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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Christine Wenger

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La senda del amor, n.º 1585- agosto 2017

Título original: The Cowboy Way

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-067-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

BETH Conroy vio que su hijo estaba en el lugar de siempre a esa hora: al final del camino esperando a que llegara el cartero.

Cada tarde, desde que entró en el concurso de La Hebilla de Oro, siempre iba a esperar al cartero con la ilusión de que le llegara una carta de Wyoming, informándole de que había ganado.

Llevaba su sombrero negro de vaquero, como siempre; el que ella le había regalado en Navidades. También llevaba unos vaqueros con un cinturón de hebilla grande y una camisa a cuadros. Un atuendo nada raro para el lugar donde estaban: Lizard Rock, Arizona. Casi todas las personas vestían así; pero, de vez en cuando, los niños también se ponían pantalones cortos y camisetas.

Pero Kevin no.

Toda su ropa, tal vez a excepción de los calzoncillos, pertenecía a la colección de Jake Dixon; su vaquero favorito. Si algo no llevaba esa marca, Kevin no se lo ponía.

Con toda su ilusión reflejada en el rostro, Kevin alargaba el cuello cada vez que oía el ruido de un coche o el de una camioneta.

—Hoy vendrá —le había dicho a ella antes, con la mirada llena de esperanza.

Cinco minutos más tarde, cuando la camioneta de Correos apareció por la esquina, ella lo vio agitar la mano en el aire.

Para un niño de diez años, aquella espera diaria debía de parecerle eterna. Beth abrió la puerta para poder oír la conversación.

—Hola, Kevin —dijo la señora Owens—. La carta que tanto esperabas —le dijo con el sobre en la mano.

—¡Sí! —gritó el niño entusiasmado.

Beth contuvo el aliento. Aquello significaba mucho para Kevin; pero era bastante difícil que ganara y no quería verlo sufrir.

La señora Owens le entregó la carta. Él se quedó mirándola. Beth sabía que Kevin deseaba tanto ganar ese concurso que nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera perderlo.

Ella, por el contrario, nunca pensó que pudiera ganarlo.

Él acarició el sobre. Ganara o perdiera, seguro que lo guardaba con todas las cosas que tenía de Jake Dixon.

—¿Quieres encargarte de las otras cartas? —preguntó la señora Owens.

—Claro —lo metió todo en la bolsa que llevaba en la silla de ruedas—. Gracias, señora Owens.

—Espero que ganes, Kevin.

—¡Seguro que sí!

Subió todo lo rápido que sus manos le permitían hasta la puerta de la oficina.

—¡Mamá! ¡Ya ha llegado!

Beth dio un paso para atrás, riendo.

—Ve un poco más despacio o me vas a atropellar.

El niño paró justo delante de ella y le enseñó el sobre.

—Espero que sean buenas noticias, tesoro.

El niño, con dedos temblorosos, abrió el sobre y sacó la carta.

Cuando Beth oyó el grito de júbilo y lo vio girar la silla trescientos sesenta grados, supo que lo había logrado. El corazón se le llenó de felicidad.

—¡Mamá! —gritó el niño—. ¡Es fantástico!

—¿Nos ha tocado la lotería?

—Mucho mejor que eso.

—¿Qué puede ser mejor? —preguntó ella, sabiendo muy bien la respuesta.

—Que vamos a ir al rancho de La Hebilla de Oro en Wyoming —con una gran sonrisa le entregó la carta a su madre—. He ganado el concurso, mamá. Es decir, tú lo has ganado.

Beth le echó un vistazo a la carta y se le ocurrieron unos cuantos inconvenientes. Pero no podía decirle a su hijo que el avión la dejaría sin ahorros; que todavía no podía tomarse unas vacaciones, por lo que los días que no trabajara no cobraría; que tenía un montón de facturas pendientes y que, probablemente, él iba a necesitar otra operación. En Boston estaba aquel especialista y… y…

Tomó aliento. Sabía muy bien lo que aquello significaba para Kevin. Lo había visto esforzarse con la redacción. Ella lo había ayudado con la ortografía; pero no había leído el resultado final.

—¿Qué es lo que escribiste? —preguntó ella.

—Les expliqué los motivos por los que necesitas unas vacaciones. Sólo utilicé setenta palabras.

Ella ahogó una sonrisa.

—¿Y por qué necesito unas vacaciones?

—Porque, mamá… porque te preocupas por mí. Y papá murió. Y tuvimos que venirnos a vivir a este lugar tan feo. Y porque tienes que trabajar todo el tiempo.

La sonrisa desapareció de su rostro. Los dos últimos años habían sido muy difíciles para los dos. Después del accidente, Kevin había tenido que soportar cuatro operaciones y cientos de horas de rehabilitación. Demasiado para un niño tan pequeño. Ni siquiera ella lo podía soportar. Había rezado para que aquella última operación saliera bien; pero no había sido así. Los médicos estaban sorprendidos; ella, destrozada.

Tenía que ahorrar para llevarlo a Boston, para ver a aquel especialista; pero ahora, con aquello…

Beth se puso en cuclillas al lado del niño y le pasó los dedos por el pelo.

—Tesoro, yo estoy bien. Hemos tenido que hacer algunos cambios; pero nos va bien, ¿verdad que sí? Aquí hay una piscina… y te gusta tu colegio —hizo una pausa. Tenía que haber más motivos—. ¿Es que no nos va bien?

—Estamos bien, mamá. Pero necesitas unas vacaciones.

—Y tal vez tú también, ¿eh, pillín?

Kevin sonrió. Sus ojos volvieron a brillar.

—Voy a participar en un rodeo. Jake Dixon y Clint Scully y Joe Watley y otros miles de vaqueros participan en los rodeos de La Hebilla de Oro —hizo una pausa para tomar aliento—. Y nos van a enseñar a echar el lazo. Y voy a conocer a Jake, mamá, mi ídolo; me va a enseñar a montar. Y nos quedaremos una semana y…

Beth estaba empezando a hacer sumas mentales; pero no iba a hablar a su hijo de ese tema. Le encantaba verlo feliz y tan entusiasmado. Desde que había conocido a Jake Dixon cuando tenía seis años en el rodeo anual de Tucson, no hablaba de otra cosa: Jake Dixon esto, Jake Dixon lo otro… Jake había sido el ganador y se había quedado para firmar autógrafos. Beth había esperado en la cola con Kevin una hora y, al final, el vaquero le había firmado un autógrafo en el programa y le había dado un pañuelo rojo. Después había intercambiado con él unas palabras, haciendo que se sintiera especial.

Jake Dixon le había prestado más atención en aquellos cinco minutos que su propio padre en una semana.

Desde entonces, era su héroe.

Después de eso, el rodeo se convirtió en una cita obligada y Kevin consiguió tres autógrafos más, tres pañuelos más y habló con su héroe en otras tres ocasiones.

Luego ocurrió el accidente y las operaciones coincidieron con las fechas de los rodeos. Una vez, mientras Kevin estaba en el hospital, Beth escribió al club de fans explicándoles la situación y pidiéndoles una fotografía firmada. Ellos se la enviaron junto con una camisa, la que llevaba puesta aquel día.

Sé valiente, Kevin. Arriba los vaqueros.

Beth había enmarcado la foto y la había dejado sobre su mesilla, convencida de que aquellas palabras ayudarían a que el niño se curara.

Ahora, de nuevo, aquel extraño volvía para ayudar a su hijo. Si podía lograr que le dieran una semana libre, lo llevaría; sólo esperaba que no lo decepcionara. Por lo que a ella respectaba, no esperaba nada especial de ningún hombre; pero si Jake demostraba que no se merecía la adoración de su hijo, iba a tener que escucharla.

Le alborotó el pelo a Kevin y se puso de pie; había tomado una decisión.

—Bueno, lo mejor será que vayamos a ese rancho y conozcamos a Jake Dixon.

Se inclinó para abrazarlo y las lágrimas se agolparon en sus ojos. Tenía que hacerlo. Si fuera necesario vendería su alma para conseguir que Kevin hiciera aquel viaje.

—Gracias por ganar el viaje, tesoro —le dijo, esperando sonar convincente—. Vamos a pasarlo genial.

Miró al reloj de la pared y comprobó que ya era casi la hora de cerrar la oficina. Todavía tenía que hacer algunas llamadas. Después, Kevin tenía rehabilitación.

—Será mejor que vayas a por tu traje de baño; Sam llegará dentro de media hora.

Kevin subió la rampa que conducía a su apartamento en la parte de atrás de la oficina.

Beth sintió una punzada de tristeza. Aquello no tenía nada que ver con la casa donde habían vivido en Sierra Catarina, en Tucson. Allí los espacios abiertos eran grandes y había sitio para correr. Era el lugar ideal para que creciera un niño.

Sin embargo, aquel apartamento sólo estaba rodeado de calles y coches.

Antes del accidente, habían llevado una vida cómoda; antes de que su marido, Brad, fuera a recoger a Kevin a casa de un amigo y se estrellara contra los pilares de un puente.

De eso hacía ya dos años, cuando Kevin tenía ocho; sin embargo, ella todavía sentía que se le revolvía el estómago al pensar en ese día; en ese minuto en el que les había cambiado la vida. El sentimiento de culpa la perseguiría siempre.

Debía haberse dado cuenta de que Brad había empezado a beber de nuevo. Debería haberse fijado…

Ella volvía a casa del supermercado cuando vio el descapotable rojo de Brad aplastado contra el hormigón. Ella había saltado del coche y había corrido hacia el lugar del accidente; pero la policía la había agarrado y le había impedido que se acercara. Sintiéndose impotente, había esperado, llorando histérica, mientras la policía y los bomberos deshacían el amasijo de hierros para sacar a su hijo.

Cuando Kevin la vio, levantó la mano y ella supo que iba a vivir. Después, mientras lo preparaban para meterlo en la ambulancia, le dejaron que le agarrara la mano.

Cuando durmieron al niño, un policía la llevó a que viera a Brad. Ya estaba muerto, tumbado sobre la cuneta con una manta de plástico por encima.

Beth se puso de rodillas a su lado, apartó la manta y vio a su marido que, por fin, estaba en paz.

El alcohol se lo había llevado; pero no se llevaría a su pequeño; no, mientras ella pudiera evitarlo. Le besó la frente y lo miró por última vez, recordando los buenos tiempos. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas y cayeron sobre el rostro de él; las limpió y volvió a cubrirle con la manta.

—Su marido no tenía puesto el cinturón de seguridad; pero su hijo sí. Eso lo salvó —le había dicho el policía.

Ella se había montado en la ambulancia con Kevin y no le había soltado la mano hasta que lo metieron en el quirófano.

Beth apartó de su mente aquellos recuerdos y se secó un par de lágrimas. Giró la cabeza para relajarse y se sirvió un vaso de agua. Ahora, tenía que concentrarse en el trabajo para poder ir a ver a Kevin mientras trabajaba con Sam. Después, prepararía la cena y disfrutaría del resto de la tarde junto a su hijo. Kevin lo era todo para ella y si pudiera le daría la Luna para recompensarlo por lo que estaba pasando. Pero, como no podía, al menos le daría a Jake Dixon.

 

 

Jake firmó una docena de autógrafos en la terminal de llegadas del aeropuerto de Mountain Springs. Cuando estaba en lo más alto en el mundo de los rodeos, cientos de personas solían acercarse a él. En la actualidad, hacía el número treinta y nueve de los cuarenta y cinco jinetes profesionales de los rodeos y los seguidores eran menos.

Miró el reloj por enésima vez. Preferiría estar en el rancho; pero no tenía mucho que hacer, por lo que había decidido encargarse él mismo de la organización del concurso de La Hebilla de Oro para niños en sillas de ruedas.

Llevaba dos años organizando el concurso y el rodeo y parecía que aquel año iba a haber más gente que nunca. Los hoteles y los campings de la zona estaban llenos. Aquello significaba un buen empuje para la economía local y, sobre todo, para el rancho.

Le encantaba organizar aquello para los niños. Al menos, era algo que le hacía sentirse útil y olvidarse del malestar que últimamente le invadía.

Se dirigió hacia la sala de espera y se sentó en una silla de plástico amarillo. Estiró las piernas y se dispuso a esperar.

Quince minutos después, llegó el vuelo 1843.

Jake se levantó, buscando a alguien a quien preguntarle por Beth y Kevin Conroy.

—¡Mamá, es él! ¡Es Jake Dixon! ¡Está aquí! ¡Está aquí!

Jake no pudo evitar una sonrisa al escuchar los gritos provenientes de un niño con la cara llena de pecas que iba sentado en una silla de ruedas.

La preciosa rubia que empujaba la silla ahogó un bostezo; debía de haber sido un viaje muy largo.

El niño movió los brazos en el aire.

—¡Jake! ¡Jake! ¿Te acuerdas de mí? Soy Kevin Conroy y ésta es mi mamá.

Jake se levantó el sombrero a modo de saludo e, inmediatamente, se sintió atraído por aquellos ojos verdes como la hierba fresca que crecía a orillas del río Silver.

—Wyoming nunca volverá a ser igual ahora que su admirador número uno ha aterrizado, señor Dixon —dijo ella alargando la mano—. Soy Beth Conroy y, como ya sabe, éste es Kevin; lo conoció en el rodeo de Tucson.

Él le estrechó la mano, agradeciendo la información. Había conocido a muchos niños a lo largo de su carrera y no podía recordarlos a todos.

—Claro que sí. Kevin, me alegro de volver a verte —se inclinó y le tomó la mano al niño que lo miraba con los ojos muy abiertos.

Era una pena que estuviera en silla de ruedas. Aquello hacía que se le encogiera el corazón. Por eso había decidido celebrar rodeos para niños en sillas de ruedas; para darles la oportunidad de hacer las cosas que hacían todos los niños.

—¿Estás listo para el rodeo, Kevin? —preguntó Jake.

—Sí; estoy deseando que empiece —dijo el niño sin soltarle la mano.

—Kevin, el señor Dixon va a necesitar su mano —dijo su madre, con una sonrisa en los ojos.

Jake se rió y se incorporó lentamente pues, desde que se había caído en el último rodeo, le dolía todo el cuerpo.

—Por mí está bien; siempre que me llaméis Jake. Por aquí no nos gustan mucho las formalidades.

Kevin le soltó la mano.

—De acuerdo, Jake —asintió el niño encantado.

Todos los que trabajaban en el rodeo tenían que estudiar las fichas de los niños antes de que el doctor Trotter las recogiera. Sin embargo, Jake todavía no había tenido la oportunidad de verlas todas y no conocía la historia de Kevin.

—¿Vamos a por las maletas? —dijo Jake mientras agarraba la silla.

Ella lo miró agradecida.

Se la veía bastante cansada y Jake pensó que el aire fresco de Wyoming le sentaría bien.

—Mira a quién tenemos aquí: Jake Dixon.

Jake se giró y se encontró de cara con Harvey Trumble, editor del Diario de Wyoming.

—Ahora no es el momento —dijo Jake.

Harvey dejó las maletas en el suelo y apretó los puños.

Jake no quería pelearse. No, teniendo delante a un niño que lo consideraba un héroe. Sin embargo, Harvey era un tipo muy grueso y no podía dejar que le golpeara y arriesgarse a sufrir una nueva lesión.

—Tengo cosas que hacer, Harvey. No quiero pelea.

—¿Tienes que estar borracho para pelear conmigo, Jake? ¿Tan borracho como cuando casi matas a mi chico?

Jake miró a sus dos acompañantes. Kevin tenía los ojos como platos y Beth lo miraba con una mezcla de incredulidad y congoja. Agarró la silla del niño y se lo llevó de allí.

—Como ya te he dicho cientos de veces, Harvey, Keith no dejaba de manosear a una joven que ya le había dicho que parara en varias ocasiones.

Jake tenía que calmarse para no golpearlo. Si lo hacía, Harvey lo sacaría en la primera página de todos los periódicos.

Jake esquivó el puño del hombre.

—Vamos, Harvey. Aquí no.

—No tenías que romperle el brazo.

—No lo hice. Admito que le di un puñetazo cuando él intentó darme a mí. Pero, después, todo el mundo se apuntó a la pelea. Alguien le golpeó en la cabeza con una botella de cerveza y, cuando cayó, se rompió el brazo. Además, el chico está bien; se ha ganado la compasión de todos y, encima, liga más que antes.

Harvey le apartó de su camino.

—Sólo eres un fracasado —gritó el hombre—. Eres un borracho, Jake Dixon, y heriste a mi hijo —sin apartar los ojos de Jake, el hombre se dirigió hacia la salida y desapareció.

Jake vio a Beth y a Kevin al otro lado de la puerta. Beth tenía la cara blanca como la cera y Kevin estaba muy quieto; no se parecía en nada al niño que hacía escasos minutos lo había recibido.

—Siento mucho que hayáis tenido que ver todo esto —dijo Jake sintiéndose muy bajo. No estaba seguro de lo que habían oído; pero estaba claro que no se habían perdido la última acusación del hombre.

—Quizá deberíamos tomar un taxi —dijo ella—. No quiero ofenderle, señor Dixon; pero, ¿ha estado bebiendo? Porque si ha bebido…

—No he bebido —respondió él, mirándola a los ojos.

—Mamá, es Jake Dixon. Él no hace cosas así.

El niño volvía a mirarlo con adoración; pero Jake no se sentía como un héroe.

—Tengo la camioneta ahí —señaló en dirección a una camioneta negra—. Se tarda una hora y media en llegar al rancho.

Ella lo miró con desconfianza.

—Señora, no he bebido —insistió él.

Ella le acarició el pelo a Kevin con un gesto protector.

—Una vez cometí un error —miró a Jake a los ojos; después, añadió—: de acuerdo, señor Dixon. De acuerdo. Voy a confiar en usted

—Por favor, llámame Jake.