioso. —Alzó los ojos hacia el rellano—. ¿Podré ver a mis princesas o están encerradas en sus aposentos?

—Encerradas —dijo Marianne con una risotada—. Espero.

—Ay de mí. —Él se puso las manos sobre el corazón y fingió derrumbarse—. Bueno, al menos puedo disfrutar de la compañía de la reina madre. Ven —dijo extendiendo el brazo—, voy a presentarte a mi Benita.

La sonrisa de Marianne se tensó visiblemente. Con el drama de la pasada semana, se le había olvidado. Martin Constantine Fledermann iba a casarse. Parecía imposible. Aunque la fecha ya estaba fijada (¡solo faltaban dos semanas!), el compromiso aún parecía una broma que se prolongaba demasiado.

Pero él estaba muy serio, incluso nervioso, mientras tomaba a Marianne del brazo.

—Debes hacerte amiga de ella —dijo—. No conoce a nadie. Le he dicho que tú serás su aliada. Y ya sabes —añadió mirándola— que necesitará una aquí.

—¿Por qué? —preguntó Marianne—. Estamos entre amigos.

—Cierto —dijo Connie—. Pero ella no.

Marianne frunció el ceño ante esa contradicción lógica, pero no tuvo tiempo para cuestionarla porque de pronto ya la tenían ahí: la Benita de Connie, una mujer de impactante belleza, con ese tipo de cara nórdica desprovista de ángulos que emanaba una placidez natural. Llevaba el pelo rubio trenzado y envuelto en torno a la cabeza con ese peinado que adoraban los nazis, toda una Brunilda wagneriana, ataviada con un típico vestido bávaro. Estaba entre dos jóvenes que trabajaban con Albrecht en el Ministerio de Exteriores, y ambos parecían encantados. Marianne sintió una insólita punzada de celos. No es que envidiara la belleza y el palpable aire sexual de la joven (ella misma se había distanciado hacía mucho del interés por el género masculino), pero en este momento, en compañía de estos tres hombres —dos chicos tontos demasiado entusiasmados y un amigo querido, amor de su infancia, ahora figura de la oposición— la belleza de la otra mujer la dejaba en una posición imposible. A sus treinta y un años, Marianne se sentía como una adulta en una representación infantil, como una institutriz entre una pandilla de estudiantes fácilmente excitables.

—Disculpadme, chicos —dijo Connie apartando a uno de ellos aparatosamente—, pero os la debo reclamar.

Sujetó a Benita del brazo y la atrajo hacia Marianne.

—Amor mío —le dijo a Benita (qué extraño resultaba oírle decir eso)— te presento a mi... ¿cómo debería llamarte? —Miró a Marianne—. ¿Mi amiga más antigua, mi más estricta consejera, la persona que vela por mi integridad?

—Bah, tonterías, Connie —dijo ella, procurando dominar su irritación—. Soy Marianne —añadió presentándose ella misma y tendiéndole la mano a la joven, que, según calculó, no debía tener mucho más de veinte años.

—Gracias —dijo la joven pestañeando como un cervatillo espantado—. ¡Es un placer conocerte!

Llegaban más invitados, y Marianne ya sentía cómo gravitaban en torno de ella: manos que estrechar, palabras de bienvenida que pronunciar, noticias políticas que debatir. Ahí estaba Greta von Viersdahl tratando de captar su mirada. Desde la invasión de Hitler, Greta solo hablaba de la ropa de invierno que estaba recogiendo para los alemanes de los Sudetes, tan recientemente «devueltos a la patria», tan largamente «oprimidos por los eslavos». Marianne no quería saber nada de las ideas políticas de Greta. Impulsivamente tomó a Benita del brazo.

—Danos la oportunidad de hacernos amigas —le dijo a Connie por encima del hombro. Condujo a la joven hacia la puerta trasera y salieron al patio engalanado con faroles.

—¡Qué bonito! —exclamó Benita.

—¿Verdad? —dijo Marianne—. Como un cuento de hadas. La condesa Von Lingenfels tiene auténtico talento para esta clase de maravillas.

Benita asintió con los ojos muy abiertos.

—Bueno, háblame un poco de ti antes de que nos veamos rodeadas de un enjambre de admiradores —dijo Marianne—. ¿El viaje ha sido agradable? ¿Has encontrado tu habitación? —Se apresuró a formular las preguntas imprescindibles, sin prestar demasiada atención a las respuestas de la joven.

Sentía a su alrededor las miradas de todos.

—Recuérdame cómo conociste a Connie. —Marianne cogió un par de copas de champán de la mesa y le tendió una a Benita, que la aceptó sin dar las gracias.

—La verdad es que nos conocimos en plaza del pueblo —dijo la joven—. Yo estaba allí con mi tropa: la tropa de la Liga de Muchachas Alemanas...

—¡Santo cielo! ¿La Liga? ¿Qué edad tienes? —exclamó Marianne.

—¡Ah, no!, no estoy con las niñas pequeñas; estoy con las mayores. Fe y Belleza. Tengo diecinueve.

—Ah. —Marianne le dio una palmadita en el brazo—. Definitivamente, una anciana.

La joven le lanzó una mirada perpleja.

—¿A que están preciosas las flores? —dijo Marianne señalando las oscuras anémonas otoñales y los crisantemos blancos colocados en tiestos a lo largo de la balaustrada. En lo alto, pálidas nubes se deslizaban por el cielo oscuro. A lo lejos, los bosques eran un trazo negro en la penumbra del crepúsculo—. O sea, que en la plaza del pueblo...

Benita dio un sorbo de champán y tosió.

—No es una gran historia. Nos conocimos, charlamos y luego salimos a cenar.

Marianne dejó su copa sobre el muro del patio.

—Y ahora vais a casaros.

—Dicho así —dijo Benita, vacilante—, suena raro.

Marianne sonrió y ladeó la cabeza mientras fruncía el entrecejo. Esa expresión escrutadora la había aprendido de la condesa; y había descubierto que resultaba útil para arrancar confesiones y explicaciones a los niños y a otros miembros de la familia, incluidos los hombres adultos.

Pero no surtió el efecto deseado con la joven, que, por el contrario, pareció recuperar el temple e irguió los hombros.

—Ocurrieron algunas cosas más entremedias.

—Por supuesto —dijo Marianne. ¿Por qué había adoptado esa actitud inquisitiva? La chica iba a convertirse en la esposa de Connie. No iba a favorecerle nada haber comenzado de este modo—. Disculpa, no pretendía fisgonear. Ven. —Recorrió de un vistazo el patio, que estaba llenándose rápidamente, para buscar alguna salida y divisó con alivio a Herman Kempel, uno de los patanes que tan embelesados estaban con Benita—. Vamos a hablar con tu nuevo admirador.

A medida que avanzaba la noche, se desató una energía atolondrada y atrevida. Un tipo bastante cómico, con pantalones de cuero y calcetines hasta las rodillas, se puso a tocar el acordeón —¿lo había contratado la condesa o era un invitado de la zona?—, y la gente empezó a bailar danzas folclóricas sobre el empedrado irregular del patio. Las mujeres se quitaban incluso los zapatos, pese al frío. El trío americano de jazz reclutado por la condesa había llegado por fin. Tocaban ragtime en el amplio salón, y un buen número de invitados, los más audaces y cosmopolitas, ensayaban bailes de nombres ridículos como el Big Apple y el Lindy Hop. El chef, pese a los fogones improvisados y la falta de agua corriente, se las había ingeniado para ofrecer una sucesión constante de manjares: albóndigas de cerdo al estilo tradicional con una delicada salsa de perejil, rollizas bolas de masa blanca rellena y minibocadillos de salchicha. Pero también algunas novedades: espárragos envueltos en finísimas lonchas de jamón, moldes de gelatina, piña flambeada, tostadas con caviar... Igual que la música, la comida abarcaba toda la variedad de la vida cultural alemana.

Marianne se deslizaba en una bruma que no obedecía tanto al alcohol, pues la anfitriona nunca tomaba más que un vaso de ponche (eso también lo había aprendido de la condesa), sino más bien al alivio. Había logrado mantener la desvergonzada tradición de la Fiesta de la Cosecha incluso en estos momentos, cuando la nación entera se hallaba barrida por una ola de rígida y hosca militancia. Y había logrado superar su propia crianza (qué mortificado se sentiría su padre si la viera ofreciendo una fiesta con jazz, baile y champán) y proporcionar a toda esta gente una diversión deliciosa, etérea y liberadora.

Alentada por esta idea, recibía a los invitados y supervisaba las provisiones de alcohol del bar y de comida en el bufet.

—¡La joven condesa! —exclamó un jocoso y ocurrente primo de Connie, rodeándole los hombros con un brazo rollizo—. ¡Menuda fiesta! Pero ¿dónde están tu amado esposo y todos esos amigos suyos tan idealistas? ¡No he visto a ninguna de esas lumbreras desde hace una hora! ¿Se han refugiado en una especie de conciliábulo de élite sin su viejo compinche Jochen?

—No, no. —Marianne se zafó de él con un beso en la mejilla. Pero su pregunta era muy oportuna.

¿Dónde estaba Albrecht? Y, por cierto, ¿qué era de Connie, Hans y Gerhardt Friedlander? Hacía rato que no los veía. Albrecht seguramente los había arrastrado a la biblioteca para revisar la carta. La idea misma la irritó. La inflexible seriedad de su marido —su permanente capacidad para concentrarse en el mundo con mayúsculas, más allá de lo que tenía ante sus narices— le sentaba como un reproche implícito. Él tenía razón, claro. El pobre Ernst vom Rath yacía en la cama de un hospital y millares de judíos dormían al raso en la gélida frontera polaca. Alemania se hallaba gobernada por un agitador bravucón y vocinglero decidido a llevar a la guerra a las demás naciones y a amargar la vida de innumerables ciudadanos inocentes. Y ellos, sin embargo, aquí estaban, bebiendo champán y bailando al ritmo de Scott Joplin.

En un estado de irritación defensiva, irrumpió en el estudio de Albrecht, donde, en efecto, se hallaban todos los invitados que había echado en falta: además de Connie y el propio Albrecht, Hans y Gerhardt, Torsten Frye, el americano Sam Beverwill y algunos otros. Muchos, como Connie, trabajaban como oficiales en el Abwehr, la oficina de inteligencia militar.

—Pero ¿qué es esto? —dijo procurando adoptar un tono ligero—. ¿Una fiesta secreta? A la condesa no le complacerá saber que estáis todos escondidos aquí, en vez de estar bailando.

—Marianne... —empezó Albrecht.

—¡Albrecht! Deja que tus invitados disfruten de la velada...

Mientras hablaba, reparó en la presencia de una figura desconocida: un hombre bajo y de pelo oscuro, parcialmente calvo, cuyo rostro, por lo demás prosaico, poseía una peculiar intensidad. La atmósfera en el estudio era extraña; la expresión de los presentes seguía siendo invariablemente seria, a pesar de su aparición.

—Disculpe —le dijo al desconocido—. Me parece que no nos han presentado.

—Pietre Grabarek. —El hombre se adelantó y le tendió la mano. Un polaco. Albrecht y Connie tenían muchos contactos en el Partido Nacional Polaco.

—Marianne von Lingenfels. La esposa de su severo anfitrión —dijo señalando a Albrecht con un gesto.

—Marianne... —volvió a decir el aludido—. Pietre ha venido desde Múnich con noticias alarmantes. Esta noche...

—¿Vom Rath ha muerto? —Marianne sintió un escalofrío.

—Sí —asintió Albrecht—. Pero eso solo es una parte.

Marianne sintió con incomodidad que se había convertido en el centro de atención del pequeño grupo y que todos escrutaban su reacción. No era esta una posición a la que estuviera acostumbrada: la de la mujer ignorante.

—Por lo visto, Goebbels ha dado órdenes para que la SA organice disturbios y destruya las propiedades de los judíos. Están arrojando piedras a los escaparates y saqueando sus tiendas, divirtiéndose...

—No es una diversión, es una ofensiva en toda regla. ¡Un ataque organizado! —lo interrumpió el polaco.

—... con el pillaje y la destrucción.

—¡Qué espanto! —dijo Marianne—. ¿Lutze lo ha tolerado? ¿Cómo es posible? —Lutze era el jefe de la policía, de la SA, un hombre desagradable al que había conocido hacía poco y que le había disgustado profundamente.

—Eso parece —respondió Albrecht.

Hubo intercambios de miradas y movimientos inquietos.

—Es un descenso a la locura. ¡Hitler es el maníaco que todos sospechábamos! —exclamó Hans, aunque nadie le hizo caso. Era un chico dulce y tonto. «Hay cerebros grises y hay simples actores —había observado Connie una vez—, y Hans es un actor.» Albrecht, sin embargo, había cuestionado esa dicotomía: demasiado en blanco y negro, demasiado reduccionista e implacable. La acción debía seguir al pensamiento, y el pensamiento debía basarse en una cuidadosa deliberación. Pero esa no era la forma de proceder de Connie. Él mismo era más bien un actor, y sus opiniones, aunque informadas y razonadas, rara vez respondían a la reflexión y solían ser absolutas.

—Es una vergüenza para Alemania frente al resto del mundo —dijo Albrecht.

Hubo un murmullo general de asentimiento.

—Y significa sufrimiento —dijo Connie—. Sufrimiento para muchísima gente...

Se hizo el silencio. Llegaban risas y compases de acordeón a través de los vidrios emplomados de las ventanas.

—También significa que los ciudadanos razonables deben actuar —continuó Connie—. No todos somos matones y malvados. Pero lo seremos si no intentamos cambiar las cosas.

Era una afirmación audaz, casi un desafío, y Marianne observó cómo impactaba en los rostros de los presentes con distintos resultados. Hans asintió, cautivado, con énfasis teatral. Eberhardt von Strallen, que censuraba abiertamente las declaraciones temerarias, se sacudió un hilo de la solapa. Albrecht frunció el ceño, pensativo.

—Es nuestro deber —dijo Connie—. Si no intervenimos activamente para derrotar a Hitler, la situación no hará más que empeorar. Ese hombre, ese fanático que dice ser nuestro líder, arruinará todo lo que hemos conseguido como nación unida. —Y añadió—: Si no empezamos a movilizar contra él a quienes piensan como nosotros, si no empezamos a reclutar a nuestros contactos en el exterior (los ingleses, los americanos y los franceses) nos arrastrará a una guerra, y acaso a algo peor. Basta escuchar las cosas que dice ese hombre, escucharle y leerle. Está todo ahí, en ese espantoso libro suyo, Mi lucha. Su «lucha» es convertirnos en animales a todos. Leedlo, leedlo con atención: «Conoce a tus enemigos». ¡Su visión es medieval! Peor aún, ¡anárquica! Decir que la vida no es más que una lucha por los recursos que debe librarse entre las razas... Esa «raza superior» de la que le gusta hablar y esos perfiles raciales que ha elaborado son los instrumentos que utilizará para dividirnos y conquistar todo el poder.

Marianne había oído las ideas de Connie en otras ocasiones. ¿Cuántas veces se habían quedado en Weisslau hablando junto al fuego por la noche? Hitler era un loco y un matón, en eso estaban todos de acuerdo. Desde el fallido golpe de Estado de 1923 había resultado evidente. Connie, al igual que Albrecht, había dedicado buena parte de su tiempo en los últimos años a ayudar a las víctimas de los nacionalsocialistas: judíos que querían emigrar, comunistas encarcelados, artistas cuya obra había sido prohibida. «Sin ley —decía Albrecht siempre— no somos mejores que los monos.» Su trabajo consistía tanto en defender y reforzar la ley mediante la práctica jurídica como en ganar cada batalla individual.

Pero Connie ya había perdido la fe en la ley, cada vez más castrada bajo el poder de los nazis. Él era un disidente nato, un convencido de la acción directa. Esa era una de las cosas que más le gustaban a Marianne de Connie, su querido amigo y compañero de la infancia: sin duda, el hombre al que más admiraba, dejando aparte a Albrecht, claro. Connie siempre había sido un agitador, un apasionado defensor de lo que consideraba justo. De niños, habían pasado algunos veranos con sus familias en el Báltico; y Connie siempre la involucraba en sus campañas contra la injusticia, planeando, por ejemplo, denunciar la crueldad del conserje del hotel con los perros, o combatiendo algún obstinado prejuicio de sus padres. Y normalmente, a base de firmeza y de puro tesón, se salía con la suya.

—Hemos de encontrar formas de actuar contra él —prosiguió Connie—. No solo para llamar la atención del mundo sobre sus siniestras aspiraciones, sino para pasar a la acción nosotros mismos. Si nos quedamos de brazos cruzados, refugiados en la seguridad de nuestros despachos, tendremos que culparnos solo a nosotros mismos. Propongo, pues, que nos comprometamos a partir de hoy mismo a ofrecer una activa resistencia para apartar a nuestro país de la senda destructiva de Hitler.

Connie concluyó su intervención. Tenía perlado de sudor el nacimiento del pelo y estaba sin aliento.

Hubo murmullos y gestos de asentimiento entre los hombres reunidos en el estudio.

—Coincido con la idea básica. —Albrecht empezó a hablar lentamente entre la oleada de apoyos—. Pero confabularse contra nuestro gobierno..., contra este gobierno..., es peligroso. Y además, hemos de pensar en nuestras esposas y nuestras familias. No estoy proponiendo que no lo hagamos, solo que lo estudiemos con mucho detenimiento...

—Vuestras esposas y familiares os apoyarán —lo interrumpió Marianne sorprendiéndose a sí misma y al resto de la concurrencia. Las palabras sonaron como un reproche. Albrecht era siempre tan mesurado, tan lento, tan reflexivo. Una pesada tortuga en comparación con el ágil ciervo de Connie.

—¿Todas? —preguntó Von Strallen irónico.

—Todas —repitió Marianne. Von Strallen era un machista. No le contaba nada a su esposa, ni la llevaba a ninguna parte. Trataba a la pobre Missy como a una vaca gorda y estúpida.

—¿Y asumirán el riesgo? —preguntó Albrecht en voz baja.

—Asumirán el riesgo —repitió Marianne.

—De acuerdo —dijo Connie volviendo su intensa mirada hacia ella—. Entonces tú te encargarás de velar por su seguridad. Acabas de ser nombrada comandante de esposas e hijos.

Marianne le sostuvo la mirada. «Comandante de esposas e hijos.» Sabía que él no pretendía menospreciarla, pero ese título le escocía como una bofetada.

La reunión, si así podía llamarse, se disolvió finalmente. Marianne, con una sensación de irrealidad, volvió a la fiesta para volver a ocuparse de sus deberes de anfitriona. Las conversaciones proseguían, el trío de jazz continuaba tocando y, en el rellano de la escalera, alguien recitaba a Cicerón en latín.

Pero afuera, más allá de los muros del castillo, estaban ocurriendo cosas terribles. Marianne se imaginaba a los brutales camisas-pardas de Hitler infestando las calles, pavoneándose y lanzando gritos con ese aire de violencia desenfrenada. Ella los había visto en un desfile en Múnich el pasado verano. Dos hombres habían roto la formación de improviso y habían corrido hacia ella cruzando la acera. Por un momento, se había quedado petrificada, temiendo que fueran a atacarla (pero ¿por qué?). Ellos, sin embargo, derribaron al estudiante que estaba su lado y, cuando él se hizo un ovillo en el suelo, lo molieron a patadas, machándole la espalda con sus relucientes botas negras. Todo ocurrió tan deprisa que Marianne simplemente se quedó quieta. «¿Por qué? ¿Qué ha hecho?», preguntó cuando los SA ya se habían marchado a un hombre que estaba junto a ella. «No ha hecho el saludo militar de la manera correcta», le susurró él mientras ambos se agachaban para auxiliar al pobre estudiante, que yacía a sus pies.

Después, durante días, había seguido viendo las caras de los dos SA cuando corrían hacia ella: unas caras vulgares, de mediana edad, transformadas y embrutecidas por la violencia.

—¿Qué te ocurre? Cualquiera diría que has visto un fantasma —le dijo Mimi Armacher interrumpiendo sus recuerdos. Mimi era prima lejana de Albrecht, una mujer deliciosa que siempre le había caído bien.

—Acabo de enterarme... —Marianne vaciló. ¿Cómo describirlo? Parecía algo de una época menos civilizada y para lo cual no disponía del vocabulario adecuado—. Nos han llegado noticias de Múnich de que hay graves disturbios... La SA está apaleando a la gente y destrozando las propiedades de los judíos...

—¿Noticias? —repitió Mimi, como si la palabra le resultara incomprensible.

—De un amigo de Connie que acaba de llegar —le explicó Marianne.

—Ay, qué horror —dijo Mimi con la cara demudada—. ¿En todas las ciudades?

Otras personas se agolparon alrededor. Marianne atisbó a Berna y a Gottlieb Bruckner por detrás del corrillo, y también a Alfred Klausner, todos ellos amigos judíos cuya situación en Alemania se estaba volviendo cada vez más difícil. Generaciones enteras de asimilación ya no parecían servir para distinguirlos de los inmigrantes judíos del este que Hitler estaba obsesionado con deportar. Ahora nadie estaba a salvo.

Marianne se sintió de repente exhausta.

—Eso es lo que he entendido.

—¿Destruyendo propiedades? —preguntó alguien—. ¿Al azar?

—Propiedades judías —puntualizó Mimi con una sequedad escalofriante—. Solo propiedades judías. —Se volvió hacia Marianne—. ¿No es eso lo que has dicho?

Marianne la miró fijamente.

—No lo sé —respondió irguiéndose—. ¿Acaso importa? Nuestro gobierno está soltando a sus cuadrillas de matones.

—Es el principio del fin —declaró teatralmente la condesa al enterarse de la ola de destrucción que más tarde se conocería como la Noche de los Cristales Rotos—. Ese austriaco llevará a la ruina a este país.

Dicho lo cual, subió a acostarse.

Marianne envidiaba su libertad. Ella, por su parte, tendría que ocuparse de llevar la fiesta a su amargo final.

A medida que corría la noticia, los invitados con cargos en el gobierno o con propiedades considerables en las ciudades vecinas emprendían la marcha y descendían, todavía borrachos, por las curvas de la cuesta entre acelerones, bocinazos y destellos de faros. Los siguieron, más sobrios, los escasos invitados judíos. Unos cuantos estúpidos mirones se dirigieron a la cercana ciudad de Ehrenheim para comprobar hasta qué punto se habían extendido los disturbios.

Junto a la fuente de champán, Gerhardt Friedlander discutía con los Stollmeyer, dos gemelos borrachos, de rostro rubicundo, que eran devotos nazis. La gente ya se había disuelto del tenso círculo creado en torno a ellos.

—La conspiración del judaísmo mundial no se detendrá con el asesinato de Vom Rath —vociferaba uno de los Stollmeyer—. Hemos de tomar represalias contra ellos...

—No seas idiota —le espetó Gerhardt—. Vom Rath ha sido víctima de un joven trastornado de diecisiete años, no de ninguna conspiración.

—Un joven trastornado de diecisiete años judío y bolchevique —argumentó su oponente— que pretendía destruir el orgullo y la unidad del pueblo alemán...

Marianne no pudo seguir escuchando. Esa absurda cháchara nazi estaba ahora por todas partes, lista para ser adoptada por todos los simplones del estilo de los Stollmeyer. ¿Cómo se habían colado esos dos en la lista de invitados? A Dios gracias, Gerhardt estaba allí para ponerlos en su sitio.

En el salón, el trío de jazz había desaparecido (¿de vuelta a Berlín?, ¿les habían pagado?). Un imbécil trató de poner una marcha nazi en el gramófono y solo consiguió que le arrojaran una salva de Frikadellen calientes, la última especialidad servida por el chef. Los mirones que habían bajado a Ehrenheim regresaron casi decepcionados, explicando que no había nada que ver. ¿Qué esperaban? La ciudad era profundamente bávara y católica. No contaba con habitantes o negocios judíos.

Sin inmutarse por las deserciones, el cocinero continuaba ofreciendo exquisiteces —una nueva ronda de asado de cerdo, tortas de manzana, un Frankfurter Kranz—, y el barman seguía sirviendo bebidas.

Marianne estaba deseando que se fueran los restantes invitados. Eran todos tan frívolos y egocéntricos... Pero la fiesta se adentró renqueante en una lenta agonía.

Alrededor de medianoche, Marianne se permitió un momento de tranquilidad en un salón de trofeos desierto, decorado con las piezas que se había cobrado antaño un Von Lingenfels aficionado a la caza. Las paredes estaban cubiertas de delicados cráneos de ciervo y de piezas disecadas de jabalíes, de osos e incluso de un lobo, que ya se caían a trozos. Era una habitación impregnada de crueldad, pero aun así le serviría. Descansaría cinco minutos, ni uno más, y volvería a la fiesta. Mientras tomaba asiento, su rostro se ablandó y se relajó. La lasitud que la invadió hizo que se sintiera más vieja: una madre de niños aún pequeños en una tierra repentinamente salvaje.

—Ajá. —Oyó una voz a su espalda y, antes de poder volverse, sintió que dos manos se posaban sobre sus hombros: Connie.

Creía que ya se había ido hacía rato: o bien de vuelta a Berlín para reparar los daños, o bien para acostarse con su prometida, pues ahora era un hombre renovado, con hábitos distintos. Y sin embargo, aquí estaba. Su entereza la tranquilizó.

—Te pillé —la reprendió.

—Ay, Connie —dijo volviéndose—. ¿Debería decirles que se vayan a casa? Es tan extraño celebrar una fiesta cuando en el resto del país, Dios sabe...

—Déjales quedarse. —Connie se desplomó en el sillón opuesto—. Están demasiado borrachos para irse, de todos modos.

—Sí, supongo. —Marianne suspiró—. ¿Qué hacen ahora?

—Bueno —dijo Connie arrellanándose—. Greta von Viersdahl está imitando a un ganso en la pista de baile, el viejo herr Frickle ha encontrado a una nueva ramera que sentar en su regazo y alguien que no conozco está vomitando en el foso.

—Ay, querido. —Marianne sonrió.

¿A cuántas fiestas habían asistido juntos? A demasiadas, desde que eran niños, como para llevar la cuenta. Y Connie siempre había sido un reportero divertido: un observador interesado en la bestia humana. Era eso lo que había forjado la amistad entre ambos: la agudeza de sus impresiones y la capacidad de Marianne, menos dotada de perspicacia, para apreciarlas.

—¿Y Benita? —no pudo resistir la tentación de preguntar—. ¿Ya está durmiendo?

—Es una buena chica —respondió Connie estirando las piernas. El resplandor del fuego alargaba las sombras de los zapatos cómicamente. Su bello rostro acusaba el cansancio y afloraban las ojeras bajo sus párpados.

—¿Y eso hace que le sea más fácil o más difícil dormirse?

Connie se encogió de hombros.

—Estaba exhausta.

Marianne se irguió en su sillón y miró a su amigo con aire inquisitivo.

—¿Qué piensa ella de todos estos disturbios y actos vandálicos, de lo que está pasando en el mundo?

Connie apoyó la cabeza sobre el respaldo para mirarla. Su rostro, a pesar del agotamiento, era extremadamente apuesto: los rasgos finos y elegantes que lo habían hecho hermoso de joven no habían perdido su brillo. Al contrario, se habían vuelto más nítidos e intensos; todavía eran capaces de asombrarla por su simetría.

—Veo que no te gusta Benita —dijo—. Sabía que no ibas a darle tu aprobación.

—Eso no es justo, Connie. ¿Por qué tienes que creer...?

—Te conozco —dijo él.

—¿Cómo? ¿Acaso no soy lo bastante abierta y tolerante como para alegrarme al ver enamorado a un amigo?

Connie entornó los ojos.

—Abierta, sí. Tolerante, no. Eres rigurosa.

Marianne frunció el ceño.

—Bueno, es muy joven.

Connie se echó a reír. Ella añadió:

—¿Será una compañera para ti? ¿En todo lo que hagas?

Connie se irguió bruscamente y, por un momento, Marianne temió haber ido demasiado lejos. Pero no, él no se marchó airado. Giró su sillón para mirarla de frente y se echó hacia delante, apoyando los codos en las rodillas.

—Como tú y Albrecht, no —respondió—. Pero existen otro tipo de uniones. Y yo la amo.

A ella le sorprendió la intensidad de su declaración. ¿Acaso había implícita en la frase una crítica a su propio matrimonio?

—Debes prometerme una cosa —dijo Connie.

—¿Qué? —dijo ella arrugando el ceño.

Él se inclinó y le cogió la mano. Marianne sintió que la recorría una corriente eléctrica.

—Si las cosas salen mal, y podrían salir mal, tienes que ayudarla. Es una chica sencilla y no merece las consecuencias de los desastres a los que yo pueda arrastrarla. —Una insólita expresión cohibida, casi adolescente, cruzó su rostro—. Y tienes que ayudarla a criar a mi hijo.

—¿Tu...? —empezó Marianne, atónita—. ¿Es que está...?

Connie asintió.

—¿Me lo prometes?

—Por supuesto que sí, Connie, ya lo sabes, pero...

—¿Me das tu palabra?

Marianne observó su rostro, ahora más serio de lo que jamás lo había visto, y sintió el escalofrío de un presentimiento.

—Tienes mi palabra —dijo en voz baja, totalmente consciente de la gravedad de su promesa.

Y entonces, en un momento que Marianne habría de evocar una y otra vez —no solamente esa noche, sino a lo largo de los años, mucho después de que Connie hubiera muerto, de que Albrecht hubiera muerto, de que la propia Alemania hubiera muerto, y de que la mitad de los invitados a la fiesta hubieran sido asesinados o aniquilados por la vergüenza, o algo a medio camino entre ambas cosas—, él se echó hacia delante y, con la misma intensidad con que le había arrancado su promesa, la besó. Era un beso que prescindía de la parafernalia del romance o del flirteo, que quizá (y aquí había un interrogante que la corroería para siempre de una forma tan irritante como intempestiva) saltaba incluso por encima del deseo para llegar directamente al océano del amor y el entendimiento. He aquí a dos personas que se comprendían. Dos personas identificadas en algo que iba mucho más allá de ellas.

¿Quién se separó primero? A Marianne, en todas sus evocaciones, eso nunca le quedó claro. Y el momento, ¿había durado minutos?, ¿segundos? Era algo de una nitidez cristalina y, al mismo tiempo, velado por la confusión. Durante días, siguió sintiendo vivamente el lugar donde la mano de Connie le había apartado el pelo de la mejilla. Como si el recuerdo se estremeciera ahí, frío y caliente a la vez.

—Connie —musitó ella cuando se separaron.

Él se inclinó, le cogió la mano y se la llevó a los labios. Pero antes de que Marianne pudiera pensar qué decir o qué preguntar, Connie se levantó y salió del salón.