Una cita con el pasado

El profesor cuya plaza de Lengua Castellana y Literatura iba yo a ocupar a partir de septiembre se había empeñado en que nos conociéramos. Era ya mediados de julio, cuando en los vacíos institutos reina un orden superior, una lentitud amable, un silencio desconocido. Solo lo habitan los esforzados administrativos matriculando ordenadas filas de solicitantes, alguien de la dirección preparando los horarios, un conserje y un par de albañiles o pintores que apuntalan y repasan los edificios lo mejor que pueden.

En todos los centros ocurre lo mismo y yo bien lo sabía. Antes de conseguir mi nuevo destino, ahora ya permanente a causa de la jubilación del profesor que estaba esperándome, había trabajado hasta en diez centros distintos como sustituto o como interino. En la terminología de la Administración, sustitución era la primera oportunidad de dar clase en un centro público para un recién licenciado. Podía ser de unos pocos días o de muchos meses. No quedaba claro qué era mejor ni qué era peor. Estabilizarse mucho tiempo en un solo centro tenía la ventaja de poder conocer más a fondo a los alumnos, lo cual no siempre tenía que considerarse una suerte. Pero, por contra, dar solo dos o tres semanas de clase, aprenderte a toda máquina los nombres de la mayoría de estudiantes, adaptarte a la programación del centro, a los métodos pedagógicos, a los libros de texto, a los compañeros, a su sentido del humor, al sentido del humor del director y al del jefe de estudios, a los horarios, a las dificultades de transporte y, una vez conseguido casi todo, tener que salir zumbando a un nuevo centro, en una zona completamente alejada, y tener que empezar de nuevo el mismo programa de supervivencia, resultaba evidentemente agotador. Por eso acceder a la condición de interino era ascender un peldaño en la profesión. Sabías que estarías en el mismo centro de principio a final de curso. Pero solo un año. A veces solicitabas repetir, si era posible. A veces uno mismo hacía lo que fuera para zafarse de esa posibilidad. Ahora bien, lo más de lo más en nuestro trabajo era conseguir una plaza fija tras superar una oposición y un año de prácticas. Y eso era justo lo que yo estaba a punto de hacer cuando me encaminaba a mi nuevo instituto.

De hecho, ya lo había visitado unas semanas antes para los imprescindibles trámites burocráticos y para presentarme a la dirección. Me enseñaron las instalaciones y me convocaron para el inicio del curso siguiente. Aquel día, me dijeron, el profesor que se retiraba se había tenido que ausentar por un asunto familiar urgente. La verdad es que no me importó demasiado, pues consideré que yo ya había cumplido. Di así por acabada mi conexión con el centro hasta después de las vacaciones.

Pero dos días más tarde recibí una llamada del profesor que decía lamentar no haber estado en el centro cuando mi visita. Traté de que no le diera mayor importancia, pero insistió en que tenía un gran interés en mantener un breve encuentro. Me dejaba a mi conveniencia fijar hora y día, y no encontré la manera de escabullirme.

No sabía muy bien a qué iba cuando me dirigía a la entrevista. No es que no admitiera la posibilidad de recibir algún buen consejo de alguien que tal vez había gastado hasta cuarenta años de su vida en la enseñanza. Pero tampoco quería empezar con demasiados condicionamientos ni pautas heredadas. Yo iniciaba una época nueva en un centro nuevo, y tenía, así veía yo las cosas, todo el derecho a emplearme a fondo en construir mi propia propuesta a partir de mi formación, de mi experiencia y de mi estilo. ¿No había hecho lo mismo todo el profesorado que había precedido a los de mi generación, los que ahora rondábamos los treinta?

Por otra parte, tampoco me iba a incorporar al Trinity College.Quiero decir que allí no me esperaba una larga tradición de décadas y más décadas de éxitos educativos a la que intentar reformar hubiera sido el disparate del año. Nada de eso. La enseñanza en nuestro país andaba completamente a la deriva. Cada pocos años se hacía una ley educativa nueva; se ensayaban reformas de todo tipo; en los periódicos todo el mundo discutía sobre qué había que enseñar y cómo hacerlo; a cada momento se producían debates en la radio o en la televisión sobre el misterio de los males de la enseñanza. Mientras tanto, en las facultades universitarias a los futuros profesores nos explicaban Cervantes, Galdós o Lorca desde todos los puntos de vista posibles menos desde uno: cómo transmitirle a un adolescente que lo que escribieron Cervantes, Galdós o Lorca valía la pena.

Lo más sensato que saqué de mi estudios fue este diagnóstico de la enseñanza en nuestro país: se da en unos escenarios del siglo XIX, con unos profesores del siglo XX y a unos alumnos del siglo XXI. Así era sin duda. Las aulas, con sus pupitres verdes mirando a una pizarra verde de tiza mal borrada y las paredes desnudas o chincheteadas con algún mural fabricado en papel de embalar por los alumnos, no diferían apenas nada de las escuelas del tiempo de la Revolución Industrial. Los profesores eran cada vez mayores, pero los alumnos cada año tenían la misma edad. Si no un siglo, sí un abismo de intereses, gustos y sensibilidades iba creciendo entre unos y otros. Ese era mi punto de vista. Y, por supuesto, que el relevo generacional de los profesores y los cambios de métodos pedagógicos eran urgentes, indispensables. Todo dicho con el debido respeto.

Con esta predisposición llegué a la cita. El profesor me estaba esperando en el vestíbulo del instituto y pareció muy contento al saludarme, lo que por un instante me hizo sentir un poco mal, pues no me quedó más remedio que corresponder a su efusión y simpatía con algún gesto y alguna frase que se le pareciera.

–Soy Martín Solans, el profesor que va a levantar el vuelo –me dijo al estrechar con decisión mi mano.

–Y yo David Linde, el que está a punto de tomar tierra.

Sonrió feliz mi réplica y me invitó de inmediato a acompañarle al departamento de nuestra asignatura, que parecía ser su lugar favorito en el mundo.

–En el despacho estaremos mucho mejor. Además, quiero mostrarte unos materiales que seguramente te interesarán.

Le seguí aún con mi media sonrisa fingida en la boca, sin decir nada, pero confirmando para mis adentros lo que me estaba temiendo. El profesor quería instruirme. No quería marchar sin asegurarse de que su tarea de tanto tiempo tendría cierta continuidad. Yo estaba seguro de que me iba a mostrar sus programaciones de la asignatura como un mapa del tesoro, me iba a recomendar las lecturas de más éxito entre sus pupilos (para que yo las siguiera recomendando, por supuesto, durante los próximos diez años, como mínimo), me iba a dar consejos sobre cómo tratar a los estudiantes, sobre cómo hablarles, sobre cómo no hablarles … En fin, el profesor jubilado querría poner el broche de oro a toda una vida dedicada a la enseñanza asegurándose de que su esfuerzo no iba a desparecer con él. Una cierta forma de enfrentarse al final, al vacío, al se acabó, a la muerte de una actividad profesional. Y yo era la pieza clave para que todas esas expectativas suyas pudieran realizarse.

El descubrimiento del despacho, en el que tan bien íbamos a poder conversar según el profesor Martín Solans, fue el martillazo definitivo que remacha el clavo. Lo compartía con otro colega que «pronto también iba a volar», y a juzgar por la escenografía no hubiera hecho ninguna falta que me lo aclarara.

En pocas palabras, el antro aquel era una concentración enloquecida de montañas de libros de lectura, libros de texto y carpetas por todas partes. En el pequeño espacio libre de pared que no ocupaban las estanterías rebosantes, dos pósteres se disputaban el sitio, pues compartían chinchetas y casi se superponían por un lado. Uno era de una representación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, y el otro, también de una obra clásica, El perro del hortelano, de Lope de Vega, del Centro Dramático Nacional. Posiblemente eran recuerdos de obras que habían llevado a ver a sus alumnos. ¿Habrían entendido algo? ¿Se habrían jurado a sí mismos no volver a pisar un teatro? Nada de eso me atreví a comentar, por supuesto, y seguí descubriendo lo que el profesor Martín Solans llamaba el despacho, «tu despacho», recalcó, en un gesto amable de integración que me pareció algo precipitado. En medio, una mesa larga, casi desaparecida bajo los archivadores y los libros de texto y de consulta, constituía el eje central de aquel país de papeles de todos los colores. Y, al fondo, en un rincón, casi castigado cara a la pared, un ordenador que no sé por qué me pareció envuelto en tristeza y aburrimiento.

–Esta parte de la mesa es la mía y antes de que llegue septiembre te la habré despejado –aclaró, y pensé que quizá se me había notado demasiado mi estupor ante aquella exuberancia de inutilidades.

–Sí, bien, no hay prisa, falta tiempo.

Volví a mostrarme como un magnífico fingidor.

–Quisiera que te sintieras cómodo y si hay algo que no te interesa de todo esto, puedes deshacerte de ello tranquilamente.

No sé por qué cruzó por mi imaginación un gran camión con un par de tipos fuertes y bien entrenados en vaciar pisos enteros. Pero preferí formular una pregunta básica para mí:

–¿El ordenador y la impresora que tenéis en aquel rincón están operativos?

–¡Ah, sí! Los utilizamos para redactar los exámenes y las actas del departamento. Ahora nos obligan a hacerlo así. Vamos al contenido de las carpetas de que te hablaba.

A pesar de la respuesta, no hay que imaginar al profesor como un anciano encorvado, anacrónico, cascarrabias y con propensión a la queja constante sobre cualquier cosa de un mundo contemporáneo del que nada quisiera salvar. No daba exactamente ese perfil. Aún no había envejecido, era evidente, y se mostraba amable y prudente conmigo sin mostrar ningún esfuerzo. En el tiempo que se tomó para explicarme el contenido de las carpetas y la pequeña biblioteca que habían ido construyendo con los años, se le notó muy ilusionado, casi como si fuera él a comenzar una vida profesional en vez de ser yo el elegido por las circunstancias. Además, no parecía decidirse todavía a insinuarme ningún consejo, contra lo que yo venía esperando todo el tiempo.

–Estas tres estanterías son carpetas de exámenes que yo mismo voy a tirar, excepto los de este último año, que hay que guardar un tiempo más, por si la Inspección quisiera revisar algo. Pero tendrás tus buenos huecos.

–Es que…, verás, Martín –él me había pedido que lo tuteara nada más darme la bienvenida–, yo voy a necesitar muy pocos huecos.

–¿Y eso? ¿No tienes textos y ejercicios archivados de tus años anteriores que quieras conservar?

–Sí, por supuesto que los tengo. Pero los tengo almacenados aquí –dije mostrándole el pen drive en la palma de mi mano. Se quedó un instante asombrado al ver aquel artilugio informático tan pequeño de tamaño y a la vez con tanta capacidad de memoria, pero enseguida reaccionó.

–¡Ah, bueno! Tú prefieres tenerlo todo aquí, claro. Por eso me decías lo del ordenador.

–Pues sí, por eso, entre otras cosas.

–No te preocupes, funciona bien. Al menos nosotros no hemos tenido ningún problema. El problema de las carpetas –las carpetas eran su tema, de eso no había ninguna duda– es que no todas están etiquetadas. Eso ha sido un fallo mío que espero me sepas disculpar. Pero al menos siempre he utilizado dos colores distintos: el marrón, para los textos de Lengua, y el azul, para los de Literatura.

Suspiré de alivio al comprobar la astucia clasificadora del profesor Martín Solans: dos colores para unas treinta carpetas sin más indicaciones. Algunas de ellas habían engordado hasta el límite de las posibilidades de sus cierres, dos simples gomas gastadas. Y el profesor, por supuesto, estaba convencido de que yo iba a lanzarme como lobo hambriento a abrirlas una a una con la intención de «pescar» cada día algún ejercicio o algún texto literario que sirviera de alimento y orientación a mis clases, que habían sido las suyas hasta pocos días antes. Evidentemente, él parecía desconocer que las editoriales ya habían comenzado a suministrar algunos de estos materiales en CD o que ya existían páginas web, creadas incluso por profesores en activo, que también cumplían esa función. Cuando comenzaba a cantarme las maravillas que en ellas podría encontrar: ejercicios de acentuación, textos periodísticos, fragmentos de obras literarias, entrevistas a escritores…, pero sin atreverse ni él mismo a abrirlas, probablemente porque no recordaba ya exactamente qué había en cada una, algo vino a interrumpir nuestra conversación:

–¡Martín, ya están aquí!

Quien así habló fue el conserje, que había aparecido entreabriendo la puerta del despacho. Se trataba de un hombre del siglo XX, pero con hábito del XIX, no otra cosa me hizo pensar su bata gris e innecesariamente larga, que por alguna inexplicable razón no estaba aún jubilado. La complicidad entre los dos era total.

–¿Son los de las pizarras?

–Son los de las pizarras, Martín.

–¿Qué ocurre? ¿Está pasando algo grave?

–No o sí. Ya se verá. Quieren acabar con los libros de texto en papel y poner otras pizarras.

–Pero ¿qué pizarras son?

–Unas que son como ordenadores.

–¿Pizarras digitales?

–Eso mismo, así las llaman.

–¡Qué bien, habrá pizarras digitales!

Torpe de mí, no pude contener mi júbilo espontáneo. Lo grité sin ninguna mala intención, puedo jurarlo, pero era la primera buena noticia que aquella visita me había traído y no me supe controlar. Cuando iba a articular una disculpa, me tomó del brazo y, sin dejarme decir nada, quiso retomar el hilo.

–Está bien, está bien, David. Las cosas son como son. Dejémosles hacer y vayamos a acabar con lo nuestro.

Y lo nuestro era, sin lugar a dudas, seguir narrándome los tesoros ocultos en aquel cementerio de carpetas azules y marrones.


El siguiente capítulo de esta historia no tuvo lugar hasta unos tres meses más tarde. Yo había iniciado el curso con bastante buen pie. Quiero decir, con las clases muy preparadas, tema por tema. Como era mi costumbre. Con los objetivos de cada una muy precisos. Con muchos ejercicios prácticos y pocas explicaciones teóricas, pues, tal como esperaba, mis nuevos estudiantes tenían, como casi todos los de su generación, una muy limitada capacidad de atención a las palabras del profesor. Unos atendían, simple y llanamente, a cambio de aprobar. Y estaban dispuestos a hacer lo que yo dijera para conseguirlo. Otros, no pocos, tenían la cabeza permanentemente en otra galaxia, y en el mejor de los casos no decían esta boca es mía. Nada que me pudiera sorprender, por otra parte. Eran chicos de Secundaria. Yo utilizaba una vez por semana mi portátil en clase y les proponía ejercicios que proyectaba con el «cañón» y las pizarras digitales, o bien les traía algún tema presentado en Power Point. En esas sesiones el interés mejoraba, aunque no llegué a gastar mucho presupuesto en cohetes de celebración por los rendimientos conseguidos. Tampoco quisiera faltar a la verdad.

Dentro de esta normalidad ocurrió un día que los alumnos se sumaron a una huelga general de estudiantes. Las aulas se quedaron vacías, pero la dirección nos recordó que los profesores no estábamos en huelga. Tuve, por tanto, que pasarme en el centro cinco horas sin tarea alguna y, por primera vez, dirigí la mirada hacia las carpetas de mi antecesor, que yo mismo había aparcado en tres estanterías para construir mi propio espacio.

Ahí estaban, totalmente desconocidas para mí. Y fuera por inercia o por llenar aquel tiempo libre imprevisto, cogí una de las azules, la que estaba en primer lugar. Ninguna indicación en el exterior, eso no era novedad, pero sí mucha novedad en el interior, pues lo primero que hallé al abrirla fue una nota del profesor Martín Solans dirigida a mí.

A la atención del profesor David Linde

Estimado colega:

No sé si habrás llegado a abrir alguna otra carpeta, pero esta es algo distinta y por ello incluyo una nota. Las otras carpetas azules, como habrás visto o no (yo mismo te di total libertad para que te desprendieras de todo lo que consideraras oportuno), contienen textos literarios de otros autores: profesores de nuestra materia, periodistas o creadores conocidos. En esta, en cambio, solo encontrarás escritos míos. Ha sido como un rapto que tuve el curso pasado. Me dediqué a relatar mis clases de Literatura en 1º de Bachillerato, no todas pero sí bastantes de ellas, y me permití añadir algunas reflexiones sobre esta tarea nuestra de enseñar. Espero que haya conseguido reflejar mis intentos de muchos años por acercar esta materia tan querida a nuestros estudiantes. Intenta ser un documento de mi vida en el aula. La vida de un simple mensajero: alguien que trae noticias de las mejores palabras de una tradición cultural a unas criaturas de 16 a 18 años que lo ignoran casi todo de la literatura, y de casi todo, aunque la mayoría no se da suficiente cuenta de ello.

Si te decides a leerlo, lo cual es solo una posibilidad (yo no voy a ponerme en contacto contigo para comprobarlo, faltaría más), te invito muy sinceramente a que hagas las observaciones críticas que creas oportunas. A lo largo de mi carrera profesional siempre he echado en falta poder asistir a las clases de mis colegas, o que ellos asistieran a las mías, para después comentarnos nuestras respectivas impresiones. Pero no ha habido manera. Era un tabú que no se quería tocar, pese a que yo bien lo intenté. Así que ahora te invito a mis clases. Cuando tengas tiempo, y si lo tienes.

Deseándote lo mejor en tu nuevo destino, se despide cordialmente,

Martín Solans

Comencé a leer aquella carpeta, la primera y probablemente la última que iba a abrir. Y comencé a anotar mis observaciones. Por ejemplo, con aquella afirmación de que nuestros alumnos «lo ignoran casi todo de la literatura, y de casi todo», pues ya no estaba yo de acuerdo. Nuestros alumnos aprendían mucho por los medios de comunicación, por Internet y en sus encuentros de grupo, posibilidades que el profesor Martín Solans parecía ignorar. Pero sí, leí una hoja tras otra y tras otra y tras otra, hasta el final. En ocasiones, utilicé el bolígrafo rojo en aquellos escritos, tal como él me había sugerido.

Y así entré en el mundo del profesor Martín Solans y en el aula donde daba sus clases, y lo que allí ocurría es lo que ahora empiezo a transcribir.

Pasando lista a las ocho de la mañana el primer día de Bachillerato

Hoy es el primer día de curso y al entrar en clase ya se les veía cansados. Tienen 16 o 17 años y nadie, mucho menos ellos mismos, sabe qué se puede esperar de alguien a esa edad y en esta época. Un niño tiene mucho más claro que ellos su papel en el mundo. A un adulto le falta tiempo para cubrir todos sus propósitos. Y un anciano acostumbra a saber qué hacer y qué no hacer con el resto de su vida. Pero estos muchachos suelen vivir en un tiempo difuminado, en un limbo de diversión constante o de malestar repentino, casi nunca con motivos profundos. Han acabado la Secundaria Obligatoria pero no les ha llegado aún el tiempo de trabajar ni de comenzar a estudiar una profesión. Para algunos, este breve Bachillerato de dos años será un lugar en que extraviarse, gastar su tiempo y buscar una salida de emergencia sin haberlo aprobado. Otros irán subiendo la cuesta con una carga de saberes y exigencias que les resultará casi incomprensible, durante tres años tal vez, como una pesadísima obligación un poco absurda. Al conseguir con apuros y ayudas el título de bachiller les preguntaremos: «¿Y ahora qué?». «Me lo estoy acabando de pensar», pueden contestar. O: «Quizá me tome un año de descanso». Otros mantendrán la duda entre estudios superiores de Formación Profesional o ir a la universidad hasta el último mes del último curso y algunos se debatirán en la gran confusión metafísica de estudiar Turismo o Psicología. Una minoría, en cambio, una minoría discreta y laboriosa, llevará en silencio la resolución de su destino y sabrá milagrosamente desde el primer momento qué quiere hacer al cerrar la puerta del instituto. No será casi nunca, en este centro en el que doy mis clases desde hace casi tres décadas, un designio familiar. Nuestros alumnos son la continuación de familias con economías modestas en las que prácticamente nadie quiere perpetuar la profesión de los padres. En el barrio no hay sagas de empresarios, médicos ni abogados. Si pretendieran seguir la estela de los padres, aspirarían a trabajar en una cadena de montaje, en una ferretería o se convertirían en dueños de una churrería. Y no suelen ser estas sus primeras opciones. Quién sabe en una segunda o tercera vuelta. La vida les ha de sorprender, como a todos nos ocurre, muchas veces. Pero aquellos que sí saben para qué se han puesto a estudiar son aquí una especie sorprendente y trabajadora, una fraternidad casi desconocida que, entre otras cosas, ha venido a este mundo a hacer, durante unos años, la vida más alegre a sus profesores. No pueden imaginar lo agradecidos que les estamos.

Es, pues, el primer día de curso y de Bachillerato, y las criaturas que tengo ahora ante mí son un grupo indefinido y algo adormecido, muchachos y muchachas a quienes todo se les antoja posible aún, pese a que no sepan qué es lo que desean que ocurra más allá del próximo fin de semana. Lentamente van sentándose, mientras hablan y hablan, excepto alguno de los recién llegados al instituto, que parece envidiar la soltura de los veteranos y no sabe a quién dirigirse, así que procura pasar desapercibido. Solo unos pocos se han dado cuenta de que estoy ahí, al frente, como un pasmarote, contemplándoles tras mi bienvenida inicial no contestada, esperando que se callen para dar inicio a la representación. Tengo ahora dos opciones: soltar un «¡quieren callarse, por favor!», con cara más o menos severa, o seguir mudo pero mirándoles con cierta intensidad, de uno en uno, hasta que nuestras miradas se crucen y se sientan reconocidos por el director de la orquesta o por el capataz de la obra, según las sensibilidades. Entonces sí se dispondrán a escuchar lo que tenga que decirles. Nuestros alumnos son bastante impermeables a las voces de mando, aun cuando parezca que las acatan momentáneamente. Pero ser vistos, ser observados de forma personal, les hace reaccionar al instante. Así lo hago.