Cuando yo era joven, lejano quedaba el Museo del Prado. Vivía en París o en Milán, y me preguntaba cuándo volvería a pisar sus salas y cuándo me podría instalar yo ante sus cuadros, con lienzo y caballete, para explorar las exactitudes de la copia. Me contenté con interpretar, traducir, recrear en mis estudios sucesivos algunas de sus obras (las que en aquellos tiempos me rondaban por la cabeza), y, de esta manera, manifestaba mis lazos personales con la pinacoteca madrileña. Dentro de mi inventario, recuerdo haberme alimentado de La maja desnuda de Goya, de El viejo y la criada de Teniers o de El bufón don Sebastián de Morra de Velázquez. El tiempo fue pasando hasta que mi vida española se fue normalizando –si es que una vida se puede normalizar– y pude visitar de nuevo el Museo del Prado. Entonces fue cuando me di cuenta del tiempo transcurrido durante mi ausencia y recuerdo que me precipité compulsivamente hacia las salas de Velázquez.

Mi admiración por el pintor sevillano se plasmó en un autorretrato irónico pintado en 1964 en París, Velázquez, mi padre (óleo sobre lienzo, 146 × 114 cm), en el que, sobre un fondo de guerra civil, en un paisaje áspero, lleno de explosiones y de violencia, el pintor de cámara de Felipe IV lleva en brazos a una criatura en pañales con la cabeza de un hombre de veintisiete años: la cabeza que tenía yo en aquel entonces, huérfano de padre desde temprana edad. Sí, yo quería tener una relación filial con Velázquez, pero nunca le había consultado para saber si estaba o no de acuerdo en tutelarme. Poco tiempo después, siempre con la preocupación de España, que nunca me abandonó en aquellos años, pinté, durante un verano en Positano, otro cuadro del mismo tamaño y para la misma exposición: La maja de Torrejón (1964, óleo sobre lienzo, 146 × 114 cm). Sobre el telón de fondo de una bandera de barras y estrellas estadounidense se destaca la maja, desnuda pero vertical. Estos dos cuadros me alejaban del Prado, pese a que yo hubiese querido acercarme al museo y a la maja de Torrejón.

También por aquella época, pinté un retrato de Velázquez de perfil fumando un puro; en segundo plano se ve un sombrero, uno de los muchos que he pintado. El lienzo, de medidas modestas, se titula Caballero español (1965, óleo sobre lienzo, 67 × 64 cm).

En 1970, en Roma, cerca de la Appia Antica, en la casa de Valleranello, copié el retrato de El bufón don Sebastián de Morra (1643-1649, óleo sobre lienzo, 106,5 × 82,5 cm). Desde la lejanía, Velázquez volvía a topar conmigo, o, más bien, yo con él. En el Retrato del enano Sebastián de Morra, bufón de corte, nacido en Figueras en la primera mitad del siglo XX (1970, óleo sobre lienzo, 146 × 114 cm), aumenté el tamaño del original, como acostumbran a hacer los copistas, y sustituí sus ojos, su nariz y su boca por los ojos, la nariz y la boca de Salvador Dalí. Al mismo tiempo que me esmeraba en afinar y enderezar las guías del bigote, ya precozmente daliniano en el lienzo original, le cubrí el pecho a «mi enano» con más de treinta pines de hojalata, muy en boga en aquellos años y hoy relegados al olvido, como todo lo que tiene que ver con la moda. Estas chapas representaban símbolos de objetos, situaciones o entidades que poco me gustaban (los barrotes de una cárcel, el anagrama del dólar, el ABC, una cabeza tonsurada, varias cruces, el Sagrado Corazón de Jesús y muchas más). Según escribió el doctor Jerónimo Moragas en 1964, don Sebastián era un «acondroplástico con inteligencia y al que una larga experiencia de la vida hacía reservado, pesimista y triste, hasta conducirlo al refugio del humorismo». Yo estoy seguro de que en el caso de «mi enano» se trataba de un perverso infantil, a veces indefenso, pero siempre reaccionario, cínico, avaro e incomprensiblemente estúpido. Pero lo que me interesa aclarar aquí es que el lienzo de Velázquez es un cuadro pintado a punta de pincel, magnífico y con alardes escandalosos de barridos de color decisivos y libres.

Tarde llegó al Prado otro cuadro de Velázquez, Retrato de hombre, el llamado Barbero del Papa (hacia 1650, óleo sobre lienzo, 50,5 × 47 cm) [1]. Este cuadro permaneció inédito durante más de doscientos años. Siempre hay que alegrarse cuando el museo se enriquece, cuando el Prado adquiere una obra más. Alguno dirá: ya es suficiente con lo que tenemos, pero yo me confieso insaciable, mis apetitos pictóricos son desmedidos. A finales del año 2003, asistí a la presentación de la compra y, para celebrarlo, cuando volví al taller, pinté una réplica del cuadro. Pocas horas antes, había leído los comentarios de Javier Portús:

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1

Entre 1649 y 1651 Velázquez hizo su segundo viaje a Italia. Acudió allí a instancias de Felipe IV, con objeto de comprar pinturas y encargar vaciados de esculturas antiguas con las que decorar los Sitios Reales españoles. En Roma, además de llevar a cabo su misión, realizó varios retratos de personajes vinculados a la corte papal, algunos de los cuales se cuentan entre las obras más afamadas que hizo en este género. Son los casos, por ejemplo, del Retrato del papa Inocencio X, hoy en la Galería Doria Pamphili de Roma, o el Retrato de Juan Pareja, en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

Otra de las obras maestras de este período representa el busto de un hombre que se proyecta sobre un fondo neutro de color gris verdoso. Luce valona sobre el cuello, y un traje negro […]

Los especialistas tienden a identificar al personaje retratado con Michelangelo Augurio, que fue barbero del papa Inocencio X.

En mi diario Un día sí y otro también, anoté: «27 de noviembre de 2003. Museo del Prado. Veo por primera vez el Retrato de hombre, el llamado Barbero del Papa, que representa a monseñor Michelangelo Augurio, el barbero del papa Inocencio X. Me limité a cubrir la parte inferior de la cara con espuma blanca de afeitar» [2].

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2

Tarde llegó también –creo que en 1962– una de las obras más intrigantes, y que no siempre se expone, del Museo del Prado: la Vanitas de Jacques Linard [3]. El pequeño óleo sobre lienzo (31 × 39 cm) de ese pintor francés mal conocido –nacido tal vez en 1597, pero muerto con seguridad en 1645 en París– me hace soñar a menudo. Paradójicamente, me atrae más que otros que, sin embargo, me resultan más queridos. Lo modifiqué porque llamaba a la intervención: en un aguafuerte (Vanitas, 1991), le quité el clavel y, a cambio, planté una vela en la parte más redonda de la calavera porque, en mi opinión, así habla más claramente de la fuga del tiempo y se contempla mejor entre el humo de dos hachas. El caso es que las visitas al Prado siempre me dan más fuerza para volver a mi taller, donde el diálogo con la historia y el comentario del presente siguen afirmando el protagonismo de la pintura.

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3

Los museos de arte antica, como se dice en Italia, son la coherencia de la incoherencia, y el Prado no iba a ser menos. A diferencia de casi todos los museos de arte contemporáneo, el museo de arte antiguo es un terreno de coexistencia entre lo acabado y lo inacabado, lo sublime y lo terrenal, la historia y la ausencia de historia. Aquí te pillo y aquí te mato. Era la casa de los pintores cuando los pintores tenían casa. Se requieren, entre muchas otras, dos características para ser elegidos, para ser expuestos: equitativo reparto de virtudes y defectos, calidad y genio. Por eso, el Museo del Prado nada tiene que ver con el arte contemporáneo o, si se prefiere, con el arte emergente, porque, en el vanguardismo, la calidad y el genio brillan por su ausencia. Que no se vean aquí tentativas involucionistas o nostálgicas. ¡Faltaría más! Hago hincapié en que los museos de arte antica diseminados por el mundo rezuman modernidad por los cuatro costados: eclecticismo, discontinuidad, mestizaje, sentido de la ruptura y promiscuidad. Cuando uno se acerca al Prado y ve más allá de sus narices, le viene a la mente esta letanía de características. El paraíso toca el infierno con sus dedos sin hacer el mínimo caso del limbo, ya lo dijo Paul Valéry en su artículo «Le problème des musées»: «Es una paradoja, esta proximidad de maravillas independientes pero adversas».1 El museo es eso: la casa de la incoherencia y del caos, la vecindad de lo incompatible; algo así como un patio de vecinos de diferentes nacionalidades, lenguas y horarios que sólo se calma bien avanzada la noche.

Escribe Eugenio d’Ors en su guía Tres horas en el Museo del Prado que el mejor mes para aprovecharlo es abril y del brazo de un amigo: estoy bastante de acuerdo con esta primera indicación. Hay que visitar el Prado acompañado por un amigo, pues el museo llama a la confidencia y a la conversación. También aconseja, por boca inexistente de su carpintero imaginado y álter ego fantasmático, Octavio de Romeu, visitarlo «cuando la vida no aprieta demasiado» en un Madrid que era –y es– una villa «de muchos cientos de abriles de edad». Sigo estando de acuerdo en que en Madrid –y no sé si lo dice Xènius, D’Ors, Romeu o yo– los cielos de abril son velazqueños, de un azul cobalto, ultramar sucio teñido de blanco que gira al gris, que viaja raudo con el viento de la sierra y entra por las puertas del museo de tal manera que al terminar la visita te lo encuentras de sopetón. A veces, esos cielos, mojados por la lluvia, se ensombrecen, y te das cuenta de que están dentro y fuera cuando te plantas ante las pinturas negras de Goya.

Durante todos estos años entrecortados por la ausencia, que ya son menos, apretando el paso y con anteojeras, me he precipitado hacia las salas de Velázquez e, inmediatamente después, he encontrado la salida sin mirar hacia otro lado. Definitivamente, abril es un buen mes para visitar el Museo del Prado y gozar, como señala D’Ors, «la calle madrileña en ese delicioso momento del año en que tan grata es la acera de la sombra como la del sol».

Pienso que el buen histrión de D’Ors siempre visitó el Prado solo, aunque presumiera de la compañía de discípulos, jóvenes estudiantes, viejos colegas sin arte ni beneficio; ¿o quizás fuesen algunos de esos maniquíes de cera que representan a altas personalidades como los que muchos años más tarde se pudieron visitar en el Museo de Cera de Madrid, de donde figurines ya pasados de moda salían cruelmente por la puerta trasera con los pies por delante ya olvidados de ese pequeño Musée Grévin madrileño? Octavio de Romeu fue inventado di sana pianta por Eugenio d’Ors en aquellos años en que, para seguir viviendo, el seudónimo era indispensable. Como Octavio de Romeu, D’Ors firmó su labor de dibujante: entre otras, las cuatro ilustraciones a la narración La bona fada, del escritor mallorquín Rosselló. Octavio de Romeu = Eugenio d’Ors, nom de ploma, «nombre de pluma». Sin embargo, el glosador ya había utilizado este seudónimo antes de 1908 para evocar a un extravagante amigo suyo, singular ingeniero artista, empresario único de grandes obras de ingeniería inútiles, hombre mundano y elegante, algo dandi, con su monóculo, sus bellas manos afiladas y móviles, tan precisas como los instrumentos de la cirugía moderna, extraordinariamente lúcido, sarcástico en la conversación y aficionado a las paradojas. Así lo describe Enric Jardí en su biografía de Eugenio d’Ors.

Al salir del edificio de Juan de Villanueva por la puerta de Velázquez, piensas que tu visita ha terminado; te equivocas: mientras vivas, la deambulación por el Prado no terminará. Mal que te pese, quedas pasmado y prisionero de sus salas, incluso por la noche, cuando te revuelves en la cama tratando de dormir. Azul cobalto velazqueño –decíamos– con frecuencia manchado por nubarrones, que se oscurecen según te aproximas a Goya; entras azul y sales ensombrecido. La lluvia «se distribuye en pisos de nubes blancas, un piso de rayas color de acero. Debajo, otro piso de nubes, otro piso de rayas. Más abajo, otro y otro. Y así desde el cénit hasta el abismo».2

Del brazo de un amigo. ¿De qué amigo? Eugenio d’Ors habla de un amigo joven, inteligente, con un buen gusto intuitivo y con atisbo de cuatro confusas generalidades en materia de arte. Conviene, además, que el doctrino no sea vanidoso, pues rara vez el vanidoso entiende, y nunca a medias palabras.

¿Por qué estaría tan interesado D’Ors en visitar el Prado acompañado de un joven inteligente? No lo sé, a menos que su locura docente goethiana y su demencia de alocado profesor fueran sus dos mamas de Tiresias, las cuales lo empujaban inevitablemente hacia esas turbias relaciones entre maestro y alumno. «La fatalitat de la manera de Xènius és crear Xènius petits», apuntaba maliciosamente Josep Pla allá por los años veinte.

Del brazo de un amigo. ¿De qué amigo? Yo me lo imagino del brazo de D’Annunzio o de Marinetti, con quien hizo una visita en 1940, vestido D’Ors como lo describe o se lo imaginaba Dionisio Ridruejo en sus casi memorias: «Bello, monumental y quizás demasiado “puesto” […]. Aquel “ojo de Europa”, aquel Pantarca, aquel “ser como Goethe”, aquel citarse en D’Ors, en Xènius o en Octavio de Romeu […]. Llevaba un traje muy bien planchado, gris oscuro con rayas blancas. Las estatuas no suelen aceptar la confrontación con sus modelos. Llevaba botines».3 Imagino, pues, a D’Ors visitando el Prado de paisano fino según la descripción de Dionisio Ridruejo y desprovisto del uniforme falangista diseñado por Serrano Súñer, un atuendo copiado de los mandos políticos de todo grado de la Italia mussoliniana: bota alta y sahariana.

En realidad, Eugenio d’Ors, pese a que no lo mencione en Tres horas en el Museo del Prado, iba a la caza arriesgada, aunque no prohibida, de ángeles. D’Ors sabía que el museo es el sitio ideal para quien quiere cazar ángeles como se cazan perdices: hay bastantes y vuelan en libertad. Para regocijo de D’Ors, existen seres alados en muchas de sus salas, pero ninguno para Walter Benjamin, que poseyó uno y lo perdió. Bernd Witte recoge en la biografía de Benjamin, que dedica a D’Ors, la descripción que el filósofo alemán hizo de este Angelus novus de Paul Klee:

Representa un ángel que parece querer alejarse de algo que está mirando con fijeza. Tiene los ojos y la boca desmesuradamente abiertos y las alas desplegadas. Este es el aspecto que cobra el ángel de la historia. Su rostro mira hacia el pasado. Cuando vemos un eslabonamiento de sucesos, él sólo ve una catástrofe que no deja de amontonar ruinas para luego tirarlas a nuestros pies. Bien quisiera el ángel demorarse, despertar a los muertos y juntar lo que se derrumbó, pero la tormenta que sopla desde el paraíso es tan potente que se enredó en sus alas y ya no puede cerrarlas. Esa tormenta le lleva sin reparo hacia el porvenir, al que da la espalda, mientras que frente a él se acumulan las ruinas hasta el cielo. Esa tormenta es lo que llamamos el progreso.4

Benjamin perdió el original de Klee que había comprado en 1921, o se lo entregó a Louis Aragon, que es lo mismo que perderlo, en su alocada huida hacia su suicidio-asesinato en Portbou.

¿Y los ángeles de Xènius? Si leemos la Arqueología de Eugenio d’Ors de Paul- Henri Michel, un folleto de índole racialmente rancia y consustancialmente reaccionaria publicado por la Delegación Nacional de Falange Española Tradicionalista y de las J.O.N.S., nos encontramos con que un padre dominico francés planteaba un día a Eugenio d’Ors la pregunta siguiente: «¿Cómo veis la unión entre el ángel y el alma humana durante la existencia terrestre del hombre?». Según Michel, el escritor y filósofo respondió: «Veo esta unión realizada en términos análogos a los de la unión durante la misma vida terrestre del alma y del cuerpo. El hombre como persona se compone de alma, cuerpo y ángel».

Esta teoría es opinable, incluso tal vez sea demostrable; en todo caso, los ángeles vuelan muy cerca de los techos del Prado, casi rozándolos. Y es que los ángeles se visten de humanos y, según se dice, son los ministros de Dios, los mensajeros, los guardias que se encargan de aplicar la ley, los símbolos del orden espiritual. Pero, en resumidas cuentas, hacen lo que les da la gana, y especialmente en los museos. Se trata de verdaderos ejércitos, de armadas voladoras que todo ven e inspeccionan, de numerosas legiones celestiales que escapan a toda contabilidad.

Sin embargo, los hay más arrojados que otros: el ángel de D’Ors –si nos fiamos de Dionisio Ridruejo en su bellísimo título Sombras y bultos– «era su mejor yo» y por eso denigraba a los «angelitos» del barroco y a los de aspecto andrógino, pero, ¿qué opinaba de los pintados por el Greco, tan voladores y que se mueven muy alto?

Retablo mayor de la iglesia del Colegio de Doña María de Ara­gón, La Anunciación (1597-1600, óleo sobre lienzo, 315 × 174 cm); el lienzo nos muestra una orquesta de ángeles sobre una nube haciendo sonar con devoción, en un concierto que escucha el espectador del cuadro, flautas, arpas y violones, en presencia del Espíritu Santo y del arcángel san Gabriel. Vestido de verde ácido, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos vacías, el ángel anuncia mensajes faustos a María. Francisco Calvo Serraller, en una comida mano a mano, me dijo que Gabriel era una mujer, y así lo pinté en 1995 (El arcángel san Gabriel, óleo sobre lienzo, 300 × 300 cm), con pelo rubio, carmín en los labios y huella del sujetador. Sus brazos abiertos se extienden en enormes alas de mariposa.

En la impresionante composición del Greco no falta el tema, desarrollado con anterioridad, de la zarza que arde sin consumirse, de la misma manera que María fue la madre de Dios sin haber perdido su virginidad. Sin embargo, no aparece el lirio en la mano izquierda del ángel, tan recomendado por Francisco Pacheco, «veedor de pinturas sagradas» para la Santa Inquisición. Curiosamente, el pintor, suegro y maestro de Velázquez, en su Arte de la pintura, su antigüedad y grandezas, grueso tratado de más de seiscientas páginas publicado en 1649, además de proporcionarle a la Contrarreforma una teoría de la pintura propia, afirmaba la superioridad de ésta sobre la escultura. Pero daba, sobre todo, detallados y rigurosos consejos a los pintores a propósito del decoro, del dibujo, del color. Afirmaba, por ejemplo, refiriéndose a los escritos más antiguos y según la mayor verosimilitud, que en una Crucifixión deben de aparecer cuatro clavos. En cuanto a la Anunciación, recalca: «El lirio en la mano del ángel pertenece a la Sagrada Escritura: significa la exaltación de la virgen desde el estado humilde en que se encuentra al más alto y noble, el de Reina del Cielo y Madre de Dios».

¿No se maravillaría cuando, en el transcurso de su año de viaje por Madrid y El Escorial, visitó al Greco en Toledo en 1611?; ¿quizás al ver El bautismo de Cristo (1597-1600, óleo sobre lienzo, 350 × 144 cm)? Porque el caso es que los puntos de vista de ambos pintores eran opuestos en cuanto a color y dibujo; tal vez por la formación veneciana del entonces joven cretense –en torno a 1560–, o por su trato con Tiziano y Tintoretto y su estancia en Roma –en torno a 1570–. En todo caso, cabe recordar que Doménikos Theotokópou­los llegó a Toledo en 1576 huyendo de la peste que acababa de matar a Tiziano en Venecia, y en una época en la cual, en España, a los pintores se les consideraba aún como artesanos.

En este lienzo de gran tamaño, más ángeles celestes huyen del centro de la composición, ascienden en posturas retorcidas y rozan con la punta de sus alas los techos del museo como si quisieran agujerearlo. Este cuadro ambicioso, dividido en dos partes por la presencia del Espíritu Santo, forma parte con La Anunciación del mismo retablo mayor. La parte norte es un mosaico cromático impresionante, una locura abstracta, una lección de color en estado salvaje, que, seguramente, vio Juan Manuel Díaz Caneja antes de lanzarse a sus pinturas de paisajes castellanos abrasados por el sol. La parte sur del lienzo es realista, perfilada y literaria, y narra la ceremonia. Cristo, enmarcado en rojo por los ángeles terrenales que sostienen su manto, recibe el agua bautismal de la mano de san Juan Bautista, que viste pieles de camello; cerca de él hay un hacha clavada en la raíz de los árboles, avisando de que «todo árbol que no dé fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mateo 3, 10). En el Prado, sólo hay un ángel que no vuela: el niño-ángel que llora pintado por Antonello da Messina, impotente ante la muerte del Crucificado.

Noviembre de 1936. Una noche como una bomba cae sobre Madrid y envuelve la ciudad; Rafael Alberti se encierra en el Museo del Prado y se dispone a pernoctar en sus salas. En su prólogo a Una noche de guerra en el Museo del Prado, habla de su vigilia en la casa de la pintura en compañía de fantasmas que «han de vestir como a los comienzos del siglo XIX», acompañados de personajes que abandonarán sus cuadros para representar la obra teatral, entre ellos Venus, que «ha de ir casi desnuda con un color blanquecino y Adonis, con túnica color vino granate, muslos desnudos y sandalias».

Lo que se vive dentro de la pinacoteca no se diferencia en nada de lo que se podrá ver por las calles y plazas de Madrid cuando llegue el alba y los héroes de las pinturas vuelvan al interior de sus marcos. Esos fantasmas saldrán por la puerta de Goya y cada uno de ellos se dirigirá a sus tareas, labores y compromisos, o a la búsqueda de alimentos, exhaustos todos por lo vivido esa noche oscura del Prado. Estamos en plena guerra, pero lo que queda en el interior de las calles se asemeja como una gota de agua a otra gota de agua al trepidante agitarse de las masas ocupadas, tristes y perplejas. ¿Fuera o dentro? Manco, Fusilado, Amolador, Estudiante, Maja, Torero, Fraile, Ciego, Vieja 1, Vieja 2, comparsa de lisiados y pueblo de Madrid, acompañados de Marte, primero con piel y máscara de jabalí, luego casi desnudo, con casco de acero.

Personajes que pertenecen a Velázquez:
ENANO, ha de ir lo mismo que en el retrato titulado El bufón don Sebastián de Morra.
REY, como en el Disparate n.° 2 de Goya, que lleva la leyenda «Locura del miedo», capucha y ropón oscuros de espantajo.

Personaje que pertenece a un cuadro de Fra Angelico:
ARCÁNGEL SAN GABRIEL, viste una túnica color rosa pálido.

Personaje que pertenece al retablo anónimo de Arguis:
ARCÁNGEL SAN MIGUEL, con espada y túnica rojo violento.

Personajes actuales:
MILICIANO 1
MILICIANO 2

Se oye, cercana, una gran explosión. Aparecen las Tres Gracias.

UNA VOZ: ¡Pronto! No hay tiempo que perder. Aviones rebeldes han arrojado las primeras bombas sobre la capital. Cualquier demora podría ser funesta para nuestro Museo. Como medida urgente, en espera de otras más seguras, se resguardarán las obras en los sótanos del edificio.

Uno a uno los cuadros desaparecen, y el Prado se convierte en el doble de Madrid, la ciudad bajo las bombas, y se sigue defendiendo a pesar del caos exterior.

Acto único.

Decorado único: sala grande, central, del Museo del Prado, completamente deshabitada. Marcadas en los muros, se ven las huellas de los cuadros de diferentes tamaños que ya han sido retirados a los sótanos. El entarimado se halla cubierto de arena. Aquí y allá, esparcidos, sacos terreros. A medio cubrir por éstos, una gran mesa del siglo XVI. Es una noche de guerra de Madrid, durante los días más graves del mes de noviembre del año 1936. Al levantarse el telón, no se adivina nada de lo que hay en la escena. Se oye un cañoneo lejano. De una puerta oscura del fondo, avanzan dos farolones de luz amarillenta, llevados por el Fusilado y el Amolador, quienes los dejan en el suelo al detenerse ante la mesa. A la espalda de cada uno, cuelga un viejo fusil. Los acompaña el Manco, que arrastra un largo sable.

Y el sangriento alboroto termina con este verso de Antonio Machado, gritado más que dicho, por el descabezado:

¡Madrid! ¡Madrid! ¡Qué bien tu nombre suena!
Rompeolas de todas las Españas,
la tierra se estremece, el cielo atruena.
Tú sonríes con plomo en las entrañas.

Algunos cuadros viajan, otros se prestan; también los hay que se roban y luego se muestran. Este es el destino del arte: todo el mundo quiere poseerlo y nadie se contenta con mirarlo. ¿De qué manera viajan los cuadros? ¿Prisioneros dentro de cajas de madera? ¿Del derecho o del revés? ¿Boca arriba o boca abajo? Pienso en el viaje de Las meninas de diciembre de 1936, primero a Valencia, luego a Perelada, cerca de Figueras y, por fin, a Ginebra, meta del largo periplo. Al principio de la Guerra Civil, estas golpeadas meninas viajaron primero en camiones y después en tren. Las transportaron al revés –según decían las malas lenguas–, con las patas hacia arriba, como se hace con los toros de lidia para desriñonarlos y para debilitarlos. El Gobierno de la República quería poner a salvo una parte importante de su tesoro artístico, y así fue como Velázquez, Rubens, el Greco, Tiziano, Goya sortearon bombardeos y metrallas en carreteras destripadas y caminos vecinales agujereados. Llegaron 1.800 bultos y 140 toneladas a la sede de la Sociedad de Naciones en Ginebra.

Red Flaggouache