BIBLIOGRAFÍA

1. PREÁMBULO

Lo has conseguido, contra el fuerte viento y la marea que te querían atrapar, sumergir, revolcar. Pero tu éxito no ha sido un golpe de fortuna. Lo lograste paso a paso, sin regalos. Con la determinación de una inquebrantable fuerza de voluntad. Única. Imparable. Y te levantaste siempre, pasara lo que pasara, y mira si sucedieron cosas. No dormiste apenas (ya lo haces en la eternidad) porque todo dependía de tu control, de tu capacidad inigualable para ejercer. Fuiste tú el único creador de tu obra, de tu increíble legado, de un imperio que te llevó donde quisiste hasta formar dinastía. Así fue en tu Valle de los Reyes. En el final del trayecto, aunque este sea solo ahora el comienzo del relato de tus aventuras, rememoras y rememoras para encontrar tu punto débil, dónde estuvo el problema de tanta lucha contra todo y contra todos. Y recuerdas y recuerdas, pero no lo encuentras. Tú no. Porque siempre fuiste igual de leal a tu causa sin divergencia. Un animal social, político y futbolístico. Eso es lo que llegaste a ser. Gregorio Jesús Gil y Gil, Gil por dos, la marca de moda, el hombre más famoso de España. Ni más ni menos. «Se van a enterar», decías. Y pocos te escuchaban al principio. Pero vaya si se enteraron después.

No es posible elegir intencionadamente el primer adjetivo para comenzar a describir al que fuera presidente del Atlético de Madrid y alcalde de Marbella. Quizás «salvaje», en el sentido más puro de aquel que vivió a sus anchas y con vehemencia, refleje como un espejo su sin aliento permanente. Hay tanto por lo que recordar a Jesús Gil debido a sus obras en vida que hay que permitir la entrada del azar a modo de punto de partida. Así que en la ruleta de los adjetivos calificativos la bola se posa pacientemente: el mayor prestidigitador populista de la democracia. Superó Gil el accidente culposo de Los Ángeles de San Rafael que causó cincuenta y ocho muertos (donde no echó la culpa a otros, sino que asumió las responsabilidades) y salió adelante, aunque renqueando luego en lo deportivo, pese a una intervención judicial del club que enterró dos años al Atleti en Segunda. Gil sobrevivió a un accidente de moto en 1954 y a un terremoto en Belgrado con el equipo en 1998. También (seguramente lo más difícil) al jacuzzi de su programa en Telecinco, donde se bañaba (si la caspa le permitía ver el agua) con una colección de bellezas de la época; y a su mascota, Furia, un cocodrilo rey del mordisqueo, como no podía ser de otra manera. Pero también fue el presidente de Futre (quizás el único galáctico de la historia del club), de las Copas del Rey conquistadas en el Bernabéu (1991 y 1992), del Doblete del 96 (único en el palmarés del Atlético), de la invención de Neptuno como réplica a la blanca Cibeles para ofrendar trofeos, o el responsable de que Sabina compusiera el himno del Centenario en 2003. En definitiva, las mil caras de Gil, quizás el hombre más indultado de España (dos perdones, dos: con Franco en 1972 y con el gobierno socialista en el 94), que cayó justo cuando amenazó a los dos grandes —a Partido Popular y a Partido Socialista Obrero Español— y su bipartidismo conceptual con la expansión a Ceuta y Melilla de su invento sociopolítico llamado G.I.L. En el fútbol le pasó algo similar cuando puso en un brete al Madrid y al Barça. Que al Poder, con la pe mayúscula, se le combate pero no se le gana, aunque tuviera momentos de sarcástica lucidez como aquel regalo a los abonados del Atleti de un reloj marca «Regalo de don Ramón» (por Mendoza, el dirigente del Madrid) que sufragó con las indemnizaciones procedentes de dos jugadores que prefirieron el blanco al rojiblanco: Fernando Hierro y Luis Milla.

También fue Gil quien liquidó la exitosa sección de balonmano de la entidad y la cantera, lo que posibilitó el fichaje de Raúl González por el Real Madrid (en un golpe más de timón a favor de la dictadura blanca en la historia del fútbol patrio). Y, gracias a Gil, aprendimos de jueces, fiscales e interventores lo que nunca imaginamos aprender hasta casi confeccionar un once de carrerilla de las togas: Del Olmo en portería, con Castresana, García Castellón, Luis Manuel Rubí y Santiago Torres en defensa…

Capaz de no fichar a Ronaldo (el «Gordo» o el «Bueno», como se le conoce en el mundillo bien cabrón del fútbol) pero sí al «Tren» Valencia, no tuvo mesura ni paciencia con los entrenadores, a los que hizo saltar con muelle en una orgía exterminadora que hizo las delicias de abogados defensores y de la prensa, siempre la prensa, menuda panda para Gil, menudo chollo de titulares baratos para el Cuarto Poder. Soberbio hasta decir basta (a los periodistas les soltaba «hijos de puta» como quien decía buenas tardes, y a su propio hijo mediano, Miguel Ángel, le llamaba «Calam», se dice que por calamidad, aunque para otros es «Calan» a secas) fue Gregorio Jesús Gil y Gil. Así. Repetido. Con eco, eco. Y con el énfasis de los cataclismos, la repetitiva cantinela de un «te vas a acordar de mí» de manual en este jefe final de videojuego, el más difícil de derrotar. Irrepetible torrente de lesa humanidad, Gil y Gil (o Tal y Tal por su incontinencia verborrea rayana en la logorrea e imitada hasta la saciedad como seña eterna de identidad) dejó el recuerdo de un personaje excesivo. Pero él mismo templó por momentos el diapasón del populismo en este país a finales de los ochenta, durante toda la década de los noventa y parte del nuevo siglo, sus años más salvajes. Porque Gil y Gil holló, como Edmund Hillary (Gil-ary), el Everest, dos cotas de primerísimo orden jerárquico: la presidencia en 1987 del Club Atlético de Madrid, el tercer grande del balompié patrio, y la alcaldía de Marbella en 1991, uno de los destinos vacacionales más selectos del exclusivo mundo de esos seres muy vivos llamados ricos.

Del ascenso, caída, vuelta a los cielos y de nuevo a golpearse sin paracaídas con el duro suelo trata esta obra literaria biográfica que recupera la fabulosa historia de idas y venidas de un soriano de pro que encontró en el franquismo de la construcción, el Atlético del fútbol y la Marbella de la política a la Santísima Trinidad de su intensa existencia de palacios, goles y juzgados. Vituperado y jaleado, corrupto y legal a tiempo parcial, elegido para lo rojiblanco y lo marbellí, en cambio, por el recto camino mayoritario y democrático de las urnas (que así fue), Gil sobrevivió a sus condenas judiciales. Fue por la listeza de una manera de entender la vida sin concesiones, con el todo o nada por bandera de su faraónico menester sobre la tierra: edificar el caldo de cultivo que lo llevaría a enriquecerse a manos llenas en el nombre de su peculiaridad, el hecho diferencial del gilismo y su charlatanería asociada.

Delimitado vitalmente por sus territorios particulares, pocas veces una persona de la cosa pública estuvo tan embrionariamente unido a las raíces que fue sembrando a lo largo de su vida. Tanto es así que, al final del camino de esquejes al que todos llegaremos un día (bien lejano), Gil dejó el recuerdo de ser ciudadano de El Burgo de Osma, donde nació, pero también de Los Ángeles de San Rafael, donde edificó tanto la muerte de cincuenta y ocho personas el 15 de junio de 1969 (hecho por el que fue condenado por homicidio involuntario al hundirse fatalmente una ampliación sin permisos urbanísticos del comedor de las instalaciones principales en una convención), como los primeros millones de su visionaria fortuna, esos claroscuros tan comunes en su radiografía. Y, cómo no, perdura por haber sido democráticamente elegido dueño de la entidad futbolística de la Ribera del Manzanares y desbarrar con proyectos imposibles como que el río fuera navegable a modo de exhibición de posibles de su condición de nuevo rojiblanco. O entrar en la Fórmula 1 con una escudería que nunca arrancó. También fue patriarca de la finca abulense de Valdeolivas, donde corría Imperioso azuzado por el peso de su jinete, la vara de mando y la condición de Baranda, por Sainz de Baranda, otra forma de llamar a alguien alcalde, la Ibiza de los auténticos jeques y donde transcurría el viva-la-noche-loca de la jet española sin avión privado (hasta convertirla en la capital paradisiaca de la corrupción, que su ingenio tuvo para aprovisionarse y tejer un bosque de empresas de blanqueo impoluto que ni los papeles de Panamá). Esos fueron los puntos cardinales —El Burgo de Osma, Los Ángeles de San Rafael, Valdeolivas y Marbella, gravitatorios del Manzanares— de un orondo dictador de su verdad como fue el Gil 24/7 que solo arrojó la toalla cuando se vio cercado por tantas dificultades que ya no aguantó ni su entereza habitual. Él se excusó en que la amenaza de extender su religión gilista a Ceuta y Melilla fue demasiado para los poderosos, los que mueven desde las sombras esos hilos de la marioneta del país en el día a día y que, décadas después, vaya que sí se ha confirmado su oscura existencia con créditos a fondo perdido de sus colaboradores necesarios, los bancos.

Fallecido a los setenta y un años en Madrid el 14 de mayo del año 2004, a causa de una trombosis cerebral previa que desencadenó en falla general, dejó viuda —Mari Ángeles—, tres hijos varones —Jesús, Miguel Ángel y Óscar— y una hija —Myriam—, los herederos de un imperio todavía en su apogeo piramidal pese a heredar, legalmente, la irrisoria cantidad de 854 euros y un patrimonio que, para un faraón moderno, quedó reducido a 625.000 euros; una minucia, calderilla, esa que en forma de billetes de cinco mil pesetas repartía a los vendedores de refrescos, a los currantes, por las gradas del Vicente Calderón en plena campaña electoral de 1987. Gil no solo edificó su carrera, también diseñó la de sus hijos. Con Miguel Ángel Gil Marín al frente de un Atleti habitualmente protagonista de todo tipo de finales europeas en la última década y con nuevo estadio, con Jesús Gil Marín al cargo de lo inmobiliario en Gilmar, con Óscar Gil Marín en la administración de Los Ángeles de San Rafael y con Myriam Gil Marín (la señora Lobo de lo legal pero no a lo Tarantino) para limpiar lo que dejan los demás, la que más vela por el orden del clan Gil desde un segundo plano, casi como Regenta pero sin Clarín.

Un Gil que para algunos resucitó, como el otro Jesús, y que aún debe de seguir vivo en una isla del Caribe junto a Elvis Presley y Tupac Shakur. Así reza la chanza urbana, azuzada, inesperadamente, una tarde de jueves (26 de febrero de 2015) por Ángel María Villar, presidente ad eternum de la Real Federación Española de Fútbol también cazado con el tiempo, cuando le preguntó así de sopetón a Miguel Ángel Gil Marín: «¿Qué tal tu padre?». «Bien», contestó sin inmutarse el hijo mediano de Jesús Gil. «Asuntos del más allá.» Así, como quien no quería la cosa, la surrealista conversación (que se puede ver en YouTube, y no en La Nave del Misterio de Cuarto Milenio) echó más leña al fuego de la superchería popular de unos medios de comunicación que en muchos casos han acabado del color que más aborreció otra figura primordial del Atlético como Luis Aragonés: el amarillo. Pero Gil revolucionó en vida al fútbol español hasta pasar con él del amateurismo directivo posfranquista a las sociedades anónimas que en 1992 fomentaron el buen uso del «qué hay de lo mío», primer pecado capital de sus tablas de comportamiento.

Del mismo modo, le dio otro brillo a la Costa del Sol con la fundación de un partido, el Grupo Independiente Liberal (con los colores de la bandera española en su primer logo de 1991), que no fue ni Grupo ni Independiente ni Liberal, sino Autarquía bien Amarrada de su Conservadurismo. Por el camino, y eso es cierto, barnizó al Atlético con otra dimensión de autoafirmación en su guerra perenne con el Real Madrid y su prensa adicta, que es legión, por ver el sol entre sus sombras de recalificaciones, urbanizaciones, rascacielos y libelos. Aunque lo que propició con su sangría de entrenadores (cuarenta diferentes en dieciocho años; tuvo menos aguante que una manada de Gremlins bajo la lluvia) fue, en realidad, el nuevo amanecer del Barcelona, el gran beneficiado del guerracivilismo instaurado en la capital, como ya se explicará más adelante. Porque el Barcelona empezó a ganar, y quien se quedó varado en la meta de salida fue, precisamente, el nuevo sentir rojiblanco de Gil, al que sus muchos enemigos llamaron a veces despectivamente «Moby Gil», por la ballena blanca, o directamente «El Gordo», incluso dentro del ámbito profesional del club. Para muchos, fue un sufrimiento, incluso una usurpación, el periodo de Gil padre al frente de la entidad, que siguió pese a la condena por apropiación indebida del club (aunque esta prescribió), que fue intervenido judicialmente en 1999, solo tres años después de su mejor logro deportivo, el legendario doblete de 1996 al conquistar tanto el Campeonato Nacional de Liga como la Copa del Rey con el serbio Radomir Antic en el banquillo.

Así era el lustroso Jesús, un «Jumanji» de las distancias cortas, directo como un contraataque del Atleti de Luis Aragonés, el único que lo ponía firme por utilizar su propia medicina: la línea recta. Como cuando chillaba Gil un agudo «Myriammmmm» tan largo como desgarrador solo para que su hija se acercara desde la barra del bar al despacho en el Club Financiero Inmobiliario. Porque, efectivamente, pese a ser un local para negociar la suculenta compraventa de casas, había barra de bar. Cosas del gilismo estético, que también tuvo su espacio dentro del universo kitsch. Todo ello mientras lucía —y también ahí tenía su estilo— guayaberas, a falta de salacot, o camisas bien abiertas «pecholobo» que dejaban entrever más carga de oro colgado o adherido que la Reserva Federal. Y aquellos gritos, aquella conversación interminable de teléfono fijo, se sucedieron en la misma calle Príncipe de Vergara de Madrid en la que aparcaba el Porsche en el carril bus su hijo menor, Óscar, el que se reía cuando aparecían los municipales a multarle. Que lo Gil siempre fue irreductible, como una Galia de orgullosos comerciantes y telepredicadores. Como cuando el padre te comentaba en plena entrevista futbolera que había desaconsejado a su hijo mayor Jesús casarse con una secretaria de la zona noble del Vicente Calderón; la misma que el Frente Atlético jaleaba al cántico de «cacao, maravillao» cuando caminaba por el pasillo de los aviones chárter de las noches europeas.

Pasen y vean, cambien de coche, compren su parcela, renueven su abono, introduzcan su papeleta en la urna, que el espectáculo va a comenzar; una segunda oportunidad de rememorar al personaje o una primera vez para descubrirlo. Es Jesús. Gil y Gil, a. de T. (antes de Trump).

2. LOS ORÍGENES

Jugabas con ellos, eras uno de ellos, tus tres hermanos. Pero madre (La Guadalupe) esperaba más de ti que de cualquier otro, el joven Gregorio Jesús, el joven Gil, retrato de un empresario adolescente. Se te quedaría pronto pequeño El Burgo de Osma, tu Dublín. No era tu destino final, tu Ulises, solo el impulso hacia una carrera espacial (Aranda de Duero, Madrid, Los Ángeles de San Rafael, Valdeolivas y Marbella). Eran otras plazas las que te aguardaban por tus ansias de grandeza, de expandir una vitalidad fuera de lo común, un afán por la apropiación de la riqueza, la acumulación a cualquier precio. De hectáreas, metros cuadrados, billetes, muchos billetes. Y de votos, fichajes y despidos de entrenadores. Más y más y más. Mucho más. De todo.

Se iban a enterar de quién eras tú, de todo lo que ibas a decir, a conseguir, a amasar, a juntar, a demostrar. ¿Verdad, madre? Y no era un tópico. Ni una simple buena intención. Era tu prueba de vida, el secuestro para un fin mayor de un talento descomunal que conseguiría hacer crecer un simple grano con forma de peseta hasta darle rango topográfico de montaña de euros, de millones mejor que de miles. Te sentías como el tío Gilito en su piscina de dinero, claro está. Mejor aún. Eras el auténtico tío Gilito. Aparcelar, construir, edificar. Y volver a aparcelar, construir, edificar. «Faraonizar» y «cambalachear», que no pagabas, dabas a cambio metros de parcelas y créditos sobre créditos, inversamente piramidales. Desde Soria para el mundo, tu mundo, los mundos de Gil.

Contacté por vez primera con Jesús Gil y Gil por teléfono, desde la redacción de la Agencia de noticias EFE en la calle Espronceda 32 de Madrid, con el mobiliario bien nuevo y recién instalado de la sección de Deportes, ubicada entre la de Nacional e Internacional, la habitual dicotomía para esos bichos raros de Deportes, esos periodistas a los que por entonces, 1987, algunos miraban por encima del hombro sin imaginar el boom posterior que nos haría, sí, a los de Deportes, los más cualificados y venerados de la profesión. Chincha, rabiña, que tengo una piña. Porque el fútbol, el deporte, siempre gustó con locura pese a la vertiente de opio del pueblo que no pararon de recordarme en mi casa durante los duros años de la transición tras una dictadura atroz, donde se me enfocó a otra militancia no precisamente futbolística.

Casi mejor que ese encuentro bautismal con Gil «la Bestia» (así era su fama) se produjera gracias a la telefonía, entonces de fijo a fijo (si acaso desde una cabina), algo impensable hoy. Porque en el cara a cara habría resultado probablemente mucho más aterrador para un becario de veinte años de la Agencia EFE que, por muy rojiblanco que fuera entonces (que lo era), ya empezaba a sentir el revoloteo de las mariposas del periodismo en sus buenas intenciones informativas por encima de influencias.

«Hola Jesús, buenos días. Soy Iván Castelló, de la Agencia EFE, y antes de nada me gustaría revelarte mi condición de atlético y abonado desde 1977», le dije a modo de presentación. La respuesta fue tajante, cortante como el viento soriano en enero: «Bueno, pues a ver si ejerces, que no me fío de tu jefe, ese Candau y tal y tal». Se refería Gil, con su habitual franqueza de quien no atiende a dobleces, de quien no oyó aquello de que los burros usan el zigzag para encontrar el camino más sensato en la pendiente, a Julián García-Candau, director de Deportes en EFE tras un exitoso paso por la dirección deportiva del ente de RTVE y excronista parlamentario de El País, uno de los mejores periodistas de la historia de este país. Porque Candau no le bailó nunca el agua a Gil, identificando desde el minuto uno del partido que rigor informativo y populismo iban a ser mal compañeros de viaje. Estamos en julio de 1987 y Gil acaba de ganar las elecciones a la presidencia del Atlético de Madrid. Y yo acabo de cambiar la bandera del Atleti, en el lateral para hinchas rojiblancos de La Romareda en la reciente final de Copa perdida ante la Real Sociedad, por un boli, un magnetofón (consejo para los más jóvenes: consúltese Wikipedia para saber qué era) y el bloc blanco con el nuevo logo de EFE en la madrileña calle Espronceda, nº 32-34, entre Modesto Lafuente y Fernández de Lahoz, un santuario de la información, la mejor escuela para cualquier periodista. Acabo de mudar la piel, por tanto, de hincha a periodista, del abono de Tribuna Superior Alta en el Vicente Calderón a las filas de prensa justo detrás del palco. Acabo de cambiar de atlético a neutral, de ver el fútbol a través de otro cristal, de otra forma. Ni mejor ni peor. Distinta. En una pagas y en otra te pagan, en una eres más feliz y en la otra menos, el doble sentido inconformista de la vida.

El Burgo de Osma

Jesús Gil nació en la localidad soriana de El Burgo de Osma-Ciudad de Osma, con el artículo delante como muestra de orgullo castellano construido por el frío de la comarca de Tierras del Burgo. A cincuenta y ocho kilómetros de Soria capital y a ciento setenta y seis de Madrid. Empezaba, a su manera, el juego de tronos que caracterizó toda su intensa vida desde una pequeña ciudad provinciana que no llegaba a los cinco mil habitantes, desde entonces y para siempre cinco mil más uno: Gregorio Jesús Gil y Gil. Es El Burgo de Osma uno de los pueblos mejor cuidados de Castilla y León en la actualidad. Hace gala de tener otro hijo pródigo, Juan José Lucas, quien fuera presidente autonómico por el Partido Popular y al que los lugareños atribuyen la bonanza del presente. Lo reconocen abiertamente en charlas informales de una vida diaria de pueblo grande en la que los más mayores siguen recordando que a la familia Gil se les llamaba «Los fanfarrones». Pero la fama, siempre la fama, se la dio y dará seguramente para los restos no solamente el excelente complejo de hotel y restaurante Virrey Palafox (son famosas en España entera sus Jornadas de la Matanza, un menú larguísimo de veintidós platos), sino Jesús Gil, burgense de pro aunque hiciera su vida lejos y tiempo después de otro ilustre de la localidad: el poeta y político falangista Dionisio Ridruejo, padre de dos versos del «Cara al sol», presentado en sociedad en febrero de 1936: «Volverán banderas victoriosas / al paso alegre de la paz». Burgo, ejem, de Osma.

Fue un 12 de marzo de 1933 cuando vino al mundo Gregorio Jesús, nombre de papa de Roma y del hijo del creador. Ni más ni menos. El listón ya venía alto desde la cigüeña. Estudió junto a sus hermanos Gerardo y Severiano —ninguno de ellos con notas destacables— en los Claretianos Misioneros de Aranda de Duero (Burgos), junto al río Duero, a cuarenta y cinco minutos de casa. El padre Paco contó con Jesús para el equipo de fútbol, donde no destacó como defensa expeditivo pese a su corpulencia. Con diecisiete años fue a Valladolid a pasar la reválida, y luego empieza en Madrid una carrera de Veterinaria que pronto abandonará sin aprobar ninguna asignatura. Tampoco le fue bien en Económicas, porque los estudios no se le daban bien y, por tanto, no le gustaban. Además, sufrió en 1954 un aparatoso accidente de tráfico cuando circulaba en moto por la Plaza de Colón y se le atravesó un coche. Al volante, un conde, Juan Antonio Gamazo, con compañía femenina que nunca conviene airear. Jesús Gil acaba por los suelos con la cara ensangrentada, la nariz un poco más hundida de lo que la genética impuso, y es ingresado por recomendación del mismo conde en una clínica cercana, en la calle Fernando el Santo. Lleva tal susto Gil encima que está conmocionado. Le atenderá para recomponerle la cara el doctor Zúmel, al que la familia Gil no parará de presionar incluso con amenazas, sobre todo por parte de Gerardo. El clan funcionaba así. Finalmente, del accidente sacará Gil los costes pagados de su ingreso durante dos semanas y veinticinco mil pesetas de parte del conde por su discreción.

Prefería el dinero rápido de sus primeros negocios pese a estar a las órdenes de su primo Bernardo (Gil detestaba no ser el jefe) en un desguace en Santa María de la Cabeza. Elegía salir, antes que estudiar toda la noche, alojado como estaba en una pensión en el corazón del Madrid más underground, en plena calle Montera, donde la prostitución sigue formando parte del ADN del lugar. Gracias a gestiones de su madre, Gil consiguió hacer un cómodo servicio militar de oficinas en el Cuartel General del Ejército en Cibeles. A Gil todo se le quedaba pequeño y le empezaba a ir rodado. El campo de operaciones no tenía alambrada de púas. Y a dominarlo iba Gil con su hermano Severiano, primero con un garaje en la calle de la Povedilla, junto al Palacio de los Deportes de Goya, que le dio la oportunidad de hacerse amigo para siempre de una vecina, la folclórica Lola Flores; luego, con la compraventa de camiones (de Finanzauto a la familia Barreiros relacionada con los Polanco, Gil iba tejiendo sus hilos) hasta un segundo taller, en la Avenida Ciudad de Barcelona. Es así como pudo dormir una noche, al fin, en su habitación de la calle Montera número 38, sobre un lecho de billetes, circunstancia de la que siempre presumiría como ejemplo de hombre de éxito, su particular sueño soriano. Y no era Jesús ni mayor de edad (veinte años), que en el franquismo el límite estaba en los veintiuno. Había un chico nuevo en la ciudad. Y lo quería todo. Se fue a vivir a Atocha y estuvo saliendo una temporada a destajo por la Gran Vía para preocupación materna: la cafetería Zahara (junto al despacho de loterías Doña Manolita), la coctelería Chicote, la discoteca Pasapoga (ya famosa por las noches de los jugadores del Madrid de Las Cinco Copas de Europa), los tablaos flamencos, lo que fuera. Juan Luis Galiacho describe que, en esa época, Gil lucía bien seductor conduciendo un descapotable, fumando puros (no sabía fumar, no se tragaba el humo), con gafas de sol incluso dentro de los locales, look atrevido y la uña del pulgar larga para contar billetes que no para tocar la guitarra. Noches que le enseñaron las tripas de la ciudad a este emprendedor genial para lo suyo que, para tratar de recuperarse tras la tragedia de Los Ángeles de San Rafael, montó Aval Renta, un negocio piramidal que a cambio de dinero en metálico proponía una rentabilidad trimestral del 12 % que terminó por incumplir para devolver finalmente en parcelas lo adeudado. El canje cómo fórmula.

Pero la expansión, el gran salto, lo daría el Gil recién casado con Los Ángeles de San Rafael, que comienza a construir en 1965 con la compra de la finca rústica El Carrascal para luego ir ampliándola con terrenos colindantes. Con esa adquisición comienza a construir su sueño que más tarde sería su pesadilla. Pero, para ello, debía empezar a moverse con cintura por más despachos para ir puliendo su arte a la hora de negociar créditos y financiaciones con bancos pequeños, hasta llegar al mismísimo Banco de España aliado con José María Ruiz Mateos, otro outsider de lo establecido.

Madre y padres

Gil tuvo, sobre todo, madre. Guadalupe Gil Hernando, «La Guadalupe», fue fuerte como el olor a tomillo de la estepa castellana (ya escribió Manuel Machado, «el ciego sol, la sed y la fatiga… por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos, polvo sudor y hierro, el Cid cabalga») y galopó con su troupe por laderas difícilmente imaginables desde los orígenes. Fue una mujer de pueblo que cogió las riendas de la vida con ímpetu. Nació en Castillejo de Robledo, de apenas ciento treinta habitantes, con castillo templario, eso sí, y reserva de caza en el Camino del Cid Campeador entre Aranda de Duero y El Burgo de Osma, a noventa y nueve kilómetros de Soria. La dura época sobrevivida de Guerra Civil y posguerra endureció el corazón de Guadalupe y contrajo un matrimonio de conveniencia en 1931 a los diecinueve años con un adinerado hombre del mundo de la construcción de carreteras (si es que hay algún mundo de eso, que lo debe de haber): Gerardo Gil Elvira. De ahí nació la conjunción del apellido Gil y Gil. Con Gerardo, tuvo, en tres años, tres hijos, todos varones: Gregorio Jesús, Gerardo y Severiano. Gerardo padre era viudo con tres hijas: Maruja, Carmen y Ramona. Sexo sin amor de los casados. La propia Guadalupe se lo confesó a Galiacho en su primer libro de Gil: «Me casé por dinero. Siempre quise a otro hombre del pueblo, pero me interesaba el dinero y me daba igual que mi marido fuera gato o perro». La relación, no obstante, no duraría porque Gerardo, arruinado por una depresión (o al revés), murió en 1938 de causas naturales. Esto en plena Guerra Civil, pero en zona Nacional consolidada, lo que evitó mayores dramas. Así que Guadalupe rehace su vida con un estanco en Burgo de Osma, se dedica decididamente también al estraperlo con el manto protector del gobernador civil y del obispo de la diócesis y va sacando adelante a sus hijos. Mientras, pasa la vida, que no es poco. En 1942 se casa en segundas nupcias con Epifanio Alonso, hijo de un empresario textil del cercano pueblo de Berlanga de Duero (a veintiséis kilómetros de Burgo de Osma), de nuevo sin amor: «Apenas tenía personalidad. Al igual que a mi anterior marido, nunca le llegué a querer». Tuvieron un hijo, Javier Alfonso, que llegaría a ser profesor en la Universidad Autónoma de Madrid. Así que Jesús Gil tuvo padrastro, hermanastras y hermanastro. Un clan en toda regla.

Fue La Guadalupe una mujer echada p’alante y el mejor apoyo de Jesús cuando vinieron mal dadas, con el accidente de moto y la cárcel, cuando todo lo alcanzado parecía tambalearse por momentos. No cejó en pelear por su cachorro. Concienzuda y sin aceptar un no por respuesta, se movió de aquí a allá para dar con mejores condiciones para su hijo. Al volante de un Seat 600 (lo prefería en la ciudad al Chevrolet de los viajes largos), la madre de Jesús fue decisiva en el proceso del indulto franquista. Invadió de cartas a juzgados, diputaciones, delegaciones gubernamentales y ministerios hasta que fue abriendo la brecha de las influencias que buscaba. Una conseguidora como ella de lo suyo, de su Jesús, habría hecho carrera en la política moderna. Uno de los momentos más felices junto a su hijo Jesús fue cuando visitaron en Roma al Papa Juan Pablo II (te quiere todo el mundo). Fue el 30 de abril del 97 y Gil hizo posible el sueño de su madre en una audiencia de miércoles en la sala Nervi del Vaticano a la que también asistieron su mujer Mari Ángeles, el capellán del club (el padre burgalés Daniel Antolín), el entonces capitán del Atleti Roberto Solozábal y el técnico Radomir Antic. Gil se presentó ante el Papa para invitarle a retirarse en Marbella, y se refirió a Su Santidad todo el tiempo como «Su Majestad». Esas cosas de Gil. Falleció Guadalupe Gil el 28 de julio de 2002 con noventa y un años, y reposa con su hijo Jesús en el panteón familiar del cementerio de La Almudena. Por el tanatorio de la M-30 en Madrid pasaron casi todos los componentes del club para acompañar al presidente atlético y su familia en los duros momentos.

Hermanos

La familia es lo primero, y ahora llegan los hermanos. Con quien mantuvo una química diferente, al punto de acompañarle como directivo en la aventura del fútbol que todavía continúa para él mismo como consejero, fue con su hermano Severiano. Ambos montaron el negocio de repuestos de coches con el que comenzaron a tejer su relación con la gran ciudad, con la urbe que podía devorarlos como a tantos otros provincianos pero que fue devorada por ellos. Severiano y Javier Alfonso eran los futboleros de la familia. Gerardo, el pendenciero, un problema en sí mismo. De hecho, el mismo día de la tragedia en Los Ángeles de San Rafael que hundió también a su hermano Gregorio Jesús, ambos hermanos apasionados del fútbol se encontraban en Madrid para asistir a la final de la Copa del Generalísimo de 1969. Se enfrentaban en Chamartín el Athletic Club, su equipo, y el Elche, y acabó con victoria pírrica de los otros colores rojiblancos gracias al gol de Arieta II a pase de Javier Clemente (sí, el Clemente que todos conocemos). Severiano es cortante en el trato, muy apegado a lo déspota de su carácter, según testimonios de quienes lo conocen mejor. De aquellos que no consienten un no. Siempre ha manejado cientos de carnés de abonados del Atlético, que son transferibles (todo correcto), para atender compromisos de amigos, clientes y hasta enemigos. Que el fútbol lo cura todo, que el balompié como sala de juntas o networking no solo lo ha inventado Florentino Pérez. Renovó el 28 de enero de 2013 en el registro mercantil su condición de consejero en el club. Su otro cargo activo es el de administrador único de la empresa Promociones Cravedell, S.L., cuyo objeto social es la venta de «otros vehículos de motor». A la sombra de Jesús, como todos, Severiano fue uno de los principales apoyos de su hermano, que le pagó con su cercanía y dejar hacer con el Atlético.

Gerardo Gil, en cambio, fue siempre el problemático del clan, un verso libre que se saltó la reválida en la juventud para irse a Inglaterra y que, de regreso, desertó del servicio militar obligatorio en España para hacer las Américas por Brasil y Venezuela, según revela Galiacho que le dijo La Guadalupe, su madre. Hizo carrera como vendedor de coches y, gracias al inglés, se estableció allí, en Norteamérica, primero en Canadá y luego en Estados Unidos. Después de que madre solucionara mediando con el Ejército sus problemas militares, Gerardo volvió al país para ser operado de un coágulo en la cabeza por el mejor cirujano que pudo encontrar su hermano Jesús. Diez meses de estancia hospitalaria en La Concha (lo que hoy es la Fundación Jiménez Díaz) y Gerardo había superado su grave problema de salud. De nuevo el clan se había unido ante los contratiempos y había resistido. Duros de pelar.