pack123.jpg

 

HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Jazmín y Bianca, n.º 123 - mayo 2017

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9770-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Hijo de la venganza

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Después del «Sí, quiero»

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

El valor de un millonario

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Un beso en París

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Hijo de la venganza

Capítulo 1

 

Debería despedirte inmediatamente –la reprendió su jefa–. Cualquiera querría tener tu trabajo, ¡cualquiera sería menos tonto!

–Lo siento.

A Laney May Henry se le llenaron los ojos de lágrimas al ver el café caliente en el abrigo de piel blanco de su jefa, que estaba apoyado en el respaldo de una silla. Se inclinó hacia delante e intentó desesperadamente limpiar la marcha con el dobladillo de su falda de algodón.

–No ha sido…

–¿El qué no ha sido? –inquirió su jefa, una condesa nacida en Estados Unidos que se había casado y divorciado cuatro veces–. ¿Qué pretendes decir?

«Que no ha sido culpa mía», pensó Laney, pero respiró hondo. No merecía la pena explicarle que su amiga le había puesto la zancadilla para que tropezase. No merecía la pena explicarlo porque su jefa había visto lo que había ocurrido y se había reído de ella con su amiga al verla tropezar. Para su jefa había sido divertido, hasta que había visto la mancha del abrigo de piel.

–¿Y bien? –preguntó Mimi du Plessis, condesa de Fourcil–. Estoy esperando.

Laney bajó la mirada.

–Lo siento, señora condesa.

Su jefa se giró hacia su amiga, que iba vestida de la cabeza a los pies de Dolce & Gabbana y estaba fumando.

–Es tonta, ¿verdad?

–Muy tonta –respondió la amiga, haciendo un anillo con el humo del tabaco.

–Últimamente es muy difícil encontrar buen servicio.

Laney se mordió el labio inferior con fuerza y clavó la vista en la alfombra blanca. La habían contratado dos años antes para organizar el vestidor de Mimi du Plessis, llevar su agenda y hacer recados, pero no había tardado en darse cuenta del motivo por el que el sueldo era tan bueno. Tenía que estar disponible día y noche y aguantar a la condesa. Llevaba dos años fantaseando con la idea de dejar el trabajo y volver a Nueva Orleans, pero no podía hacerlo. Su familia necesitaba el dinero y ella quería mucho a su familia.

–Toma el abrigo y sal de aquí. No soporto ver tu patética cara ni un segundo más. Lleva el abrigo a limpiar y más te vale que esté de vuelta antes de la gala de Nochevieja de esta noche.

Después, la condesa se giró hacia su amiga y retomó la conversación que habían estado manteniendo.

–Me parece que esta noche Kassius Black por fin va a dar el paso.

–¿De verdad?

La condesa sonrió.

–Ya ha desperdiciado millones de euros haciendo préstamos anónimos a mi jefe, pero tal y como están las cosas, la empresa de mi jefe quebrará este año. Yo le he dicho a Kassius que si quiere llamar mi atención tiene que dejar de tirar el dinero y pedirme salir directamente.

–¿Y qué te ha contestado?

–No ha dicho que no.

–Entonces, ¿vais juntos al baile de esta noche?

–No exactamente… pero estoy cansada de esperar a que se decida. Es evidente que está locamente enamorado de mí. Y yo estoy preparada para casarme otra vez.

–¿Casarte?

–¿Por qué no?

Su amiga apretó los labios.

–Kassius Black es muy rico y guapo, pero ¿quién es? ¿De dónde viene? Nadie lo sabe.

–¿A quién le importa? –respondió Mimi du Plessis, a la que le encantaba alardear de su árbol genealógico que se remontaba a la época de Carlomagno–. Estoy harta de aristócratas sin dinero. Mi último marido, el conde, me dejó seca. Tengo su título, por supuesto, pero después del divorcio tuve que ponerme a trabajar. ¡Yo! ¡Trabajar!

Se estremeció ante semejante humillación, después volvió a sonreír.

–Cuando sea la esposa de Kassius Black no tendré que volver a preocuparme de trabajar. ¡Es el décimo hombre más rico del mundo!

Su amiga hizo otro elegante anillo con el humo.

–El noveno, gracias a sus inversiones en el mercado inmobiliario.

–Aún mejor. Sé que va a intentar besarme a medianoche. Estoy deseándolo. Estoy segura de que también sabe cumplir en la cama…

Frunció el ceño al ver que Laney seguía esperando junto al sofá, con el abrigo en las manos.

–¿Y bien? ¿A qué estás esperando?

–Lo siento, señora, pero necesito su tarjeta de crédito.

–¿Mi tarjeta? Será una broma. Págalo tú. Y tráenos más café. ¡Date prisa, idiota!

Laney tomó el ascensor que llevaba al recibidor del elegante hotel Carillon, situado en la calle más cara de Mónaco, llena de tiendas de diseñadores y con vistas al famoso Casino de Montecarlo.

El portero le sonrió con simpatía.

Ça va, Laney?

Ça va, Jacques –le respondió, obligándose a sonreír a pesar de que las oscuras nubes que cubrían el cielo parecían tan cargadas como su corazón.

Acababa de dejar de llover. La calle estaba mojada, lo mismo que los caros coches deportivos que había aparcados en ella. Era finales de diciembre y las tardes de invierno eran cortas, las noches muy largas. El día de Nochevieja era muy popular, sobre todo entre los ricos, que iban en yate a Mónaco y disfrutaban de fiestas exclusivas, hacían compras y comían en los mejores restaurantes del mundo.

Laney se reconfortó pensando que al menos había dejado de llover. No tenía que preocuparse de que se mojase el abrigo de piel. Además, con las prisas se le había olvidado su propio abrigo e iba vestida con una camisa blanca, pantalones anchos y unos zuecos, y el pelo recogido en una cola de caballo. Era el uniforme de los criados. Pero, incluso sin lluvia, el ambiente era húmedo y muy frío, y casi no brillaba el sol. Temblando, agarró el abrigo con fuerza para protegerlo de las salpicaduras de un coche y también para taparse un poco.

No le gustaban los abrigos de piel de su jefa, le recordaban demasiado a las mascotas que había tenido en casa de su abuela, a las afueras de Nueva Orleans. Los perros y los gatos la habían reconfortado durante algunas épocas duras de su adolescencia. Echó de menos su casa. Se le hizo un nudo en la garganta. Hacía dos años que no veía a su familia.

«No lo pienses». Respiró hondo y agarró con fuerza el abrigo, que era grande y pesado. Ella era más bien menuda.

De repente, estaba mirando su teléfono cuando un grupo de turistas que pasaba a su lado la empujó. Laney tropezó y se vio caer hacia la carretera en cámara lenta, directa hacia un deportivo rojo que iba en dirección a ella.

Se oyó un frenazo brusco y Laney pensó por un instante que iba a morir, con veinticinco años, lejos de casa y de todas las personas a las que quería, atropellada por un coche. Deseó poder decirles a su abuela y a su padre cuánto los quería por última vez…

Cerró los ojos y contuvo la respiración. El coche la golpeó y ella salió volando, y fue a caer sobre algo blando.

Todo se quedó a oscuras y ella hizo un esfuerzo por respirar.

–¡Maldita sea, en qué estabas pensando!

Era una voz masculina, pero no sonaba como ella se había imaginado la voz de Dios, así que no podía estar muerta. Laney abrió los ojos.

Había un hombre inclinado sobre ella, mirándola. Estaba a contraluz, así que no podía verlo bien, pero era alto y tenía los hombros anchos. Y parecía enfadado.

Un grupo de gente se arremolinó a su alrededor y el hombre se agachó a su lado.

–¿Por qué has irrumpido así en la carretera? –le preguntó el hombre, que tenía el pelo y los ojos oscuros y era guapo–. Podía haberte matado.

Laney lo reconoció de repente. Tosió y se sentó. Se sintió aturdida y se llevó la mano a la cabeza.

–¡Ten cuidado, maldita sea!

–Kassius… Black –gimió ella.

–¿Te conozco?

¿Cómo iba a conocerla, si no era nadie?

–No…

–¿Estás herida?

–No –susurró, dándose cuenta de que, sorprendentemente, era cierto.

El abrigo de piel había amortiguado la caída.

–Estás en estado de shock –dijo él, tocándola sin pedirle permiso, como si quisiese comprobar que no tenía nada roto.

Pero Laney sintió calor cuando la tocó. Le ardieron las mejillas, y lo apartó.

–Estoy bien.

Él la miró con escepticismo.

Ella respiró hondo e intentó sonreír.

–De verdad.

De todos los multimillonarios de Mónaco, y había muchos, había tenido que ir a toparse con el que quería su jefa, con aquel hombre misterioso y peligroso. Si la condesa se enteraba de que le había causado algún problema a Kassius Black…

Laney intentó incorporarse.

–Espera –ordenó él–. Respira. Esto es serio.

–¿Por qué? –preguntó ella–. ¿Le he hecho daño a tu Lamborghini?

–Muy graciosa –dijo él en tono seco, mirándola fijamente–. ¿Cómo has irrumpido así en la carretera, delante de mí?

–He tropezado.

–Deberías tener más cuidado.

–Gracias.

Se frotó el codo, que le dolía. Las dos veces anteriores que había visto a aquel hombre, mientras comía con la condesa, Laney había pensado que Kassius Black debía de ser un estadounidense criado en Europa, o un europeo criado en Estados Unidos. Aunque lo cierto era que tenía un acento que ella reconocía muy bien, pero no era posible. Se frotó la frente. Debía de haberse dado un golpe más fuerte de lo que pensaba.

–Lo intentaré en el futuro.

Kassius se puso en pie y miró a su alrededor, a las personas que se habían acercado.

–¿Hay algún médico?

Nadie respondió. Él se sacó el teléfono del bolsillo.

–Voy a llamar a una ambulancia.

–Muchas gracias –le dijo Laney–, pero me temo que no tengo tiempo para eso.

Él la miró con incredulidad.

–¿Que no tienes tiempo?

Ella se buscó sangre o algún hueso roto, pero, al parecer, lo peor que tenía era un chichón en la frente. Se lo tocó.

–Tengo que hacer un recado urgente para mi jefa.

Hizo un gesto de dolor y se levantó. Él alargó la mano para ayudarla. Cuando se tocaron, Laney sintió un chispazo que hizo que lo mirase. Era mucho más alto que ella, guapo y poderoso, e iba muy elegante, vestido con un traje oscuro. Ella debía de estar hecha un desastre.

Bajó la mano.

–Gracias por haber frenado –murmuró–. Será mejor que me marche…

–¿Quién es tu jefa?

–Mimi du Plessis, la condesa de Fourcil.

–¿Mimi? –preguntó él, acercándose más y estudiando su rostro–. Espera, ahora te he reconocido. Eres el ratoncillo que va y viene por casa de Mimi, que le ordena las zapatillas y le busca el teléfono.

Laney se ruborizó.

–Soy su asistente.

–¿Y cuál es ese recado tan importante que tienes que hacer, que casi mueres por él?

–Solo casi.

–Una suerte.

–Sí.

Laney se quedó hipnotizada con su rostro, un rostro con carácter, que tenía una cicatriz en uno de los altos pómulos. Y la nariz aquilina un tanto torcida, como si se le hubiese roto de joven. Tuvo la sensación de que aquel hombre no había nacido siendo rico. No se parecía en nada a los playboys ricos con los que Mimi había salido después del divorcio. Aquel hombre era un luchador. Tal vez un mafioso. Y su mirada la aturdía.

–Dime, ¿cuál es ese recado, ratoncito? –volvió a preguntar.

–Su abrigo…

Laney miró a su alrededor y gritó, angustiada.

El carísimo abrigo de piel estaba tirado en un charco.

Laney respiró hondo.

–Estoy despedida –susurró–. Me dijo que tenía que estar limpio antes del baile de esta noche. Ahora está destrozado.

–No ha sido culpa tuya.

–Sí, primero se me cayó el café encima. Y luego he tropezado al mirar el teléfono para saber dónde estaba la tintorería más próxima… ¡Mi teléfono!

Buscó con la mirada y lo vio destrozado debajo de una de las ruedas del coche. Se agachó a recogerlo y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Y justo cuando pensaba que nada podía ir peor, empezó a llover de nuevo.

Aquello fue demasiado. Fue la gota que colmó el vaso. Laney se echó a reír.

–¿Qué te parece tan gracioso?

–Es evidente que me he quedado sin trabajo.

–¿Y te alegra?

–No –respondió ella, limpiándose los ojos–. Sin trabajo, mi familia no podrá pagar el alquiler el mes que viene, ni mi padre podrá comprar sus medicamentos. No es nada gracioso.

La mirada de Kassius se volvió fría.

–Lo siento.

–Yo también –respondió ella, pensando que estaba manteniendo una conversación muy extraña con el noveno hombre más rico del mundo. ¿O era el décimo?

Un coche tocó el claxon y ella se sobresaltó. Ambos se giraron a mirarlo. Las personas que se habían acercado se fueron dispersando al ver que estaba bien, pero el coche de Kassius seguía parado en medio de la calle, entorpeciendo el tráfico.

Kassius apretó la mandíbula.

–Si no estás herida y no quieres que te vea un médico… supongo que tengo que marcharme.

–Adiós –respondió ella–. Gracias por no haberme matado.

Se giró y tiró el teléfono en la primera papelera que vio. Después se echó el abrigo sobre el hombro y empezó a andar por la acera, bajo la lluvia. Volvería al hotel y le preguntaría a Jacques si conocía una tintorería en la que hiciesen magia. ¿A quién pretendía engañar? ¿Magia? Lo que necesitaba era retroceder en el tiempo.

Alguien la agarró del brazo. Sorprendida, vio a Kassius, que estaba muy serio.

–Está bien, ¿cuánto dinero quieres?

–¿Para qué?

–Sube a mi coche.

–No necesito que me lleves, voy a volver al hotel Carillon.

–¿A qué?

–A devolverle el abrigo a mi jefa y a dejar que me grite y que me despida.

–Suena divertido –respondió él, arqueando una ceja–. Mira. Es evidente que te has lanzado delante de mi coche por un motivo. No sé por qué no me pides dinero directamente, pero, sea cual sea tu juego…

–¡No hay ningún juego!

–Puedo solucionar tu problema. Con el abrigo.

Laney tomó aire.

–¿Sabes cómo arreglarlo? ¿A tiempo para el baile de esta noche?

–Sí.

–¡Te lo agradecería mucho!

–Sube al coche.

A esas alturas, los coches que esperaban en la carretera no se limitaban a tocar el claxon, los conductores estaban gritando cosas feas.

Kassius le abrió la puerta del pasajero y ella subió sin soltar el abrigo. Él se sentó al volante sin molestarse en responder a los insultos, arrancó y se alejó de allí.

–¿Adónde vamos? –preguntó Laney.

–No está lejos.

–Mi abuela se pondría furiosa si supiese que me he subido a un coche con un desconocido –comentó.

Y con razón.

–No somos desconocidos. Sabes cómo me llamo.

–Señor Black…

–Llámame Kassius –respondió él–. Aunque no creo que Mimi nos haya presentado nunca.

–De acuerdo, Kassius –dijo ella–. Yo soy Laney. Laney May Henry.

–¿Eres estadounidense?

–De Nueva Orleans.

Él se giró a mirarla fijamente.

Su jefa había dicho que era un hombre inescrutable y frío. ¿Por qué se estaba molestando en ayudarla? Laney necesitaba tanto su ayuda que no se lo preguntó.

–Muchas gracias –dijo–. Eres muy amable.

–No soy amable –respondió él en voz baja–, pero no te preocupes, que no vas a quedarte sin trabajo.

A ella se le subió el corazón a la garganta. No recordaba la última vez que alguien la había ayudado. En general, era ella la responsable de todos y de todo.

–Gracias –repitió, mirando hacia la ventanilla y parpadeando rápidamente.

Mónaco era un principado pequeño, de tan solo dos kilómetros cuadrados, pegado al mar Mediterráneo, rodeado por Francia. Como era un paraíso fiscal, los ricos de todo el mundo intentaban hacerse ciudadanos monegascos, por lo que se decía que un tercio de la población eran millonarios. También era un lugar famoso por su gran casino del siglo XIX y por el Grand Prix que se corría todos los años por sus calles.

–No creo que podamos arreglarlo –admitió con tristeza, mirando el abrigo–. Tal vez podrías acompañarme de vuelta al hotel y explicar lo ocurrido. Tal vez así la condesa no me despida.

–Solo conozco a Mimi por cuestiones de trabajo, ¿qué te hace pensar que puedo influir en su decisión?

–¿No estás enamorado de ella? –preguntó Laney sin pensarlo.

–¡Enamorado! –repitió él–. ¿Qué te hace pensar eso?

A Laney le ardieron las mejillas. No quería ser indiscreta ni difundir rumores acerca de su jefa. Avergonzada, se encogió de hombros y clavó la vista en la lluvia.

–Casi todos los hombres se enamoran de ella. Así que he dado por hecho…

–Pues te equivocas.

Kassius detuvo el coche bruscamente y aparcó.

–De hecho, se me ha acusado muchas veces de no tener corazón.

–No es cierto –dijo ella, sonriendo con timidez–. Debes de tenerlo, si no, no me estarías ayudando.

Él le dedicó una mirada inescrutable y, sin responder, apagó el motor y salió del coche.

A Laney se le aceleró el corazón al verlo dar la vuelta por la parte delantera. Era muy alto y musculoso, pero se movía con la gracia de un felino. Le abrió la puerta y le tendió la mano.

Ella la miró consternada, sin saber si debía tocarlo, después del chispazo de la vez anterior.

–El abrigo –dijo Kassius con impaciencia.

Laney se ruborizó y se lo dio.

Él se lo echó sobre el hombro. Y volvió a tender la mano.

–Y ahora tú.

Por un instante, Laney dudó. Tenía miedo de hacer el ridículo y sabía que había muchas posibilidades de que ocurriera eso. Cuando estaba nerviosa siempre se le escapaba alguna tontería y Kassius Black la ponía muy nerviosa.

Apoyó tímidamente la mano en la de él, que la ayudó a salir. El calor y la fuerza de sus dedos le provocaron una reacción extraña. Él apartó la mano y Laney miró el edificio que tenía delante, de estilo clásico, con el ceño fruncido.

–Esto no es una tintorería.

–No. Sígueme.

Entraron a una tienda muy elegante. Kassius le dio el abrigo a la primera dependienta que vio.

–Toma, deshazte de esto.

–Por supuesto, señor –respondió ella con toda serenidad.

–¿Que se deshaga del abrigo? ¿Qué estás haciendo? –le gritó Laney–. ¡No podemos tirarlo!

–Y consigue otro igual –añadió él, mirando a la dependienta.

–¿Qué? –inquirió Laney.

–Por supuesto, señor. Tenemos uno muy parecido. Cuesta cincuenta mil euros.

Laney estuvo a punto de desmayarse, pero Kassius ni parpadeó.

–Estupendo.

Diez minutos después volvían en su coche al hotel Carillon, con el abrigo nuevo en el maletero que, por extraño que pareciese, estaba en la parte delantera del coche y no en la trasera. Los ricos siempre hacían algunas cosas de un modo un poco distinto, pensó Laney.

Otras las hacían igual que los demás.

–Solo puede haber un motivo por el que te has gastado tanto dinero en un abrigo –comentó Laney–. Admítelo. Estás enamorado de la condesa.

Kassius la miró de reojo.

–No lo he hecho por ella, sino por ti –respondió sonriendo.

–¿Por mí?

–Sabes quién soy y los recursos que tengo. Y aun así no has intentado aprovecharte, aunque te he golpeado con el coche. De hecho, he pensado que era lo que ibas a hacer cuando te has lanzado justo delante.

–No me he lanzado delante –protestó Laney.

Él la estudió con la mirada y Laney sintió que la desnudaba, se ruborizó.

–Podrías haberme amenazado con ir a la policía, haber intentado sacarme millones.

–Eso no estaría bien –le respondió ella–. Quiero decir, que no ha sido culpa tuya que yo me haya caído. Has intentado no atropellarme y me has salvado la vida porque eres rápido de reflejos.

–¿Y si te ofreciese ahora un millón de euros a cambio de que firmases un papel que diga que no me vas a denunciar?

–No lo aceptaría.

Él sonrió con cinismo.

–Entiendo…

–Puedo firmar ese papel gratis.

Aquello lo sorprendió.

–¿Qué?

–Mi abuela me educó para que dijese la verdad y no me aprovechase de los demás. Que seas rico no va a convertirme en una ladrona.

Kassius se echó a reír y giró a la izquierda.

–Tu abuela debe de ser una mujer increíble.

–Lo es –admitió ella–. Es toda una dama del Sur.

Kassius la miró un instante, le brillaron los ojos.

Detuvo el coche delante de la gran entrada del hotel Carillon, pero, cuando apagó el motor, Laney vio algo en su rostro que le encogió el corazón.

Sin pensarlo, le tocó tímidamente el hombro. Y se arrepintió inmediatamente al notar la fuerza de sus músculos bajo la chaqueta negra. Apartó la mano, pero no pudo evitar comentar:

–¿Por qué pones esa cara?

Él la miró a los ojos.

–¿Qué cara?

Laney se preguntó si habría sentido la misma corriente eléctrica que ella, pero se dijo que seguro que no. Estaba interesado por su jefa, que era bella, aristocrática y elegante, todo lo contrario que ella.

Respiró hondo.

–Has puesto cara… triste.

Kassius la miró fijamente y después sonrió de repente.

–Los multimillonarios no se ponen tristes, se serenan –respondió–. Ven, te salvaré de Mimi.

La puerta se abrió y Laney vio a Jacques, el portero, que la miraba con sorpresa.

–¿Señorita Laney?

–Ah, hola –dijo ella sonriendo–. El señor Black ha sido muy amable trayéndome de vuelta para que no me mojase con la lluvia.

Jacques pareció todavía más sorprendido al ver a Kassius, que le dio las llaves del coche y lo que debió de ser una muy buena propina.

Después le dio las gracias en francés y sacó el abrigo nuevo del maletero delantero del coche.

–Dime –se dirigió después a Laney, mientras entraban en el hotel–. ¿Qué te parece Mimi? ¿Es una buena jefa?

Laney se mordió el labio inferior e intentó encontrar las palabras adecuadas.

–Le agradezco que me dé trabajo –dijo por fin, con toda sinceridad–. El sueldo es muy generoso y me sirve para ayudar a mi familia. Gracias por ayudarme.

La idea de seguir trabajando para la condesa le gustó menos al entrar en la suite.

–¡Laney! ¡Eres una vaga! ¿Por qué has tardado tanto? No respondes al teléfono –le dijo su jefa nada más verla–. Has tardado tanto que he tenido que conseguirme yo sola un café. He tenido que llamar al servicio de habitaciones. ¡Yo!

–Lo siento –balbució Laney–. He tenido un accidente y mi teléfono…

Entonces Mimi vio a Kassius, que entró en la suite detrás de Laney, y se quedó boquiabierta. Su amiga Araminta, que estaba en el sofá, junto a la ventana, fumando y hojeando un Paris Match, se sorprendió tanto que se le cayó el cigarrillo de los labios.

Ambas mujeres se pusieron en pie rápidamente, se tocaron el pelo y balancearon las caderas.

–¡Kassius! –exclamó Mimi, sonriendo–. No sabía que ibas a venir a verme.

–No lo tenía planeado. Me he encontrado con tu asistente en la calle.

Le guiñó un ojo a Laney, que se ruborizó.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Mimi, mirándolos a ambos.

–La he atropellado –anunció Kassius sin más.

–Idiota, ¿por qué te has puesto delante del coche del señor Black?

Kassius tosió.

–Ha sido culpa mía –dijo, dándole a Mimi la bolsa con el abrigo–. Toma, para sustituir el abrigo que he estropeado en el accidente.

Mimi abrió la cremallera y dio un grito.

–¡Un abrigo nuevo! Lo retiro, Laney, que el señor Black te atropelle cuando quiera.

A Laney le pareció que su jefa hablaba en serio.

Mimi sonrió a Kassius con coquetería y se acercó más a él.

–Me has comprado un abrigo nuevo incluso antes de que salgamos juntos. Es evidente que sabes complacer a una mujer.

–¿Eso crees? –preguntó Kassius, mirando de reojo a Laney–. La verdad es que llevo mucho tiempo sin ganas de salir con nadie.

Sin saber por qué, a Laney se le aceleró el corazón.

–Ya verás cuando me veas esta noche en el baile. Estoy segura de que te va a apetecer llamar mi atención y tal vez…

Se acercó a él, se puso de puntillas y le susurró algo al oído.

–Qué… interesante –comentó él, mirándolas a las tres–. ¿Os veré esta noche?

Su mirada se detuvo en Laney.

–¿A todas?

–Por supuesto que Laney va a ir –dijo la condesa–. Necesito que me sujete el bolso, en el que llevaré el pintalabios y unos imperdibles, por si se me rompe el vestido… que es muy ajustado y con unos tirantes minúsculos.

Se echó a reír y añadió:

–Te vas a morir cuando me veas.

Kassius se giró muy serio hacia Laney.

–¿Tú también vas a llevar un vestido así?

–Yo… esto… –balbució ella, ruborizándose.

–¿Laney? –su jefa se rio–. Irá de uniforme, como el resto de los criados. Como tiene que ser, ¿verdad?

–Por supuesto –dijo su amiga, encendiéndose otro cigarrillo.

–Deberías marcharte, Kassius –añadió Mimi–. Tenemos que prepararnos para el baile. Laney tiene mucho que hacer…

Kassius se giró a mirarla.

–Me preguntaba si podrías hacerme un pequeño favor.

–Por supuesto –respondió ella entre dientes.

Kassius volvió a mirar a Laney.

–No ha querido ir a un hospital, pero debería descansar. Se ha dado un golpe en la cabeza y eso me preocupa. Parecía un poco… aturdida.

–Laney siempre está como aturdida –contestó Mimi con irritación.

–Hazme un favor. Dale una o dos horas para que se recupere.

–Pero si tiene que… Está bien.

–Gracias –respondió Kassius, volviendo a mirarlas a las tres e inclinando la cabeza–. Señoras.

La condesa y Araminta le sonrieron de oreja a oreja, pero Mimi dejó de sonreír en cuanto hubo salido por la puerta.

–No sé qué has hecho para llamar su atención, para darle pena, pero ¡qué vergüenza!

–¡Qué vergüenza! –repitió Araminta.

–Ve ahora mismo a planchar mi vestido.

De repente, Laney se dio cuenta de que le dolía mucho la cabeza.

–Pero si ha dicho que podía descansar un poco…

–Descansa mientras planchas mi vestido.

–Y el mío.

–Considéralo un regalo –añadió la condesa–. Imagínate que estás en una sauna. Disfruta de la visita al spa.

Aunque pareciese extraño, Laney disfrutó planchando los vestidos. No pudo dejar de pensar en cómo la había mirado Kassius a los ojos, en el timbre de su voz, en cómo la había ayudado a salir del coche, dándole la mano.

Sacudió la cabeza.

–Es ridículo –se dijo en voz alta–. Esta noche la besará a ella, no a ti.

Oyó que sonaba el timbre de la suite, apagó la plancha y corrió a abrir la puerta.

Había un joven con una caja en las manos.

–Un paquete –dijo.

Merci –respondió Laney, dándole una propina de su propio bolsillo y sorprendiéndose al ver su nombre escrito en una tarjeta.

–¿Qué es? –preguntó su jefa–. ¿Un paquete para mí?

–La verdad… es que es para mí.

–¿Qué? –inquirió Mimi, tomando el sobre–. ¿Quién te va a enviar un regalo a ti?

Lo abrió y leyó el mensaje que había dentro. Luego fulminó a Laney con la mirada.

–¿Qué has hecho?

–¿Qué quiere decir?

Mimi le tiró la nota a Laney, que la leyó.

 

Estoy seguro de que estás muy guapa de uniforme, pero preferiría que te pusieses esto. Espero verte antes de la medianoche. Kassius.

 

Laney sintió calor, se sintió feliz.

–Ábrelo –le ordenó Mimi.

Laney deseó que Mimi y Araminta no estuviesen allí, pero dejó la caja sobre la mesa y la abrió.

Las tres mujeres dieron un grito ahogado.

Dentro de la caja había un vestido dorado, que brillaba bajo la luz de la habitación, con el escote en forma de corazón y una voluminosa falda de tul. Laney sacó un guante blanco de la caja y, de repente, le entraron ganas de echarse a llorar. Era un regalo digno de una princesa.

Sacó el vestido de la caja y se lo pegó al cuerpo. Casi no se reconoció en el espejo.

–¿Qué has hecho? ¿Lanzarte delante de su coche? –le preguntó su jefa–. Eres una cazafortunas. ¿No pensarás que voy a permitir que me lo quites?

Ella miró a Mimi sorprendida.

–No…

Su jefa la miró de arriba abajo con desprecio.

–¿Qué iba a ver un hombre en ti?

–Estoy segura de que solo ha querido ser amable –balbució Laney.

–Está intentando ponerte celosa, Mimi –comentó Araminta.

–Tal vez –respondió la condesa–. Está bien, póntelo. Y, si te pide que bailes con él esta noche, hazlo.

Aquello sorprendió a Laney.

–Y luego quiero que le digas que estás harta de sus atenciones y que le insultes.

–¡No!

–Si no lo haces, te quedarás sin trabajo y me aseguraré de que nadie te contrate. Así que tú verás. Piénsatelo.

Capítulo 2

 

Kassius tomó una copa de champán y pensó que tenía demasiadas burbujas y estaba demasiado dulce. No le apetecía estar allí.

La fiesta la daba la realeza y los invitados habían sido cuidadosamente seleccionados. El salón era muy elegante, había una orquesta en directo, tocando música clásica. Pensó que habría preferido que tocasen rock, pop, rap, o blues, que había sido la música favorita de su madre. Su madre, originaria de Nueva Orleans, la cuna del blues.

Igual que Laney.

Kassius pensó en su bonito rostro, en sus grandes y sinceros ojos marrones. Era extraño que no se hubiese fijado antes en ella.

Pero ya sabía quién era. Y nada más marcharse del hotel la había hecho investigar. Se llamaba Elaine May Henry, tenía veinticinco años y era de un pueblo a las afueras de Nueva Orleans, había terminado el instituto con muy buenas notas, pero después no había podido ir a la universidad, había tenido que ponerse a trabajar. Su abuela y su padre, minusválido, necesitaban su sueldo, sobre todo, desde que la madre de Laney los había abandonado años antes.

Aquello último le puso los pelos de punta. A él también lo había abandonado su padre. Y su frágil madre, que había procedido de un barrio acomodado de Nueva Orleans, jamás lo había superado.

Apartó aquel recuerdo de su mente y volvió a pensar en Laney.

Después del instituto se había puesto a trabajar de niñera para un jugador de fútbol profesional. Dos años después, había sido la ayudante de un conocido cocinero. Y dos años antes había empezado a trabajar para Mimi a cambio de un salario mejor. Desde entonces vivía en Mónaco. Al parecer, no había dejado de trabajar nunca y todo el dinero que ganaba lo mandaba a casa.

Era una buena persona, leal. No se había quejado de su jefa cuando él le había dado la oportunidad. Tampoco había mentido alabando a Mimi. Simplemente, había dicho que le agradecía que le diese trabajo y pagase bien.

Y a pesar de necesitar dinero, no se lo había pedido a él después de que hubiese estado a punto de atropellarla.

Tuvo que reconocer que Laney Henry le interesaba. Había visto en ella valores de los que antes solo había oído hablar: amabilidad, honestidad, generosidad, lealtad. Le gustaba su cercanía. Y su acento, también.

En cualquier caso, en esos momentos solo podía pensar en ella. Deseaba estar con una mujer chapada a la antigua, en la que pudiese confiar, a la que pudiese incluso controlar. Y a la que, además, deseaba sexualmente.

Interesante.

Había pasado mucho tiempo planeando su venganza, pero había una parte de su plan que no había conseguido solucionar. Cuando por fin destruyese al viejo, revelase su verdadera identidad y se lo arrebatase todo, él tendría una familia de la que alardear.

Kassius sonrió con frialdad. Vio en la otra punta del salón al viejo ruso de pelo blanco charlando con unos amigos.

Entonces recordó a Laney diciéndole que parecía triste.

Y su propia respuesta.

A ella también la habían abandonado, pero en vez de volverse fría y dura había seguido siendo dulce y delicada como una flor.

Se preguntó cómo sería besarla. E ir más allá…

Se preguntó cómo sería tener su cuerpo curvilíneo entre los brazos. Que ella lo mirase con los ojos brillantes mientras temblaba y le decía que no quería separarse jamás de él, que estaba esperando un hijo suyo.

La idea lo excitó. Y mucho.

Había evitado tener demasiada intimidad con una mujer por miedo a que descubriesen la verdad de su pasado y su verdadera identidad.

Además, todas las mujeres a las que conocía eran parecidas a Mimi du Plessis: bellas, superficiales, duras. Mimi lo traicionaría si podía.

Y ese era el motivo por el que la había buscado.

Llevaba casi veinte años planeando su venganza, trabajando día y noche para destruir a Boris Kuznetsov.

Pero incluso Mimi había empezado a sospechar cuando Kassius le había prestado al ruso cantidades de dinero que el otro hombre jamás le podría devolver.

Así que Kassius había hecho creer a Mimi que estaba interesado en ella. Y no se sentía culpable por ello.

Pero el engaño tendría que terminarse antes o después. Esa tarde, cuando Mimi le había susurrado al oído que quería que la esposase a la cama y la cubriese de nata montada, Kassius había tenido que contener las náuseas. Mimi no le atraía en absoluto.

Se preguntó dónde estaría. ¿Por qué no había llegado todavía con Laney?

Quería ver a Laney con el vestido dorado.

Terminó la copa de champán y la dejó vacía en la bandeja de un camarero que pasaba por su lado para ir a buscar a Laney Henry, y un Martini.

Pasó entre la multitud ignorando las sonrisas de las mujeres y las miradas de disgusto de algunos hombres y se dirigió al bar mientras buscaba con la mirada un vestido dorado.

Entonces la vio.

Se detuvo. Laney lo miraba con los ojos muy abiertos. Él se olvidó del Martini.

Había sabido que estaría guapa.

Pero no se la había imaginado así. Parecía una princesa recién salida de un cuento de hadas.

Era mucho más atractiva que la rubia delgada, de mirada fría, que se estaba interponiendo entre ambos y que iba ataviada con un vestido corto y muy ajustado.

–¡Kassius! ¡Querido! Cómo me alegro de verte –exclamó Mimi–. Qué detalle haberle enviado un vestido a mi asistente. Laney, haznos una fotografía.

Puso un brazo alrededor de los hombros de Kassius y apretó la mejilla contra la suya.

–Para que todo el mundo vea lo bien que nos lo estamos pasando.

Pero Kassius se apartó de ella antes de que a Laney le diese tiempo a retratarlos.

–Gracias, Mimi, pero prefiero salvaguardar mi intimidad.

–Es muy extraño, Kassius, pero casi no apareces en Internet.

–Es trágico, sí, pero me dedico al negocio inmobiliario, no al mundo del espectáculo –respondió.

Luego se giró hacia Laney.

–Estás preciosa.

–Gracias –respondió ella–. Muchas gracias por el vestido. ¿Por qué lo has hecho?

–Por ti –contestó él–. Baila conmigo.

–No sé si es buena idea…

–Es muy buena idea –dijo Mimi.

–Ven –añadió él, agarrándola de la mano y llevándola hacia la pista de baile.

–No sé bailar –confesó ella, temblando.

–Es fácil –respondió él sonriendo–. Yo te enseñaré.

La ayudó a apoyar una mano en su hombro y le tomó la otra.

–¿Ves? –murmuró–. Se te da muy bien.

Mientras bailaban en la pista junto a otras parejas, Kassius se dio cuenta de que no podía desearla más.

–Señor Black… –empezó Laney.

–Kassius, llámame Kassius.

–Gracias por el abrigo y por defenderme delante de la condesa, pero este vestido… nunca había tenido nada tan bonito.

–Al verlo, pensé en ti –respondió él–, pero con él puesto tengo que admitir que no te hace justicia. Eres una estrella.

Siguieron bailando y Kassius se dio cuenta de que Mimi los seguía con la mirada.

–Nunca me habían dicho algo así…. –admitió Laney, ruborizándose–. Ah, supongo que quieres ponerla celosa, ¿no?

Intentó sonreír, pero su mirada era seria.

–Son los juegos de los ricos. Deberías intentar ser sincero –añadió, quedándose inmóvil de repente–. Sácala a bailar. Y déjame a mí fuera de esto.

–Yo no juego a esas cosas. No me hace falta.

–Entonces, ¿por qué…?

Él miró a Mimi du Plessis, que hablaba en susurros a su amiga Araminta.

–Si quisiera acostarme con ella, ya lo habría hecho.

–Eso que has dicho es muy feo.

–Me has pedido que sea sincero.

–Sigue siendo feo.

–Podría tenerla. Podría tener a la mayoría de las mujeres que conozco. Ya he tenido a muchas.

–Qué manera de alardear. La verdad es que no me impresiona nada que hayas tenido tantas amantes.

–A mí lo que me sorprende es que tú hayas tenido tan pocos.

–¿Cómo…?

–¿Que cómo lo sé? Lo sé porque te pones a temblar cuando te toco, porque contienes la respiración cuando te miro –le dijo, apretándola contra su cuerpo–. Puedo sentirlo. Por el modo en que tu cuerpo tiembla contra el mío.

Kassius la miró y pensó que era muy pequeña entre sus brazos, femenina y vulnerable. Aunque era su vulnerabilidad lo que más lo impresionaba. Y su valentía.

–Eso es, en parte, lo que te hace diferente –continuó él en voz baja–. Tu calor. Tu amabilidad. No solo eres bella. Das mucho de ti y pides muy poco.

–Soy… normal y corriente –dijo ella.

–De eso, nada.

–Te equivocas…

–Has rechazado mi dinero cuando te lo he ofrecido. No has querido hablar de Mimi. Has dejado tu vida para trabajar y ocuparte de tu familia.

Pasó las manos suavemente por su nuca. Deseó quitarle las horquillas que le recogían el pelo en un moño y dejar que le cayese sobre los hombros. De repente, se la imaginó desnuda, sentada a horcajadas sobre él, besándolo, con la melena oscura acariciándole la piel y los generosos pechos apretados contra el suyo.

«Pronto. Muy pronto».

Respiró hondo, se controló y continuó hablando:

–Esta noche pareces una princesa, pero tengo la sensación de que tu aspecto refleja cómo eres por dentro. Tienes algo irresistible…

Se inclinó hacia delante y le susurró al oído:

–Te deseo.

Pero al apartarse se dio cuenta de que el gesto de Laney era serio. Miró a su jefa un instante y se apartó de él.

–Lo siento, pero no me interesa.

Kassius no se había esperado aquello. Al fin y al cabo, Laney temblaba entre sus brazos. ¿La habría malinterpretado?

La vio palidecer, con la mirada perdida. Estaba mintiendo, pero ¿por qué?

–No me digas.

Ella asintió furiosamente, sin mirarlo a los ojos mientras las demás parejas seguían bailando a su alrededor.

–Dime el motivo.

–Es que…

Se humedeció los labios y después levantó la barbilla.

–Eres un mujeriego que se acuesta con todo el mundo y eso me parece despreciable.

–Vuelve a intentarlo.

–Ni siquiera me resultas atractivo.

–Explícate.

Ella lo miró con desesperación.

–Eres demasiado… alto.

–¿Demasiado alto? –Kassius se rio.

–Está bien, te daré un motivo. No tiene nada que ver contigo. Es que soy virgen y frígida.

–Lo de virgen me lo puedo creer, pero ¿frígida?

Kassius sacudió la cabeza con incredulidad, se acercó y pasó las manos por sus hombros desnudos. La notó temblar y vio cómo se le marcaban los pezones a través del vestido.

–De eso, nada.

Laney lo miró con los ojos muy abiertos.

–Por favor, por favor… No.

–¿Por qué?

–Porque… Porque, si no te rechazo, mi jefa me despedirá. Y se asegurará de que nadie más me contrate.

Aquello sorprendió tanto a Kassius que estuvo a punto de echarse a reír.

–¿Eso te ha dicho?

Pero era evidente que a Laney no le resultaba gracioso. Parecía angustiada.

–Si no puedo trabajar, no podré ayudar a mi familia. Así que tienes que apartarte y dejarme tranquila –le suplicó–. Aléjate…

Su cuerpo contradecía a sus palabras, pero Kassius le hizo caso.

Después se preguntó si era posible que Laney fuese virgen. Nunca se había acostado con una mujer virgen, le parecía casi una crueldad. Pero la idea hizo que la desease todavía más y que tuviese que seducirla más despacio, aunque lo cierto era que no estaba acostumbrado.

La orquesta dejó de tocar y las demás parejas pasaron por su lado, mirándolos con curiosidad. Mimi, por su parte, los estaba fulminando con la mirada.

Sabía que estaba cometiendo un error, porque siempre era muy discreto con su vida privada, pero volvió a acercarse a Laney y hundió los dedos en su pelo para levantarle la barbilla.

–Que te quede claro que Mimi no me importa lo más mínimo. Solo me importa una cosa.

–¿El qué?

–Conseguir lo que quiero –continuó él–. Y te quiero a ti.

Inclinó la cabeza y, allí mismo, en la pista de baile, en la fiesta de Nochevieja, la besó.

 

 

Sus labios la tocaron con suavidad al principio. Laney sintió la rugosidad de su barbilla, el dulzor de su boca.

No supo qué hacer. Solo la habían besado en una ocasión anteriormente y había sido un desastre.

Pero aquello era diferente. Él era diferente. Mientras Kassius profundizaba el beso, ella se dio cuenta de que lo único que podía hacer era rendirse. Así que cerró los ojos.

Se relajó contra su cuerpo y él siguió besándola. Laney sintió que su cuerpo no le respondía, notó que se le endurecían los pezones y sintió una sensación nueva entre los muslos.

Era como si todo su cuerpo estuviese explotando de placer. Jamás había sentido algo así. Jamás.

–Eres mía –le susurró Kassius–. Mía.

Y entonces se apartó y la dejó… vacía.

Laney se dio cuenta de que la orquesta se había tomado un descanso y estaban los dos solos en la pista. Todo el salón se había quedado en silencio y los miraba. Mimi parecía furiosa.

–Oh, no –dijo Laney, llevándose las manos al rostro–. ¿Qué he hecho?

–Nada. Todavía –respondió Kassius en tono casi divertido, mirándola fijamente–, pero lo harás. Vas a venir a casa conmigo. Ahora.

Ella se dijo que era imposible que un multimillonario tan guapo la desease a ella, una chica normal y corriente.

–No es posible que me desees.

–¿Por qué no?

–¿Por qué? Porque tú eres… tú. Y yo soy yo. Déjame marchar, por favor.

–¿De verdad es eso lo que quieres?

«No, no. Por supuesto que no». Se sentía embriagada y viva por primera vez en toda su vida. Quería que el hombre más guapo y poderoso de la Tierra, uno de los más ricos del mundo, la considerase bella, la desease. Era como un sueño. Un sueño imposible.

–Todos nos miran –susurró.

–Te miran. Y se preguntan quién eres.

Laney se rio.

–¡Si llevo dos años viviendo aquí!

–Pero eras invisible, una criada –le dijo él, acariciándole los brazos–. Ya no. Ven conmigo. Ahora. Esta noche.

La tomó de la mano y Laney no pudo resistirse. Vio a Mimi por el rabillo del ojo, pero no pudo pensar en nada. Siguió a Kassius hasta la calle, donde un coche negro se detuvo delante de ellos y un chófer uniformado les abrió la puerta.

La luna brillaba nacarada en el cielo oscuro. El viento era helador. El invierno en Mónaco solía ser soleado y suave, pero a veces, después de la lluvia, se levantaba un viento muy fuerte, capaz de volver locos a hombres y mujeres.

El mistral. Tenía que ser eso.

Sin mediar palabra, Kassius la hizo entrar en la parte trasera de la limusina. La puerta se acababa de cerrar tras ellos cuando volvió a besarla. Laney cerró los ojos y notó cómo Kassius la acariciaba por encima del vestido.

De repente, la puerta del coche se abrió y Laney vio que el vehículo se había detenido delante del hotel Carillon. El chófer y el guardaespaldas de Kassius esperaban a que bajasen.

Mademoiselle Laney? –preguntó sorprendido el portero del hotel, Jacques.

Ella se ruborizó y Kassius la ayudó a salir del coche y la acompañó al interior del hotel.

–Me estás trayendo a casa –le susurró ella, sin saber qué pensar.

–Sí.

–Me has traído a casa antes de medianoche –añadió sonriendo–. Como a Cenicienta.

Llegaron al ascensor y la puerta se abrió. Él la condujo dentro y apretó un botón.

–Te has equivocado de piso. Mimi no vive en el ático.

–Pero yo sí.

A Laney se le encogió el corazón.

–¿Sí?

–Acabo de comprarlo.

–¿De verdad? –preguntó ella, sintiéndose aturdida, rara–. ¿Por qué?

–Porque necesitaba un lugar donde alojarme en Mónaco –le respondió él con voz ronca, sexy–. Hasta que compre la villa que quiero en Cap Ferrat.

–¿Y quieres… que suba contigo?

–Sí –susurró él, acariciándole la mejilla–. Y vas a hacerlo.

La empujó contra una de las paredes y la besó en el cuello. Y ella cerró los ojos.

La puerta del ascensor se abrió y Laney no pudo moverse, pero él la tomó en brazos como si no pesase nada y atravesó el pasillo.

Laney miró aturdida a su alrededor. Los techos eran muy altos, los muebles modernos, y los enormes ventanales tenían vistas a Mónaco y, más allá, al mar Mediterráneo.