Venezuela metida en cintura
(1900-1945)
ELÍAS PINO ITURRIETA
@eliaspino

Un librito trajinado

La primera edición de Venezuela metida en cintura circuló en 1988, como parte de una serie denominada «Cinco repúblicas» que coordinó Manuel Rafael Rivero para los hermosos y útiles Cuadernos Lagoven, lamentablemente desaparecidos. Fue apenas la parte de un conjunto escrito por cinco autores –Manuel Rafael Rivero, Graciela Soriano de García Pelayo, Diego Bautista Urbaneja, Elías Pino Iturrieta y Luis Castro Leiva–, cada uno ocupado de los asuntos de su especialidad y de un período determinado que guardaba relación con los volúmenes que lo precedían o continuaban, sin entrar en explicaciones previas sobre los rasgos de sus contenidos. Cada cuaderno le abría camino al siguiente, o significaba la continuidad del anterior, en una trama simple que el coordinador describió en el principio de la publicación para evitar exigencias innecesarias del lector. Todos son textos pensados para leerse en conjunto, aunque también cumplen su función a solas. No se pidió a los autores el tratamiento exhaustivo de sus asuntos, sino solo un boceto capaz de resumir aquello que en esencia los pudo caracterizar. Pero se les sugirió, si era posible, el intento de unos análisis que se salieran de las explicaciones predominantes sin caer en extravagancias. Venezuela metida en cintura tuvo después dos nuevas ediciones, idénticas a la primera, en las prensas de la Universidad Católica Andrés Bello. Ahora circula gracias a la invitación de Editorial Alfa, con el añadido de dos breves fragmentos que anteceden al epílogo.

Contenido
Un librito trajinado
Preámbulo
1. Así no era cuando Andrade
2. Otro hombre fuerte
3. Los primeros golpes
4. Socios disparejos
5. Ahora las viejas potencias
6. Milagros del nuevo César
7. ¿Comienza el nacionalismo?
8. La dictadura corrompida
9. Permanencias y cambios
10. Juan Vicente Gómez
11. Otra Venezuela
12. Antes del petróleo
13. Administración bicéfala
14. Los hombres fuertes
15. El dueño de los secretos
16. Razones para el loquero
17. Control severo y cruel
18. Mudanza de la vida
19. Los vaivenes del clan
20. Los líderes del futuro
21. El trapiche monolítico
22. Los partidos nuevos
23. Muerte en la cama
24. López el tintorero
25. Movimientos
26. Nuevas formas de control
27. Otras voces
28. La modernización
29. Selección en capilla
30. El gobierno de los notables
31. Libertad para los partidos
32. Juego nuevo
33. El pecado original
34. La candidatura loca
35. Dos temas del futuro
Epílogo con pregunta
Bibliografía básica
Créditos

Preámbulo

La centralización es un rasgo dominante de la Venezuela contemporánea. Un solo núcleo, mayor y determinante, orquesta la vida de los ciudadanos. Alrededor de un selecto elenco giran los partidos políticos, el ejército profesional, la administración pública, los negocios de los particulares y la misma rutina de lo cotidiano. Aspectos tan diversos como la producción y distribución de la riqueza, las relaciones exteriores, el reparto de empleos, la composición de los cuerpos deliberantes, la escogencia de autoridades académicas, las condecoraciones y el color de los uniformes para los colegiales, por ejemplo, son dispuestos por un centro único que apenas ahora se comienza a discutir. Desde la ciudad capital se redacta una cartilla sobre lo sagrado y lo profano que puede juntarse a ciertas especificidades regionales, o al interés de algunos sectores, si no colide con las líneas impuestas por la cúpula. Así es hoy Venezuela, pero antes no lo era. Más bien fue lo contrario, hasta comienzos del siglo XX.

El país se hace distinto, como lo conocemos y lo sentimos en nuestros días, cuando culmina una disgregación secular que se origina en la Independencia y se profundiza después de 1830, a la hora de segregarnos de Colombia. Las batallas de la emancipación y los conflictos civiles del primer Estado nacional quebrantan los usos céntricos de la colonia. Entonces la república se fracciona. La ausencia de recursos materiales no permite a un solo jefe, ni a un solo partido, ni a un solo puñado de notables, establecer las reglas del juego. Los gobiernos pretenden imponer una suerte de manual de conducta común, pero sus propuestas permanecen en el papel. Amparados en la endeblez del Ejecutivo, en lo imprevisible de las cosechas y en el divorcio que caracteriza a la geografía rural de la época, los caudillos locales protagonizan el desconcierto, la falta de homogeneidad.

Hoy Venezuela es la antípoda, gracias a la modificación del rompecabezas decimonónico. En consecuencia, lo contemporáneo, es decir, la reunión de los signos que nos hacen peculiares en relación con lapsos precedentes, surge cuando las individualidades y banderías tradicionales reciben un golpe enfático. El golpe no solo le hace sangre a los capitanes del pasado, sino que le abre un boquete a su versión de la política, a sus nociones de administración y economía, a su lectura del país y del universo. Pero no derrumba del todo la muralla. En lugar de una fractura terminal, produce una soldadura de lo antiguo con lo nuevo cuyo corolario es una sociedad llevada a la coherencia por el vigor avasallante de la autoridad central. Cien camisas de fuerza son reemplazadas por una sola, sin que en el interior de la colectividad ocurran los movimientos precisos para generar un cambio radical. De cómo esa autoridad se encumbra sobre los venezolanos, sin solución de continuidad en la fábrica de lo contemporáneo, trata este escrito.

1. Así no era cuando Andrade

El descompuesto gobierno de Ignacio Andrade, que a duras penas puede mantenerse entre febrero de 1898 y octubre de 1899, condensa un modelo de extrema fragilidad. A pesar de los esfuerzos desarrollados en el guzmanato, desde los tiempos de El Septenio, el poder todavía reposa en la zozobra de los nexos amicales y en la privanza de los hombres de presa. Convertidas las instituciones en simples formularios, inexistente la milicia nacional, la agricultura atrasada, con deudas la Hacienda, manchada la reputación del Partido Liberal, el único que puede manejar la situación es Joaquín Crespo, héroe de la Federación, varias veces ministro y designado dos veces primer magistrado, dueño de fincas y prudente administrador de compadrazgos. El Taita de la Guerra resume la ley y el orden, debido a las cargas de machete que produjeron pavores en la Revolución Legalista y a su habitual presencia en las componendas del Ilustre Americano. Crespo ha impuesto al presidente de turno, desconociendo la voluntad de los electores, pero no le alcanzan los días para protegerlo del enemigo alzado. Muere en las primeras escaramuzas de una nueva guerra civil, para que su pupilo y el régimen queden a la deriva.

El deceso del caudillo le alumbra fugazmente el camino a José Manuel Hernández, el Mocho, soldado de mala estrella y candidato derrotado en las elecciones de 1897. Ahora, sin la presencia del zambo gigantesco y con el apoyo de los curas pueblerinos cuya misión es combatir al liberalismo ateo, pretende ganar la primera epopeya de su vida. Le prende una insignia del Corazón de Jesús a la bandera de la revolución, con el objeto de derrocar al usurpador huérfano. Sin embargo, Andrade saca un rey de la manga. Encarga a Ramón Guerra, el Brujo, famoso adalid de buena cabeza para las batallas campesinas, que termine con el movimiento «godo». Antes de que logre el cometido, la guerra se extiende: Antonio Jelambi combate en Carabobo; Gregorio Riera, en Coro; Manuel Guzmán Álvarez, en Barcelona; Espíritu Santo Morales, Juan Araujo, Carlos Rangel Garbiras y Ventura Macabeo Maldonado, en los Andes; Zoilo Bello y Loreto Lima, en los corredores de Cojedes. Otra vez la fauna de los caciques organiza sus tropas particulares, para hacer fortuna en la volada. La convulsión dura unos cuatro meses. En cuanto Ramón Guerra logra derrotar a Hernández, con el auxilio del general Antonio Fernández, la calma reina entonces en la casa de gobierno.

Pasajera tranquilidad, no obstante. La paz deja pendiente un entuerto: ¿quién sucede al caudillo supremo? Andrade, desde luego, pretende agregar a los paramentos presidenciales la investidura de jefe del Partido Liberal, como el Taita fallecido. Buscando continuidad y fortaleza en el mandato promueve la reforma constitucional, cuyo anuncio alarma a las circunscripciones militares y produce la sublevación de Ramón Guerra, ocurrida en febrero de 1899. El primer magistrado y el Brujo quieren ocupar el lugar de Crespo, en un pugilato que conduce a la candela. Gracias al armamento moderno de Augusto Lutowski se le apuntala a Andrade el aporreado trono, pero los hombres de armas no se sienten bien representados por el individuo que lo sigue ocupando. Comienzan a conspirar en Caracas y a comunicarse con los exilados.

Mientras el gobierno se ocupa del conflicto intestino, cuyo seno se mantiene ardiendo por un debate sobre la reforma constitucional, aumentan las dificultades para obtener créditos en el extranjero. Nadie le quiere prestar a un país descabezado y moroso, a un país que solo tiene tiempo para matarse. En breve disminuyen los ingresos por concepto de aduanas y baja el precio del café. Además, sobreviene una epidemia de viruelas que el descontento carga al inventario del oficialismo. Reina, en suma, un desencanto evidente en relación con la conducta de la dirigencia. Se anhela un panorama diverso, la aparición de un fenómeno susceptible de provocar una mutación.

Las contingencias indican el agotamiento del ensayo intentado desde las postrimerías de la Guerra Federal. Ninguna figura de relieve entre los miembros de la clase política parece adecuada para manejar a una muchedumbre de reyezuelos campestres. Del Partido Liberal no surge el mensaje que toque la fibra de los venezolanos. Antes que una organización civil, es el tenderete de los más encontrados apetitos. A través de la prensa los publicistas se pierden en los vericuetos del personalismo menor, sin gastar las neuronas en un esquema capaz de referir los problemas en su médula. Poco espacio se le dedica, en las imprentas y en las oficinas de los ministerios, a la planificación del fomento material. El propio Ignacio Andrade, en una frase que comprime lo crítico del capítulo, dice a la sazón en el Congreso que Venezuela apenas está viviendo «minutos de República». Cualquiera puede, por consiguiente, pescar en río revuelto, a menos que una propuesta disímil genere un cambio a última hora, antes de que se paralice el reloj.

2. Otro hombre fuerte

Sin embargo, el desenlace viene atado a la peinilla de un hombre, antes que a la forja de un nuevo proyecto nacional. El movimiento que inicia otra estación en la historia de Venezuela, estación cardinal en la fábrica del puente hacia el centralismo redondo mediante el apabullamiento de las facciones y la adopción de actitudes flamantes en el manejo de lo doméstico, así como en el enfrentamiento del panorama internacional, carece de algún peculiar bagaje doctrinario o teórico. Aun de ideas que le sirvan de distintivo y le otorguen especificidad ante los fenómenos antecedentes. No se soluciona el caos por un planteo diferente, sino por la simple substitución de personalismos.

Al sistema individual de gobernar desde 1870, desgastado en tres décadas de negocios y escaramuzas hasta el extremo de llegar a la esterilidad, sin la alternativa de procrear un varón atrayente para las masas, lo reemplaza un autoritarismo vigoroso en cuya cima reside un principal ejemplar de gobernante, con clientela compacta e inédita, quien, si bien puede adeudar a su trayectoria y a su procedencia lo contundente del mando, o la introducción de estilos desconocidos en el palacio presidencial, no poco debe a la flaca presencia de sus rivales, los caudillos del siglo XIX. Un almácigo de jefes en decadencia da paso a uno de sus semejantes, Cipriano Castro, quien es tan fuerte como para oficiar los funerales de la estirpe y, en procura de permanencia, anunciarse como prologuista de la dictadura plena, absoluta, cual jamás se había sentido en Venezuela.

Cipriano Castro es un político relativamente diverso. Lo que tiene de separado o de opuesto frente a sus émulos, le viene de su formación en un teatro distanciado de esa gramática parda que fue la legalidad después de la federación. Los Andes no viven a plenitud las guerras civiles. Más bien las resienten con intermitencia. Exceptuando a Juan Bautista Araujo, los soldados montañeses no figuran en el Estado Mayor de los ejércitos famosos. Pocos civiles han llegado a los ministerios y no han sonado como candidatos ni como designados. Los letrados deben conformarse con escribir en la prensa de las secciones, o con ejercer de folicularios en la publicación más ilustre del Gran Estado, cuyos ecos rara vez se sienten en Caracas. Los propietarios, prósperos en cuanto sus cosechas no sufren a menudo la rapiña de las montoneras, ni se hacen problemas para alimentar a los peones, pocas veces pueden relacionarse con los privilegios aclimatados en el guzmanato. Son una especie de «campesinos decentes» con pocas posibilidades de acceso a los salones de la gran sociedad. Hasta en materia de negocios deben tratar con los reinosos, o con las firmas alemanas que adquieren café en la frontera. Son insólitas sus diligencias con los mercaderes del centro. A lo sumo se vinculan a Maracaibo. Todos habitan un cascarón de bonanza material, en el cual se reitera la política nacional cuando las tiendas domésticas arreglan rencillas que obedecen a motivos parroquiales. Entonces se hacen liberales o godos, amarillos o colorados, gobierno u oposición. Los calificativos reflejan los partidarismos «centranos», pero responden a resortes fundamentalmente locales. Por ello algún remoquete, como el apellido de un gamonal, o ciertos apodos ligados a la toponimia, se le añaden al distintivo de las facciones. Existe, pues, una referencia hacia lo nacional, mas son fuertes en extremo las vivencias de lo próximo. Acaso por el aislamiento físico. Ellas determinan el predominio de los sectores y el repudio de las autoridades que usualmente impone el presidente de la República. A la vez, generan un sentimiento de dependencia y frustración. No son considerados pese a las bondades de la economía. Pese a su talento, a sus cualidades civiles y castrenses, son forasteros quienes los gobiernan.

Ya en 1888 comienza a hablarse en el Táchira de un partido ciprianista. Refleja el tal partido el prestigio que habíase forjado un joven nativo de Capacho, quien dejó el Seminario de Pamplona para hablar de política en la plaza del pueblo. Su lenguaje es el de los liberales de Santander, extremista y enfático, que hizo propio cuando cambió los libros de teología por los folletos de los Gólgotas. Una revuelta local ocurrida en 1886 lo señala como el más prometedor rival del gobiernero moralismo. Las gacetillas divulgan sus hazañas. Frecuenta entonces el despacho conservador del doctor y general Rangel Garbiras, a cuyo lado hace causa para ganar nuevas escaramuzas. Por eso accede a la presidencia de la Sección Táchira y, más tarde, a la comandancia de armas. Orador de discursos prolijos, habla con frecuencia en los actos cívicos y en las ceremonias de los cuarteles. Dice ser portavoz del liberalismo auténtico. En las elecciones de 1891, Cipriano Castro es electo diputado al Congreso Nacional.

De las tablas lugareñas accede al foro más encumbrado, pero no se contenta con ser uno más entre los parlamentarios. Habla con desenfado contra Guzmán, contra los ladrones del erario y contra Inglaterra que desea más territorios en el Esequibo. A poco frecuenta la casa de gobierno y visita los prostíbulos con el presidente. A Raimundo Andueza Palacio le queda corto el bienio y orquesta la reforma constitucional, para permanecer en el poder. El diputado Castro no solo lo apoya en el cuerpo deliberante, sino que también le ofrece tropas en caso de necesidad. Mientras la prensa habla del anduecismo alzado contra las instituciones, nuestro personaje descuella por su entusiasmo continuista. En breve debe cumplir el ofrecimiento, por el desarrollo de la Revolución Legalista que encabeza Crespo como reacción ante las manipulaciones del gobierno. Pierde Andueza la guerra, pero sale con bien el andino advenedizo. En San Cristóbal organiza contingentes frescos y marcha en triunfo hacia Trujillo. Derrota a Eliseo Araujo, heraldo de una blasonada parentela de caudillos, para llegar victorioso hasta Mérida. Allí se entera del derrumbe de una causa que ha guardado sin fracasar con las armas. El soldado que parte al exilio ya se ha labrado un liderazgo amplio, respetable, no solo en la cordillera.