Cubierta

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Series, n.º 126 - julio 2017

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-138-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Cautivo del pasado

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

El secreto de la heredera

Portadilla

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Atrapados sin remedio

Portadilla

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Divorcio apasionado

Portadilla

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Capítulo 1

 

TESS apoyó la frente en el frigorífico e hizo un esfuerzo por mostrarse animada.

–Estoy bien –mintió con voz ronca–. Estoy mucho mejor.

–No sabes mentir –replicó Fiona.

Tess se irguió y se llevó una mano a la cabeza. Le dolía bastante, pero respondió con una sonrisa débil al afecto de su amiga.

–Claro que sé. Soy una gran mentirosa.

Por mucho que negara la verdad, Tess era consciente de que no sonaba tan creíble como el día anterior, cuando le había dicho a la secretaria de su madre que no podría asistir a la apertura del centro que su madre iba a inaugurar. Evidentemente, la gripe tenía sus ventajas. Pero no se podía decir que hubiera mentido a Fiona. Era cierto que estaba mejor, aunque no tanto como para no sentirse fatal.

–Si hubiera podido, te habría llevado a casa al salir del trabajo, pero tenía muchas cosas que hacer. No eres la única que se ha resfriado. Media oficina está enferma –declaró su amiga–. Volveré mañana por la mañana, cuando deje a Sally y a las chicas en la estación. ¿Necesitas algo?

–No hace falta que…

–Vendré de todas formas –la interrumpió.

–De acuerdo, pero no te quejes si te pego la gripe.

–Nunca he tenido una gripe.

–No tientes a la suerte –le advirtió.

Tess se apoyó en la encimera. Estaba tan débil que el simple hecho de salir del dormitorio y dirigirse a la cocina la había agotado.

–Entre tanto, hazme el favor de tomar suficientes líquidos –dijo Fiona–. Por cierto, ¿has cambiado las cerraduras?

–He hecho todo lo que la policía sugirió.

Tess miró las cerrojos nuevos de la puerta principal y pensó que se empezaba a sentir prisionera en su propia casa.

–Deberían haber detenido a ese psicópata.

–Bueno, mencionaron la posibilidad de pedir una orden de alejamiento.

–Y entonces, ¿por qué no han… ? –Fiona gimió de repente y dejó la frase sin terminar–. Ah, ya lo entiendo. Tu madre.

Tess no dijo nada. No era necesario. Fiona era una de las pocas personas que lo entendían. Estaba con ella cuando su madre puso su cara en unos carteles y la convirtió en vanguardia de su cruzada contra el acoso escolar, aunque solo tenía diez años. Y también estaba con ella cuando aprovechó su tristeza en el entierro de su padre para ganarse el corazón de los electores y conseguir un puesto de concejal.

–Tiene buenas intenciones –replicó, sintiéndose en la obligación de defenderla.

Tess fue sincera en su afirmación. Era cierto que Beth Tracy estaba obsesionada por promocionarse a sí misma, pero no lo hacía por ambiciones personales, sino por las causas que defendía.

–Me han dicho que quiere presentarse a la alcaldía –dijo Fiona.

–Sí, yo también lo he oído –declaró Tess–. Pero, volviendo a lo que estábamos hablando, no había garantía alguna de que los tribunales hubieran emitido una orden de alejamiento. Ese hombre parece incapaz de hacer daño a nadie. Y, por otra parte, ni se llevó nada del piso ni tengo pruebas de que estuviera en él.

–Puede que no se llevara nada, pero se metió en tu casa.

Tess se sentó en el suelo, contenta de que su amiga no hubiera visto que le temblaban las piernas. El allanamiento de su casa había sido la gota que colmaba el vaso. Hasta entonces, había optado por hacer caso omiso del problema, pensando que aquel individuo se aburriría y la dejaría en paz. Pero ahora sabía que era peligroso.

El hombre que la acosaba había estado mirando su ropa interior y le había dejado una botella de champán y un par de copas en la mesilla de noche, además de esparcir pétalos de rosa sobre la cama. Evidentemente, quería que supiera que había estado allí. Aunque se había tomado muchas molestias para no dejar ninguna huella dactilar.

–Lo sé –dijo Tess, que carraspeó–. Pero supongo que una botella de champán y unos pétalos de rosa no son agresión suficiente.

–¿Y qué pasa con el acoso? ¿Les hablaste de los mensajes de correo electrónico que te ha estado enviando?

–No contienen nada amenazador. De hecho, la policía simpatiza con él.

Tess sabía que los agentes no la tomarían muy en serio, teniendo en cuenta que no había pasado gran cosa; pero le pareció indignante que justificaran la actitud de Ben Morgan, quien creía que mantenía una relación amorosa con ella solo porque habían coincidido unas cuantas veces en la parada del autobús.

–¿Que simpatiza con él? –bramó Fiona, enfadada–. ¿Y qué pasará si te apuñala una noche, cuando estés dormida?

Tess soltó un grito ahogado, y Fiona se apresuró a tranquilizarla.

–No te va a apuñalar. Ese tipo es un perdedor, un simple cretino –afirmó, arrepentida de lo que había dicho–. Oh, ¿por qué seré tan bocazas…? ¿Te encuentras bien?

–Sí, por supuesto. No es nada que no se pueda curar con un par de aspirinas y una taza de té.

Justo entonces, se oyó un estruendo.

–¡Como no bajéis el volumen, apagaré la televisión! –exclamó Fiona–. Lo siento, Tess… Mi hermana me ha dejado a las gemelas para que se las cuide, y no las podía dejar en casa. Será mejor que me las lleve.

–No tiene importancia, Fi.

–¿Seguro que estás bien? Tienes la voz tomada.

–Mi aspecto me preocupa más que mi voz. Debe de ser terrible –ironizó.

Tess se echó el pelo hacia atrás y miró su reflejo en la reluciente superficie de la tetera, para ver si estaba tan pálida y ojerosa como se había levantado. Y lo estaba.

–Qué horror –dijo–. Pensándolo bien, me tomaré esa taza de té y me iré a la cama.

–Una idea excelente. Hasta mañana, Tess.

–Hasta mañana.

 

 

Tess llenó la tetera y abrió el frigorífico para sacar un cartón de leche; pero no le quedaba, y le apetecía tanto que decidió ir a comprar. Por desgracia, la tienda más cercana estaba a doscientos metros de allí. Y eso, si atajaba por el callejón.

Como no podía salir en pijama, se detuvo un momento en la puerta y alcanzó la gabardina que se había dejado el novio de Fiona la última vez que fueron a cenar. Era un hombre delgado, pero no tardó en descubrir que la prenda le quedaba demasiado grande.

Ya se encontraba a mitad de camino cuando se acordó de las recomendaciones que le había hecho una de las agentes de policía: además de sugerirle que desactivara sus cuentas en las redes sociales, le había aconsejado que no saliera sola a la calle y que, si se veía obligada a salir, evitara los lugares oscuros y poco concurridos. Es decir, lugares como aquel.

Tess se quedó helada, súbitamente consciente de la oscuridad del callejón. Estaba haciendo lo contrario de lo que le había pedido la agente de policía.

Nerviosa, respiró hondo con intención de tranquilizarse; pero solo sirvió para que sufriera un acceso de tos, que resonó en las paredes mientras su razón le decía que diera media vuelta y huyera a toda prisa. Sin embargo, no tenía fuerzas para correr. Y, por otra parte, estaba más lejos de su casa que de la calle de la tienda, siempre bien iluminada y llena de gente.

–No te pasará nada, no te pasará nada –se repitió–. Tú no eres una víctima.

En ese momento, un hombre se detuvo en el extremo del callejón y empezó a caminar hacia ella. Tess abrió la boca para gritar, pero no pudo. Se había quedado paralizada. No podía ni respirar. Era como si tuviera un peso enorme sobre el pecho.

–Tranquila –dijo él–. Vengo a cuidar de ti, cariño.

Ella intentó gritar de nuevo. Y, esta vez, emitió algo parecido a un grito.

 

 

–No puedo decir gran cosa sin conocer más detalles sobre el estado de su hermana. Pero, por lo que me ha contado, tengo la sensación de que ese tratamiento no funcionaría.

Danilo sacudió la cabeza y suspiró sin decir nada.

–Ahora bien, si quiere que la examine… –continuó el médico–. Aunque supongo que, antes, querrá discutirlo con ella.

–¿Con quién?

–Con su hermana, naturalmente. Ha dicho que ya se ha sometido a varios tratamientos, y que ninguno ha tenido éxito.

Por alguna razón, Danilo se acordó de las palabras que le había dedicado un chico el mes anterior, después de que él intentara alejarlo de su hermana. Le había dicho que se querían, que Nat lo quería a su lado y que no tenía derecho a entrometerse en su vida.

–Mi hermana quiere caminar, doctor.

El médico asintió, se levantó y dijo, antes de marcharse:

–Estaremos en contacto.

Danilo se puso a pensar en su conversación con el chico. Nunca había tenido intención de entrometerse en la vida de Nat, salvo para conseguir que tuviera exactamente eso, una vida. Iba de cirujano en cirujano, buscando alguno que la pudiera curar. Y ni él ni ella estaban dispuestos a rendirse.

Cuando llegó a su limusina, el conductor salió del vehículo y le abrió la puerta. Pero Danilo se lo pensó mejor.

–Iré dando un paseo.

Se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar. Estaba tan concentrado en sus pensamientos que ni siquiera notaba el granizo que había empezado a caer. Era verano, pero los veranos británicos tenían esas cosas.

Danilo estaba en Londres la noche del accidente. Se había quedado en compañía de una rubia preciosa, y no dejaba de pensar que, si él hubiera estado al volante, sus padres no habrían fallecido y su hermana no habría terminado en una silla de ruedas. Pero, en cualquier caso, se sentía culpable. Se había quedado con una mujer y, cuando la policía italiana lo localizó, Nat llevaba siete horas en un quirófano de Roma.

¿Habría cambiado algo si hubiera estado en aquel coche? ¿Habría sido capaz de impedir que se estrellaran? No lo sabría nunca, y ese era su castigo. Un castigo incomparablemente más llevadero que la desgracia de su hermana.

Cabizbajo, se preguntó si estaba haciendo bien al insistir en encontrar una cura. Nat era muy fuerte, pero se había sometido a tantos tratamientos que empezaba a perder la esperanza. Y Danilo no quería que se volviera a llevar una decepción.

Aún seguía dando vueltas al asunto cuando oyó un grito, procedente de uno de los callejones laterales. Era un grito de terror, así que corrió a la entrada y se asomó. El lugar estaba a oscuras, pero las farolas de la calle iluminaban lo suficiente como para ver que una mujer intentaba escapar de un hombre que la agarraba.

Danilo sintió una furia inmensa. No soportaba a los tipos que abusaban de los más débiles. Los había sufrido en carne propia durante su adolescencia, antes de pegar el estirón y de desarrollar la musculatura que lo puso a salvo. Y no iba a permitir que uno de esos canallas se saliera con la suya.

 

 

El hombre no vio a Danilo hasta el último segundo, cuando lo agarró del cuello y lo apartó de una joven tan bonita como pálida. Era de ojos grandes, pómulos marcados y labios pecaminosos. Le recordó un poco a Nat, aunque su parecido terminaba ahí. Su hermana le sacaba varios centímetros de altura, y era más exuberante.

–¿Qué diablos…?

La expresión de ira del acosador flaqueó significativamente cuando Danilo le pegó un puñetazo que le hizo retroceder varios metros. Por lo visto, ya no se sentía tan fuerte. Pero, a pesar de ello, intentó acercarse otra vez a la asustada Tess.

–Ha interpretado mal la situación –continuó–. Esto es un malentendido.

–Lo dudo mucho –replicó Danilo–. ¿Quiere que llame a la policía, señorita?

–Solo quiero ir a casa.

–¿Llamar a la policía? –preguntó el acosador con una carcajada–. Eso no tiene ni pies ni cabeza, amigo. Es una simple discusión de enamorados.

Tess sintió pánico. ¿Qué pasaría si su salvador creía al lunático de Ben? ¿Qué ocurriría si la dejaba a solas con él?

Por suerte, Danilo no se dejó engañar.

–Ni yo soy su amigo ni eso era una simple discusión de enamorados, como dice. Lo he visto todo. Ha intentado abusar de esta mujer.

–No he intentado abusar de nadie. Tess es mía.

Ella sacudió la cabeza y cerró los ojos, incapaz de mirar. Se acordaba del día en que uno de los novios de su madre la acorraló en la habitación, cerró la puerta y le dijo que se iban a divertir un poco. Solo tenía dieciséis años por entonces, pero no llegó a conocer su concepto de la diversión: el tipo salió huyendo a toda prisa cuando le empezó a lanzar todos sus zapatos nuevos.

–Mire, no estoy de humor para debatir con nadie –dijo Danilo–. O se va ahora mismo o continuamos esta discusión en la comisaría más cercana. Usted decide.

Tess oyó pasos que se alejaban y se concentró en el aroma del hombre que estaba a su lado, el hombre que la había sacado de una situación extraordinariamente difícil.

–Ya puede mirar. Se ha ido.

Ella abrió los ojos y miró al alto desconocido, que le habría parecido impresionante en cualquier situación.

–Le aseguro que lo besaría de buena gana. Pero no se preocupe, no lo voy a besar. Me temo que tengo la gripe –dijo.

Él sonrió, y Tess pensó que no había visto una sonrisa tan sexy en toda su vida. De hecho, era el hombre más sexy que había visto nunca. Llevaba escrito su origen mediterráneo en el negro azabache de su pelo, el tono tostado de su piel y los rasgos angulosos y bien definidos de su cara, de nariz recta y labios asombrosamente sensuales.

–Sé que no es asunto mío, pero ¿no cree que debería elegir mejor a sus novios? –preguntó él con desaprobación.

Ella lo miró con sorpresa, y Danilo se sintió tan incómodo como se sentía cuando daba consejos amorosos a Nat. Pero, a diferencia de Nat, no se burló de él ni puso en duda su experiencia en ese tipo de cuestiones, de las que sabía bastante: al fin y al cabo, había sido uno de esos hombres que ningún hermano querría para su hermana.

–No, lo ha entendido mal, no es mi novio.

Las palabras de Tess sonaron tan débiles que Danilo tuvo miedo de que perdiera el conocimiento, así que le pasó un brazo alrededor de la cintura. Y, entonces, descubrió dos cosas relevantes: que estaba temblando y que, bajo la enorme gabardina que llevaba, había un cuerpo femenino con todas las curvas que debía tener.

–No se irá a desmayar, ¿verdad?

–No –dijo ella, aún asombrada con la belleza de su salvador–. Me encuentro bien.

A Danilo no le pareció una afirmación precisamente sincera, porque estaba muy pálida. Pero se alegró de que tuviera una actitud positiva: no quería terminar con una mujer desmayada entre los brazos.

–Respire hondo. Inspire, espire…

Mientras ella intentaba tranquilizarse, él sacó el teléfono móvil y llamó a su chófer, preguntándose si aún tendría tiempo de volar a Roma.

–Ya estoy mejor –afirmó ella.

Tess lo miró a los ojos. Hasta ese momento, había pensado que los tenía de color castaño oscuro; pero eran de color negro azulado, como un cielo nocturno, con pequeñas motas plateadas que brillaban como estrellas.

–Mi coche llegará en cualquier instante. ¿Quiere que la lleve a algún sitio?

Ella sacudió la cabeza.

–No, gracias. Vivo aquí mismo, en la esquina.

En cuanto pronunció la frase, Tess se dio cuenta de que su casa no era necesariamente lo único que estaba en la esquina. Cabía la posibilidad de que Ben se hubiera escondido entre las sombras. Cabía la posibilidad de que siguiera allí. Y sintió pánico.

–Bueno, me pilla de camino –dijo él.

–¿En serio?

Tess supo que intentaba ser caballeroso, y se sintió agradecida. La idea de encontrarse otra vez con su acosador era tan inquietante que le arrancó un escalofrío.

–No se preocupe. Ya está a salvo.

La amabilidad de Danilo la puso al borde de las lágrimas.

–No sea tan bueno conmigo, por favor –le rogó–. Estoy muy alterada y, si insiste, me pondré a llorar. No suelo ser tan patética, pero…

–¿Sí?

–Ben no es mi novio. Aunque él cree que lo es.

Danilo se encogió de hombros.

–No es necesario que me dé explicaciones, señorita. No es asunto mío –declaró–. La he ayudado porque era lo correcto, y porque tengo una hermana no mucho más joven que usted. Espero que Nat no se encuentre nunca en esa situación; pero, si alguna vez se encuentra, me gustaría que le echaran una mano.

Tess volvió a respirar hondo, intentando recuperar el aplomo. Sin embargo, estaba tan tensa que, al soltar el aire, se estremeció de la cabeza a los pies. Y, por si eso fuera poco, se le escapó una solitaria lágrima.

Danilo se encontró atrapado entre la irritación y la admiración. Irritación, porque no quería que su instinto protector lo dominara y admiración, porque sus ojos le parecieron sencillamente extraordinarios. Eran de color ámbar, tirando a dorado. Y con unas largas y rizadas pestañas negras.

–Le agradezco que haya intervenido en mi defensa, pero no se preocupe por mí. Estoy bien.

Ella le lanzó una mirada tan lastimera que él se acordó de lo que había pasado cuando la golden retriever de la familia tuvo cachorros. Su padre le había prometido que podría elegir antes que nadie y, contra los consejos de todo el mundo, Danilo eligió una perrita de aspecto enfermizo que no parecía tener posibilidades de sobrevivir.

Sin embargo, su mascota sobrevivió. Y aún le demostraba su inmenso afecto y agradecimiento, aunque ya era vieja y no estaba para demasiados trotes.

–Pero si pudiera acompañarme a casa… –continuó Tess–. Siempre que no suponga una molestia, por supuesto.

Tess se estremeció de nuevo. Se sentía muy débil, y no rechazó la ayuda de Danilo cuando el le puso una mano en la espalda. Era consciente de que se estaba comportando como el tipo de mujeres que despreciaba: débiles, dóciles y siempre necesitadas de ayuda masculina. Sin embargo, se acababa de encontrar con su acosador en un callejón oscuro. Y, para empeorar las cosas, tenía la gripe.

Capítulo 2

 

MIENTRAS caminaban, ella cayó en la cuenta de que ni siquiera le había dicho su nombre, y decidió corregir el olvido. Al fin y al cabo, aquel hombre la había sacado de una situación muy peligrosa.

–Por cierto, me llamo Tess.

–Encantado de conocerla. Yo soy Danilo… Danilo Raphael.

Tess pensó que tenía nombre de ángel y que era de lo más apropiado para una persona que se dedicaba a salvar a la gente.

–¿A la derecha? ¿O a la izquierda? –preguntó él al final del callejón.

Ella tardó un momento en responder. Danilo le había parecido impresionante en la penumbra; pero, al verlo a la luz de las farolas, llegó a la conclusión de que se había equivocado. No era impresionante: era sencillamente arrebatador. No había nada en él que no fuera perfecto. Y no solo en su cara, sino en todo lo demás.

Al parecer, había saltado de la sartén al fuego. Su salvador tenía más peligro que el canalla de aspecto corriente que le estaba haciendo la vida imposible. Era alto como una torre y oscuro como la noche; un hombre que habría llamado la atención en cualquier lugar, llevara lo que llevara puesto.

Tess desconfió inmediatamente de él, pensando que tanta perfección no podía ser buena; pero se acordó de lo que solía decir su madre: que no se puede juzgar un libro por la portada. Aunque su madre no era la más adecuada para decirlo, teniendo en cuenta que estaba obsesionada con su imagen pública.

–A la derecha –contestó al final–. Es la cuarta casa, la de la puerta roja.

Danilo la llevó hasta el edificio, de aspecto tan victoriano como todos los demás. Y, al ver las filas de nombres que había en el portero automático, frunció el ceño. O era más grande de lo que parecía, o los pisos tenían el tamaño de una caja de fósforos.

–La acompañaré a su casa.

–No hace falta.

Justo entonces, un coche se detuvo a pocos metros. Era tan elegante como Danilo, y ella supo que le pertenecía.

–Su coche ha llegado –dijo.

–Ah, sí. Espéreme, por favor. Solo tardaré un momento.

Él se acercó al vehículo y habló con el conductor. Tess sintió la tentación de abrir el portal, entrar el edificio y cerrar la puerta; pero se contuvo porque habría sido un acto de lo más embarazoso, además de ingrato.

Su salvador volvió segundos después.

–Pase usted primero.

Ella suspiró y abrió el portal.

–Como quiera, pero vivo en el último piso.

Danilo miró la empinada escalera y preguntó:

–¿No hay ascensor?

–Me temo que no.

A Tess le temblaban las piernas, y empezó a subir los escalones de uno en uno porque tenía miedo de trastabillar. Danilo la siguió con tanta paciencia como pudo, hasta que se cansó de ir a paso de tortuga y decidió tomar cartas en el asunto. No podía perder toda la noche, así que se acercó y la levantó entre sus brazos.

Ella se quedó completamente desconcertada.

–No es necesario que me lleve –acertó a decir.

–Por supuesto que lo es. Iba tan despacio que empezaba a perder el deseo de vivir –replicó con ironía.

Tess guardó silencio e intentó adoptar una actitud digna, aunque las circunstancias se lo impidieron. El contacto de su cuerpo era demasiado inquietante. Su calor era demasiado inquietante. Todo era demasiado inquietante.

Por fortuna, él la soltó en cuanto llegaron a la última planta.

–Gracias. Es muy amable.

Él arqueó una ceja.

–No soy amable.

–Pues a mí me lo parece –dijo, buscando las llaves en los bolsillos–. En fin… gracias de nuevo, y buenas noches.

Danilo contempló su obstinada barbilla y bajó la mirada por su cuello cuando ella se desabrochó el botón superior de la enorme gabardina. Estaba demasiado pálida y, en apariencia, demasiado delgada; pero tenía una piel muy bonita, y se preguntó qué tal estaría con otro tipo de ropa, menos lamentable.

–No han sido muy buenas para usted –comentó.

Ella suspiró y se echó el cabello hacia atrás. Por lo visto, Danilo tenía intención de quedarse allí hasta que abriera la puerta. Pero las manos le temblaban tanto como las piernas, y no podía girar la llave en la cerradura.

–Es que tiene truco –se excusó.

Tess se sintió tan frustrada que sintió el deseo de liarse a patadas con la puerta; especialmente, porque la impaciencia de su salvador era tan obvia como su propio nerviosismo. Sin embargo, contuvo sus impulsos y lo volvió a intentar.

Esta vez, la llave giró.

–Gracias de nuevo –dijo entonces–. No se preocupe por mí. Estoy bien.

Tess entró en su domicilio y encendió la luz de lo que parecía haber sido las habitaciones de los criados antes de que dividieran el edificio en varios pisos. Danilo cerró los ojos un momento y se maldijo por sentirse responsable. ¿Qué estaba haciendo allí? La vida de aquella mujer no era asunto suyo. Sería mejor que se despidiera y se marchara.

Pero no la podía dejar en ese estado.

–A mí no me parece que esté bien.

Tess lo miró en silencio, incapaz de mentir. Era evidente que no estaba bien. Se había encontrado con su acosador, corría el peligro de desmayarse y, encima, le preocupaba su aspecto. A fin de cuentas, llevaba un pijama y una gabardina de un hombre mucho más grande que ella.

–¿Quiere que llame a alguien y le pida que se quede con usted? –se ofreció Danilo–. No debería estar sola.

Ella pensó que tenía razón. No debía estar sola. Y no lo habría estado si no hubiera sido porque la gripe había destrozado su plan de pasar unos días con Lily y Rose, dos amigas y compañeras de trabajo que ahora estarían en la playa, disfrutando del sol y, quizá, de alguna aventura romántica.

Solo había dos personas más a las que pudiera acudir: Fiona y su madre. Y tenía buenos motivos para no llamarlas.

Si hablaba con Fiona y le contaba lo sucedido, dejaría todo lo que tuviera entre manos y se presentaría en el piso de inmediato. Pero estaba con su hermana y sus sobrinas, que se volvían a Hong Kong al día siguiente, y no le podía hacer esa canallada.

En cuanto a su madre, no tenía la menor duda de que la habría ayudado; pero, si se llegaba a enterar de que un individuo la estaba acosando, la historia saldría en todos los medios de comunicación del país. Beth Tracy era una mujer muy ambiciosa y, aunque quería a su hija con toda su alma, no renunciaría a la posibilidad de salir en televisión y hacer campaña política a costa de ella.

Tess volvió a mirar al imponente hombre que la había salvado. Su ángel de la guarda se había acercado un poco más y se había detenido ante el umbral del piso, lo cual le pareció vagamente inquietante.

–No tengo a nadie a quien pueda llamar –respondió–. Pero no es necesario. Estoy así por culpa de la gripe.

–¿Y qué pasa con ese tipo? ¿Va a hacer como si no hubiera pasado nada?

Ella frunció el ceño con irritación. Aunque Danilo hubiera salido en su defensa, se estaba metiendo en asuntos que no le correspondían.

–Lo voy a intentar, sí.

Danilo se fijó en la fila de cerrojos que Tess había instalado, y se preguntó cómo era posible que una persona admitiera relaciones tan venenosas y se condenara a sí misma a vivir encerrada. Sencillamente, no lo entendía.

–Su novio no va a cambiar, señorita.

–No es mi novio –insistió ella, que empezaba a estar harta.

Danilo le lanzó una mirada sarcástica, y Tess abrió la boca para repetir otra vez que no estaba saliendo con Ben. Pero, ¿qué sentido tenía? Era un desconocido. Su opinión carecía de importancia. No estaba obligada a dar explicaciones.

En lugar de hablar, se concentró en la tarea de desabrocharse los botones de la gabardina de Matt. El novio de Fiona no era un hombre particularmente grande, pero Tess estaba tan débil que no soportaba ni el peso de su prenda. Y la actitud de Danilo tampoco ayudaba mucho. ¿Por qué no se marchaba? ¿A qué venía ese silencio cargado de desaprobación? ¿No tenía nada mejor que hacer?

Por fin, la gabardina cayó al suelo. Y Tess, que no se molestó en recogerla, dijo:

–Bueno, me voy a la cama. Gracias por su ayuda.

Danilo no se movió.

–No puede vivir así, señorita.

–¿Vivir cómo?

Él señaló los cerrojos de la puerta.

–¡Esto es intolerable! ¡Madre di Dio…! ¿Cuánto tiempo lleva en estas circunstancias?

Tess volvió a suspirar.

–Mire, no quiero hablar de ese asunto. Además, lo de esta noche ha sido una excepción. Ben nunca había llegado tan lejos.

–Pero ha hecho otras cosas, ¿verdad? –preguntó–. Y usted lo justifica porque sigue enamorada de él.

–Nunca he estado enamorada de él. Apenas lo conozco.

Justo entonces, Danilo bajó la cabeza y se fijó en lo que llevaba.

–¿Qué es eso? ¿Un pijama?

Tess se ruborizó.

–¡Sí, en efecto, un pijama! –dijo, perdiendo la paciencia–. Puede que usted no los use, pero a mí me gustan.

Danilo supo que había cruzado una línea peligrosa. Su conciencia y su sentido de la responsabilidad lo habían empujado a intervenir en defensa de aquella mujer, pero había otro factor igualmente importante: que le recordaba mucho a su hermana. Y, aunque no había podido salvar a Nat, aún estaba a tiempo de salvar a Tess.

–Usted merece algo mejor, señorita. El mundo está lleno de hombres que no se dedican a torturar a nadie.

–¿Cómo quiere que se lo diga? Ese tipo no es mi novio. Él cree que lo es, pero solo es una persona con quien coincidía en la parada del autobús.

–¿En serio? –preguntó con desconfianza.

Tess asintió.

–Nunca cruzamos más de un par de palabras, lo típico en esas situaciones. Y luego, me empezó a acosar –dijo–. Al principio, se dedicaba a enviarme mensajes y a presentarse donde yo estuviera. Incluso llegó a ir al colegio… Pero no hizo nada malo, y pensé que se cansaría si no le hacía caso.

–Y no se cansó.

–No. El mes pasado entró en mi casa y me dejó unas rosas y una botella de champán. Desgraciadamente, no tengo pruebas de que fuera él.

Danilo gruñó.

–Si lo hubiera sabido antes, lo habría estrangulado.

–Bueno, puede que le haya pegado la gripe –bromeó Tess.

–¿Ha hablado con la policía?

–Sí, pero no me ha amenazado ni me ha hecho daño en ningún sentido. Y, como ya le he dicho, no puedo demostrar que entrara en mi casa –contestó–. ¿Cómo he podido ser tan estúpida? Si no hubiera hablado con él en la parada del autobús, si no hubiera…

–Oh, vamos –la interrumpió–. No es culpa suya.

–Lo sé, pero no dejo de pensar que podría haber hecho algo para evitarme esta situación –dijo, llevándose una mano a la cabeza–. Supongo que debería llamar a la policía y contarles lo que ha pasado.

–¿Solo lo supone?

Tess cerró los ojos un momento.

–Esta noche no estoy en condiciones de ir a comisaría –se defendió–. Y, por favor, deje de presionarme.

Un segundo después, Tess soltó un estornudo monumental. Danilo sacó un paquete de pañuelos y se lo dio.

–Gracias.

–¿Qué piensa hacer ahora?

Ella se encogió de hombros.

–Tenía intención de tomarme un té, pero no he podido comprar leche, así que tendré que improvisar.

Tess le dio la espalda y se dirigió a la cocina, de donde salió con una botella de brandy y una copa que había dejado a secar.

–Oh, discúlpeme por no haberle ofrecido. ¿Le apetece?

Danilo entró en el piso, miró la marca de la botella y sacudió la cabeza.

–No, gracias. ¿Seguro que es prudente que beba?

Tess encontró las energías necesarias para lanzarle una mirada asesina, pero no las suficientes para llegar al sillón. Se dejó caer en el sofá, que estaba más cerca y, tras cerrar los ojos, echó un buen trago.

–Me extraña que deje entrar en su casa a un desconocido –dijo él–. A fin de cuentas, es víctima de acoso.

Tess se quedó atónita. No era precisamente una mujer confiada. De hecho, tenía una veta paranoica que se debía en parte a su experiencia con el ex-novio de su madre. Y no era necesario que ningún psicólogo se lo dijera. Lo sabía de sobra. Como sabía que esa veta había complicado bastante su vida sexual.

Pero un segundo más tarde, cuando volvió a admirar la cara de aquel hombre asombrosamente sexy, se preguntó cómo era posible que no se sintiera amenazada por él. ¿Sería un efecto secundario de la gripe? ¿O simple y pura estupidez?

–No me diga que estoy ante otro cretino que se cree enamorado de mí –ironizó.

Danilo soltó una carcajada.

–No.

Tess supo que no pretendía ofenderla. Se había limitado a responder a su broma. Pero, por algún motivo, se sintió tan humillada que, si hubiera tenido fuerzas para hablar, le habría informado de que tenía éxito con los hombres y de que nunca le faltaban ofertas. Lo cual, por otra parte, era verdad.

Ya no era una adolescente de dieciséis años con acné y pocas curvas. Ya no era la jovencita a la que el novio de Beth había insultado cuando ella lo rechazó, diciendo que tenía suerte de que alguien la encontrara atractiva. El acné desapareció con el tiempo y, aunque sus curvas no se volvieron demasiado voluptuosas, los chicos empezaron a buscar su compañía.

Por desgracia, Tess descubrió pronto que su físico los inducía a error. Al ser baja y de aspecto delicado, llegaban a la conclusión de que era frágil física o mentalmente. La trataban como si fuera una figurilla de cristal que se pudiera romper en cualquier momento y, cuando se daban cuenta de que estaban con una mujer de carácter, se desilusionaban y se iban.

Ben era el único hombre que había querido estar con ella por lo que era. Pero eso no la dejaba en buen lugar, teniendo en cuenta que estaba loco.

¿Habría hecho algo para merecer esa suerte?

De vez en cuando, intentaba convencerse de que su vida amorosa no era un fracaso, y de que solo estaba esperando al hombre correcto. Sin embargo, había otra posibilidad: que fuera responsable de su desgracia, que se hubiera convertido en una de esas personas que echaban la culpa de todo a los otros, incapaces de asumir sus defectos. Incluso era posible que no le gustara el sexo, y que por eso huyera de él.

–Supongo que me considera una especie de tonta que ha provocado a quien no debía y ahora paga las consecuencias.

–No debería preocuparse por lo que piensen los demás.

Tess guardó silencio.

–¿Ha oído lo que acabo de decir? –insistió Danilo.

–Perfectamente. Ha dicho que no está enamorado de mí.

Él sonrió.

–Si me permite una sugerencia…

–¿Qué tipo de sugerencia? ¿Qué ponga más cerraduras? ¿Que me vaya a vivir al archipiélago de las Hébridas? Créame, ya lo he pensado.

–No, su puerta no tiene espacio para más cerraduras. Y, en cuando a las Hébridas, llueve demasiado.

Danilo se volvió a preguntar por qué insistía en ayudar a Tess. No era problema suyo, aunque despertara su instinto protector. Además, ella no quería nada y él ya había hecho todo lo que podía hacer.

Entonces, ¿por qué?

No lo tenía muy claro. Él no era un héroe; no era como su hermana, la mujer más valiente que había conocido. Y por otra parte, tampoco sentía el menor deseo de interpretar ese papel. Pero el destino le había ofrecido la oportunidad de salvar a alguien sin necesidad de esforzarse mucho ni sacrificarse de ninguna manera.

–¿Cuándo tiene que volver a la universidad?

–¿A la universidad? –dijo ella–. No es una universidad, sino un colegio. Trabajo allí. Soy profesora.

Él parpadeó.

–¿Profesora?

Tess echó otro trago de brandy y contestó:

–Sí, y muy buena.

Danilo estaba atónito. Cuando Tess mencionó que su acosador se había presentado en el colegio, él supuso que se refería a un colegio universitario y que ella era una simple estudiante. Pero, por lo visto, se había equivocado.

–¿Y qué enseña?

–Doy clases de educación primaria. Empecé como profesora suplente, y luego me pusieron a trabajar con un niño que sufría distrofia muscular –explicó–. Pero ahora estoy en las clases normales.

–Vaya… –declaró él, ladeando la cabeza–. ¿Y dice que ese hombre se atrevió a presentarse en su trabajo?

–Sí, aunque no llegó a entrar. Estaba fuera, esperándome.

Él frunció el ceño.

–Si sabe dónde trabaja, también sabrá dónde vive –observó.

–Por supuesto que lo sabe. Si no lo supiera, ¿cómo podría haber entrado en mi casa? Pero gracias por recordármelo –dijo con sorna–. Me ha animado tanto que dormiré a pierna suelta.

–No intentaba animarla.

–No me diga.

–Intento encontrar una solución, señorita. Ese tipo es peligroso, y parece capaz de cualquier cosa –afirmó–. En mi opinión, solo tiene dos opciones: acudir a los tribunales o…

–¿Vivir en el terror? –lo interrumpió, soltando una carcajada amarga.

–No. Marcharse a Italia –contestó–. Allí no la encontrará.

–¿A Italia? ¿Y por qué no a Australia? Siempre he querido hacer surf –dijo en tono de broma–. Hágame caso… No se dedique a la comedia. No es lo suyo.

–Estaba hablando en serio. Mi hermana vive en mi casa, y me vendría bien que alguien cuidara de ella cuando yo no estoy.

–¿Me está ofreciendo un empleo de niñera?

–Natalia no es una niña. Está a punto de cumplir los diecinueve –dijo–. Por cierto, ¿cuántos años tiene usted?

–Veintiséis.

Él asintió.

–Natalia sufrió un accidente, y está en una silla de ruedas. Además, se siente sola porque la mayoría de sus amigos se han mudado a otros sitios. Necesita compañía.

–¿No puede estar con sus padres?

–Me temo que no. Murieron en ese accidente.

Tess se quedó pálida.

–Lo siento muchísimo –dijo–. Pero no puedo trabajar para usted.

–¿Por qué no?

–Porque ya tengo un empleo. No me puedo ir así como así.

Danilo la miró durante unos instantes, le dio una tarjeta con un número de teléfono y dijo, como si hubiera perdido interés en el asunto:

–Llame cuando haya tomado una decisión. Es el número de Helena, mi ayudante. Llegado el caso, ella se encargaría de solventar las cuestiones prácticas, como estudiar sus referencias profesionales y organizar los vuelos. Pero, si decide aceptar mi oferta, estaría bien que viajara a Italia a finales de semana, el jueves o el viernes.

Tess no salía de su asombro. Aquel desconocido le estaba pidiendo que lo dejara todo y se fuera a Italia. Aunque, pensándolo bien, no era una idea tan descabellada: se libraría temporalmente de Ben y tendría ocasión de conocer un país que siempre había querido conocer.

–¿Necesita referencias?

–Por supuesto –dijo él–. Espero que no sea un problema.

–En absoluto.

–Entonces, me voy. Pero eche los cerrojos cuando salga.

 

 

Tess se quedó dormida en el sofá, con la tarjeta de Danilo Raphael en una mano. Despertó alrededor de las dos de la madrugada y, cuando vio que no había echado los cerrojos, se estremeció. Sin embargo, el brandy y los analgésicos la habían ayudado a descansar un poco, y se sentía mejor que antes.

Su salvador le había hecho una oferta tan inesperada como tentadora, una oferta que estaba dispuesta a considerar. Pero solo después de echar los cerrojos.

Capítulo 3

 

FIONA se quedó horrorizada cuando le dijo lo que tenía intención de hacer.

–¿Te has vuelto loca, Tess? ¡No sabes nada de ese hombre! Y no me digas que te ha dado su tarjeta, porque cualquiera puede imprimir esas cosas –comentó–. Podría ser algún tipo de pervertido.

–No soy estúpida, Fiona. Lo he investigado en Internet.

Tess estuvo a punto de añadir que su ángel de la guarda era una especie de leyenda en Italia, pero habría sonado tan exagerado que, en lugar de decirlo, se conectó a Internet con el móvil y se lo dio.

–Míralo tú misma.

Fiona se quedó boquiabierta.

–¡Dios mío! ¡Qué maravilla! –exclamó–. ¿Ese hombre te ha rescatado?

–No se puede decir que me rescatara. Se limitó a aparecer en el momento preciso –dijo, restándole importancia.

Fiona no podía apartar la vista de la pantalla.

–¿Es tan guapo como parece? ¿O la imagen está retocada?

Tess pensó que era enormemente más sexy de lo que parecía en las fotos, como demostraba el hecho de que siempre estuviera rodeado de mujeres impresionantes. Pero, a pesar de ello, declaró:

–Parece mayor en persona.

–¡Guau! ¡Qué pedazo de hombre!

Tess hizo caso omiso del comentario de Fiona y se giró hacia la maleta para seguir guardando sus cosas.

–Odio hacer el equipaje –protestó–. Nunca sé qué llevar.

–No te preocupes por la ropa. Si yo tuviera tu figura, no me preocuparía por nada. Estarías bien aunque te pusieras un saco de patatas –Fiona le devolvió el teléfono–. Pero, ¿a qué se dedica ese semidios cuando no está salvando a nadie?

–A ganar dinero.

–Suena cada vez mejor.

–Por lo que he podido descubrir, antes se dedicaba a comprar empresas en quiebra y a sacarlas a flote. Pero hace dos años, cuando sus padres murieron, se hizo cargo de la empresa familiar –dijo–. Tienen intereses en muchos sectores.

–¿Y qué sabes de su vida privada?

–Bueno, parece que ha sentado la cabeza y que ya no va a tantas fiestas como antes.

–No me digas que se ha casado.

Tess se encogió de hombros, aunque le disgustó la idea de que Danilo estuviera casado. Y ni siquiera supo por qué.

–¿Eres consciente de que has encontrado un verdadero tesoro? –preguntó su amiga–. Guapo, rico y encantador.

–Yo no he dicho que sea encantador.

–Oh, vamos, deja de fingir que no te gusta.

–Puede que no lo creas, pero no voy a Italia a hacer manitas con Danilo, sino a cuidar de su hermana –dijo–. Además, es posible que no lo llegue a ver.

 

 

Danilo empezaba a estar cansado de la curiosidad de Franco. Sin embargo, le había hecho una pregunta directa, y no tuvo más remedio que responder.

–Es pequeña, delicada y de ojos grandes, una especie de ratoncito. Supongo que tendrá aspecto de estar completamente perdida. Pero, ¿por qué me miras así? ¿Qué esperabas? ¿Que fuera una súper modelo?

Su primo sonrió.

–Las modelos no tienen nada de malo –dijo–. ¿Y qué quieres que haga con ese ratoncito?

–Llevarla a casa. Nat la estará esperando.

–¿Pretendes que me quede con ellas como si fuera su niñera? Tengo una reunión importante a última hora de la mañana.

–No, no hace falta que te quedes. Tu prima Angelica se encargará de ella y le presentará a Nat –contestó–. Pero, cambiando de asunto, ¿qué tal va la organización de la fiesta? ¿Han surgido más problemas?

–No, solo unos cabos sueltos. Quiero que sea perfecta.

–Me alegro.

Danilo lo miró con intensidad, como para dejarle claro que la fiesta le importaba muy poco. Y como Franco tenía prisa, lo dejo estar y se limitó a decir:

–Muy bien. En ese caso, la llevaré a tu casa y me marcharé.

 

 

Tess pasó el control de pasaportes cuando ya lo había pasado casi todo el pasaje. Y no fue culpa suya, sino de la anciana con la que había entablado conversación durante el vuelo: caminaba tan despacio que tardaron mucho en llegar.

Nunca habría imaginado que la lenta y tranquila señora era la matriarca de una enorme y ruidosa familia, que la estaba esperando en el exterior; pero, minutos después, se encontró en mitad de un montón de italianos que reían y se abrazaban. Fue de lo más desconcertante. Sobre todo, por el adolescente que le dio un beso y se apartó ruborizado al darse cuenta de que no la conocía.

Signora, mi dispiace –se disculpó.

La anciana soltó una carcajada y dijo:

–Os presento a Tess. Ha tenido la amabilidad de darme la mano durante el viaje y de acompañarme hasta aquí.

–Bueno, yo también necesitaba que me dieran la mano –replicó Tess–. Detesto volar.

–¿La está esperando alguien, señorita? –preguntó un hombre que se identificó como el hijo de la anciana.

Tess asintió mientras echaba un vistazo a su alrededor. Para entonces, solo quedaba otra persona en la sala de llegadas, y supuso que sería alguno de los ayudantes de Danilo. Era un joven de traje caro y expresión impaciente que llevaba las manos en los bolsillos.

–Sí, me están esperando –contestó, antes de girarse hacia la anciana–. Ha sido un placer, señora Padrone. Y felicidades por su primer nieto.

 

 

Franco se quedó perplejo cuando una mujer de pelo largo, botas altas y falda corta se detuvo delante de él. Tenía unas piernas impresionantes, y una sonrisa tan increíblemente sexy que le quitó el disgusto que tenía, porque empezaba a pensar que la amiga de Danilo se había marchado sin que la viera.

–Disculpe, ¿me está esperando a mí?

–Llevo toda la vida esperándote, cara.

Ella arqueó una ceja, sin dejar de sonreír.

–¿Tanto he tardado?

Por primera vez en mucho tiempo, Franco se quedó sin habla. Estaba más que acostumbrado a salir con mujeres preciosas, pero aquella tenía algo especial. Y no encajaba en absoluto con la descripción de su primo.

–¿Le ha enviado el señor Raphael? –continuó Tess–. Al verlo aquí, he pensado que…

–Sí, claro, es que…

Tess clavó sus ojos en los del atractivo y turbado italiano. Estaba tan nerviosa como él, aunque por motivos distintos. ¿Había hecho lo correcto al aceptar la oferta de Danilo? ¿O había cometido el peor error de su vida?

–Permítame que me presente. Soy Tess Jones.

Franco sacó fuerzas de flaqueza y sonrió.

–Y yo soy Franco, el primo de Danilo –dijo–. Te lo habría dicho antes, pero supuse que serías otra persona.

Ella lo miró con curiosidad.

–¿Otra persona?

Franco no le podía decir que estaba esperando a una mujer muy diferente, con aspecto de ratoncito; así que señaló al grupo que rodeaba a la anciana y declaró:

–He pensado que estabas con ellos.

–¿Con los Padrone? No, ni mucho menos. Los acabo de conocer –explicó–. Carlita y yo nos hemos puesto a charlar en el avión. Es una mujer muy interesante. Su hija pequeña vive en Londres, y acaba de tener un niño.

Justo entonces, los Padrone se dirigieron a la salida de la terminal. Y Tess los saludó con la mano.

–¿Puedo preguntarte una cosa? ¿Cómo conociste a Danilo?

–Bueno, es una historia larga de contar. Digamos que se portó bien conmigo. Fue muy amable –contestó.

Tess se frotó el puente de la nariz, desconcertada momentáneamente con el recuerdo del olor y la agresividad manifiesta de Ben. Fue tan real que lo sintió como si estuviera a su lado, y se maldijo a sí misma por permitirlo. A fin de cuentas, no tenía sentido que huyera a Italia para librarse de él y lo llevara en sus pensamientos.

–Ah, comprendo…

Franco lo dijo por decir algo, porque no lo comprendía en absoluto. ¿Amable? ¿Danilo? Su primo era una buena persona, pero nadie lo habría definido como amable. Y tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su estupefacción.

 

 

Ya era medianoche cuando Danilo pasó ante las cámaras de la entrada de la propiedad y condujo por el largo camino que llevaba al Palazzo Florentina. El viejo palacio de la Toscana había sido el hogar de los Raphael durante varias generaciones, y había pasado a ser su hogar tras la muerte de sus padres.

El camino se dividía poco antes de llegar al edificio, cuya torre asomó entre los árboles. Danilo giró a la derecha y miró los establos del patio delantero, construidos con el mismo tipo de piedra dorada. Su madre adoraba montar, y se había gastado una fortuna en caballos que él tenía intención de vender. Pero nunca encontraba el momento de venderlos. Quizá, porque le recordaban a ella.

Dejó atrás los establos y se dirigió al garaje, que estaba en el lado opuesto. El resto de las construcciones secundarias eran casas que pertenecían a distintas personas, incluido un primo lejano. Angelica, que había asumido el cargo de ama de llaves tras la muerte de su esposo, vivía en la única que tenía jardín.