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A mi mamá,

a quien extraño infinitamente.

 

A mi papá,

por su apoyo incondicional.

 

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JUAN CARLOS ARIAS HERRERA

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Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana

© Juan Carlos Arias Herrera

 

Primera edición: julio 2010

Bogotá, D.C.

ISBN: 978-958-716-361-2

Número de ejemplares: 300

Impreso y hecho en Colombia

Printed and made in Colombia

 

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7, núm. 37-25, oficina 1301

Edificio Lutaima

Teléfono: 2870691 ext. 4752

www.javeriana.edu.co/editorial

editorialpuj@javeriana.edu.co

Bogotá, D. C.

 

 

Corrección de estilo

Nelson Castellanos

 

Diseño de colección

Diana Castellanos

 

Diagramación

Ronald Meléndez Cardona

 

Montaje de cubierta

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

 

Desarrollo ePub

Lápiz Blanco S.A.S.

 

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Arias Herrera, Juan Carlos

La vida que resiste en la imagen: cine, política y acontecimiento / J uan Carlos Arias Herrera.

-- 1a ed. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2010.

152 p. : ilustraciones, fotos ; 24 cm.

Incluye referencias bibliográficas (p. [137] -140) e índice.

ISBN : 978-958-716-361-2

1. FILOSOFÍA DEL CINE. 2. CINE - TEORÍAS. 3. CINE - ASPECTOS SOCIALES. 4. CINE - ASPECTOS POLÍTICOS. 5. CINEMATOGRAFÍA - ASPECTOS SOCIALES. 6. VANGUARDISMO (ESTÉTICA). 7. VERTOV, DZIGA, 1896-1954 - CRÍTICA E INTERPRETACIÓN. 8. EPSTEIN, JEAN, 1897-1953 - CRÍTICA E INTERPRETACIÓN. 9. DELEUZE, GILLES, 1925-1995 - CRÍTICA E INTERPRETACIÓN. 10. RANCIERE, JACQUES, 1940- - CRÍTICA E INTERPRETACIÓN. I. Juan Carlos Arias Herrera. II. Pontificia Universidad Javeriana.

CDD 791.4301 ed. 19

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

 

ech. Abril 08 / 2010

 

Prohibida la reproducción total o parcial de este material, sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

PRÓLOGO

Todo pensamiento sobre el arte, ya teórico, ya estético-filosófico, es a la vez necesario e insuficiente. Lo que han dicho, consciente y explícitamente, muchos cineastas, pintores, músicos o escritores, resulta muy revelador, en gran medida, de lo que es el quehacer artístico como tal. Importante también porque ha sido necesario, en múltiples oportunidades, que la visión estética, esclarecida y ordenada conceptualmente, venga en auxilio de los propios creadores y su público, iluminando caminos, en aras de una concreción ideal tanto de fines como de medios, proviniendo de filósofos o pensadores influyentes. Hasta la más exacerbada defensa del automatismo psíquico de los surrealistas requirió del paso previo, si no de una estética, sí de la teoría psicoanalítica. Quien se niega a aceptar tales hechos, la relación no estéril entre prácticas y conceptos del arte, afirmando rotundamente la exclusividad del instinto en la ruta de una sensibilidad bestializada, propia de autómatas, pretende pasar por alto la enorme vitalidad participativa del pensamiento en la actividad artística. Muchos relatos acerca de cómo surgieron obras importantes lo confirmarían muy fácilmente.1

Pero es insuficiente porque la realidad última de la obra puede desmentir o refutar, de manera tajante, lo dicho por sus mismos autores y pensadores, por eminentes que sean. Hay una zona en el arte que se resiste, por fortuna, a toda conceptualización, a todo intento de razonar a costa de lo que simplemente es misterioso e inexplicable, como tantas cosas en el mundo y la vida. El pensamiento, por cautivante que sea, tiene un límite, más cuando se trata de lo que, por naturaleza, se deja asistir, pero sin poderse reducir a él, aun cuando las afinidades establecidas por Martin Heidegger entre filosofía y poesía, como frentes enraizados en un propósito común, develar el ser, no dejan de sugerir, más poética que académicamente (el pensar puede estancarse y fosilizarse en los compartimentos cerrados del aula o el seguimiento incondicional de los textos producidos por las autoridades reconocidas en una materia), esa necesidad.

Distingo, por lo demás, teoría de filosofía, porque la primera existe en un marco más restringido que la segunda. La teoría, siendo discurso del pensamiento, está orientada hacia objetos puntualmente delimitados, afectados por una historicidad inmediata e innegable; aunque se ha querido desligarla de la práctica contextual de cada caso, tiene grandes, muy poderosos, vínculos con ella. Por algo, tratándose de arte, Leonardo Da Vinci y Piero de la Francesca hablaban del valor de aprender una teoría, para poder dedicarse a un oficio; Akira Kurosawa y Jean Mitry2 de que para los futuros cineastas debe ser un imperativo conocer las teorías de quienes los han antecedido sobresalientemente en la dirección fílmica. También Louis Althusser se refería a una práctica teórica. Hay teorías, por lo demás, que son precarias en su sustentación filosófica, no aciertan a disponer de postulados esenciales en sus puntos de partida; tambalean y se debaten en una confusión o indiferenciación de claves conceptuales. La filosofía estética, como la filosofía en general, en cambio, que puede englobar una o varias teorías a un mismo tiempo, abarcándolas y otorgándoles su sentido último, es más totalizante y universal, no está tan sometida a los dictámenes del tiempo histórico determinado en medio del cual sale a la luz. Que lo diga si no la metafísica, que por tan largos siglos ha dominado en el pensamiento occidental, aun disimulada por la Ilustración, el materialismo, el positivismo o el nihilismo, que es como se manifiesta todavía en la sociedad de hoy. Y contraviniendo al marxismo, la filosofía, por idealista que sea, no siempre se ha aislado de las secuelas prácticas, de lo cual son un ejemplo los proyectos políticos que quisieron llevar a cabo Platón y Aristóteles, por un lado, y, por otro, la presunta utilidad para la ciencia de una filosofía de prudencias agnósticas como la de Kant, o las certezas lógico-matemáticas, tan cara a las metas de un Descartes y un Husserl (el menos positivista de los positivistas), que también son las de la praxis diaria de nuestra época.

Este abrebocas del preludio a la lectura del libro que el lector sostiene en sus manos viene a cuento debido al carácter del mismo. Es un texto en el que se hacen y citan consideraciones tanto de origen teórico, como estético- filosófico. La base para el autor, a quien tuve como estudiante muy aventajado en la Escuela de Cine y Televisión de la Universidad Nacional, son planteamientos de Dziga Vertov, Jean Epstein, cineastas vanguardistas de la década del veinte; Gilles Deleuze y Jacques Ranciére, protagonistas solamente en el ámbito del pensamiento. Base para una mirada nada menos que hacia el cine político o lo político en el cine, el aspecto que más discusiones, malentendidos, e incluso baños de sangre, ha engendrado en la historia del séptimo arte y de todo el arte. Ello a partir, téngase eso muy en cuenta, del concepto que más consonancias y repercusiones tendría con la práctica: el de política, tan venido a menos hoy en día en lo tocante a la noble amplitud que tuvo cuando se enunció por primera vez en la antigua Grecia.

Debo decir que no comparto enteramente el entusiasmo del autor por Vertov, cineasta muy renombrado, como tampoco por la llamada Vanguardia, a secas. El director soviético, dotado, es cierto, de un talento inusual para la observación de la vida diaria con su Cine Ojo y Cine Verdad, fue el más grande propagandista en imágenes que tuvo el régimen estalinista, una suerte de David projacobino y pronapoleónico, a quien Danton insultó por su servilismo, proclive al continuo cambio de camiseta, cuando lo dibujaba esmeradamente en el humillante camino a la guillotina del antiguo líder popular. De manera desorbitada, fanática, dogmática, Vertov combatió el cine de ficción, el teatro, la gran cultura dramática de Rusia y el mundo, como espectáculos meramente burgueses, diseñados para escamotearle la verdad de su existencia al proletariado, a las grandes masas del pueblo. Ni Marx con su oposición rabiosa a Bakunin y los anarquistas, los socialistas utópicos o los primeros socialdemó- cratas moderados (¡Qué decir de los demás enemigos burgueses!); ni Lenin, con su óptica de terror estatista desenfrenado, negado por completo a escuchar la disidencia (decisión de un Congreso del Partido Bolchevique), llegaron hasta ese punto.

Por supuesto, una mirada tan sesgada y tendenciosa no trascendió, no podía trascender. Resulta curioso que siga pasando por un cineasta político de postín alguien que contribuyó enormemente a la institucionalización del culto a la personalidad (Tres Cantos a Lenin, 1937), callando durante tanto tiempo ante las infamias de Stalin, que llevaron a la muerte por hambre y sangre a más de veinte millones de personas en la extinta, muy artificialmente constituida, Unión Soviética. Hoy, cuando se conocen cada vez mejor, a través de la literatura y la documentación histórica, las atrocidades cometidas por Koba, el temible,3 para citar el título del excelente libro de Martin Amis (habría que añadir, desde luego, los nombres de Alexander Solzhenitsyn y Vassili Grossman), uno se extraña de que tantos hombres, autodeclarados probos en su izquierda, no le pasen al difunto Vertov la cuenta de la que fueron víctimas Heidegger y Leni Riefenstahl por su militancia en el Partido Nazi. ¿Hay diferencias de fondo acaso entre un régimen y otro? Lo político, en un ejemplo así, terminó siendo una aprobación tácita de los procedimientos de la KGB, que todos los intelectuales soviéticos conocían muy bien, la más gigantesca y oprobiosa máquina del terror de que Estado moderno alguno haya dispuesto.

Tampoco ahora es muy convincente su discurso exaltador de la máquina cinematográfica, según él, inhumana y vitalista. Con los futuristas, Vertov idealizó demasiado las máquinas, alabando publicitariamente un desarrollo industrial en el que, a la larga, la Unión Soviética no descolló para nada, pues a una extraordinaria producción armamentista (lo único que en verdad producía en escala mayúscula), aunó el empobrecimiento progresivo de la población en cuanto a bienes de consumo, cada vez más escasos y racionados para la población hasta que cayó la Cortina de Hierro. Además, por mucha objetividad que consiga, valga la redundancia, el objetivo cinematográfico, en su documentación inorgánica de la vida, lo mejor que le puede pasar a éste, y sobre todo a un director de cine, es que haya tras él un buen camarógrafo, un artista del encuadre y del ritmo, algo que debía saber muy bien el propagandista estalinista en cuestión, cuyo hermano de sangre, Boris Kaufman, fue uno de los más notables directores de fotografía y camarógrafos que ha tenido el cine mundial.

Por supuesto que una complicidad política no invalida del todo una obra, aunque sí deja qué pensar. Sigue siendo actual, en eso Vertov no se equivocó, su valoración (no sobrevaloración) de esa inmaterialidad del movimiento,3 motor de la existencia, que pasa desapercibida para el ojo humano habitualmente, no para la cámara (y, si es de Boris Kaufman, tanto mejor). El autor de Sinfonía del Donbas (1934) supo palparle el pulso a la vida con un ímpetu que a ratos es sorprendentemente colosal, cercano a ese majestuoso élan vital que desde su tribuna filosófica percibió el gran Henri Bergson, maestro de Deleuze, en varias ocasiones citado en este libro. Por lo demás, toda ruptura con el subjetivismo absolutizante (relativista, eso sí, en el juicio a todos los valores), muy fresca todavía en su obra, subjetivismo que contamina como plaga la estética del presente, desde la Ilustración, me parece que sigue siendo bienvenida. La máquina-cámara, aun cuando demasiado sacralizada por él, puede enseñarnos que no todo en el arte es subjetivo, como todavía repiten almas alienadas. El cine, en particular, señalaba Mitry es la síntesis más acabada entre lo subjetivo y lo objetivo, el pensamiento y la emoción, pero eso pocos lo entienden aún en esta época. Lástima grande que los logros de aquel buen amigo de Stalin tuvieran su protección en tan desafortunada compañía. Un caso en el que una parte considerable de la teoría y, sobre todo, el ethos, de un cineasta, fueron muy inferiores a los momentáneos puntos altos de una obra, la cual se hundió en el más triste anonimato desde el final de los treinta hasta su muerte, que prácticamente coincidió con la de Stalin (¡Qué simbólica coincidencia!).

En lo relativo a Epstein, visto por Mitry como el primer teórico en importancia que tuvo cronológicamente el cine, su aporte está muy bien analizado por Arias, el autor de este libro. Fue el cineasta francés un hombre, al igual que Mitry, de formación científica, muy dado a la actividad del pensamiento y la experiencia positivas. No sé qué tanto se interesó por la política o lo que podría ser político en sus películas. Su gran mérito consiste, para mí, en haber señalado que el cine podía, en virtud de la máquina inteligente, llegar más lejos que la ciencia en el conocimiento del mundo, para bien y para mal. El trastocar e invertir la lógica de la percepción está entre sus inmensas posibilidades de embrutecer o dinamizar el pensamiento. La obra artística de Epstein hoy, sin embargo, no goza del prestigio de otros de sus contemporáneos, amigos y colegas como Germaine Dullac y Abel Gance, situación muy semejante a la de Louis Delluc, con quien compartiera tantas cosas.

Vertov y Epstein pertenecen, según críticos e historiadores, a grupos de vanguardistas. A propósito de ellos y la llamada Vanguardia, en general, representada también por artistas plásticos que en aquella época incursionaron en el cine, vale la pena hacer algunas precisiones, desde una perspectiva personal. Cuando se retoman actualmente, de manera quizá un poco tardía, las plataformas de acción del arte que se dio en esos términos, negando a ultranza que el cine es un medio de expresión narrativo -aunque no sólo sea eso, evidentemente-, y el escenario de las consignas supuestamente innovadoras es la academia, se cae, las más de las veces, en el exabrupto de denominar vanguardia a la ignorancia y la pereza intelectual; son muchos los que interpretan el llamado al cambio en la lucha contra la tradición narrativa como el hacer cualquier cosa, desconociendo un bagaje o una preparación en el oficio cinematográfico o artístico. Olvidan éstos que los mayores vuelcos u originalidades -por lo demás, nunca absolutas-, se han afincado en un gran conocimiento del espíritu narrativo clásico. Delluc, personaje fundamental de la Vanguardia francesa; Griffith, Eisenstein, Murnau, Buñuel, Welles, Godard, para hacer mención solamente de unos cuantos nombres muy alabados en el plano de lo que muchos tildan de grandes innovaciones, tanto dentro como fuera de los linderos narrativos, fueron o son individuos de vastos horizontes para quienes un cine clásicamente amparado por el acto de contar historias es un referente y un antecedente primordiales.

Pero, ¿cómo pretender que, en un medio tan atrasado culturalmente como el nuestro, un estudiante, que en muy raras ocasiones sabe escribir, es un apasionado de la lectura y está empapado de los modelos constructivos del pasado, pueda posar fácilmente de vanguardista? Se le hace un gran mal a ese estudiante invitándolo a cambiarlo todo, cuando poco o nada sabe. Los resultados no se hacen esperar: mediocridad y repetición de los errores crasos de ese pasado desconocido por él, si es que, una vez egresado de una universidad, no es absorbido, dentro de unas muy pocas posibilidades de trabajo digno, por los peores modelos narrativos existentes, los de la peor televisión y el peor cine, que en un país como Colombia se promueven a diestra y siniestra.

En ese sentido, la aparición de un teórico como Ranciere, que se introduce tal vez no lo suficientemente en las ideas estéticas, por lo menos no como un Mitry, un Bazin, un Tarkovsky o un Eisenstein, es muy importante. Con su fórmula del cine como fábula contrariada, en la que el relato coexiste con lo que para Deleuze es la imagen-tiempo o inorganicidad deslindada de representación argumental, narrativa, establece una síntesis entre lo uno y lo otro, que Arias analiza muy bien. Asimismo, su asunción de la política desde la historia como partición de lo común, en la que el cine puede darle el derecho a la voz a quienes no lo tienen, da pie para abundante material de discusión y problematización.

Teniendo como punto de partida para futuros estudios este excelente libro, quedan por verse dos cosas más en detalle. Primero: ¿Qué es finalmente la política y realmente son políticas la inorganicidad, inmaterialidad e inhumanidad (¿?) del cine de la que nos habla? Si bien es cierto que lo político no se circunscribe a la representación narrativa y toma de partido ideológica denotada, ¿educa o re-educa la mirada en verdad la Vanguardia estudiada (los ya lejanos en el tiempo Vertov y Epstein, y sus posibles seguidores del presente), subvirtiendo cánones políticos? ¿Es la política, así vista, el aspecto crucial del cine? Habría que dedicarse más a fondo a la política en sí, tan desacreditada hoy por hoy, lo cual no demerita su rango, en ningún momento, lo mismo que a sus relaciones, frecuentemente conflictivas e inarmónicas, con el arte y el cine en particular. Segundo: ¿Qué le aportan estas consideraciones al cine y al audiovisual nacionales?4

Momentos estelares de lo político en nuestro cine, al modo en que lo conceptualiza Ranciere, como Pasado, el Meridiano (1967) de José María Arzuaga, Nacer de nuevo (1987) de Jorge Silva y Marta Rodríguez o Tulia (1992) de Jorge Echeverri, permanecen olvidados en esta muy amnésica nación, que también se ha desentendido por completo de equivalentes literarios firmados por un José Eustasio Rivera, un Julio Flórez, un Jorge Isaacs, un Tomás Carrasquilla, un Rafael Pombo o un Jorge Gaitán Durán, personajes de nuestras letras que hicieron de la política, en su significación más profunda, una preocupación que debería servirnos de apoyo histórico central a todos los que, dentro de las lides artísticas, aspiramos a integrarlas en un proceso de transformación social, no únicamente económico, sino ético (para pensadores como Aristóteles, Hegel y Spinoza, la política es la ética en gran escala), y espiritual.

Si nuestro cine evidencia carencias de sustrato político, que despierte conciencias, ¿qué decir de la política cinematográfica? Los principales organismos de ésta han estado y siguen estando en manos incompetentes, regidas por la ignorancia y el tráfico de influencias. La dirección vitalicia (10 años) de Proimágenes en Movimiento, que organiza las convocatorias (y según un funcionario del Ministerio de Cultura, lo decide todo en la manera como éstas deben implementarse cada año), por medio de las cuales el pomposa e infructuosamente llamado Fondo para el Desarrollo Cinematográfico otorga estímulos a la producción, sólo puede alegar en su favor un parentesco político con el expresidente Pastrana: ningún conocimiento del cine, ningún criterio, ninguna seriedad. Otro tanto sucede con la Dirección de Cinematografía del Ministerio de Cultura (gran maquinaria de la ignorancia y la vergüenza, que encabezan las señoras o amigas de los políticos). Igualmente con el Consejo Nacional para las Artes en Cinematografía, CNAC, compuesto, en su mayoría por cuotas burocráticas, a las que se suman representantes del mercantilismo, con voceros del sector (casi nunca auténticos directores y productores), que repiten una y otra vez períodos, siendo elegidos, al parecer, con la única finalidad de que designen para esas convocatorias jurados (miembros de los eufemísticamente llamados Comités Evaluadores), convenientes para los intereses de los electores, algunos agrupados en agremiaciones en las que hay también fichas muy selectas de Proimágenes.

De ese fondo fangoso es que resulta un cine contaminado por prácticas torpe y mediocremente políticas, en virtud de las cuales la cofradía de amigos de estos engendros burocráticos se autopremia y consiente a sí misma: unas veces ganan estímulos para realizar adefesios equivalentes a la maquinaria que los sostiene, películas sin chicha ni limonada (ni hacen taquilla, lo que se pretende antes que nada, ni mucho menos arte); otras son los jurados, acompañados por distribuidores, exhibidores y personalidades extranjeras, extrañamente identificadas, por lo regular, con esos mismos nombres. Entre los ganadores no faltan aquéllos que en la televisión invierten todas sus energías en la abominable propaganda de los narcotraficantes de dramatizados y telenovelas producidas por Caracol y RCN. Todo con dineros repartidos en virtud de una Ley del Cine, instrumento público.

Este Consejo acabó con la convocatoria de formación de públicos que antes existía, tan necesaria en el país, para entregarle directamente los dineros del caso, contemplados en la Ley del Cine, por recomendación de Fedesarrollo (¿?) a la Asociación Kayman, presidida también por individuos que no tienen la menor idea de cine, a quienes para nada interesa la formación, pues ellos mismos no la tienen.

Ante ese estado de cosas, nadie protesta, nadie dice nada. Furibundos críticos de la complicidad de un gobierno con los paramilitares, por ejemplo, se arrodillan ante estos poderes mezquinos, buscando prebendas y amiguismos que los beneficien.

Esta es en Colombia la política cinematográfica, espejo de la forma en que se hace aquí política, generalmente. ¿Qué cine político se hace y cuál es la actitud política de los cineastas? Sería oportuno y recomendable, con este libro en las manos, hacerse esas preguntas.

JUAN DIEGO CAICEDO GONZALEZ

Profesor Asociado de la Universidad Nacional

INTRODUCCIÓN
LO POLÍTICO EN EL CINE: DE LA REPRESENTACIÓN AL HACER VISIBLE

En 1940 el público de todo el mundo presenció en las pantallas de cine la historia de un joven barbero judío que, amnésico por un accidente aéreo, termina por pronunciar uno de los discursos más memorables del cine, al ser confundido con Hynkel, el gran dictador de Tomania. Se trata de El gran dictador del cineasta y actor norteamericano Charles Chaplin.

Casi treinta años más tarde, en 1969, la película Z, del director greco-francés Costa-Gavras, le permitiría al mundo conocer los incidentes que rodearon el asesinato del líder pacifista Grigoris Lambrakis después de que éste participara en una reunión contra la instalación de una base de misiles en territorio griego.

Y poco más de una década después, en 1980, aparece el último filme del brasileño Glauber Rocha titulado A idade da terra. A través de la historia de cuatro personajes, el Cristo-Pescador, el Cristo-Negro, el Cristo conquistador portugués y el Cristo Guerrero Ogum de Lampiño, Rocha lleva a la cumbre el objetivo de toda su obra cinematográfica: comprender en el cine la situación de los pueblos del tercer mundo marcada por el hambre y la pobreza.

La primera película, surgida en medio del afianzamiento del nazismo en Alemania y de su expansión europea, fue objeto de incontables polémicas y censuras. Por supuesto, los países regidos por una dictadura, como Alemania, Italia y España, prohibieron la exhibición del filme en sus territorios por considerarlo una evidente burla a sus cabezas de Estado, particularmente a Adolf Hitler en el personaje de Astolfo Hynkel, y a Benito Mussolini en el de Benzino Napoloni. El caso más extremo fue quizás el de España, donde la película sólo pudo ser estrenada cuarenta años después de su aparición, tras la muerte de Francisco Franco. Sin embargo, la película se convirtió también en una piedra en el zapato para países que hasta entonces no habían tenido relación directa con los regímenes dictatoriales: en Argentina, por ejemplo, la película fue censurada, dado que contravenía la Ley de defensa del orden público, que, en su artículo quinto, prohibía cualquier película que presentara hechos que pudieran afectar la neutralidad del país con respecto a la guerra.

La segunda película, Z de Costa-Gavras, pone en evidencia un fenómeno de otro tipo, tal vez interior a la historia del cine. Al igual que El gran dictador, la cinta fue prohibida en diversos países del mundo, empezando por Grecia. España, México, Portugal, Marruecos, Brasil y la India sólo tuvieron acceso al filme años después de su estreno. Pero más interesante que la censura, resulta el hecho de que este filme en particular sea reconocido por muchos como el pionero de lo que hoy se conoce como “cine político”. En su momento, Z tuvo un gran éxito gracias a su mensaje libertario que entraba en sintonía con el espíritu derivado del Mayo francés y de los movimientos hippies en todo el mundo. Este éxito hizo que se lo reconociera como el primer filme de una serie de películas, realizadas sobre todo en los años setenta, que abordaban explícitamente temas políticos y sociales. El género del cine político es clasificado hoy al lado de géneros como el de ciencia ficción o el de películas del oeste;5 incluso existen festivales especializados en los que se realizan exhibiciones y competencias de películas que encajan en esta corriente.6

El último caso, el de Glauber Rocha con A idade da terra, nos acerca de nuevo al problema de la censura, pero no a manos de las instituciones del Estado, sino en el seno mismo del “mundo del cine”. En 1980 la película es exhibida en el Festival de cine de Venecia, uno de los más prestigiosos del mundo. Sin embargo, su proyección causa un malestar generalizado dentro del público: muchos salen de la sala antes de que la película termine, los críticos se muestran disgustados y en la rueda de prensa, Rocha es calificado de “fascista” y acusado de “venderse a los militares”.7

Estas tres películas, y sobre todo su recepción y múltiples interpretaciones, ponen en evidencia un problema fundamental: la relación entre cine y política. Si los filmes son censurados, si su director es calificado como fascista, o si se los define como fundadores del género particular “cine político”, es porque en todos ellos se reconoce una toma de partido por una idea política particular -y, como consecuencia, una dimensión crítica de las ideas opuestas. Esto es precisamente lo que comprendemos comúnmente al abordar la relación entre cine y política: las películas abordan temas, situaciones, personajes que, de uno u otro modo, nos remiten a ideas, sistemas o personajes políticos del mundo contemporáneo o de la historia tal como la hemos narrado. Si se entiende que el cine es político es porque trata temas políticos, muestra acontecimientos relacionados con la política; en últimas, porque representa aquello que entendemos y relacionamos con lo político. Si una película debe ser censurada, suponemos, es porque esas ideas políticas representadas no corresponden con las ideas de quien la juzga.

El caso de Glauber Rocha es paradigmático. Todo su cine ha sido leído en clave política. La mayoría de comentarios sobre sus películas se centran en mostrar que en ellas se refleja un elaborado y complejo pensamiento político relacionado con la situación de pobreza de los pueblos del tercer mundo. Bastaría con observar algunos de los títulos de los comentarios que componen una de las recopilaciones más completas de la obra de Rocha -a propósito de una exposición en Buenos Aires- realizada por el Museo de Arte Latinoamericano (Malba) en 2004:8 “Glauber Rocha o la verdad alucinada. Apuntes para una filosofía mestiza”, “Canibalismo y demolición en Glauber Rocha” y “Exilio, sueño, política” son sólo unos pocos ejemplos. El panorama crítico ha reconocido, de esta manera, que uno de los problemas fundamentales en Glauber Rocha es la relación entre cine y política. Sin embargo, muchos reducen su aporte cinematográfico al hecho de que logró evidenciar en sus películas su posición política sobre el tercer mundo, mostrando la realidad que lo constituye. De acuerdo con esta lectura, Glauber Rocha sería un cineasta político en la medida en que, en sus películas, representa una postura política.

El problema fundamental del presente trabajo surge, precisamente, de una confrontación con este tipo de lecturas, no sólo sobre Glauber Rocha, sino sobre el cine en general. Éstas se manifiestan, más allá del ámbito académico y crítico, también en la percepción del público en general, en los ejercicios de censura -explícita e indirecta-, e incluso en la manera como se promocionan y comentan las películas. Cuando se habla de la relación entre cine y política se tiende a buscar un puente entre dos términos heterogéneos: el cine, reducido la mayoría de las veces a narración en los filmes, y la política, entendida como un conjunto de ideas relacionadas con el gobierno y administración de la vida en comunidad. Se trata, entonces, de conectar el cine con lo político, concebido éste como un ámbito práctico (relacionado con la actividad estatal, de partidos, o cualquier hacer orientado ideológicamente) autónomo con respecto al cine mismo. Sin embargo, y esto es lo que me interesa señalar, este tipo de relación parte de un supuesto representacional: se acepta que el cine es político porque en él se presentan ideas, hechos o personajes políticos. Vale la pena detenerse un instante en este concepto de “representación”, central en el presente trabajo.

Martin Heidegger define claramente el concepto de representación al abordar el problema del pensamiento moderno, aquel que él mismo denomina “la época de la imagen del mundo”:

Representar significa aquí situar algo ante sí a partir de sí mismo y asegurar como tal el elemento situado de este modo (...)

El representar ya no es esa captación de lo presente en cuyo desocultamiento la propia captación pertenece, como un modo propio de presencia, a eso que se presenta de forma no oculta. El representar ya no es el desencubrirse para., sino la aprehensión y comprensión de. Ya no reina el elemento presente, sino que domina la aprehensión (...) Lo ente ya no es lo presente, sino aquello situado en el frente opuesto en el representar, esto es, lo que está enfrente. El re-presentar es una objetivación dominadora que rige por adelantado. El representar empuja todo dentro de la unidad de aquello así objetivado.9

El concepto de representación tiene para Heidegger una dimensión ontológica fundamental, pues designa el modo en que una época del pensamiento comprendió la existencia misma de lo real. Lo ente, la totalidad de lo real, sólo es tal en tanto es representado; el mundo, dice Heidegger, sólo existe como imagen. El mejor ejemplo sea quizás Descartes quien, a través de la duda, afirmó al “Yo” como única fuente de certeza del conocimiento convirtiéndolo de esta manera en el garante ontológico de la existencia del mundo: lo real es una representación, es decir, una aprehensión y comprensión por parte de un sujeto que permite la objetivación del mundo como tal. De esta manera, tal como lo muestra el mismo Heidegger, la categoría fundamental dentro de la noción de representación es la de subjectum haciendo de lo ente aquello que “yace por sí mismo allí delante y que, como tal, al mismo tiempo es el fundamento de sus propiedades constantes y sus estados cambiantes”.10 La comprensión de lo real como representación supone, entonces, la certeza de un sujeto que trae ante sí lo ente como algo exterior, diferente de él mismo. Este es el punto que me interesa resaltar. La representación supone siempre la constitución de un objeto que, si bien sólo se comprende como tal en la representación misma, existe por fuera de la representación y del sujeto. Afirmar que un X mantiene con un Y una relación de representación implica que X, que existe en sí mismo independiente de Y, objetiva a Y haciéndolo distinguible, aprehensible en tanto tal.

Si afirmamos, entonces, que cierta lectura de la conexión entre cine y política relaciona estos dos términos representacionalmente, implica que el cine vehicula la política como objeto separado del cine mismo. Si esto es posible, además, será por la mediación de un sujeto que aprehende una idea particular de la política -bien sea un sujeto-autor o un sujeto-espectador- y la plasma como imagen. Utilizando los términos de Heidegger, el cine sería político en tanto nos muestra una imagen de lo político, de la misma manera que la representación, en términos amplios, configura una imagen del mundo. Pensar la relación entre cine y política se reduciría de esta manera a comprender los contenidos políticos que se muestran en las películas y, tal vez, a hacer explícita la manera en que éstas dan cuenta de aquéllos.

La pregunta que surge frente a este tipo de comprensiones del llamado “cine político” es si realmente la única dimensión política del cine radica en los contenidos que éste pueda mostrar. La pregunta se dirige, precisamente, al carácter representacional de la imagen.

Con el fin de señalar la dimensión de esta pregunta y del problema de la representación, permítaseme realizar una corta digresión a través de un nuevo “caso”11, esta vez exterior al cine, relacionado con la capacidad de mostrar propia de la imagen.

El 4 de julio de 1942 las SS alemanas idearon lo que Primo Levi denominaría años después “el delito más demoníaco del nacionalsocialismo”: la creación de una escuadra especial denominada Sonderkommando.“”“”