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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Caitlin Crews

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Novia por real decreto, n.º 2564 - agosto 2017

Título original: Bride by Royal Decree

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-031-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

A MAGGY Strafford pocas cosas le desagradaban tanto como fregar los suelos de la cafetería, o cualquier otro suelo: ir al dentista, la gastroenteritis, los recuerdos de una infancia pasada en familias de acogida. Pero allí estaba, arrodillada, atacando algo pegado al suelo de madera noble del establecimiento La Reina del Café, en Deanville, un pequeño y turístico pueblo de Vermont, a poca distancia de uno de los complejos turísticos más famosos de ese estado. Y estaba allí porque formaba parte de su trabajo como la última camarera contratada por los propietarios, que se habían fiado de ella hasta el punto de dejarla a cargo de cerrar el local ese día.

Y por primera vez en el accidentado carnaval que había sido su vida desde que, cuando era una niña, la encontraron a un lado de la carretera y con amnesia total, Maggy estaba decidida a conservar su trabajo, aunque implicara arrancar cosas pegajosas sin identificar del suelo de un café en mitad de ninguna parte, Vermont.

Lanzó un gruñido al oír la campanilla de la puerta que anunciaba la llegada de algún turista adicto al café incapaz de leer el letrero de cerrado.

–Está cerrado –dijo Maggy alzando la voz al tiempo que sentía una ráfaga de viento gélido. No añadió: «¿Es que no ha visto que pone cerrado en el letrero? ¿O es que no sabe leer?».

No, esa era la clase de respuesta que la antigua Maggy habría dado. La nueva Maggy era más amable, con mejores modales. Y, por lo tanto, había sido capaz de llevar cinco meses en el mismo trabajo.

Pensando en ello, esbozó una sonrisa mientras tiraba al cubo de agua sucia la bayeta y, mostrando todos sus dientes, volvió la cabeza hacia la puerta.

Y dejó de sonreír al instante.

Dos hombres musculosos, serios y con trajes oscuros entraron en el café al tiempo que hablaban por micrófonos en un idioma extranjero. Detrás, apareció un tercer hombre flanqueado por otros dos, también musculosos y también con auriculares y micrófonos… y con gigantescas pistolas sujetas a las caderas. «Pistolas». Los agentes de seguridad, porque era evidente que eso eran aquellos hombres, tomaron posiciones cubriendo el perímetro del establecimiento.

El hombre que estaba en el centro avanzó un paso y, quieto, se quedó observando a Maggy.

A Maggy no le gustaban especialmente los hombres arrogantes. No le gustaban los hombres en general, teniendo en cuenta los especímenes con los que había tenido que tratar; sobre todo, en las casas de acogida. Pero los mecanismos de defensa a los que recurría normalmente, ironía y ataque, la habían abandonado de repente.

Porque el hombre que estaba en el centro de la estancia mirándola de arriba abajo era… algo especial.

Por su parte, parecía acostumbrado a que la gente se arrodillara ante él. De hecho, parecía decepcionado de que fuera ella la única arrodillada ante él. Debería despreciarle solo por eso.

Sin embargo, los latidos de su corazón le golpeaban contra las costillas sin que pudiera evitarlo. Se dijo a sí misma que ese hombre no tenía nada de especial, era simplemente un hombre más y evidentemente vanidoso. Visible y ridículamente rico, como tantos otros que, durante el invierno, se dejaban caer por aquel pequeño pueblo después de haber pasado el día esquiando. Había muchos así, entrando y saliendo de sus relucientes y monstruosos coches de tracción a las cuatro ruedas con sonrisas perezosas y demasiado blancas. Ocupaban las mejores mesas de los mejores restaurantes del pueblo, hacían que subieran los precios en las tiendas y llenaban los cafés.

No, ese tipo no tenía nada de especial, se aseguró Maggy a sí misma mientras continuaba mirándole. «Este hombre es igual a todos los demás que pasan por aquí».

Pero era mentira.

Ese hombre era extraordinario.

Exudaba intenso poder o quizá una seguridad en sí mismo que le calaba hasta los huesos. No era simple arrogancia. No era solo el bronceado de los rostros, la blancura de los dientes y los lujosos vehículos que hacían que los otros se creyeran semidioses.

Le resultaba difícil apartar los ojos de él, como si ese hombre se hubiera apoderado de toda la luz del café, del pueblo, de toda Nueva Inglaterra. Llevaba un abrigo que era elegante y masculino al mismo tiempo. Era alto, de hombros anchos y cuerpo atlético.

Pero el verdadero problema era el rostro.

No era solo un tipo atractivo y rico como el resto de los que aparecían en Deanville en aquella época del año luciendo ropa de esquí de diseño. El rostro de ese hombre era indiscutible y visiblemente varonil. Duramente varonil. Su nariz era como la de la efigie de una moneda antigua y su dura y seria boca le produjo un intenso calor en el vientre. En realidad, más abajo del vientre. Sus ojos eran del color de la lluvia y demasiado penetrantes; su mirada, dirigida a ella, irradiaba una especie de electricidad tan arrogante y altiva como cruel.

Y esa mirada gris parecía acostumbrada a recibir adoración por parte de todo aquello en lo que se posara. Y no parecía esperar menos de ella.

–¿Quién demonios son ustedes? –preguntó Maggy en tono exigente.

Era una cuestión de supervivencia. En ese momento, le daba igual que su impertinencia le costara el puesto de trabajo. Le daba igual no poder pagar el alquiler de la cochambrosa habitación en la que vivía. No le importaba nada, a excepción de que esa «cosa» que se había apoderado de ella no la aniquilara.

–Perfecto, por supuesto –respondió el hombre en tono irónico–. Arisca e irrespetuosa a la vez –añadió con voz grave y aterciopelada en un inglés con un ligero acento irreconocible. Se censuró a sí misma por desear saber qué era ese algo irreconocible–. ¿Por qué está rubia?

Maggy parpadeó. Después, peor aún, se llevó una mano al cabello que se había teñido hacía tres días por creer que le confería un aspecto más cordial que el castaño natural de su pelo.

Entonces, se quedó helada al comprender el significado de esas palabras.

–¿Me está espiando? ¿Por qué?

–No sabe quién soy.

No era una pregunta. Más bien parecía un dictamen.

–Supongo que se dará cuenta de que cualquiera que haga esa pregunta es, básicamente, un cretino.

Él arqueó una ceja.

Maggy tuvo la impresión de que ese hombre no estaba acostumbrado a que le insultaran y quizá el hecho de que ella se hubiera atrevido a hacerlo le hubiese dejado atónito. Lo que significaba que debía de ser más rico e intocable de lo que se había imaginado. Por otra parte, no lograba entender por qué ese hecho la había dejado sin respiración.

–Perdone, ¿qué ha dicho? ¿Me ha llamado «cretino»? –dijo él muy serio.

Maggy alzó la barbilla, un gesto que una legión de trabajadores sociales y antiguos jefes le habían advertido que era agresivo, y fingió no notar el énfasis con el que él había pronunciado la palabra «cretino».

–El café está cerrado –declaró ella–. Por favor, agarre a sus matones y váyase.

El hombre no se movió, pero su mirada hizo que se le erizara la piel. Después, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y separó ligeramente las piernas, una postura que pretendía ser más relajada, pero que no lo era.

–Dígame, ¿tiene una pequeña marca de nacimiento en la oreja izquierda parecida a un corazón ladeado?

Maggy se quedó helada. Tan fría como el viento invernal que la había envuelto cuando aquellos hombres entraron en el café.

–No –mintió ella haciendo un esfuerzo por no alzar la mano y tocarse la oreja.

–Miente –dijo él simplemente.

–Y usted me está asustando –contestó Maggy. Entonces, se puso en pie–. ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que quiere? Me he dado cuenta de que no es un café con leche.

Y se llama Magdalena, ¿no es así?

Fue entonces cuando Maggy comprendió que ese hombre conocía las respuestas a las preguntas que estaba haciendo. Fue como una patada en el estómago. Le pareció que la tierra se abría a sus pies.

–No –volvió a mentir, asustada–. Me llamo Maggy, simplemente Maggy.

Maggy se sacó el teléfono móvil de un bolsillo trasero de los vaqueros y lo agarró con fuerza antes de añadir:

–Si no se van ahora mismo, voy a llamar a la policía.

–Me temo que sería un ejercicio fútil –declaró él, sin mostrar la más mínima preocupación de que una persona le amenazara con la policía. En realidad, parecía que la idea le complacía–. Si quiere ponerse en contacto con las autoridades locales, adelante, no voy a impedírselo. Pero sería imperdonable que no le advirtiera de que hacerlo no conllevará los resultados que usted espera.

Maggy no sabía por qué, pero le creía. Quizá debido a su actitud.

–En ese caso, ¿por qué no se marcha simplemente? –preguntó sintiendo los labios insensibles, algo extraño en el estómago y la marca de nacimiento de la oreja muy caliente. Pero no se la tocó–. Quiero que se vayan todos ustedes.

Pero ese hombre no le hacía caso.

–Es increíble, podría parecer su hermana gemela de no ser por ese horrible rubio teñido.

–No tengo ninguna hermana gemela –le espetó Maggy–. Es más, no tengo a nadie. Me encontraron a los ocho años en la cuneta de una carretera y jamás he recuperado la memoria de mi vida anteriormente. Punto final.

–Lo que prueba mi teoría –respondió el hombre. Y en sus ojos grises brilló algo duro, algo parecido a la satisfacción.

El desconocido se quitó los guantes de cuero ceremoniosamente. Maggy no entendía cómo podía exudar tanta virilidad con solo quitarse los guantes allí de pie, sin moverse. Entonces, él se sacó un teléfono móvil del bolsillo, mucho mayor y más avanzado tecnológicamente que el suyo; y ella, casi avergonzada, se metió el suyo de nuevo en el bolsillo del pantalón. El hombre pasó los dedos por la pantalla de su móvil y después, con expresión impasible, le ofreció el teléfono.

–No quiero ver nada –dijo ella. Porque ese hombre la estaba avasallando y nada de lo que le había dicho tenía sentido–. Quiero que se vaya. Ya.

Mire la foto, por favor.

Pero no fue una petición. Ese hombre no debía de pedir nada jamás. Y tampoco le había prometido que la dejaría en paz aunque hiciera lo que le había ordenado.

Por lo tanto, Maggy no tenía ni idea de por qué agarró el móvil de él, asegurándose de no tocarle, ni de por qué sintió algo en el vientre al verle mirarla con aprobación.

Por fin, miró la pantalla del teléfono y se quedó helada.

Era la fotografía de una mujer.

La mujer estaba de pie en un lugar muy bonito en el que brillaban luces y había edificios de piedra, tenía vuelta la cabeza sobre un hombro desnudo y sonreía. Llevaba el cabello castaño recogido en un moño y un vestido negro que parecía salpicado de unos brillantes que hacían juego con los del collar que lucía alrededor del cuello.

Si no hubiera sabido que era imposible, habría dicho que se trataba de una fotografía suya.

–¿Qué es esto? –preguntó en un susurro, consciente de los latidos de su corazón y del nudo que se le había hecho en el estómago–. ¿Quién es?

El hombre que se encontraba delante de ella permaneció impasible. Pero algo en la forma en que la miraba hizo que la hiciera sentirse como si se hubiera apoderado de su mundo.

–Es Serena Santa Domini –respondió él con voz fría–, más conocida como Su Majestad la reina de Santa Domini, que murió hace veinte años en un accidente automovilístico en Montenegro. Creo que era su madre.

 

 

Reza Argos, Su Real Majestad, rey de Constantines, no era un hombre sentimental.

Eso había sido la perdición de su padre. No iba a ser la suya.

En cualquier caso, no cabía duda de que él era un rey. Lo que significaba que, en su vida, no había cabida para el sentimentalismo; sobre todo, en un país como Constantines, en el que la gente valoraba un comportamiento correcto en todo momento y en el que las indiscreciones de su padre con su amante habían dado lugar a las habladurías, aunque nunca nadie había dicho nada al respecto en público. Como tampoco se había hablado del suicidio. Muy mal visto. Incidía en el pasado oscuro de Constantines y nadie quería eso.

Reza, por lo tanto, prefería centrar sus esfuerzos en el presente. Los trenes cumplían sus horarios, la gente pagaba sus impuestos y el ejército protegía las fronteras del país. El gobierno y él gobernaban con transparencia y en beneficio de los intereses de la mayoría. No estaba dispuesto a sucumbir al chantaje de una amante y no iba a arriesgar el bienestar del país por ello. No se parecía en nada a su padre. Y su país tampoco se parecía en nada al país vecino, Santa Domini, en guerra civil y con crisis económica durante los últimos treinta años.

Constantines era un país próspero independiente y neutral, y llevaba siéndolo durante cientos de años.

La rendición de su padre a los mandatos del corazón, seguido de lo que podría haberse convertido en una crisis institucional de no haber logrado parar el chantaje que podría haber destruido la nación, no contaba; sobre todo, ya que muy poca gente, al margen de la familia real y algunos ministros, eran conscientes del peligro que habían corrido.

Reza había conseguido mantener unido al diminuto país alpino desde su ascensión al trono a la temprana edad de veintitrés años, tras el fallecimiento de su padre anunciado como un repentino ataque al corazón, el último descendiente de la Casa de Argos. Constantines era un pequeño país formado por dos prístinos valles en los Alpes, los dos valles estaban unidos por un lago de aguas cristalinas rodeado de pueblos pintorescos, circundados por montañas de picos nevados y lujosos complejos de turismo de invierno. Una banca fuerte completaba la economía del país.

A los habitantes de Constantines les gustaba su país tal y como era; sin renegar del pasado, disfrutaban de las comodidades del presente. No obstante, les disgustaba enormemente el hecho de que su antiguo aliado y vecino, Santa Domini, hubiera sufrido un golpe militar cuando él era pequeño, que la mayor parte de la familia real de Santa Domini se hubiera tenido que exiliar y que una gran parte de la población intentara escapar al duro régimen militar.

A Reza no le importaba gran cosa que calificaran su reinado de «pedregoso» debido, principalmente, a la necesidad de pasar parte del tiempo solucionando los problemas de sus vecinos y también de solucionar los problemas creados por las actividades adúlteras de su padre, el chantaje que había estado a punto de llevar al país a la guerra civil, y el suicidio que había tenido que ocultar para evitar que lo demás saliera a la luz pública. También había tenido que manejar a su furiosa madre y a la horrible amante de su padre. Era una pena que solo un pequeño círculo de personas supiera lo mucho que todo eso le había costado.

Pero la situación había mejorado. En Santa Domini, el golpista, el general Estes, había muerto y el heredero a la corona había ocupado el trono, por lo que las circunstancias en toda la región se habían estabilizado.

Si la mujer que tenía delante era la presuntamente fallecida princesa Magdalena, como sospechaba que era, la situación cambiaba por completo.

Porque Reza y la princesa estaban prometidos desde el nacimiento de ella. Y aunque se enorgullecía de su capacidad para erradicar todo sentimentalismo de su vida, sospechaba que lo que su pueblo quería era un cuento de hadas que involucrara a la familia real.

Pero optó por no darle la buena nueva a su prometida de momento.

La mujer que tenía delante temblaba mientras contemplaba la fotografía en la pantalla del móvil.

La mujer que tenía delante era la futura reina de su país. La criatura que utilizaría para contentar a su gente y asegurar su reinado. Una criatura con las manos enrojecidas y la boca desdibujada en una mueca. Y supuso que tendría que arreglárselas como pudiera.

Ella alzó el rostro y volvió a clavarle unos ojos de color caramelo cuyas profundidades no podía adivinar como le habría gustado. Observó el curioso modo en que ella enderezaba sus frágiles hombros y alzaba la barbilla, como si quisiera desafiarle físicamente, como si creyera que podría vencerle en un cuerpo a cuerpo.

Reza no pudo evitar sentirse horrorizado ante la idea de que ella hubiera tenido que defenderse físicamente para protegerse. Estaba casi seguro de que ella era la desaparecida princesa de Santa Domini. «Su princesa». La prueba de ADN confirmaría lo que era obvio a simple vista.

ella era la personificación de la realeza de Santa Do

Lo que Reza no podía comprender era por qué parecía desearla.

Había sentido algo extraño desde el momento en que puso los pies en el café. Lo que era incomprensible. Tenía un gusto refinado, sus amantes eran mujeres de impecables modales, exquisita educación y, como era de esperar, auténticas bellezas.

La mujer con la que había pensado en casarse hasta diez días atrás, hasta el día en que vio la fotografía de la criatura que tenía delante, era la mujer perfecta para él: con linaje impecable, excelente educación y una perfecta carrera en el campo de las obras de beneficencia. Y nunca, nunca, su comportamiento había dado lugar a las habladurías.

La honorable Louisa había sido el fruto de una década de búsqueda para encontrar a la reina perfecta. Y ahora, Reza casi no entendía por qué estaba allí, al otro lado del Atlántico, separado de su pueblo y de la mujer con la que había tenido la intención de casarse, para encontrarse con esa mal vestida criatura que le había insultado de todas las maneras posibles.

Se sentía completamente ofendido.

Quizá no me haya entendido. Hace diez días uno de mis empleados regresó de una expedición en la zona.

–¿Una expedición en la zona? En lenguaje llano… ¿quiere decir que volvió de un viaje?

Reza no recordaba cuándo había sido la última vez que alguien le insultaba así. No obstante, hizo un esfuerzo y logró controlarse.

–Mi empleado, que había estado por aquí, había sacado fotos y, en el fondo de algunas, salía usted. El parecido con la reina Serena es innegable. Tras un par de llamadas, averiguamos que su nombre coincidía con el de la desaparecida princesa y que usted no tenía memoria de su pasado cuando la encontraron en la carretera tras el accidente. Demasiadas coincidencias.

De nuevo, ella alzó la barbilla y Reza no comprendió el motivo por el que sintió lo mismo que si ella le hubiera agarrado el miembro. Estaba horrorizado. Hasta esa noche, siempre había controlado el deseo. La pasión había sido la debilidad de su padre, no la suya.

–Yo no tengo un pasado misterioso –le dijo ella, y sus ojos de color caramelo brillaron–. El mundo está lleno de malos padres y niños perdidos. Yo soy una más.

–No lo es.

Ella se cruzó de brazos y mostró una beligerancia que le hizo parpadear.

–Vuelvo a la pregunta que le hice al principio –dijo ella, no educadamente–. ¿Quién demonios es usted y qué puede importarle que alguien que aparece en el fondo de una fotografía se parezca a una reina muerta?

Reza se enderezó y la miró de arriba abajo con la autoridad que le habían inculcado desde pequeño.

Soy Leopoldo Maximillian Otto, rey de Constantines –le informó él–. Pero supongo que puede llamarme Reza, el apodo que me puso mi familia.

Ella lanzó un sonido duro, no una carcajada, al tiempo que le devolvía el móvil.

–No quiero llamarle de ninguna forma.

–Pues va a resultar difícil.

Reza agarró el móvil, consciente del esfuerzo que ella había hecho por evitar rozarle los dedos, como si tuviera una enfermedad contagiosa. ¡Cómo se atrevía esa mujer a tratarle así! Le hacía sentirse confuso y no le gustaba.

Pero eso no cambiaba nada. Y mucho menos lo que lograría de presentarse en su país con la desaparecida princesa de Santa Domini como su prometida.

La miró fijamente a los ojos y añadió:

–Porque, de una forma u otra, vas a ser mi esposa.