No han de tenerse inclinaciones en exceso agoreras para creer que cada vez estamos más conectados y, paradójicamente, cada vez mantenemos menos conversaciones reales. En una fecha tan precibernética como 1959, Michael Oakeshott –pensador de pedigrí– ya reclamaba la urgencia de rescatar del «lodazal» las artes de la conversación, en cuanto la capacidad de dialogar marca la separación radical «entre el hombre civilizado y el hombre bárbaro». Es la conversación como aprendizaje recíproco de humanidad, según Fumaroli; como la mejor manera de enriquecer –o arruinar– nuestro espíritu, a decir de Montaigne. Sin afanes tan grandilocuentes, este amplio diálogo con Valentí Puig pretende al menos amparar la forma de urbanidad, placer y conocimiento que eran esas largas conversaciones ya perdidas en cualquier chester de cualquier club.

No en vano, si la propia transmisión cultural puede entenderse como la «conversación con los difuntos» de nuestros barrocos, la sociabilidad intelectual también ha sido fundamental para el aprecio de las texturas de complejidad de la naturaleza humana. Es una larga historia. Ahí están los moralistas franceses, quizás inigualados en sus intuiciones imperecederas sobre el hombre. En esos salones del Gran Siglo prendería la tertulia como manera privilegiada de la civilidad. En su vertiente cívica, sin embargo, la conversación embrionaria de la opinión pública iba a tener influencias aún más benéficas: si los miramientos de la socialización implican la moderación de las pasiones, la conversación ciudadana de entidad –conforme profetizó el ilustrado Hume– será la mejor garantía de estabilidad política. Con un punto no por más pedestre menos verdadero, Orwell supo ver sus concomitancias con la libertad al defender –en plena guerra– la apertura de unos pubs que las gentes frecuentaban «tanto por la cerveza como por la conversación». Es un contraste significativo que Stalin o Hitler –según sabemos– sólo admitieran la forma del monólogo con su círculo de íntimos.

De «la convivialidad italiana y católica» a la «diplomacia del esprit» a la francesa, es tentador definir la civilización, con el citado Oakeshott, como la herencia de una larga conversación de siglos. Tal vez hoy, sin embargo, andemos lejos de tantas sutilezas, lo que constituye una motivación más para este libro. En tiempos recientes, el escritor Stephen Miller –nada que ver con el Stephen Miller de Trump– ha recopilado no pocas causas del ocaso de ese intercambio de ideas que Johnson consideraba «el único placer verdadero» al margen de las batallas del amor. Según Miller, los movimientos contraculturales no sólo han postulado la «acción directa» en detrimento de la palabra, sino que han afirmado un carácter virtuoso, por ejemplo, en la expresión de la ira o «indignación» política. Por supuesto, quien se muestra tan autosatifecho en su moral como intransigente en sus demandas tendrá en poco la razón ajena. Asimismo, no hace falta fatigar de más las redes para observar una similar reacción contra la norma conversacional del respeto debido al otro: principios sagrados en nuestros días, la autenticidad y la autoexpresión rara vez van más allá de descubrir el punto de vista de uno mismo.

No son signos de los tiempos cuyo cambio sea previsible a corto plazo, pero también puede pensarse que la conversación ha sido sintomática, en tantas ocasiones, de una resistencia del espíritu, de un terreno ganado para la libertad, de un desquite de la injusticia y también de un acceso a la sabiduría por el gozo. Como dijimos, nuestros propósitos con este libro no son tan altos. Pero ojalá que el caudal de esta charla con Valentí Puig sea un paréntesis de amenidad para sobrellevar tanta banalidad que nos rodea.

Más célebre al cabo por su oralidad que por sus libros, el doctor Johnson –uno de los grandes charlistas de la Historia– tenía la conversación como «prueba de vigor intelectual». A lo largo de las muchas sesiones de La vista desde aquí, Valentí Puig no ha dejado de afirmar ese «vigor intelectual» bien conocido por sus lectores. Es así que –si se permite la presunción– el lector de este volumen encontrará abundante pensamiento de fondo sobre los temas de nuestro tiempo, desde las incertidumbres propias del cambio de época que ahora vivimos hasta un escenario internacional definido por el retorno de populismos y nacionalismos. La reflexión en clave nacional –con un pie en nuestra Historia y otro en la actualidad– se hará también presente con sus esperanzas e inquietudes y, como podía esperarse de un escritor que alterna catalán y castellano, con importantes iluminaciones sobre Cataluña en su dimensión hispánica. «Conservador de centro» y moderado a despecho de los sucesivos últimos gritos en materia de ideología, el liberalismo conservador, especialmente en su encarnadura española, recibe asimismo su atención en la conversación con Puig. De igual manera, en un opinador de tan dilatada trayectoria, se hacía necesario inquirir sobre la circunstancia –pasada, presente y futura– de la prensa. Como puede verse, la materia, en principio, es suficientemente surtida como para convocar intereses muy diversos.

Con todo, si se admitiera la expresión de una preferencia, uno se tomaría la libertad de escoger dos. En primer lugar, la crítica social y cultural que –en apartados como «Formas perdurables»– alcanza a mi entender un singular vuelo de lucidez. Y, en segundo lugar, el recorrido por la obra del propio Puig, en contacto con su ideal literario y su itinerario vital, ámbitos que, si bien esparcidos por todo el volumen, centran el contenido de «Nulla dies sine linea». No en vano, este libro sirve a la idea de ofrecer una forma de pensar el mundo desde las coordenadas propias de la experiencia y las pasiones intelectuales de Puig y, ante todo, de permitir a la curiosidad del lector una mirada más profunda hacia una obra que merece atención por su hondura y recorrido. Cuanto quede de insatisfecha esa curiosidad habrá de figurar entre las limitaciones de mi trabajo como entrevistador. Por si acaso, y a modo de excusatio non petita, ofrecemos al final del volumen un pequeño ensayo donde se encarece la huella de Puig como escritor e intelectual público.

Sería en la primavera de –creo– el año 2005 cuando llegó una carta a la redacción de mi periódico. Para pasmo de los directores, se me invitaba –redactor novicio como era– a tomar parte en un selecto seminario dirigido por Valentí Puig. Llegado el día, tuve ocasión de saludar a un escritor cuya finura admiraba desde muy joven. De entonces a esta parte, esa admiración es mayor y no menor, fortalecida con charlas que tal vez hayan sido incontables, pero sin duda menos incontables de lo que uno hubiera querido. Así se ha venido sellando una amistad que, no obstante, nunca he fin­gido que fuera entre iguales: para uno, como para tantos otros, Puig es lo que solemos llamar un maestro. La idea que impulsó este libro, en consecuencia, sólo podía ser rendirle homenaje y celebrar su obra. Y, si no es indiscreción, pagar la deuda de afecto que, como joven letraherido, contraje con la generosidad intelectual de un gran escritor. Para quien esto escribe, cuesta pensar que la gestación de cualquier otro libro conlleve tanta ilusión y que su publicación cause tanta alegría.

El apoyo, el entusiasmo y la vocación editora de Clara Pastor han hecho posible La vista desde aquí. Vaya para ella el mayor agradecimiento, como también a Daniel Capó por su amistad, complicidad y apoyo. Quisiera asimismo dejar patente mi gratitud al propio Valentí Puig, cuya hondura en la entrevista sólo es comparable a la paciencia y disponibilidad que siempre mostró al entrevistador. En cuatro o cinco meses de intercambios continuos uno no ha querido ser un entrevistador matarife, sino propiciar una conversación amena y rigurosa, amistosa y –a la vez– sin compadreos. Ojalá sirva al propósito del lector de este libro. A uno, en todo caso, le ha dado un tiempo extraordinario de complicidad y placer intelectual, en busca de ese ideal tan humano y tan noble de convertir nuestro día a día en «un mundo conversable».

IGNACIO PEYRÓ
Madrid, enero de 2017

Nulla dies sine linea

Vida, libros y periódicos

«Néixer al carrer d’Enric Alzamora i fer-se gran | al carrer de Rubí». Si nos ponemos un poco engolados, en su literatura hay un punto de cerebralidad francesa y temperamento inglés, pero también una sensualidad mediterránea que sólo ocasionalmente –de Azorín a Miró o los Villalonga– alcanza categorías de elegancia en nuestras letras. Tras vivir muchos años fuera de Palma y de Mallorca, ambas aparecen como un rumor de fondo inevitable en su literatura, de su libro palmesano al niño que atraviesa el claustro de San Francisco en La fe de nuestros padres. ¿Qué deuda tiene con el paisaje de fondo –el mar, la casa, los sabores– que le vio nacer? ¿Hasta qué punto, en la vida, uno debe negociar una cierta paz con sus orígenes? Hay un elogio convencional de la infancia como patria del hombre, pero quizás sea algo más complejo en un escritor si aceptamos que no estamos predestinados a escribir.

La literatura se suma a los instintos, vive de la memoria y en tercer término necesita de la inteligencia. Fundamentalmente, sin memoria no hay literatura. Uno puede intentar seguir a Saint-Simon y carecer de imaginación. Para mí que, junto a la memoria de filiación proustiana, de expansión del recuerdo, existe el poder de la imaginación histórica. De ahí provienen las grandes escenificaciones de Tolstói. ¿Es que la literatura existe antes de los géneros literarios, como un caudal indivisible, o procede de una compartimentación previa? Desde luego, primero advertimos la presencia de la épica y luego la lírica. Primero está el género histórico y luego la novela. Ésa es una cuestión de orígenes que nunca queda nivelada porque las distintas lenguas y las distintas épocas tienen sus prioridades. Veamos el tránsito del Barroco al Romanticismo o de qué modo el realismo se infiltra, casi como una bacteria, en el cuerpo de la literatura. Con eso quiero decir que a menudo uno no escogía el género literario en el que pretende llegar a ser escritor. Ahora, por el contrario, todo es simultáneo. Incluso, por influencia perversa del estructuralismo, se creyó haber llegado a una confluencia definitiva de todos los géneros. No: existen, a pesar de la baja vitalidad de lo que se escribe hoy. Por su parte, la lírica parece a punto de desaparecer y sin embargo es el género con el que se estrena el aprendiz de escritor. Y luego se llega a la novela, el teatro o el ensayo. En realidad, si lo fundamental es escribir, ciertas versiones del periodismo llegan a tener entidad literaria. Y así el espejo refleja la vida, de forma cóncava o convexa, regresando inevitablemente a los paisajes de la infancia. Pero eso puede ser parte de un poema épico, de una pieza oratoria o de un elogio fúnebre. La memoria de la infancia manda mucho.

En su literatura casi nunca falta una mirada de gratitud o conformidad con el pasado, como un cierto peso de la piedad que aprendemos de adultos. Empezando por el principio, como leemos en uno de sus libros: «Mi madre vivía en un mundo de amor…».

Tardamos en darnos cuenta de cuánto deberíamos agradecer a nuestros padres y también al conjunto de nuestros antepasados. Incluso dándonos cuenta, no siempre practicamos la gratitud. A mi parecer, casi todo lo debemos a un pasado que es algo así como un inmenso depósito orgánico, y ahí entra todo: las instituciones, la complejidad familiar, la experiencia colectiva, incluso la rebeldía y la negación del pasado. También la fe. Sin embargo, en una sociedad como la nuestra, desvinculada y acuñada por el selfie, la gratitud suele ser considerada algo ñoño, anacrónico, indebido. Por el contrario, yo pienso que agradecer es una de las formas adultas a las que, desafortunadamente, tardamos tanto en llegar.

«… Y mi padre aspiraba a ser justo».

Eso es. En un mundo en el que nunca habrá suficiente justicia, el intento de ser justo por encima de ambiciones e intereses ha sido –para decirlo en términos actuales– un capital humano, un sustrato colectivo que generaba confianza y cohesión.

La familia como cohesión, pero –como dijo Chesterton sobre Moro– también como libertad.

Exactamente. Los totalitarismos propenden a destruir la familia. Pero ya se ve que, si acaso, la erosión de la familia no es un logro totalitario, sino de otros factores. Una infancia feliz no tiene precio. Una familia que se respeta a sí misma y que mantiene los vínculos de amor es algo inapreciable. Así lo viví yo. En la infancia vivimos miedos, inseguridades, pérdida de inocencia, pero saber que el amor nos protege lo compensa todo. Luego se produce el hecho biológico de la adolescencia y nos hacemos turbulentos, informes, sin saber lo que queremos, con lo cual nos enfrentamos a la figura del padre. Visto ahora, la adolescencia es algo obtusa, pero se nos tolera. Debe de ser un sabio y piadoso instinto paternal. Y mientras tanto la autoridad del padre –tan necesaria y modelo de vida– está siendo compensada por una transigencia de la madre. ¡Qué gran equilibrio! En aquellos tiempos nadie leía libros de autoayuda para ser unos buenos padres. Mis padres murieron ya hace décadas, pero no hay día que no recuerde algo que dijeron o hicieron. Mi gratitud es grande, y también siento cierta culpa por la inexplicable revuelta adolescente contra todo. En tiempos como los actuales, de herencias sin testamento, una infancia feliz es un legado insustituible. Yo diría que es libertad auténtica.

Un libro suyo de corte singular es Primera fuga, que supongo entra dentro de lo que podría llamarse nouvelle, género vertiginoso. Posiblemente sea de los volúmenes más alabados de su producción. Una de las curiosidades del libro es que no suele ser usted tenido por uno de esos «escritores de la infancia»: su complacencia nostálgica en el pasado es escasa. Sin embargo, ahí están la memoria de la primera adolescencia, del mar… ¿Hasta qué punto influyó en Primera fuga ese recuerdo de la vida cuando apenas se empieza a abrir paso? ¿Es posible trabajar la nostalgia sin caer en mixtificaciones?

La nostalgia remodela el pasado. Acaba por falsear. Miente. Es el riesgo de los relatos en los que uno recurre a su propia memoria, especialmente la de la infancia y adolescencia. Aun así, creo que entre la infancia y el paso a la adolescencia, si por suerte uno tiene una familia feliz, es cuando transcurren bellos stocks de recuerdos. Hay novelas en las que la mermelada de frambuesa de la nostalgia acaba por empalagar al lector. Ocurre con El gran Meaulnes, que por otra parte es una novela muy seductora. Pero a la memoria, a mi parecer, hay que volver con distancia y, si hace falta, con crueldad. Es fácil la tentación de vernos como los niños que no fuimos en realidad. Permítame decir que uno tiene que regresar a su propio pasado a sablazos o con bisturí. Hay donde escoger. Ésa fue la idea de Primera fuga. Para mi generación existe a la vez otra tentación, también muy fácil, y es cargar contra la enseñanza religiosa o contra un padre autoritario, echarles a otros las culpas de nuestros fracasos y convertir eso en novela. Bueno, ya decía Richmal Crompton, la autora de las novelas de Guillermo Brown, que es una lástima que cada vez haya menos normas en las escuelas, porque así nos perdemos la emoción de transgredirlas. En Primera fuga, como suele ocurrir, el yo de la novela no es mi yo, pero compartimos muchas cosas, hasta llegar a la pérdida de la inocencia, a esa primera decepción que nos convierte ya en parte de la realidad externa. Llevaba años sin escribir ficción, por falta de tiempo, debido a una intensa dedicación al periodismo, y porque creía preferir la realidad concreta y directa a la experiencia de la realidad convertida en relato. Incluso daba por hecho que no escribiría más ficción, sino ensayo, libros de cosas. El consejo de un buen editor –Oriol Castanys– me llevó a escribir esa nouvelle y desde entonces vuelvo a disfrutar escribiendo algunas novelas, a pesar de que a veces sospecho que estamos de lleno en los escenarios de la postliteratura.

No sé si sigue usted practicando ese rito anual de leer los poemas de Joan Alcover. Quizás mal conocida en el resto de España, en Mallorca no ha dejado de haber una curiosa tradición literaria a medio caballo entre localismo y cosmopolitismo, como la propia isla. Si en sus años primeros Cela ejercía su poder desde Son Armadans, también escribía Llorenç Villalonga. Luego no han faltado escritores y artistas buenos de su quinta. ¿Participó usted de algunas complicidades intelectuales en sus años de formación o leer y escribir fueron para usted gestos de individualidad? ¿Cómo se gesta esa vocación lectora, con un padre que compraba Destino y leía a Pla?

Puede sonar a presunción, pero hay un puñado de poemas de Alcover que no necesito releer porque son parte de algo que para mí no es sólo literatura. Algo sagrado, una comunión con el pasado y con un padre que me hizo leer a Alcover. Me siento parte de eso, y de un poso de formas y actitudes que aprendí en autores de Mallorca como Joan Alcover o el tan olvidado Miquel dels Sants Oliver. Pero es que una tradición no necesita dejar un rastro de pirámides. Esa línea intelectual que surge en una Mallorca autárquica y antiintelectualista es, a su vez, una porción de la cultura occidental. Debo añadir que respeto más una pequeña y noble tradición que el colorido cosmopolita. Eso es como aquellos viajeros que regresaban con el baúl cubierto de etiquetas de grandes hoteles, pero en realidad sin saber de dónde venían. Uno tiene que arraigar, incluso en paisajes ásperos o fatídicos. Recordemos las dolorosas insatisfacciones de Leopardi.

Ha hablado usted de que su padre le hizó leer a Alcover. Según ha escrito, también fue él quien le dio a conocer a Josep Pla. Pla iba a ser luego una presencia importante para usted, incluso en tiempos en que la figura planiana estaba debilitada. ¿Qué le aportó Pla a aquel lector joven que fue usted? ¿Fue importante en términos de lengua, o también alentó su afán de observador de la política y un cierto temperamento conservador?

Mi padre había sido azañista y a la vez tuvo que ver con el mallorquinismo político. Por eso hablo a veces de la matria elemental. Eso eran las canciones populares, los sabores del catalán de Mallorca –en sus versiones folkclóricas o cultas–, la recopilación de cuentos populares de Mossèn Alcover, por ejemplo. Se los escuché leer en casa y así aprendí a leer el mallorquín, al tiempo que aprendía a leer y escribir el castellano en la escuela. Pero mi padre nunca sintió como incompatibles las dos lenguas: ambas eran propias, se complementaban, tenían sus respectivos valores expresivos y sentimentales. He seguido siempre su ejemplo y por eso defiendo que Mallorca, como Cataluña, son sociedades bilingües. Así, mi padre había leído a Maragall y a Unamuno. Bien: después de la guerra, Pla intentó dos ediciones completas. La primera fue con el gran editor Cruzet y luego lo hizo, definitivamente, con su amigo Vergés. En casa teníamos algunos ejemplares de los editados –magníficamente– por Cruzet y mi padre me los dio a leer. Al mismo tiempo, tenía la primera edición de la fabulosa vida del escultor Manolo. En uno de esos volúmenes leí un escrito de Pla titulado Per què sóc conservador y aquello me hizo ver que no todo tenía que ser revolución, sino que el espíritu conservador tenía una clara legitimidad. Dos elementos: construir es más difícil que destruir; la cultura es la resistencia frente a la voracidad infinita de la naturaleza. De modo que Pla era un maestro de la prosa fluida, incisiva y sensual, al tiempo que maître à penser, algo que no le reconocen quienes después de décadas de ninguneo han terminado por reconocer que Pla escribía muy bien y que supo hacer lectores. Persisten tres escuelas: Pla escribía bien a pesar de ser conservador; Pla escribía bien y era conservador; Pla escribía bien porque era conservador. Es decir, empírico, antiideológico. Con desenfado y sensualidad. Todo eso todavía puede aprenderse en Pla.

También ha mencionado en alguna ocasión, con agradecimiento, el papel de la citada Destino, no ya en su formación lectora como primer barrunto periodístico, sino en el panorama intelectual del franquismo. La sensación es que con aquella generación –Agustí, Luján, Perucho…– no ha habido mucho agradecimiento, especialmente en el ámbito catalán.

En una España de postguerra con carestías de toda naturaleza, la revista Destino –fundada en el frente nacional y paulatinamente convertida en un referente de liberalidad– fue un oasis semanal. Y allí estaba Pla, con su Calendario sin fechas. En realidad, Destino hizo más por el mantenimiento de un catalanismo en el marco hispánico que todo el resistencialismo nacionalista y las proclamas del exilio. Pla era el estratega del posibilismo en Destino, y el editor Josep Vergés era el hombre de acción que lo llevaba a la práctica. Ese tándem ha sido denigrado profusamente pero la realidad está ahí, hasta el punto de que haría falta recuperar y actualizar el espíritu de aquel Destino. Josep Vergés y el poeta Joan Teixidor fundaron la editorial Destino que asumió el premio Nadal de novela y luego creó el premio Pla en catalán. El catálogo de Destino era portentoso. Me siento obligado a recordar que a Vergés la Generalitat no le reconoció su labor, mientras que en Madrid se le concedía la medalla de Alfonso X el Sabio. Son las mezquindades del nacionalismo hoy menguante. Desde luego, no pocos lectores en toda España todavía recuerdan aquellas páginas de Destino en las que se codeaban ganadores y perdedores de la Guerra Civil. No creo exagerar diciendo que fue el New Yorker de una España enflaquecida. Pla leía el New Yorker con mucha atención.

En una filología catalana con frecuencia medievalizante y romántica, ¿qué otros autores iba a leer? ¿A cuáles sigue valorando más? ¿Qué papel, por ejemplo, iba a tener d’Ors, de inserción tan complicada en el canon?

Me exasperan los excesos medievalistas de la filología catalana. Llull funda la prosa y Ausiàs March es el gran poeta. Pero la literatura catalana no vive el Renacimiento. Se lo salta y luego llegan los siglos de la llamada Decadencia. Son siglos de repliegue, sin creatividad, sin capacidad literaria de la lengua catalana. Y ya nos vamos a la irrupción de Verdaguer, émulo de Victor Hugo en un momento en el que estaban escribiendo Baudelaire o G.M. Hopkins. En fin, es la Renaixença de signo romántico. Luego ya llegamos al esplendor literario del siglo XX. Maragall fue la modernidad. Pero el Noucentisme formulado por D’Ors era refractario a Maragall y también ridiculizó al Modernismo. Gaudí les incomodaba. D’Ors fue capital pero se le negó un margen social a institucionalmente. Por eso se fue a Madrid y escribió en castellano. A continuación se llega a los escritores post-noucentistes que son, principalmente, Espriu y Pla. Ahí aparecen Joan Sales, Mercè Rodoreda, Llorenç Villalonga, el poeta Joan Vinyoli y la personalidad fascinante de Gabriel Ferrater. Y así hasta un siglo XXI por ahora mimético y endeble.

Y en castellano, ¿qué frecuentó? Ha hablado con gratitud de Azorín y de Baroja, por ejemplo, y sus menciones a Ortega –tan zarandeado, incluso hoy– son constantes…

Mi padre decía que en los volúmenes barojianos de Aviraneta estaba la historia real de España. Los leí con entusiasmo. Ahora pienso que en Baroja –veamos El árbol de la ciencia– había un exceso de ácido para un lector de quince o dieciséis años. Pero fui de punta a punta de sus obras completas. En Azorín, en cambio, había una España quietista, pero tal vez no tanto como parece. Sabía de política. Azorín lo leía todo y a pesar de que el más preparado intelectualmente sea Maeztu, su paladar literario es infalible. A Ortega le he leído detenidamente ya más tarde. Eso no me hace menos orteguiano, sino más. Prefiero, con diferencia, el Ortega ensayista al Ortega en busca de un sistema. ¿No es la gran figura del siglo XX?

Usted fue a empezar –como tanto «aprendiz de escritor», en sus palabras– por los versos.

Comencé escribiendo poesía postadolescente y muy posiblemente mimética. Hice trizas aquellos cuadernos porque comprendí que uno necesita tener prosa. Eso fue mi primer libro, un dietario titulado En el bosque, pero de algún modo fui regresando a la lírica. De manera que he escrito novela, relatos, ensayos y al final resulta que es en la poesía donde vuelvo a redescubrir tonos y paisajes. Todo eso es muy extraño porque hay suficientes indicios para pensar que la lírica está a punto de extinguirse. Bueno, prácticamente toda la literatura. En fin, ahí está la postliteratura. Pero la poesía sigue siendo toda una culminación de la intensidad del lenguaje.

De aquel primer dietario, En el bosque, traducido en Trieste –editorial que aglutinó diversos talentos– a sus actuales tertulias, ¿qué peso tiene la complicidad intelectual, el placer de la conversación, en la formación del escritor? ¿Es una ayuda, es inevitable que degenere en «vida literaria», o lo único importante es ese individualismo de leer y escribir? ¿Qué le diría al respecto, según su experiencia, a un escritor joven?

Detesto el corporativismo literario e intelectual. Soy partidario de la soledad. Editorialmente, tuve suerte con mi primer libro, Bosc endins: en catalán, me editó Jaume Vallcorba. Tanta falta hace hoy un editor de su categoría. Y en castellano lo editó Trieste. Pero la vida literaria, la conjura, el sectarismo, son despreciables. Sólo un gran escritor –de Proust a Canetti, por ejemplo– logra que el chismorreo tenga entidad intelectual. Un chismorreo generoso, sin los aturdimientos del ego y el lastre del fracaso o de la envidia. Y desde luego, a un escritor joven no hay que decirle nada porque, por instinto, escucha poco y tal vez acierte.

En sus Cien días del milenio, habla usted con desdén de esos adultos a medias que nunca han salido de la casa familiar. A usted, en cambio, le tocó irse pronto: Barcelona. la Universidad. En poemas, cuentos –pienso en el volumen Maniobras privadas– y diarios ha escrito de aquella experiencia de formación con un deje agridulce: los amigos, el cine, el Paralelo, los canódromos… ¿Cómo era aquella Barcelona no poco mitificada? No le hago yo muy gauche divine.

He creído entender que con la adolescencia uno quiere romper con todo, con casi todo. Rebelión, inconsciencia, mucha irresponsabilidad: todo eso te lleva a rechazar formas fundamentales y lo más trivial. Uno está contra todo y a la vez reacciona con mucho mimetismo. A finales del Bachillerato Superior y el PREU notabas unas primeras turbulencias. En aquel entonces, los adolescentes, en una ciudad todavía muy provinciana, como Palma entre los sesenta y los setenta, leían poco. No había complicidades de lectura, de ideas, al modo de las novelas de aprendizaje comme il faut. Éramos adolescentes en una pequeña sociedad consuetudinaria, salvajes y a la vez con ganar de vivir otra cosa. El turismo había llegado a Mallorca y todo estaba cambiando. Y así sigue, atávico o sin mucho control. Mientras tanto, me sentía un idealista sin forma, con ganas de romper con todo. De escribir. Casi sin darme cuenta, ya fue hora de ir a la Universidad. Para un isleño eso significaba cambiar radicalmente de vida, como quien inicia una precaria visita al extranjero. Eso fue en el curso 1966-67. Para mi familia, tener un hijo en la Universidad era costoso y una incertidumbre. Dejabas de estar al alcance de normas y hábitos. Iba a vivir en pensiones anárquicas, sobrecargadas de obsesión sexual. Había estudiantes y empleados de Telefónica y, sobre todo, tanta libertad que en un primer momento me azoraba. En mi primer día de pensión, me dieron la llave de la puerta. Podías entrar y salir cuando te daba la gana. La gran libertad, una libertad natural, los cines de reestreno, las primeras visitas al Barrio Chino. Todo llegó como de golpe. También algo de radicalización política que provenía de lecturas. Pero, sobre todo, la libertad vital. Daba vértigo. Estudiaba muy poco, dejé pronto de ir a la mayoría de las clases y lo que contaba eran las conversaciones en el esbelto patio y el bar de la Facultad de Filosofía y Letras. La Universidad entraba en el maximalismo ideológico, de Marx a Mao. Había llegado el tumulto de los años sesenta y la esclerosis impactante del marxismo más elemental. Íbamos a algunas manifestaciones, la Policía Nacional entraba en el patio de la Facultad. Vivíamos acelerados, en una Barcelona seductora, en hervor de cambio. Con las tres mil pesetas al mes que me enviaba mi padre, casi todo era posible. Noches de caminar por la ciudad, primeros amaneceres de crápula. Estaba además la Barcelona con su pasado secreto, aquellas Ramblas que continuaban la vida legendaria de los años treinta. Leer todo lo que uno podía, estudiar muy poco, olvidarse de Mallorca, sentirse libre, por autoritario que fuera el régimen político. Supongo que pronto, y con rapidez, dejé atrás el confuso poso ideológico de aquellos años. Al llegar Mayo de 1968 me pareció una frivolidad.

Ha dedicado usted palabras generosas a uno de sus profesores de aquellos años, Carlos Pujol, gran sabio de las letras, ante todo francesas e inglesas, escritor siempre fino y factótum editorial. De la Universidad en adelante, no iban ustedes a dejar de tratarse…

Filosofía y Letras comenzaba por dos años de cursos que se llamaban comunes y luego escogías para los tres años de especialidad. Mis notas de los comunes fueron un desastre y para más inri ni me daba cuenta de todo lo que aquello le costaba a mi padre. Con tantos suspensos no podía pasar a los cursos de especialidad. Entonces pasé un año en Mallorca para recuperar aquellas asignaturas, precisamente cuando allí ya había una incipiente Universidad que, dicho sea de paso, ha tenido unas consecuencias funestas. Pensé en dejar los estudios, pero mi padre insistió. Iba a clase y luego le ayudaba en su empresa. Fue un curso solitario, de lecturas y fallidos enamoramientos. En aquellos años, Ferrater era mi non plus ultra. Fui leyendo todos los autores que citaba. Por ejemplo, Borges. Ése es un método fructífero. Cuando un autor o un momento de la literatura te fascinan, si tiras del hilo no necesitas profesores. Ferrater citaba a tantos poetas anglosajones que por las noches fui a una academia de inglés. Aquel verano hice unos cursos intensivos. Y al regresar a Barcelona, después de dudar entre lo que se llamaba Filosofía Pura e Historia del Arte, me matriculé en Filología Inglesa. La suerte es que regía el Plan Maluquer, por el que hacías un mínimo de asignaturas de tu especialidad y luego te ibas a otros departamentos. Así, en Filología Francesa asistí a unos cursos de Carlos Pujol sobre Voltaire y Proust. Era fino, irónico. Hablaba de las memorias de Saint-Simon –tiene un ensayo impagable–, de todo lo que no fuera nouveau roman. Lo había leído todo. No se sometía a ninguna doctrina. Así valía la pena asistir a clase. Era, sustancialmente, literatura. Fui también a magníficas clases de literatura española contemporánea: estaban Vilanova, Mainer, Luis Izquierdo. Eso coincidió con entrar en la editorial Salvat como corrector de estilo –rewritergauche divineSpanish assistant teacher