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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 121 - abril 2017

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9768-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

El amante disfrazado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Luna de miel pendiente

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Una aventura para una princesa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

El heredero secreto del jeque

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

El amante disfrazado

Capítulo 1

 

La muerte había ido a buscarla. Al menos, eso era lo que parecía mientras el hombre bajaba la gran escalera del salón de baile veneciano con la capa negra flotando tras él y su mano enguantada rozando la elegante barandilla de mármol. Allegra sentía como si estuviera tocando su piel y durante el resto de su vida se preguntaría por la intensidad de esa sensación.

Llevaba una máscara, como todos los demás invitados, pero ese era el único parecido entre él y los demás; o entre él y cualquier otro mortal.

Iba vestido de negro de los pies a la cabeza y la máscara que cubría su rostro, de un material brillante, tenía forma de calavera. Debía de haberse pintado la cara de negro porque no podía ver una sola traza de humanidad en los pequeños huecos abiertos para los ojos.

Ella no fue la única mujer que se quedó atónita por tan sorprendente aparición. Un murmullo recorrió el salón de baile; las resplandecientes criaturas envueltas en sedas multicolores temblaban presagiando una mirada del desconocido. Allegra no era una excepción. Con un precioso vestido de color violeta y su identidad oculta bajo una máscara dorada que dejaba al descubierto su boca, se permitió el lujo de mirarlo a placer.

La fiesta, que tenía lugar en uno de los hoteles más hermosos e históricos de Venecia, había sido organizada por uno de los socios de su hermano. Era una de las invitaciones más buscadas del mundo y los que habían acudido formaban parte de la élite; aristocracia italiana, multimillonarios, herederas que mantenían cautiva a una sala entera con una sola mirada.

Supuestamente, ella formaba parte del grupo. Su padre era millonario y miembro de la nobleza, con un linaje que se remontaba hasta el Renacimiento, su abuelo había levantado una fructífera inmobiliaria, y su hermano, Renzo, había dado lustre al apellido Valenti convirtiendo la empresa familiar en un imperio.

Aun así, ella no se sentía como ninguna de esas mujeres. No se sentía seductora y vibrante, sino… enjaulada. Pero aquella debía ser su oportunidad para perder la virginidad con el hombre que eligiera y no con el príncipe con el que la habían prometido en matrimonio, que no lograba calentar su sangre o despertar su imaginación.

Tal vez ese pecado la enviaría directa al infierno. Aunque, ¿quién mejor para llevarla allí que el propio demonio? Después de todo, estaba allí y su entrada en el salón le había afectado como su prometido no la había afectado nunca.

Iba a dar un paso hacia la escalera, pero se detuvo, con el corazón tan acelerado que pensó que iba a marearse. ¿Qué estaba haciendo? Ella no era la clase de mujer que se acercaría a un hombre en una fiesta.

Acercarse a él, flirtear y pedirle que…

No sabía cómo se le había ocurrido tal cosa.

Allegra se dio la vuelta. No iba a cortejar a la muerte en esa fiesta. Sí, su fantasía era encontrar un hombre que la excitase, pero en el momento de la verdad no encontraba valor.

Además, su hermano la había llevado a esa fiesta y si causaba algún problema seguramente prendería fuego al hotel. Renzo Valenti no era conocido por su temperamento afable. Ella, sin embargo, había aprendido a controlar el suyo.

De niña había sido problemática, según sus padres. Pero había soportado interminables lecciones de porte, presencia, compostura y muchas otras cosas concebidas para convertirla en una dama.

Y lo habían conseguido. Al menos, en opinión de sus padres. Cristian Acosta, un duque español amigo de su hermano, era el culpable de todo lo que ocurrió después. Él había presentado al príncipe Raphael de Santis, de Santa Firenze y ante la insistencia del «querido» Cristian, a quien Allegra quería estrangular, estaba prometida con un príncipe desde los dieciséis años.

Un triunfo a ojos de sus padres. Debería sentirse feliz, le habían dicho.

Se había comprometido con Raphael seis años antes, pero no la atraía más en ese momento que el día que lo conoció. El príncipe era un hombre atractivo, pero la dejaba fría.

Era un hombre serio que nunca aparecía en las revistas de cotilleos, la viva imagen de la respetabilidad y la elegancia masculina con sus trajes de chaqueta, o con atuendo informal cuando se encontraba con su familia para disfrutar de unas vacaciones en cualquier parte del mundo.

Tal vez era parte de su voluble naturaleza, pero nunca se había sentido tentada de hacer algo más que aceptar un beso en la mejilla. No sentir pasión por él tal vez era una forma de rebelarse. O tal vez era culpa de Raphael, que era demasiado serio.

¿Tan descabellado era soñar con un hombre apasionado como ella?

Aunque nunca lo había dicho en voz alta, deseaba ser libre, rechazar la vida que sus padres habían elegido para ella. Sin duda, Cristian le diría que estaba siendo egoísta. Él siempre actuaba como si su compromiso con el príncipe fuese algo personal. Seguramente, porque él lo había organizado.

No sabía qué ganaba él con su matrimonio. Quizá favores del príncipe o beneficiosos contactos. Cristian Acosta era la única persona que la sacaba de quicio, el único hombre que la hacía desear perder los papeles. Pero nunca lo había hecho.

Ella hacía lo que le pedían sus padres. En realidad, su existencia era formal, aburrida, y sentía como si estuviera en una lucha constante contra sí misma.

Intentando no volver a mirar la máscara de la muerte, tomó un plato para acercarse a la mesa del bufé. Si no podía disfrutar de los hombres, disfrutaría del chocolate. Si su madre estuviera allí le recordaría que debía contenerse porque ya le habían tomado las medidas para el vestido de novia que iba a lucir en unos meses y que comer chocolate no la llevaría a nada.

Y su madre necesitaba que todo llevase a algo. Necesitaba que sus hijos cumplieran con sus obligaciones para seguir encumbrando la empresa de su padre, honrar el apellido familiar y un montón de cosas que a ella le parecían aterradoras.

En un acto de rebeldía, Allegra tomó otro pastel de crema. Su madre no estaba allí. Además, la modista podría arreglar el vestido si sus abundantes curvas fuesen un problema.

Su hermano no la detendría. Aunque no se oponía a que sus padres la empujasen al matrimonio, su rebeldía solo parecía divertirlo. Era injusto. Renzo había tenido que hacerse cargo de la inmobiliaria de su padre, pero nadie podía dictarle nada sobre su vida privada, de la que los medios se hacían eco a menudo.

En cuanto a ella, seguramente podría hacer lo que quisiera mientras dedicase todo su tiempo al marido que sus padres habían elegido.

Tal vez por eso Renzo era indulgente, porque veía el trato desigual, pero sus padres no. Y tampoco Cristian, que los había animado para que la casaran. Además, siempre estaba a mano para criticarla o burlarse de ella.

Sabía que había sufrido mucho y se sentía casi culpable por pensar mal de él, pero sus tragedias personales no le daban derecho a ser tan insensible con ella.

Allegra parpadeó, mirando su plato. No sabía por qué estaba pensando en Cristian. Tal vez porque si estuviera allí enarcaría una irónica ceja al verla con un plato lleno de dulces, usándolo como prueba de que solo era una niña mimada.

Ella pensaba que era un imbécil, de modo que estaban en paz.

En ese momento, la orquesta empezó a tocar un vals que parecía envolverla en una ola de sensualidad. Allegra se dio la vuelta y miró a las parejas que bailaban en la pista.

¿Cómo sería que un hombre la abrazase así? Suponía que su futuro marido sería un buen bailarín. Después de todo, era un príncipe y seguramente habría tomado clases desde que empezó a caminar.

De repente, frente a sus ojos vio una mano enguantada y cuando levantó la cabeza se quedó sin aliento al ver al hombre vestido de negro. Abrió la boca para decir algo, pero el desconocido levantó la otra mano para llevarse un enguantado dedo a los labios de la máscara.

También él la había visto, se había fijado en ella. La oleada de calor, de excitación, que había sentido mientras bajaba la escalera, la impresión de que no tocaba la barandilla, sino su piel había sido una conexión real.

Emocionada y excitada como nunca, dejó que tomase su mano para llevarla hacia el otro lado del salón. Y, aunque el guante evitaba el contacto de su piel, Allegra sintió como un relámpago entre las piernas.

Era una tontería, podría ser cualquiera. Podría tener cualquier edad. Podría estar terriblemente desfigurado bajo la máscara. De hecho, podría ser la propia muerte. Pero no lo creía porque lo que sentía era demasiado inequívoco, demasiado profundo.

Cuando la abrazó, cuando sus pechos se aplastaron contra el duro torso masculino, supo que fuera quien fuese, era el hombre que había esperado toda su vida.

Era extraño sentir una atracción tan inmediata, intensa y visceral que trascendía la realidad.

Llegaron a la pista de baile, abriéndose paso entre las parejas como si no estuvieran allí. Allegra levantó la mirada y se concentró en las lámparas de araña sobre sus cabezas y en las cortinas de terciopelo que, en parte, escondían murales de ninfas retozando.

Cada roce de su mano enguantada en la espalda provocaba una oleada de deseo por todo su cuerpo. Sentía un calor húmedo entre las piernas y estaba desesperada porque la tocase allí. Aquello no era solo un baile, sino el preludio de algo mucho más sensual.

Nunca había sentido algo así por un hombre. Por supuesto, tampoco había bailado nunca con un hombre de ese modo, pero estaba segura de que no tenía nada que ver con el baile, por excitante que fuese. Y nada que ver con la música, aunque la afectaba profundamente. Era él y lo había sido desde el momento que entró en el salón. Tanto que se sentía mareada.

Nerviosa, puso la palma de la mano sobre su torso mientras lo miraba a los ojos; unos ojos oscuros e indescifrables bajo la máscara. Tal vez estaba disgustado. Tal vez no podía imaginarse por qué había entendido la invitación a bailar como algo más.

Pero entonces él tomó su mano y tiró de ella para salir de la pista de baile. Allegra se quedó helada, pensando que había cometido un terrible error. El desconocido le apretó la mano, rozando la sensible piel de la muñeca con el pulgar. Allegra temblaba, aceptando ese roce por lo que era: una respuesta, un «sí».

Tragó saliva mientras miraba alrededor para buscar a su hermano, pero no estaba por ningún sitio. Eso significaba que se habría ido con alguna mujer. Mejor, pensó, Renzo no estaba allí para ser su niñera.

No sabía cómo hacer aquello. Sobre todo, sin hablar. Su hombre misterioso parecía dispuesto a guardar silencio, pero no importaba porque eso aumentaba la emoción.

No sabía quién era y él no conocía su verdadera identidad. Su compromiso con el príncipe de Santa Firenze había sido muy publicitado y, aunque dudaba que eso la hubiera hecho famosa en el mundo entero, en Venecia mucha gente sabía quién era.

Pero tenía que tomar una decisión porque él estaba sacándola del salón, alejándola de todos para llevarla hacia un oscuro pasillo. El corazón le latía con violencia y, por un momento, le preocupó que aquello fuera un secuestro. No había imaginado que un secuestro pudiera parecerse tanto a una seducción o viceversa.

Apenas podía respirar porque el miedo y la emoción competían para ocupar un sitio en su interior.

Él la llevó hacia una oscura esquina en el pasillo y la música de fondo desapareció. Allegra no oía nada ni a nadie. Y en ese momento, cuando el hombre misterioso ocupó todo su campo de visión, eran las dos únicas personas sobre la tierra.

Él trazó la comisura de sus labios con un dedo enguantado, produciéndole un estremecimiento, y luego le deslizó el dedo por el cuello hasta el nacimiento de sus pechos. El roce era como el de una pluma, pero resonó dentro de ella, entre sus piernas, consumiéndola.

Fue entonces cuando supo con toda seguridad que no había malinterpretado la situación. Cuando supo con toda seguridad que estaba seduciéndola y ella estaba a punto de dejarse seducir.

Pero ¿lo permitiría?

Mientras se hacía la pregunta se dio cuenta de lo ridícula que era. Ya lo había permitido. Desde el momento en que aceptó su mano había dicho que sí.

De repente, él empezó a tirar hacia arriba del vestido, descubriendo sus muslos, y la rozó entre las piernas con un dedo enguantado; un roce breve y subyugante en el sitio en el que ardía por él. Luego, con la otra mano, tiró hacia abajo del escote del vestido para descubrir sus pechos, dejándola medio desnuda. Allegra dejó escapar un gemido, sin creer lo que estaba pasando. Lo que estaba permitiendo que hiciera.

En realidad, no estaba permitiendo nada. Era cautiva del desconocido y no le importaba en absoluto.

Él deslizó el pulgar sobre un sensible pezón y luego pellizcó la tierna carne entre el pulgar y el índice. Allegra se arqueó hacia él cuando apretó sus pechos con las dos manos y suspiró de gozo cuando deslizó los dedos entre sus muslos, bajo las bragas, tocándola más íntimamente de lo que nadie la había tocado nunca.

Se sentía perdida en él, en aquello. Nunca había experimentado un placer así. Era como estar en el centro de una tormenta sensual. Sentía sus caricias por todas partes, llevándola hacia el borde del precipicio.

Sin pensar, levantó las manos para desabrochar los botones de su camisa y contuvo el aliento al rozar el duro torso masculino. El calor de su piel era tan sorprendente, tan sexy, que se le doblaron las piernas. Pero eso no podía ser porque entonces él se daría cuenta de su inexperiencia y la dejaría allí plantada e insatisfecha. Y era demasiado perfecto, una tentación de la que no quería alejarse.

Se inclinó hacia delante para besar su cuello. Sus labios estaban cubiertos por la máscara, pero no su cuello, que quedó marcado de carmín rojo. Le gustaba, quería dejarle una marca porque ella quedaría marcada para siempre.

Acariciar el duro torso cubierto de vello era una sensación totalmente nueva para ella y tocarlo así enviaba un estremecimiento de deseo directamente a su pelvis… un estremecimiento que se convirtió en un incendio cuando la empujó contra la pared y bajó las manos hacia la cremallera del pantalón.

Un segundo después estaba apretado contra ella, con su erección, dura y ardiente, rozando la entrada de su húmeda cueva.

El desconocido levantó una de sus piernas para enredarla en su cintura y movió las caderas hacia delante, empujando contra los empapados pliegues… y Allegra echó la cabeza hacia atrás mientras un gemido de dolor escapaba de sus labios.

Sabía que perder la virginidad dolía, pero no se había imaginado que fuera así.

Él no pareció darse cuenta porque se apartó despacio antes de volver a penetrarla. En esa ocasión no le dolió tanto y con cada embestida dolía menos hasta que, poco a poco, el placer regresó. Un placer que se convertía en una profunda desazón, en un ansia ardiente, frenética.

Allegra se apretó contra él, sujetándose a sus hombros y hundiendo la cara en su cuello cuando un orgasmo interminable la dejó agotada y sin aliento.

El desconocido empujó por última vez, sujetándose a la pared mientras se dejaba ir con un gemido ronco.

Por un momento, el mundo pareció dar vueltas a toda velocidad. Estaba mareada de placer, de deseo. Y se sentía profundamente conectada con aquel hombre al que no conocía de nada.

Él se apartó entonces para abrocharse la camisa, sin dejar de mirarla. Era oscuro y misterioso y lo había sido desde el momento en que puso los ojos en él. Si no fuera por la mancha de carmín rojo en su cuello, era como si nunca se hubiesen tocado.

Pero la prueba estaba allí. Si la sensación eléctrica en todo su cuerpo y el latido entre sus piernas no fueran prueba suficiente, eso serviría.

Él la miró un momento, se ajustó los guantes y se dio la vuelta para entrar de nuevo en el salón.

Dejando sola a la mujer que nunca había hecho nada más que protestar silenciosamente por su vida, que jamás había intentado rebelarse. Sola después de haber perdido la virginidad con un desconocido.

Sin protección, sin pensar en el futuro. Sin pensar en nada en absoluto.

La emoción se convirtió en horror, en pánico.

Mientras lo veía desaparecer no sabía si sentirse desolada o aliviada al pensar que nunca volvería a verlo.

Capítulo 2

 

Allegra estaba convencida de que las cosas no podían empeorar. Daba igual cuántas veces hubiera deseado en las últimas semanas que le bajase el periodo. No había ocurrido. Sus fervientes plegarias para que no apareciese un puntito rosa en la prueba de embarazo que compró esa mañana tampoco habían dado resultado. El puntito estaba allí.

Daba igual que estuviera comprometida con un príncipe porque él no era el hombre con el que había hecho el amor. No, lo había hecho con un desconocido.

Había repasado todas sus posibilidades desde que hizo tan inquietante descubrimiento esa mañana. La primera: tomar un avión para buscar a su prometido y seducirlo. Había varias razones por las que eso podría no salir bien; la primera, que no podía pasarse toda la vida mintiendo sobre la paternidad de su hijo. Además, el príncipe Raphael necesitaba un heredero de su propia sangre y eso significaba que haría una prueba de paternidad. Como Allegra sabía que no era el padre, no tenía sentido pensar en ese subterfugio, pero lo había hecho porque la alternativa pondría su vida patas arriba.

Y, por fin, había decidido poner su vida patas arriba porque no había otra opción. De modo que estaba en la oficina de su hermano en Roma, dispuesta a contárselo todo a la única persona que podría entenderla. Aunque, antes de confesar, decidió hacer una suave introducción:

–¿Lo pasaste bien en la fiesta?

Renzo levantó la mirada del ordenador, con una ceja enarcada.

–¿Qué fiesta?

–Me refiero al baile de máscaras.

–Lo pasé bien, pero no me quedé mucho tiempo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Han publicado fotografías en alguna revista?

–¿Podría haberlas? –preguntó ella.

–Siempre existe esa posibilidad.

–Sí, bueno, es verdad –asintió Allegra.

Se le ocurrió entonces que también ella podría acabar en las portadas de las revistas de cotilleos. Tantos años portándose bien y fantaseando con portarse mal y, de repente, podría haber provocado el mayor de los escándalos.

–Si quieres preguntarme algo hazlo de una vez o vete de compras. Me imagino que para eso has venido a Roma.

No había ido a Roma de compras. Estaba allí para hablar con él porque tenía que averiguar lo que sabía sobre el hombre enmascarado.

–Tú conoces a mucha gente importante –empezó a decir, sin mirarlo. Y sabía en su fuero interno que el desconocido era alguien importante. Tenía un aire de autoridad, una personalidad que exigía la atención de todos los que le rodeaban.

–A casi todos –asintió su hermano, burlón–. Presidentes, reyes. ¿Por qué lo dices?

–Había un hombre en la fiesta…

–No deberías preguntarme por hombres –la interrumpió su hermano–. Especialmente estando comprometida.

–Sí, pero es que siento curiosidad por este hombre en particular.

–Si te cuento algo, nuestro padre me cortará la cabeza.

–No es verdad. Tú nunca haces nada para complacer a nuestros padres, así que deja de fingir.

Renzo dejó escapar un largo suspiro.

–Muy bien. ¿A quién te refieres?

–Llegó tarde, vestido de negro. Y llevaba una máscara en forma de calavera.

Su hermano esbozó una sonrisa. Y luego hizo algo que rara vez solía hacer: soltó una carcajada.

–¿Por qué te ríes? –preguntó Allegra. Ella sufriendo una crisis y su hermano se reía–. ¿Dónde está la gracia?

–Siento mucho decirte que el hombre que llamó tu atención es Cristian, al que tanto odias.

Allegra se quedó helada.

–No, es imposible. No puede ser Cristian.

–Protesta lo que quieras, pero lo era. Tal vez deberías alegrarte de que nuestros padres insistieran en tu compromiso con Raphael. Por ti sola tienes un gusto espantoso.

–No –insistió ella, furiosa–. No es posible que fuera Cristian Acosta. Yo… me habría convertido en piedra.

–¿Solo con mirarlo? –preguntó su hermano, mirándola con extrañeza.

–Sí.

Su hermano descubriría la verdad tarde o temprano. Todos lo harían, pero Cristian no tenía por qué saber que era el padre de su hijo. Nadie más que ella tenía que saberlo.

Cristian la veía como una niña mimada y egoísta, y jamás creería que era la mujer con la que había hecho el amor en aquel pasillo.

No le parecía posible. ¿Cómo había podido…? ¿Cómo podía haber…?

Era una pregunta que se había hecho a sí misma una y otra vez, incluso antes de descubrir la identidad del hombre misterioso.

No iba a decírselo. ¿De qué serviría? O no querría saber nada de ella y el niño o querría involucrarse. Francamente, prefería lo primero, pero temía lo último.

–Da igual. Es una tontería.

–Evidentemente –murmuró Renzo, volviendo a concentrarse en su trabajo.

Y Allegra tomó una decisión en ese momento: rompería su compromiso y criaría a su hijo sola.

No le pediría nada a Cristian.

 

 

–El compromiso roto de tu hermana ha aparecido en muchos titulares –dijo Cristian mientras se servía una copa, volviéndose para mirar a su amigo.

Estaba realmente enfadado porque había arriesgado su reputación al presentar a Raphael a los Valenti para instigar ese compromiso.

Raphael y él no eran grandes amigos, más bien conocidos. El azar de ser aristócratas en esos tiempos, donde los títulos nobiliarios eran tan escasos. Pero había sido él quien lo presentó a la familia y quien sugirió el compromiso, más que nada por afecto y gratitud a la familia Valenti. Pero debería haberse imaginado que ella lo estropearía todo.

Solo había sido una cuestión de tiempo que Allegra pusiera su vida patas arriba. Siempre le había parecido una bomba a punto de explotar, incluso cuando estaba delicadamente sentada, intentando mostrarse serena y elegante en fiestas o cenas familiares.

Él había visto esa inquietud, esa insatisfacción, pero esperaba que se encontrase a sí misma cuando estuviera casada con el príncipe y no convertida en protagonista de titulares escandalosos.

Una mujer con su temperamento corría el peligro de convertirse en carnaza para las revistas de cotilleos y había intentado advertirle, pero era demasiado obstinada. Había esperado que su compromiso con Raphael la mantuviera a salvo.

Al parecer, no había sido así.

–La cancelación de una boda real siempre es noticia –dijo Renzo.

–Sí, claro.

Raphael era un príncipe acostumbrado a deferencias de todo tipo, pero Allegra no parecía entenderlo y había permanecido en silencio, con gesto malhumorado durante toda la cena. Entonces era muy joven, pero había esperado que madurase.

Tal vez lo que había pasado era lo mejor, pensó.

Él sabía bien cómo podían terminar los matrimonios de conveniencia y cómo podía hundirse una mujer bajo el peso de las expectativas.

«Pero ella no es Sylvia. Y él no eres tú».

Tal vez Allegra podría haber sido relativamente feliz en ese matrimonio. Si hubiese entendido el buen partido que era Raphael.

–Gracias a Dios, nadie sabe la razón de la ruptura, pero tarde o temprano lo sabrán –dijo Renzo, cruzando el despacho para servirse una copa.

Cristian arrugó el ceño.

–¿Cuál es la razón?

–Está embarazada.

Cristian sintió que se le encogía el estómago. La imagen de Allegra embarazada, con un bebé en brazos… lo emocionaba.

Era ridículo. Habría quedado embarazada de Raphael tarde o temprano. ¿Por qué entonces sentía aquello? No lo sabía y apretó los dientes, intentando controlarse.

–No es hijo del príncipe.

–No –respondió Renzo–. Se niega a decir quién es el padre. Nunca la he visto con nadie, así que no tengo ni idea, pero me preocupa. Es muy inocente y temo que se hayan aprovechado de ella.

Era extraño que Renzo dijera eso. Cristian siempre había visto una vena indómita en Allegra y no le sorprendería que hubiese llevado una doble vida a espaldas de su familia.

Y esa idea no le gustó nada. No quería pensar que mientras fingía aceptar los planes de sus padres, dejaba que algún hombre la tocase, la besase.

La hiciera suya.

–Espero que no –murmuró.

–Ella no tiene experiencia con otros hombres, que yo sepa. Aunque hace poco me preguntó por un hombre al que vio en el baile de máscaras.

Cristian apretó los dientes.

–¿Ah, sí?

Recordaba aquella figura hermosa, tan estrecha, su húmedo calor. Era algo que no se había permitido a sí mismo en años.

–Y se llevó un disgusto al saber que el hombre enmascarado que había llamado su atención eras tú.

Cristian dejó su copa sobre el escritorio, con el pulso latiéndole en las sienes.

–¿Qué llevaba puesto tu hermana? –preguntó, con el corazón acelerado.

–Una máscara, como las demás mujeres. Llevaba algo de color violeta en el pelo y un vestido del mismo color. Un vestido que a mi madre no le parecía apropiado, por cierto.

No podía ser. La primera mujer a la que había tocado en años y resultaba ser Allegra Valenti. Y estaba embarazada. Iba a tener un heredero.

Aunque el concepto de ducado era algo anticuado, el suyo seguía vigente y de sus propiedades dependían cientos de familias. Él era el último Acosta y era su obligación tener un heredero.

Aparte de eso, formaba parte de la doble vida de Allegra Valenti. Parte de su pecado… y qué pecado había sido. El encuentro lo perseguía en sueños, los recuerdos eran tan eróticos que se despertaba a punto del orgasmo cada noche.

–¿Dónde está? –preguntó, intentando disimular su desesperación.

Renzo frunció el ceño.

–No va a gustarme esto, ¿verdad?

–No más que a mí –respondió Cristian con sequedad–. ¿Dónde está?

–Escondida en Roma, en uno de mis apartamentos.

–Tengo que hablar con ella ahora mismo.

No había tiempo para sutilezas. Si sus sospechas eran ciertas, no habría más secretos.

Maldita fuera. No podían ser ciertas.

La expresión de Renzo se volvió suspicaz, sombría.

–Me imagino que después hablarás conmigo.

–Espero no tener que hacerlo.

Cristian se dio la vuelta para salir del despacho de su amigo. Tenía que verla y hablar con ella de inmediato. Tenía que demostrarse a sí mismo de una vez por todas que Allegra no era su misteriosa amante del baile de máscaras. No podía ser ella. La mocosa de los Valenti no podía ser la mujer que lo había excitado como nadie.

Imposible.

Se negaba a creer que fuese cierto y demostraría que no lo era.

 

 

Allegra hacía todo lo posible para evitar las noticias, pero a veces se olvidaba y encendía la televisión o el ordenador… y allí estaban los titulares.

Era horrible que la pintasen como la persona que no era; tan valiente como para romper su compromiso con el príncipe a última hora, sin importarle sus sentimientos o el futuro de su país.

Ella no era valiente y sí le importaba haberlo dejado en la estacada, pero, si Raphael tenía sentimientos, nunca los había demostrado. Aunque eso no la excusaba.

Cuando se dejó llevar por la fantasía de tener un amante no lo había hecho pensando en romper su compromiso, sino con la idea de vivir un momento robado que siempre sería suyo y solo suyo.

Pero desde ese día era de todo el mundo.

Todo el mundo sabía que había roto el compromiso y su familia sabía que estaba embarazada. Solo era cuestión de tiempo que los medios de comunicación empezasen a especular sobre eso también.

Pero, curiosamente, mientras sus errores se convertían en noticia, empezaba a sentir que su vida le pertenecía. No iba a desvelar quién era el padre del niño.

Sí, había decepcionado a todo el mundo y sus padres podrían repudiarla, pero su vida parecía llena de unas posibilidades que antes nunca había tenido.

Siempre había sabido que quería ser madre, pero para eso habría tenido que ser la esposa del príncipe. Y, como princesa, su vida nunca hubiera sido suya de verdad.

Y por primera vez, podría serlo. Podía elegir, aunque las posibilidades no fuesen infinitas, y solo tendría que responder ante sí misma. La relación con su hijo solo dependería de ella y, aunque no fuese lo ideal, era mejor que ser la esposa de Raphael.

Un golpecito en la puerta hizo que se levantase de un salto. El conserje no había llamado para decir que tenía visita, de modo que debía de ser un empleado del edificio.

Por suerte, Renzo había dejado que se escondiese allí. Estaba enfadado con ella, pero al menos la entendía. Después de todo, él no era un modelo de comportamiento.

Pero cuando abrió la puerta se le cayó el calma a los pies.

–Renzo no está –le espetó, intentando controlar su nerviosismo mientras miraba el serio rostro de Cristian Acosta.

No podía saberlo, era imposible. Se negaba a creerlo.

Pero al verlo allí, mirándola con esos ojos negros, se preguntó cómo no había sabido que era él en cuanto entró en el hotel.

Entonces había sido como si la muerte hubiese ido a buscarla y tenía el mismo aspecto en ese momento.

Tenía el ceño fruncido, el mentón apretado; los labios, normalmente el rasgo más suave de su rostro, formando una línea recta.

Ocupaba todo el espacio y ni siquiera había entrado en el apartamento. Tan alto, con esos hombros imposiblemente anchos, hacía que se sintiera pequeña, débil.

La hacía sentir como si viera dentro de su alma.

Su breve momento de esperanza fue aplastado bajo el peso de esa mirada certera, intensa. Durante unos días se había creído libre y, de repente, Cristian estaba allí para robarle esa libertad.

–No vengo a buscar a Renzo –dijo él con sequedad.

–¿Has venido a felicitarme por mi próximo matrimonio? Porque si es así…

–Calla –la interrumpió el bruscamente, entrando en el apartamento–. No he venido a jugar, Allegra. ¿Ibas a contármelo?

–¿De qué estás hablando? –preguntó ella, con un nudo en la garganta.

–De tu embarazo –respondió Cristian.

–Yo no…

–Lo sé –volvió a interrumpirla él–. Sé que eras tú y sé que te has enterado de que el hombre de la máscara era yo, así que no te hagas la inocente.

–No me hago la inocente porque ya no lo soy, como tú sabes muy bien –le espetó, cruzando los brazos sobre el pecho, como poniendo una barrera entre ellos.

–Entonces admites que lo sabías. Sabías que yo soy el padre de tu hijo.

–Yo no admito nada –Allegra descruzó los brazos, deseando poder doblarse sobre sí misma y desaparecer completamente.

–Y, sin embargo, dices que debería saber que no eres inocente. ¿Cómo iba a saberlo si no hubiera sido yo quien se llevó tu inocencia?

–No sé, ¿tal vez porque estoy embarazada? Pues lo siento, Cristian, pero podría ser de cualquiera. He estado con muchos hombres.

–Ya está bien –dijo él con tono firme–. ¿Por qué mientes?

–La cuestión es que no quiero hablar contigo. Y no quiero tener que lidiar con esto, yo… si hubiera sabido que eras tú jamás te hubiese tocado.

–Pero era yo –afirmó Cristian con fría determinación.

–No te deseo –le espetó Allegra, desesperada–. No sabía que eras tú.

–No te hagas ilusiones. Tampoco yo sabía que eras tú. No eres más que una niña mimada que ha tirado su futuro por la ventana. Nunca has entendido lo que tenías en la mano ni lo que tus padres han hecho por ti.

–Renzo tampoco y, sin embargo, eres capaz de seguir siendo amigo suyo sin darle una charla cada cinco minutos.

–Renzo dirige las empresas de tu padre, no ha eludido sus deberes.

–Ah, menudo doble rasero.

–No es diferente al del resto del mundo.

Ella levantó las manos al cielo.

–Entonces, felicidades. Eres tan estúpido como la mayoría de la población.

Los dos se quedaron en silencio. No era un silencio vacío, sino cargado de rabia, y de algo más que Allegra no quería identificar.

–Si hay algo que he aprendido es que no se puede escapar de las consecuencias de tus actos. Da igual quién sea tu padre o cuánto dinero tengas –dijo Cristian por fin.

–Especialmente cuando no se usa preservativo –replicó ella.

Tal vez también ella tenía parte de culpa en lo que había pasado, pero era él quien debía haberse puesto un preservativo. Debería haberse hecho responsable. Además, era su primera vez.

–Tú no dijiste nada.

–Tú dejaste bien claro que no querías que hablase.

–Pero tú no protestaste.

Allegra dejó escapar un largo suspiro.

–No tienes que hacer esto. Estaba dispuesta a asumir el embarazo yo sola.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Iba a tener a mi hijo y a criarlo como madre soltera. Puedo hacerlo porque no tengo problemas económicos. Mis padres están disgustados, pero no van a desheredarme –respondió. Estaba tirándose un farol. Sus padres estaban indignados y no sabía qué iban a hacer. De hecho, no había hablado con ellos en los últimos días.

–¿Tú crees?

–Y, si ellos no me ayudasen, lo haría Renzo.

Sus padres estaban tan involucrados en todos los aspectos de su vida que no se podía imaginar que la repudiasen. No sabía qué haría su madre sin ella todos los días… claro que tal vez eso tenía más que ver con la boda real que con el deseo de pasar tiempo con su hija.

–Francamente, me da igual lo que tus padres piensen hacer o si tu hermano te ayudaría. No vas a hacerlo sola.

–Nadie creería que tú y yo hemos hecho el amor.

Él se rio, un sonido oscuro que se enredó por todo su cuerpo, enroscándose en sus venas, calentándole la sangre. Nunca le había afectado de ese modo. Normalmente, Cristian le calentaba la sangre porque la enfurecía, pero aquello era diferente. Era un recuerdo compartido que Allegra no deseaba.

–No hemos hecho el amor –la corrigió él–. Hemos tenido relaciones sexuales contra una pared.

Allegra sintió que su rostro se cubría de rubor.

–Nadie creería que hicimos eso tampoco.

–¿Por qué? ¿Por mi impecable reputación?

–Para empezar.

–Nadie tiene que saber cómo pasó. Cuando demos la noticia les dirás a tus padres que te has enamorado de mí y que esa es la razón para romper el compromiso con Raphael.

–Nadie creerá que estoy enamorada de ti. Todo el mundo sabe lo que sentimos el uno por el otro.

–Mi reputación no sufrirá. Eres tú la que estaba comprometida y la mujer. Por lo tanto, te juzgarán a ti, así es la vida.

Allegra soltó un bufido.

–Ya me están juzgando. ¿No has visto las revistas?

–Puede que te sorprenda, pero mi vida no consiste en leer titulares sobre tus aventuras. Renzo me lo contó.

–¿Renzo lo sabe?

–Tu hermano no es tonto. Me imagino que cuando le pregunté cómo ibas vestida en la fiesta supo sumar dos y dos.

–Pero sigues vivo –dijo Allegra, pensando que si Renzo supiera que había hecho el amor con Cristian estaría muerto.

–Yo no sabía que eras tú. En otras circunstancias jamás se me hubiera ocurrido tocarte y tu hermano es consciente de ello.

–Siento mucho si mi identidad fue una desilusión para ti, pero los dos sabemos que disfrutaste mucho del encuentro –replicó ella, herida en su orgullo–. Tanto que fue extremadamente breve.

Él hizo un gesto burlón.

–Tú lo disfrutaste a pesar de la brevedad.

–¿Tan seguro estás?

–Recuerdo bien la intensidad de tu orgasmo, Allegra –respondió Cristian con voz ronca–. Eso no se puede fingir.

–Las mujeres pueden fingir muchas cosas.

–Las mujeres solo pueden fingir si su compañero es tonto o inexperto. Y yo no soy ninguna de esas cosas –Cristian dio un paso adelante–. Lo sentí, te sentí temblar. Sentí tu placer tanto como el mío. No finjas ahora que conoces mi identidad.

–Qué importante es eso para tu ego y, sin embargo, no puedes ni verme. Eres muy tortuoso, Cristian.

Él se rio, oscuro, implacable.

–Nunca he dicho que fuese de otro modo.

–No me deseas y dudo que desees tener un hijo.

–Ahí es donde te equivocas. Necesito ese hijo.

–Si lo necesitas para algún ritual de sacrificio no has tenido suerte –replicó ella, irónica.

–No, gracias. En mi vida ya ha habido demasiadas muertes.

Ella apartó la mirada.

–Lo siento, no quería…

–No te disculpes ahora, no lo haces de corazón.

–¿Por qué necesitas un hijo? –le preguntó Allegra.

–Porque sigo siendo un aristócrata, un duque.

–Lo sé. Tu arrogancia lo anuncia antes de que entres en cualquier sitio.

–Entonces debes entender que necesito un heredero; un heredero legítimo. Mi hijo no puede nacer fuera del matrimonio y yo no puedo perder esta oportunidad.

–¿Nuestro hijo es una oportunidad?

–Es una oportunidad para proteger mi linaje. Soy viudo y tengo más de treinta años, de modo que tener un hijo cada día es más importante. Yo nací casi por accidente y depende de mí que el ducado de Acosta tenga un heredero.

–¿Qué me estás proponiendo?

–Te estoy proponiendo matrimonio.

–¿Qué?

A Allegra le latía el corazón con tal fuerza que sentía como si estuviera bajo el agua. Apenas podía respirar.

–Allegra Valenti, vas a tener un hijo mío y, por lo tanto, serás mi esposa.

Capítulo 3

 

Cristian miraba a la recalcitrante mujer sentada frente a él en su avión privado. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que llevó a una mujer en su avión.

Mucho tiempo desde la última vez que tuvo una amante.

Aunque Allegra no era su amante. En absoluto. Un revolcón contra una pared no la convertía en nada. A él, sin embargo, lo convertía en un hombre débil.

Tres años de celibato, pensó. Era de esperar. Y, sin embargo, no se había imaginado que sería castigado de forma tan espectacular por su falta de control. En su opinión, ya había recibido más que suficientes castigos en la vida, pero alguna deidad caprichosa no estaba de acuerdo.

Y su nuevo castigo era Allegra Valenti.

Estaba claramente enfadada, casi hecha un ovillo en el asiento mientras miraba por la ventanilla, como si prefiriese tirarse de cabeza que pasar un momento más en su compañía.

–¿Tienes algo que decir, Allegra?

–Creo que ya te lo he dicho todo… y varias veces. No quiero repetirme.

–Hazlo, por favor. Nunca me canso de tus excusas. Todas ellas increíblemente egoístas.

–No es egoísta pensar que dos personas que no se soportan no pueden casarse.

–¿Por qué no? Mucha gente lo hace. Solo tienes que sobrevivir hasta que la muerte nos separe.

–¿Es fácil conseguir arsénico en España?

–Eres una delicia –replicó él, burlón–. ¿Cómo es posible que no nos hayamos dejado llevar antes?

–¿Te refieres al arsénico?

Cristian se rio.

–Me refería a la atracción que hay entre nosotros, «tesoro».

–No hay ninguna atracción, Cristian –replicó ella–. De hecho, tuvimos que disfrazarnos para que pasara algo. Yo diría que no debemos preocuparnos por ese tema.

Recordar esa noche hizo que Cristian tuviera que tragar saliva. No había hecho más que soñar con esa noche desde que ocurrió. Que fuese Allegra Valenti con quien había perdido la cabeza se había convertido en una pesadilla, pero una pesadilla erótica.

No había estado con una mujer desde la muerte de Sylvia. Ni siquiera había sentido la tentación. Pero aquella noche, en el baile de máscaras, había visto a una criatura sensual con un vestido de color violeta que se ajustaba a sus generosas curvas y el largo pelo oscuro cayendo sobre unos hombros tentadoramente descubiertos.

El primitivo deseo había trascendido la razón, la decencia. No había querido que nada estropease el momento, por eso quiso evitar que hablase. No quería escuchar una sola palabra. No quería perder el hechizo que había caído sobre ellos.

Debería haberse imaginado que era cosa de brujería y que se quemaría por ello. Un solo exceso en una vida disciplinada y lo había destruido todo.

–Me temo que en eso te equivocas –replicó con tono aburrido–. La química que hay entre nosotros es innegable.

Ella hizo un gesto con la mano.

–Mira cómo lo niego.

–Tu negativa no tiene sentido porque llevas a mi hijo en tus entrañas.

–Porque no sabía que eras tú con quien estaba… esa noche, en el baile de máscaras –replicó ella.

–Eso dices tú.

–Casarnos sería un desastre para los dos –insistió Allegra con tono amargo.

–Podría ser, pero te casarás conmigo antes de que nazca el bebé. Y seguirás casada conmigo durante un tiempo. Después, nos divorciaremos tan rápida y civilizadamente como sea posible.

–Para mis padres no hay nada civilizado en un divorcio.

–Ya me imagino. Son muy católicos, ¿no?

Ella hizo una mueca.

–A sus ojos, estaría casada contigo para siempre.

–Lo siento, pero mi necesidad de tener un heredero es más importante.

Allegra lo miró, perpleja.

–¿Crees que voy a pasar un par de años de mi vida pudriéndome en un castillo?

–Es más bien una villa, una casa grande.

–Y solo eres un duque. Se supone que debía haberme casado con un príncipe.

–No era el príncipe el que te tuvo contra una pared –replicó Cristian–. Dudo que lamentes no casarte con él.

–Eso es como admitir que estabas equivocado, ¿no? Al fin y al cabo, fuiste tú quien instigó ese compromiso.

–No me equivocaba porque sabía que era bueno para ti. Por otro lado, la química entre dos personas es más difícil de predecir y está claro que no sentías pasión por él.

–¿Por qué crees eso?

–El hijo que esperas no es hijo suyo. Si lo fuera, no habrías roto el compromiso. ¿Qué otra conclusión puedo sacar, aparte de que no te acostabas con él?

Ella lo miró con una expresión indescifrable.

–Tal vez no sea hijo tuyo. Tal vez hago el amor con muchos hombres en cualquier pasillo. Tal vez solo sé que no es hijo de Raphael porque es un caballero y no se atrevió a tocarme.

–¿Sigues intentando venderme esa historia?

–Podría ser cierto –Allegra sacudió la cabeza, con su oscuro cabello brillando bajo las luces–. No me conoces, Cristian. Al menos, no conoces a la mujer en la que me he convertido. Sigues pensando que soy una niña, pero tengo veintidós años.

Él se rio, sintiéndose de repente muy viejo. Anciano.

–Ya.

–Soy una mujer, pienses lo que pienses.

–Sé muy bien que eres una mujer.

Le alegró ver que se ruborizaba, pero al mismo tiempo sus entrañas se encogieron de deseo.

Por Allegra Valenti.

Era inaceptable.

–Bueno, otros hombres también lo saben por experiencia propia.

No la creía. Y, sin embargo, pensar en ella con otros hombres lo enfurecía. Solo podía atribuir ese sentimiento posesivo a que iba a tener un hijo suyo. Y a que era la primera mujer con la que había tenido relaciones en mucho tiempo.

–O tal vez –empezó a decir, observándola atentamente– estás tan segura porque eras virgen.

Cristian revivió esa noche de nuevo. Era tan estrecha… había creído que gemía de placer, pero empezaba a preguntarse si estaría en lo cierto.

Pensar eso era embriagador. Debería sentirse disgustado consigo mismo, pero no era así. Se preguntó entonces si de verdad estaría bajo un hechizo, algún tipo de magia negra.

–Eso es ridículo –replicó ella.

–Yo no lo creo.

–¿Quién perdería la virginidad de ese modo? Qué tontería.

–Tal vez una mujer que iba a casarse con un hombre del que no estaba enamorada –replicó Cristian. Allegra no dijo nada y él tuvo que apretar los dientes para contener un gruñido de triunfo–. Entonces es hijo mío.

–Yo no he dicho eso.

–No hace falta –dijo Cristian, mirándola a los ojos–. Me darás un heredero legítimo y luego podrás seguir adelante como si no hubiera pasado nada.

–¿Qué estás sugiriendo, que te ceda la custodia de nuestro hijo?

–Un heredero de la familia Acosta debe ser educado en la tierra de sus antepasados.

–Eso es ridículo –replicó ella, cruzando los brazos bajo el pecho–. No voy a darte la custodia de mi hijo.

–Cuando nos hayamos divorciado tal vez podría instalarte en la zona de empleados.

–No te atreverías.

–¿Tienes pruebas de que me atrevo a todo y sigues desafiándome?

Ella giró la cabeza, indignada, y Cristian apretó los dientes. Era tan bella… lo había sido desde que se convirtió en una huraña adolescente. Tenía la impresión de que su familia no entendía sus cambios de humor, que no notaban su desasosiego cada vez que mencionaban su boda con el príncipe. O la tormenta que brillaba en sus ojos cada vez que discutían su futuro.

Aunque desaprobaba su actitud, siempre la había encontrado bellísima, pero en ese momento era algo más. Cuando la miraba solo veía a la seductora que lo había recibido en el baile de máscaras, la que lo había tocado como si fuese un milagro para ella.

«Y lo había sido porque era virgen».

Cristian sacudió la cabeza. ¿Por qué se sentía como un villano?

–Cuando lleguemos a España te regalaré un anillo de compromiso y empezaremos con los preparativos de la boda.

–Aún no he aceptado casarme contigo. Parece que no lo quieres entender.

–No estoy esperando que estés de acuerdo, no me hace falta.

–Sí te hace falta. Mi exprometido era un príncipe y ni siquiera él pudo obligarme a contraer matrimonio. Y, desde luego, tú tampoco vas a hacerlo.

–Hablemos de tus expectativas, que tú crees tan abundantes. Podrías volver a Italia como madre soltera y enfrentarte a una batalla legal por la custodia del bebé. Y creo que tus padres se pondrían de mi lado, así que tendrías la batalla perdida –Cristian la vio palidecer y se sintió como un canalla, pero siguió adelante–. Si quieres ver a tu hijo sugiero que aceptes que has cambiado un compromiso por otro. Pero el nuestro será un matrimonio de conveniencia, nada más. No tengo intención de tocarte.

Ella no dijo nada. Se limitó a seguir mirando por la ventanilla, parpadeando furiosamente como para contener las lágrimas. Y, de nuevo, Cristian se sintió como un villano. Pero no era un villano, solo estaba siendo práctico.

–¿Nada que decir?

–Has dejado bien claro que yo no tengo nada que decir –respondió Allegra, sin mirarlo.