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TRABAJO Y CRÍTICA

Los retratos de artistas jóvenes como figuras exitosas y altaneras van a permanecer en la memoria un buen tiempo. Rostros secos, poses frontales, actitudes autosuficientes. Ropa bien elegida, señalando la moda de la época: mediados de los años dos mil. Una mirada neutra dirigida al lente, con el mentón algunos grados hacia adelante. Una postura corporal rígida, pero no desprovista de cierta magnificencia. Los artistas jóvenes parecen potentados, grandes celebridades del deporte o personajes extraídos de una tragedia de Racine, pasados por un vestuarista y depositados en sus respectivos estudios cargados de materiales de trabajo, objetos caprichosos y alguna computadora, en una ciudad que simultáneamente atraviesa los años tardíos de la globalización en sus consecuencias más asimétricas, como Buenos Aires en 2005. Así se ven los artistas jóvenes en Temporada, la serie de retratos que Rosana Schoijett extrajo de sus compañeros de la edición 2003-2005 del Programa de Talleres Centro Cultural Rojas - Guillermo Kuitca, y que funcionaron a la sazón como el retrato grupal de una generación y sus circunstancias cambiantes1.

Kuitca ya había implantado su beca en el dominio de la universidad pública durante la primera mitad de los años noventa, y por ella había pasado buena parte del elenco estable de artistas de la generación anterior (de Magdalena Jitrik a Fernanda Laguna). Con su regular aparición cada cinco años en terrenos institucionales tan poco firmes como los del Centro Cultural Borges o algún taller en Barracas, «la beca», como se la empezó a llamar, era casi la única instancia de formación en arte contemporáneo existente en Argentina, y también la puerta principal hacia el éxito comercial para los artistas jóvenes que pasaran por ella; como si parte del prestigio doméstico de su organizador le fuera transmitido, por una emanación radiológica, a sus alumnos.

Pero la edición 2003-2005 aportaba algo nuevo. Algo que Schoijett, inconscientemente, pudo ver a su alrededor y dejar fijo con el movimiento de su obturador. En las imágenes, los artistas casi siempre se encuentran de pie, de frente, rodeados por su propia producción. En los ojos de los retratados, que a la sazón eran sus compañeros, puede brillar ocasionalmente un dejo de soberbia o de autocelebración. En otros casos sobresale la timidez, la incapacidad de aparecer frente a cámara con un lenguaje corporal asertivo. Pero las imágenes dejan ver una valoración social alrededor del hecho de ser artista que, a mediados de la década pasada, todavía resultaba nueva.

La mezcla de factores previstos e imprevistos en las fotografías, en este punto, resulta decisiva para hacer de Temporada un documento de época. La ordenación formal de los retratos le aporta un matiz de distancia al propio punto de vista de Schoijett, enajenándola, como fotógrafa, de la situación del artista retratado (aun si, como compañeros de taller, era una situación que compartían). Recorriendo los retratos es llamativa no solamente la frialdad con la que se rechazan las expectativas de un género, el retrato de artista, sino también la forma en la que se mimetizan, hasta la parodia, ciertos códigos de la fotografía publicitaria e institucional.

Retratos de amigos

En el curso de los años noventa, Alberto Goldenstein, entonces profesor de fotografía y director de la Fotogalería del Centro Cultural Rojas, emprendió una serie de retratos de sus compañeros de ruta2. Feliciano Centurión, en la mesa de un bar; Jorge Gumier Maier en un sillón, tapándose la cara con una hoja, aparecen captados en una luz íntima, acorde con los planteos doctrinarios de Goldenstein y de cierta fotografía estadounidense entonces en boga: bajo la lámpara de algún departamento o a la luz de la calle, el fotógrafo y sus fotografiados aparecen en las imágenes envueltos en una escena amistosa, a veces sentados a la misma mesa. Las imágenes tienen una actitud cómplice, proporcional a la opacidad que pueden tener para una mirada exterior. Las fotos dejan ver un lazo personal y artístico entre el fotógrafo y sus figuras, pero al mismo tiempo podrían resultar esquivas o hasta banales para quien no los conozca. Son imágenes situadas en un registro de intersubjetividad en relación con el arte: un registro en el que la comunicación solo es posible a través de la cercanía. Como retratos de artistas, las fotos de Goldenstein son testimonios de un ambiente de ideas, el ambiente del Rojas, pero también son mucho más: son construcciones objetivas, formalmente consustanciadas con la intersubjetividad estética que retratan.

La sucesión serial de rostros, atuendos y espacios de trabajo recopilada por Schoijett parece martillear, en cambio, en la dureza y la frialdad del ambiente profesional del arte, una dimensión que los artistas de Goldenstein parecen todavía no conocer. La complicidad en este caso no existe: entre Schoijett y sus retratados no se ve empatía alguna y en cambio la imagen aparece toda entera volcada hacia el exterior, hacia la comunicación, por intermedio de los códigos de la fotografía publicitaria seguidos al pie de la letra. Entre un grupo de retratos y otro, algo parece haber ocurrido: el artista, que en las fotos de Goldenstein era un ser esquivo y abocado a la construcción de vínculos cercanos, en los retratos de Schoijett parece el soporte de un producto.

Este producto aparece vehementemente en casi todos los casos, y junto a la actitud del artista y el nombre (los tres elementos que nos deja conocer cada foto, además de la pertenencia del artista al programa) forma una unidad de sentido nueva. Una instalación inconclusa, una escultura en el patio, una pintura o un grupo de dibujos son algunos de los elementos que acompañan a los artistas. Como en tantos catálogos de productos y en tantos proyectos fotográficos con formato de archivo, la homogeneidad formal de las imágenes realza la diferencia específica entre los ítems y casos cubiertos. En las fotos de Goldenstein, las relaciones se producen entre artista y artista; en las de Schoijett, entre el artista, el producto y la superficie fluida de la comunicación social. Temporada es, por eso, una suerte de vestigio vivo del profesionalismo estético. El artista, en estas imágenes, aparece como un ser dotado no solo de un producto, sino de una valoración social positiva, como modelo del profesional creativo.

En el ambiente artístico de Buenos Aires, a mediados de los dos mil, ser parte de «la beca» ya no era solo una cuestión de prestigio circunstancial, como ocurrió tantas veces con muchas instituciones artísticas. Lo que ocurría en esos años, y lo que deja ver el trabajo de Schoijett, es que la idiosincrasia del arte estaba girando en una dirección nueva, que los años noventa no habían conocido, o que al menos no habían considerado la forma hegemónica de entender y definir el arte. Y ni siquiera el programa de talleres guiado por Kuitca es la causa de este desarrollo, sino más bien uno de los elementos que cayó bajo su paso.

Hay que tomar en cuenta, volviendo a Schoijett, que Temporada es el trabajo de una artista, y no (aunque lo parezca) el folleto institucional de una escuela de arte. Es un trabajo que surgió como un proyecto dentro de la discusión grupal con Kuitca y que tomó la forma de un libro de artista, una breve publicación de unas cincuenta páginas. Sin embargo, como ya se ha dicho, los recursos mediante los cuales Schoijett fotografió a sus compañeros son recursos en gran medida típicos de la fotografía institucional. Y el espacio en el cual concurren la fotógrafa y sus figuras es, a su vez, una especie de institución de arte contemporáneo, una institución flotante sin domicilio fijo, pero con una impronta decisiva en la transformación del ambiente artístico porteño.

Las figuras de artista que pueblan las fotos de Goldenstein, en cambio, parecen animar espacios propios, entreabiertos, resultantes de la vinculación con los propios artistas y sus obsesiones. En las fotos de Schoijett, en cambio, el espacio institucional es protagónico y es lo que cada una de las imágenes captura. Los artistas aparecen construidos como tales por una situación de producción transitiva a su propia imagen, al espacio institucional y al estudio de cada uno. Rígidos frente a la cámara, parecen interpelados a ocupar la posición que ocupan. El lente de Schoijett captura estas relaciones en su implicancia mutua.

Temporada habla de una institución cuya promesa fue la de enseñar arte contemporáneo, pero solo puede hablar de ella por intermediación de la fotografía publicitaria y la construcción de la figura del artista como un profesional creativo convencido de su trabajo, innovador y autónomo. El principal contraste entre los retratos de Temporada y la tradición del retrato fotográfico de artista reside en la subsunción total, en los primeros, de la figura del artista a los mandatos del trabajo en las industrias creativas. De ahí que el resultado paradójico de la asertividad individual de los artistas, identificados orgullosamente junto a sus obras, sea un retrato colectivo impersonal, casi anónimo. Más que figuras individuales, Schoijett retrató la ética del trabajo profesional.

Luego de concluir Temporada, Schoijett siguió retratando artistas para medios gráficos y para instituciones como la Universidad Torcuato Di Tella; e igualmente siguió, por su cuenta, tomando retratos de artistas en sus ambientes domésticos. Temporada es la intersección de ambos desarrollos, y por eso se puede leer como documento de los cambios atravesados por la esfera artística en Buenos Aires, narrados por una artista y tomando por caso los ejemplos que al momento le resultaban más cercanos. Schoijett pareció operar como si solo pudiera fotografiar a sus colegas como profesionales y en contextos fuertemente atravesados por la imagen publicitaria; aunque no estuviera fotografiándolos para una campaña institucional, actuó como si así fuera. El espacio humano y simbólico en el que un artista mira a otro ha sido enajenado. Ese espacio, que en los retratos de Goldenstein iluminaba y daba sentido a toda la imagen, en los rostros que compiló Schoijett ya no existe. Esa transformación del espacio en el que circula el arte, objetivamente determinado por el mismo arte, conlleva un cambio radical en su concepto.

El horizonte general de este proceso es el profesionalismo, en el marco de la institucionalización del arte contemporáneo; y es un proceso cuyas consecuencias atraviesan completamente no solo a los espacios en los que circula el arte y las formas en las que se lo interpreta, sino el significado problemático del concepto de arte en su núcleo. Pues si desde antaño existían organismos y estructuras profesionales en el arte moderno, solo con el arte contemporáneo como industria dichas estructuras pudieron asumir la tarea de ampliar la aceptación social de la producción artística, al convertir al arte en sinónimo del trabajo creativo. De ahí el resultado paradójico del profesionalismo, que en las imágenes de Schoijett queda en evidencia: su magnificación de la figura del artista como emprendedor heroico conlleva una pérdida de soberanía del artista sobre su trabajo, ahora subsumido en las estructuras de mediación simbólica que tomaron a cargo la producción, la distribución y el consumo de arte contemporáneo.

Trabajo

Las fotos de Schoijett nos muestran la imagen solar del artista contemporáneo como protagonista de una profesión en ascenso, pero podríamos preguntarnos qué parte no nos muestran, en la medida en que el trabajo no aparece representado más que por sus consecuencias, sus resultados.

Las largas horas dedicadas a la investigación, la redacción de formularios y aplicaciones, las búsquedas de contactos profesionales en ámbitos cargados de gente, las sesiones de revisión de proyectos en instancias educativas, las presentaciones de imágenes, las entrevistas, el tiempo libre malgastado, los sentimientos de culpa y la incertidumbre asociados con los mercados del trabajo creativo son, de alguna manera, los procesos que las imágenes satisfechas de los artistas de «la beca» dejan en suspenso. Pocas décadas atrás, sin embargo, hubiera sido difícil imaginar que la vida de los artistas podía homologarse con una sucesión de escenas de este tipo. Temporada da cuenta de ese giro en la idiosincrasia artística y sus consecuencias. Pero sería errado, sin embargo, conjeturar que todo cambió una noche de agosto de 2005, cuando («con clima de fin de curso», como anotó una cronista) el programa de Kuitca llegó a su fin con una poblada muestra en los talleres del Rojas de la calle San Luis. Sería errado, igualmente, restringir el análisis del problema a «la selección juvenil del arte argentino», siempre según la misma cronista3. Pues los «jóvenes Beca Kuitca», como se los llamó también, resultaron muy variados en sus logros y ambiciones, en sus lenguajes tanto como en sus fines, pero su proyección sobre un terreno repentinamente plagado de galerías e instancias de circulación no resultó exclusiva de la ciudad de Buenos Aires. Los cambios que se produjeron en el ambiente artístico como esfera de trabajo, y que terminaron por torcer el significado general del concepto de arte, no se dieron de un día para otro ni se limitaron a un único punto en el mundo. En verdad, la figura del artista profesional, con sus aspectos ideológicos de heroísmo y melancolía, es más bien una proyección de valores extrínsecos: es el efecto de la situación material y discursiva en la que el artista se encuentra profesionalmente inserto. Este contexto es el contexto de la industria del arte.

La tarea de esta colección de ensayos es estudiar los resortes centrales de esta industria y corroborar su radicación rápida en escenas emergentes como el de Buenos Aires, Ciudad de México y Santiago de Chile, ciudades cuya escena artística se transformó rápidamente en las últimas décadas, pero que también cuentan con una historia oculta compuesta de nombres, relatos y, sobre todo, obras que forman una reacción anticipada al proceso de profesionalización del arte. La consolidación de una escena cuyas variables centrales son el mercado y la institucionalidad satelital de las escuelas de arte y otras instancias profesionales trajo una reconversión de los patrones de conducta vigentes en la escena artística. Esta reconversión operó sobre un suelo desobediente, poblado por actitudes y objetos que luego resultaron referenciales. La aspiración de entretejer tradiciones locales refractarias y la necesidad de buscarlas en los orígenes del ingreso de Latinoamérica al proceso de la globalización, simultáneo con la institucionalización del arte contemporáneo, da cuenta del horizonte de estos ensayos. La crítica de la subjetividad estética, en la reconstrucción de esta tradición leída al revés, podrá aparecer como el elemento clave para interpretar la historia de las relaciones entre arte y conciencia, y proyectar hacia el futuro los problemas depositados en el pasado inmediato.

LA NO EXISTENCIA
DEL ARTE CONTEMPORÁNEO

Refiriéndose a la historia del arte argentino, Marcelo Pombo dijo en una conversación muy recordada y como al pasar que la década del dos mil «no existió»4. Aun siendo muy reflexivo en sus juicios, Pombo puede no haber tenido conciencia de que la frase se podría proyectar como una de las definiciones más problemáticas no solo para la actualidad del arte argentino, sino para la misma discusión respecto del arte contemporáneo como objeto de atención social. En efecto, un período de la historia universal del arte que diversamente ha sido caracterizado por el reinado del pluralismo estético o por la pérdida de una dimensión crítica en la trama de relaciones entre arte y sociedad (y a tal efecto basta consultar cualquier introducción al debate sobre el arte contemporáneo) puede, legítimamente desde la perspectiva de Pombo, caracterizarse como «inexistente» en relación con la década que mejor lo representa, al menos en Argentina: los años dos mil. Pombo no quiso decir, en este punto, que no hayan surgido artistas notables durante este lapso, sino que la década como tal no tuvo la cohesión discursiva en torno de interrogantes compartidos que tuvieron otras décadas, como los noventa y los ochenta. La del dos mil fue una década que, según Pombo, no definió un vocabulario propio, no plantó preguntas ni sembró escuela. En este sentido, no existió. Y esta «inexistencia» en el concierto de la historia del arte podría deberse, efectivamente, a la consolidación de un sistema artístico que avanzó más allá y en desmedro de los logros de los artistas y grupos que habían actuado en años anteriores y a los que Pombo, generacionalmente, pertenece. Siguiendo el razonamiento, los dos mil no existieron precisamente porque durante su curso, en Argentina, el ambiente artístico dio un giro hasta convertirse en un sistema organizado profesionalmente alrededor de las instituciones y las galerías. Este proceso implicó un cambio rotundo en la cultura artística, y también trajo la posibilidad de plegarse a las plataformas globales de arte contemporáneo desde una situación periférica y, en cierto sentido, virginal.

De manera que la «no existencia» del arte contemporáneo argentino de los dos mil se dice de dos maneras: en cuanto a la falta de un sentido histórico de conjunto como el que provee una década o una generación, sustituido ahora por una diversidad de corrientes aséptica y mancomunada; y en cuanto a que el desarrollo susceptible de ser narrado como característico de la década no es tanto el surgimiento de lineamientos artísticos, sino más bien la consolidación de esferas institucionales y económicas que permitieron mediar, facilitar y renovar la aceptación social del arte. Diversidad y aceptación, los dos conceptos que guiaron la discusión sobre la naturaleza del arte contemporáneo, hasta poder identificarlo con una suerte de pluralismo de complacencia, son los dos polos claramente delimitados de lo que Pombo describe como «inexistencia». Trataremos de ver ahora si es posible dar una lectura articulada de ambos factores a partir de dicha frase.

Crecimiento del circuito profesional

Efectivamente, la ciudad de Buenos Aires no hubiera imaginado, pocos años antes, que contaría en los dos mil con una infraestructura creciente de iniciativas institucionales que terminarían por absorber el ciclo de la producción, la circulación y la recepción del arte que hasta el momento se había mantenido nucleado alrededor de pequeñas comunidades y grupos, como el del Centro Cultural Rojas, en los noventa, o Belleza y Felicidad al término de aquella década. La «inexistente» década de los dos mil, a diferencia de la anterior, vio una ampliación notable del sector comercial que, como la industria inmobiliaria, puede medirse en metros cuadrados: la superficie total de los espacios de exhibición de arte contemporáneo en la ciudad se multiplicó en varios órdenes de magnitud. Una feria (arteBA) que en su momento se realizaba en una sala arrumbada del Centro Cultural Recoleta se extendió hasta sentar sus reales año a año en el Predio Ferial de Exhibiciones de Palermo, donde cada vez aloja alrededor de unas cien galerías, entre nacionales y extranjeras. La considerable alharaca que genera la feria dura menos de una semana por año, pero sin embargo su recurrencia tuvo un correlato en la escena artística de la ciudad, que entre la salida de la crisis de 2001 y las celebraciones asociadas con el Bicentenario vio incrementada la cantidad numérica de galerías y fue testigo de un cambio en su perfil, con la emergencia de espacios directamente orientados al arte contemporáneo, en una interrelación creciente con el mercado regional.

En los años noventa, en comparación, no existían casi galerías de arte, y las poquísimas que funcionaban, como Ruth Benzacar, no se dedicaban al arte contemporáneo más que como negocio lateral. En esa medida, no propendían tampoco al tipo de interconexión internacional característica de proyectos más recientes, como el de Ignacio Liprandi. El mismo razonamiento puede extenderse a los espacios institucionales, que en los noventa se reducían muy enfáticamente al sótano del Instituto de Cooperación Iberoamericana y la Galería del Centro Cultural Rojas, con alguna participación ocasional de instituciones muy adocenadas en el tejido público local, como el Museo Nacional de Bellas Artes y el Centro Cultural Recoleta. En comparación, la generación de los dos mil podría situar su emergencia entre las inauguraciones de sendos proyectos gigantescos no tanto desde el punto de vista institucional, sino inmobiliario: el Malba (que abrió las puertas de sus instalaciones en terrenos cedidos por la ciudad de Buenos Aires casi como prólogo al estallido de la crisis, en 2001) y el Faena Arts Center, un espacio de exhibición completamente absorbido en la tarea algo tardía de desarrollar la lógica cultural de la globalización como corolario de una década de fuertes inversiones financieras y especulativas en el área de Puerto Madero, en 2010.

El despliegue de un mercado de galerías e instituciones nuevas intensificó el ritmo y los canales de circulación del arte a través de la formación de colecciones privadas de distinto tenor y rango que, eventualmente, se beneficiaban de la algarabía económica resultante de la salida de la crisis; y desbordó también hacia la educación y los contextos formativos. La Beca Kuitca de 2003-2005 es el momento inicial de un creciente tejido educativo que en pocos años se formalizó en una red de instituciones artísticas como LIPAC (Laboratorio de Investigación en Prácticas Artísticas Contemporáneas, Universidad de Buenos Aires), CIA (Centro de Investigaciones Artísticas) y el Departamento de Arte de la Universidad Torcuato Di Tella, cuyo factor común es la exploración de la dinámica de trabajo de la crítica grupal y la construcción de un espacio de formación profesional, con profesores visitantes que interactúan con los participantes en el intercambio de información y contactos. De esta manera se cierra un círculo en el que la producción, la circulación y el consumo del arte adquieren un sentido específicamente profesional.

Esta red de agencias e instrumentos que prosperó en Buenos Aires se encuentra interconectada (y en una relación disimétrica) con otras escenas y ciudades que a su vez se transformaron a un ritmo veloz. Gran parte del flujo de curadores y coleccionistas internacionales que en los dos mil llevaron su atención al paisaje argentino provino de São Paulo, otra de las ciudades en las que el impulso económico se tradujo en proliferación cultural. La tradicional participación de una dupla o terna de artistas argentinos en la Bienal de esa ciudad se vio superada por un intercambio artístico bilateral que hace posible que un artista de menos de treinta años que vive en Buenos Aires tenga su galería principal en São Paulo, o que otro alcance una considerable visibilidad gracias al despliegue internacional de los curadores brasileños en bienales y ferias del hemisferio norte. Esta triangulación paulista en la construcción de carreras profesionales internacionales tuvo un impacto específico en la narración del arte latinoamericano, que antes pasaba de los ámbitos locales a los centros de discurso universitario de Estados Unidos.

Tanto en lo relativo a la expansión del mercado doméstico como a su interconexión regional, lo cierto es que la escena artística del 2000 recibió de cuerpo entero el impacto de un ritmo económico acelerado. La generación de riqueza que tuvo lugar durante los primeros dos gobiernos kirchneristas (2003-2011) y la estrella ascendente del mercado brasileño, en el contexto general de un boom internacional del mercado del arte, lograron que puntos remotos del organigrama artístico internacional como Buenos Aires participaran repentinamente del incremento de la infraestructura y la ampliación de la demanda. De esta manera, la posibilidad para un artista de vivir de su trabajo a una edad relativamente temprana, que en los ochenta todavía era considerado poco menos que una prueba de santidad, se hizo relativamente común.

La colección Vergez: cómo gastarla

La posibilidad de participar en esta renta artística ampliada, por llamarla así, explica el dictum de Pombo a medias: en efecto, la década de los dos mil no existió como un momento de posicionamientos artísticos relevantes, pues estos quedaron muy por detrás del crecimiento del mercado y su institucionalidad anexa. En todo caso, la explosión del arte contemporáneo como sector de las industrias creativas es una condición necesaria, pero no suficiente, de la no existencia de los dos mil como década. La otra condición que explica esta no existencia es el cambio en la relación entre arte y consumo: un fenómeno asociado al despliegue del mercado, y cuyo patrón general es el pluralismo estético. El brevísimo ejemplo de la colección Vergez resulta sintomático de este momento y provee, a su manera, el mejor ejemplo de «inexistencia» imaginable.

Patricia y Juan Vergez son los dueños de una colección importante que, si bien iniciada hace más de dos décadas, durante los dos mil tuvo un pico de acrecimiento considerable, al punto de convertirse en la colección que formó el gusto y las ambiciones de los coleccionistas que vinieron detrás. Pero, a diferencia de la emblemática colección de Gustavo Bruzzone y otras colecciones locales que siguieron su rastro, la de los Vergez se encuentra bien provista de artistas refrendados por el circuito internacional, incluyendo una minoría de argentinos que, de un modo u otro, se refieren a ese circuito. Al visitar la colección en lo que era una antigua fábrica ubicada en Constitución, al pasar por las obras instaladas de artistas como John Bock, Thomas Hirschhorn, Gabriel Orozco, Ana Mendieta, Rirkrit Tiravanija, entre muchos otros, junto a artistas locales con proyección comercial como Flavia Da Rin y Martín Legón, la sensación de inexistencia es máxima. La colección no ofrece ningún relato en su formulación, por fuera de las decisiones de inversión orientadas por las carreras de distintos artistas internacionales; las obras, mayormente instalaciones, se suceden una a otra como un ejemplo patente de insustancialidad. Los Vergez no fueron los primeros en aparecer en las revistas de consumo suntuario como grandes promotores del arte, pero fueron pioneros quizás en edificar una colección totalmente a imagen y semejanza de dichas revistas.

No hace falta consultar «How to Spend It», el suplemento sobre estilo de vida del Financial Times que en noviembre de 2010 dedicó una extensa cobertura al nuevo coleccionismo latinoamericano, para entender que colecciones de este tipo responden más al dilema de no saber cómo huir del dinero que a la existencia de una producción cultural en un tiempo y en un espacio concretos, que necesite ser conservada5. Los Vergez, como muchos coleccionistas antes y después, encontraron una respuesta parcial en la compra desaforada de todo lo que pudiera tocar las páginas de publicaciones referenciales sobre arte contemporáneo. Su colección, como muchas otras que florecieron en lo que antes se conocía como la periferia, no tiene rasgos, sino solo nombres.

En la edición de Art Basel de 2009, de hecho, se pudo ver a los Vergez alternando en una presentación pública con otros coleccionistas latinoamericanos, de México y Brasil, en un ambiente abierto y ventoso como el que utilizan algunas ferias para sus charlas, algo más parecido a un parador playero que a una sala de conferencias. Bajo unas sombrillas de color púrpura, todos los charlistas dirigiéndose al público en inglés, la conversación (por llamarla así) giraba en torno a la cantidad de artistas locales e internacionales que cada uno de ellos tiene en su respectiva colección. La disparidad de acentos bajo el paraguas de un vocabulario anglohablante básico ayudaba a diferenciar las presentaciones que, por lo demás, eran idénticas: un espectador imparcial se llevaría a su casa la idea de que las colecciones privadas y las escenas artísticas que representan son exactamente iguales en Ciudad de México, en Buenos Aires y en São Paulo, o en cualquier lugar donde viva un coleccionista que pueda ponerse bajo la sombrilla llena de auspicios de Art Basel. La no existencia, en este tipo de eventos, se revela como una condición muy bien repartida internacionalmente.

El resultado es una colección que, a costa de reproducir ciertos patrones de compras en aras de una presunta inserción en el circuito del coleccionismo internacional, logra no decir nada. Y esto es posible solo porque los Vergez lograron lo que se propusieron: formar una colección de arte contemporáneo, sin más trámite ni justificación. A falta de algún otro predicativo más que «contemporáneo» para caracterizar a una de las colecciones que se consolidaron en los últimos años, la hipótesis de Pombo parece mantenerse en pie.

Pues el desarrollo de un contexto artístico profesional acorde con las demandas ampliadas de un mercado cuyo punto culminante es la edificación de colecciones conduce solo al vacío semántico, del mismo modo que la especulación inmobiliaria descontrolada conduce a la metástasis de urbanizaciones inútiles: una reserva de valor tan perfecta cuanto más libre de máculas de significado resulta. En Buenos Aires, como en tantas otras ciudades, el arte contemporáneo se implantó como un sector económico rutilante en un terreno anegado o marginado que, repentinamente, comenzó a tomar temperatura financiera y a perder particularidades locales. Los efectos de desarrollos como el de la colección Vergez en la escena artística son sinérgicos con el despliegue comercial e institucional del profesionalismo y encuentran, en su extremo, la formación de vastos reservorios de prestigio en la forma de una sumatoria de nombres que muy poco tienen para decir del espacio en el que están emplazados. Este carácter aséptico y deslocalizado recorre todo el sistema artístico. Chris Kraus hizo referencia a él al hablar de «la vacuidad [blankness] preventiva del arte contemporáneo»6. Una vacuidad que parece la prueba, si hiciera falta alguna todavía, de la inexistencia del arte.