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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Daphne Clair. Todos los derechos reservados.

EN SUEÑOS TE AMARÉ, Nº 1579 - julio 2012

Título original: The Brunellesci Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-0717-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

El oficial de aduanas echó un rápido vistazo a la mujer morena de ojos verdes que aguardaba al otro lado del mostrador.

Ella trató de no mostrar su aprensión mientras el oficial volvía a mirar el pasaporte que sostenía en las manos.

–¿Liar Cameron?

–Lia Cameron –corrigió ella.

–Lo siento. Lia. ¿Ha estado antes en Australia?

–Sí.

El oficial selló el pasaporte antes de entregárselo.

–Los neozelandeses sois incapaces de pasar mucho tiempo sin venir a vernos, ¿eh? Que disfrute de sus vacaciones.

Lia fue a por su equipaje con piernas temblorosas. Después tomó un autobús que iba hasta Sunshine Coast y buscó un hotel donde pagó por adelantado y en efectivo su habitación. No quería utilizar su tarjeta de crédito.

Al día siguiente alquilaría un coche y buscaría la mansión Brunellesci.

Un escalofrío recorrió su espalda. Alessandro Gabriele Brunellesci era un enemigo formidable, acostumbrado a aplastar todo lo que se interpusiera en su camino... incluyéndola a ella.

Una mezcla de furia y pesar alejaron su miedo. La tensión y la tragedia le habían dado una fuerza que no sabía que poseyera. Zandro iba a descubrir muy pronto que no podía intimidarla y que no iba a poder librarse fácilmente de ella. Había demasiado en juego; la vida de un niño. La reparación de un terrible daño.

No podía volver a Nueva Zelanda hasta que hubiera hecho lo que había acudido a hacer allí. Y no pensaba volver sola.

 

 

La mansión Brunellesci estaba protegida por un muro alto de ladrillo y se accedía a ella a través de una poderosa verja de hierro forjado.

Lia detuvo el coche a cierta distancia y esperó. Poco después de su llegada, un elegante coche negro con las ventanas tintadas salía de la mansión, pero resultó imposible distinguir quién iba dentro.

Cansada de esperar en el coche, Lia se puso sus gafas de sol y un sombrero de paja y tomó un libro que había llevado consigo. Había una zona de juegos infantiles con bancos de madera junto a la playa. Eligió uno desde el que se divisaban la mansión y la verja y simuló ponerse a leer.

Al cabo de un rato se abrió la puerta de la mansión y salió una mujer que empujaba un cochecito de niño, acompañada de un hombre alto de pelo cano que caminaba ayudado de un bastón.

Las verjas se abrieron automáticamente y cruzaron la carretera hasta el parque, donde Lia simuló estar totalmente enfrascada en la lectura. Respiró aliviada al notar que no habían reparado en ella. Oyó la voz de la mujer, que hablaba en el típico tono exagerado que solía utilizarse con los bebés, y un murmullo procedente del hombre acompañado por el feliz balbuceó del niño.

Lia sintió que se le encogía el corazón. Simulando una completa despreocupación, se levantó sin mirarlos y fue a sentarse en la hierba bajo un árbol, con la espalda apoyada en el tronco.

La mujer llevó al niño hasta los columpios, lo sentó en uno y comenzó a empujarlo suavemente mientras el anciano los observaba.

«Está bien atendido», pensó Lia.

Tal vez podía abandonar su misión, irse. Pero apartó rápidamente aquel cobarde pensamiento. Un simple vistazo no bastaba para saber qué estaba sucediendo.

Fijó su atención en la mujer, que debía tener unos treinta y cinco años. Su rostro resultaba agradablemente atractivo y estaba enmarcado por un pelo rizado y corto color castaño. Debía ser una niñera, alguien a quien habían contratado para que se ocupara del niño.

Cuando, al cabo de un rato, el grupo se puso en marcha hacia la playa, Lia permaneció unos minutos donde estaba y luego volvió al coche, donde esperó a que regresaran a la casa.

Al menos ya sabía dónde estaba el bebé. Afortunadamente no lo habían enviado a algún lugar remoto para que lo criaran aislado.

Había llegado el momento de plantearse una estrategia.

 

 

A la mañana siguiente aparcó en el mismo sitio y esperó. Al cabo de un rato volvieron a aparecer la mujer, el hombre mayor y el bebé. La mujer miró cuidadosamente a derecha e izquierda. Su mirada se detuvo un momento en el coche de Lia y se volvió a comentar algo al hombre antes de seguir avanzando.

Aprensiva, Lia se dijo que estaba imaginando cosas, pero decidió no moverse del coche por si acaso.

Mientras la niñera llevaba al niño a un tobogán, el abuelo se sentó bajo la sombra de un árbol y contempló la escena con una sonrisa en los labios. Para ser un hombre que había construido un imperio de la nada tras llegar a Australia sin un penique como emigrante italiano, su gesto era realmente benévolo. Según los estudios médicos, los hombres fuertes y duros se suavizaban mucho con la edad y la pérdida gradual de la testosterona.

Pero faltaba mucho para que a su hijo Zandro, de poco más de treinta años, le sucediera lo mismo. Probablemente, Domenico sería un objetivo más fácil, y aún debía tener algo de influencia sobre su hijo.

Concentrada en el grupo del parque, Lia no vio el coche que se aproximaba hasta que se detuvo justo delante del suyo.

De inmediato, un hombre salió del interior. El corazón de Lia latió más rápido mientras veía cómo se acercaba y abría la puerta de su coche. Trató de ponerlo en marcha, pero fue inútil. El hombre la tomó por la muñeca, le hizo salir y la arrinconó contra la puerta trasera.

Cuando la taladró con su negra mirada, su expresión pasó en un instante de la suspicacia a la incredulidad.

–¿Lia? –murmuró.

Ella tragó saliva.

–Zandro –dijo.

A diferencia de su padre, el joven Brunellesci no mostraba indicios de ninguna benevolencia. Sofocadamente consciente de su tamaño, de su poder físico, de la furiosa incredulidad de su mirada, Lia trató de hacer acopio de su coraje para enfrentarse a él.

–¿A qué diablos estás jugando?

–No estoy jugando a nada –espetó Lia–. Suéltame la muñeca. Me estás haciendo daño.

Zandro parpadeó. Lia jamás había cuestionado directamente su autoridad, su derecho a hacer lo que quisiera con ella o con cualquier miembro de su familia.

Pero aquélla era otra Lia, que no pensaba dejarse presionar y que sabía lo que quería y había ido a por ello.

Zandro la miró unos segundos más antes de soltarle la mano, pero no se apartó de ella. Automáticamente, Lia se frotó la muñeca dolida con la otra mano, pero enseguida dejó caer ambas a los lados. No quería dar ninguna muestrea de debilidad.

Para su sorpresa, Zandro volvió a tomarla de la mano con más delicadeza. Frunció el ceño al ver la piel enrojecida de su muñeca y su boca se tensó.

–No pretendía hacerte daño, pero me he llevado una gran impresión al verte.

–Tú también me has impresionado –replicó ella con irónico descaro–. Y también es probable que me hayas hecho un moretón.

Zandro mostró un momentáneo desconcierto ante la desafiante mirada de Lia, pero enseguida brilló algo en ella que hizo que la respiración de Lia se agitara. Luego se inclinó para tomar la llave del coche y se la guardó en el bolsillo tras cerrar la puerta.

–Será mejor que entres en casa para que podamos poner algo de hielo en esa muñeca –la tomó con firmeza por un brazo.

El instinto impulsó a Lia a apartarse, a exigir que le devolviera la llave del coche, pero sabía que no podía rechazar la oportunidad de entrar en la casa.

Aquel enfrentamiento iba a tener lugar antes o después, de manera que, ¿qué más daba que no se sintiera preparada en aquellos momentos? Lo cierto era que nunca lo estaría.

Los dedos de Zandro en su codo parecían emanar lenguas de fuego y los nervios de Lia estaban a flor de piel. Eran sensaciones extrañas, que nunca había experimentado antes, aunque tampoco se había encontrado nunca en una situación parecida. Miró la expresión de controlada ferocidad de Zandro. Aquel hombre le daba miedo, pero ella había prometido solemnemente seguir adelante con aquello, y si no lo hacía nunca podría perdonarse a sí misma.

Cuando las verjas se cerraron tras ellos tan silenciosamente como se habían abierto, Lia se estremeció al sentir que estaba siendo encerrada en alguna clase de prisión siniestra.

–¿Te encuentras bien? –preguntó Zandro, reacio.

–Sí. Es el contraste de pasar del sol a la sombra.

Zandro asintió y un instante después subían las escaleras que llevaban a la mansión. Una vez dentro llevó a Lia a una espaciosa habitación.

–Siéntate –dijo a la vez que señalaba un sofá–. Voy a por un poco de hielo.

Lia se preguntó por qué no se lo pedía a un criado. Tal vez no quería que vieran que le había hecho daño.

Zandro regresó un momento después con un cubo de hielo y varias toallas. Tras colocar unos cubitos en una de ellas, se arrodilló ante Lia y le envolvió la muñeca con ella. Luego le hizo apoyarla en el brazo del sofá tras colocar otra toalla en éste para que no se mojara.

Después se irguió y le dedicó una penetrante mirada antes de tomar una silla en la que se sentó frente a ella.

–¿Qué haces aquí, Lia?

Ella dudó y se humedeció los labios. Había llegado el momento decisivo, su última oportunidad de retirarse, de huir. Pero no pensaba hacerlo.

–He venido a por mi bebé para llevármelo a casa –dijo con firmeza.

Zandro permaneció tan quieto e inexpresivo que dio la sensación de que no la había escuchado. Unos segundos después Lia notó que su mandíbula se tensaba ligeramente.

–No creo –fue todo lo que dijo.

Lia alzó la barbilla con expresión determinada.

–El bebé debe estar conmigo.

–¿Y crees que voy a entregártelo así como así?

–¡Soy su madre!

–Y yo soy su tutor legal y estoy obligado a cuidar de sus intereses.

Aquellas palabras parecían más adecuadas para una reunión de negocios que para una conversación sobre las necesidades de un niño.

–Te refieres a los intereses de la dinastía Brunellesci, ¿no?

–No creo que el negocio familiar pueda ser calificado de dinastía.

–¿No se considera la empresa Pantheon una de las diez más ricas de Australia? ¿No dicen que vale millones? ¿O son billones? –preguntó Lia con ironía.

–Así que de eso se trata, ¿no? –dijo Zandro en tono acerado–. No es a por tu hijo a por lo que has venido, ¿verdad? ¿Por qué no dejas de andarte con rodeos?

Lia abrió los ojos de par en par y sintió que su estómago se encogía.

–¿Cómo te...? –empezó, pero Zandro no la estaba escuchando.

–Esperas que te paguemos para que vuelvas a irte y dejes al niño con nosotros, ¿no?

Lia prácticamente se puso en pie de un salto.

–¡Esa sugerencia es repugnante! ¡Eres aún peor de lo que pensaba!

Zandro se irguió y la miró a los ojos con dureza.

–Puede que te devuelva el cumplido. Pero si estoy equivocado, ¿qué es lo que quieres?

–¡Ya te lo he dicho! Quiero a Dominic... a mi hijo.

–Renunciaste a él.

–Cuando lo hice no era yo misma. No sabía lo que hacía.

–¿Y ahora sí eres tú misma? –preguntó Zandro con ironía–. ¿Pensabas secuestrarlo? Nunca te habría salido bien.

–¡No pensaba secuestrarlo!

–Entonces, ¿por qué andabas merodeando por aquí? Mi padre y la niñera te vieron ayer y hoy han visto el mismo coche aparcado en el mismo sitio. Les ha parecido extraño y me han llamado por el móvil.

–Quería asegurarme de que Dominic seguía aquí. Y de que estaba bien atendido.

–No podría estar mejor atendido.

–Supongo que te refieres a que tiene lo mejor que el dinero puede comprar. Habéis contratado una niñera.

–Mi madre ya no está en condiciones de ocuparse de un niño y yo tengo un negocio que dirigir. Bárbara ha venido muy bien recomendada de una magnífica agencia.

Es muy competente.

–Una profesional no puede implicarse emocionalmente en su trabajo.

–Una buena niñera es mejor que una madre incompetente.

–¿Incompetente? –repitió Lia, ofendida.

–Sabes que eras incapaz de ocuparte del niño, Lia.

–¡Eso fue algo temporal! ¡Y os aprovechasteis de ello para quitarme a Dominic!

–Nos responsabilizamos de un miembro vulnerable de nuestra familia –dijo Zandro–. El nombre de Rico está en el certificado de nacimiento, y mis padres han aceptado a Nicky como su nieto.

–Eso no lo convierte en tuyo... o suyo. La madre está primero. ¡Cualquier tribunal lo confirmaría!

–Cualquier tribunal tendría en cuenta principalmente el interés del niño. Y no creo que le pareciera conveniente que éste volviera con una madre adicta a las drogas que lo abandonó.

Lia apretó los puños. Debería haber esperado aquello.

–No lo abandoné, y estás equivocado. No soy adicta a las drogas.

–¿Te has limpiado? –Zandro le dedicó una penetrante mirada–. Tienes mejor aspecto, desde luego. ¿Pero cuánto tiempo vas a lograr mantenerte así?

–¡Nunca fui una adicta! –espetó Lia–. Estaba... confusa.

–Apenas sabías en qué día vivías, y en cuanto a cuidar a un recién nacido... si yo no hubiera intervenido Nicky habría acabado en un hogar de acogida.

–¡Yo estaba totalmente conmocionada por la muerte de tu hermano! De mi... mi...

–Tu amante –concluyó Zandro.

–¡El padre de mi hijo! El hijo que tú te llevaste.

Después de aquello, a Lia no pareció importarle nada. Tomó pastillas para aliviar su dolor, para poder dormir, para alejar de sí el mundo y su crueldad. Hasta que empezó a vivir en otra dimensión, en un mundo en el que no sentía nada, no recordaba nada y no sabía nada excepto que tenía que tomar más y más pastillas...

–Trate de ayudarte –dijo Zandro.

–No recuerdo que me ofrecieras tu ayuda.

–Tal y como estabas, me extrañaría que recordaras algo.

Lia se sintió desasosegada al escuchar aquello. ¿Habrían sucedido cosas que no recordaba durante aquel periodo?

El sonido de la puerta principal al abrirse los interrumpió. Lia captó un destello de la niñera en el vestíbulo con el bebé en brazos. Instintivamente dio un paso hacia la puerta, pero Zandro la sujetó por un brazo. En aquel momento el anciano apareció en el umbral. Al ver a Lia, irguió los hombros y su expresión se volvió gélida.

–¿Qué hace esa mujer aquí? –preguntó a Zandro, y su acento reveló sus orígenes italianos.

–Tengo un nombre, señor Brunellesci –dijo Lia en tono retador–. Y también tengo derecho a mi hijo –añadió, sin arredrarse.

–¡No tienes ningún derecho! –dijo el anciano a la vez que golpeaba el suelo con el bastón–. ¿Cómo te atreves a venir aquí?

–No te alteres, papá –Zandro habló con calma, pero también con autoridad–. Yo me ocupo de esto.

El anciano miró a su hijo con el ceño fruncido. Finalmente asintió y se marchó murmurando algo que Lia no entendió.

–Siéntate, Lia, por favor –dijo Zandro.

Tras un instante de duda, Lia hizo lo que le decía.

–¿Qué me ha llamado tu padre?

–Eso carece de importancia. ¿Cómo está tu muñeca?

–Estoy segura de que me recuperaré –replicó Lia secamente–. Tu padre me odia.

–Adora a Nicky.

–¿Es adoración, o más bien una actitud meramente posesiva? –por expreso deseo de Rico, Dominic había recibido el nombre de su abuelo, que no tenía más nietos–. Tú aún no te has casado, ¿no, Zandro? Si tienes hijos, ¿qué pasará con Dominic?

–Seguirá siendo el hijo de Rico, un Brunellesci. Nada podrá cambiar eso.

–También es mi hijo. Nada podrá cambiar eso tampoco.

Un destello de reconocimiento suavizó momentáneamente la hostilidad de la mirada de Zandro.

–Renunciaste a tus derechos.

–¡Me intimidaste para que firmara los papeles cuando no estaba en condiciones de decidir nada!

–¿Que te intimidé? Puede que te sobornara, pero no necesité intimidarte. Aceptaste el dinero sin protestar y saliste corriendo.

Aquella acusación dejó a Lia sin aliento.

–¡No tuvo nada que ver con el dinero! En aquel momento pensé que era lo mejor para mi hijo. Pero hay cosas más importantes para un niño que el dinero y lo que éste pueda comprar.

–Una familia, por ejemplo.

–¡Yo soy su familia!

–Disculpa si encuentro un poco difícil de creer esa repentina preocupación maternal.

–¡No es repentina! No sabes lo duro que fue, cuánto dolor... –Lia se interrumpió y volvió la cabeza. Se mordió el labio con fuerza para tratar de contener las ganas de llorar. A pesar de todo, una lágrima se deslizó por su mejilla. Alzó rápidamente la mano para frotarla. El frío de la compresa le sirvió para recuperar la compostura. Cuando volvió una desafiante mirada hacia Zandro vio que éste no se había movido y que la miraba con mucha atención. Y lo que dijo a continuación fue una auténtica sorpresa para ella.

–Supongo que tienes algo de razón... si no moralmente, al menos sí legalmente. Habrá condiciones, desde luego, pero estoy dispuesto a hablar de tus derechos de visita.