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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Barbara Hannay

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Regalo de navidad, n.º 2080 - octubre 2017

Título original: Christmas Gift: A Family

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-476-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

VÍSPERA de Navidad. ¡Tiempo de felicidad! Pero para Jo Berry, significaba sentarse detrás del mostrador de la tienda en Bindi Creek mientras pensaba en todas las fiestas que se estaba perdiendo en la ciudad.

Estaba tratando de no pensar en la fiesta de la oficina de aquella noche. Tenía la sensación de que las cosas se iban a descontrolar. Su amiga Renee tenía claro que quería impresionar al jefe, comprándose algo despampanante para la fiesta, para escalar puestos.

Jo todavía creía en que una chica podía ascender trabajando duro, sin tener que ponerse escotes de vértigo o flirtear con el jefe.

Pero aun así, le hubiese gustado ir aquella noche a Brisbane, ya que le gustaba estar con sus amigos. Era divertido asistir a fiestas que de vez en cuando se volvían escandalosas.

Pero no eran las payasadas que hacían sus amigos las que le impedían ir a la fiesta en la ciudad. Cada Navidad, se tomaba sus días libres en el trabajo y viajaba a su casa para ayudar en la tienda de la familia.

No era un angelito, pero no podía hacer otra cosa, ya que su padre vivía de una pensión de invalidez y su madre no tenía suficiente tiempo para hacerse pasar por Santa Claus para media docena de niños y al mismo tiempo preparar la comida de Navidad, aparte de encargarse de la tienda de Bindi Creek con todo el ajetreo de aquellas fechas.

Pero en realidad, en Bindi Creek no había nadie ajetreado. No pasaba nada interesante.

Aunque aquel día, había alguien que tenía muchísima prisa.

Jo observó cómo una persona desgarbada, de pelo oscuro, se bajó de un coche que había aparcado descuidadamente frente a la tienda.

Era posiblemente el hombre más guapo que Jo había visto nunca. Iba elegantemente vestido, con pantalones beige y camisa blanca que, debido al calor, llevaba desabrochada en el cuello y remangada, dejando entrever sus musculosos antebrazos.

El hombre se paró delante del escaparate de la tienda y Jo no pudo evitar mirarlo, pensando en lo elegante y atractivo que era.

En un momento dado, el hombre, de ojos azul claro o verdes, Jo no estaba segura, dirigió su mirada hacia dentro de la tienda y se encontró con la suya. ¡Caray! La había pillado mirándolo.

Mientras retiraba su mirada, Jo sintió cómo sus mejillas se ponían rojas. Él sonrió. Pero era una sonrisa formal y Jo se dio cuenta de que estaba buscando algo en especial. Su curiosidad se despertó aún más cuando el hombre entró en la tienda.

–Buenas tardes –dijo Jo amablemente. Al tenerlo en aquel momento suficientemente cerca, pudo comprobar que sus ojos eran verdes–. ¿Puedo ayudarlo?

–Voy a echar un vistazo –dijo sonriendo, mirando con indecisión la comida de la tienda.

En cuanto habló, Jo se dio cuenta de que era inglés. Su voz era profunda, madura y refinada.

–Mire todo lo que quiera –le contestó Jo, tratando de mostrar indiferencia–. Avíseme si le puedo ser de alguna ayuda.

En momentos como aquél, cuando la tienda no estaba concurrida, se divertía tratando de adivinar lo que iría a comprar el cliente. Se preguntó qué iría a comprar aquel tipo. ¿Espuma de afeitar? ¿Preservativos? ¿Aceite para el motor?

–¿Tiene muñecas? –preguntó el hombre–. Quiero el mejor regalo posible para una niña pequeña –continuó exigente el hombre–. Las niñas pequeñas siguen todavía jugando con muñecas, ¿no es así?

–Algunas sí. Pero lo siento, no tenemos muñecas.

–¿Tiene pequeños juegos de té? ¿O tal vez una caja de música? –preguntó el hombre frunciendo el ceño.

–Lo siento. No tenemos nada de eso –contestó Jo.

–¿No tiene nada apropiado para una niña?

Jo se acercó a él y lo acompañó por los pasillos analizando las estanterías; comida, artículos para la casa, para mascotas, novelas…

–¿Está buscando un regalo de Navidad?

–Sí, para una niña pequeña. Tiene cinco años.

–Me temo que no va a encontrar nada aquí –dijo Jo.

Pensó que ésa era la misma edad que tenía su hermana, Tilly.

–Tenemos algunos dulces y chocolates especialmente elaborados para navidades –continuó Jo, señalando los tarros que había en el mostrador.

–Supongo que tendré que conformarme con eso –refunfuñó el hombre–. Será mejor que tome algunas cosas por si fueran necesarias –empezó a apartar artículos al azar: bolígrafos, un cuaderno y artículos de decoración navideña.

Al acordarse de la preciosa muñeca que le había comprado a Tilly en Brisbane, Jo pensó que aquel hombre necesitaba ayuda, pero con los artículos que había en la tienda, no iba a ser fácil. Se preguntó qué estaría haciendo allí en medio de ninguna parte.

–¿Hacia dónde va? –preguntó Jo.

–Voy a Agate Downs.

–Conozco esa casa. Es la de los Marten. No está lejos. Así que está buscando un regalo para la niña pequeña que ellos están cuidando, ¿no es así?

–¿La conoce? –le preguntó el hombre, acercándose a ella con una expresión intensa.

–¿A Ivy? Sí, la conozco. Esto es un pueblo pequeño. ¿Sabe lo que le gusta?

–No. Nunca la he visto –contestó el hombre con dificultad.

–Es una niña encantadora –dijo Jo con sinceridad.

Le había llamado mucho la atención la pequeña, que tenía la cara más bonita que Jo había visto en una niña. Su belleza contrastaba con las feas cicatrices que tenía en el brazo. La pobrecita resultó gravemente quemada en un accidente hacía algunos años.

–Ivy ha estado aquí un par de veces esta semana comprando con Ellen Marten.

–¿De verdad? –dijo el hombre. Su voz estaba llena de entusiasmo y sus ojos desconcertados.

Jo se preguntó si habría alguna relación entre aquel hombre y la niña, que tenía el pelo oscuro y los ojos verdes claros como él.

¿Qué estaba pasando? ¿Sería el padre de Ivy? No le gustaba ser demasiado cotilla y por ello no había preguntado a los Marten quiénes eran los padres de la niña. Pero algo había oído de que había ocurrido una tragedia y que su padre iba a ir a reclamarla.

–Me había olvidado completamente de que una niña pequeña necesita un regalo en Navidad –dijo el hombre, suspirando y agitando levemente la cabeza.

Jo sintió simpatía por aquel hombre. «Vamos, Jo, haz algo para ayudar», se dijo a sí misma.

–¿Le gustarían algunas de éstas? –preguntó levantando una enorme jarra con chocolatinas–. Ivy tiene debilidad por ellas.

–Me llevaré todas –dijo el hombre, que parecía muy contento–. Y me voy a llevar dos botes de dulces de mantequilla y una bolsa de frutos secos.

–Tal vez pueda envolver todo esto en papel de regalo para que parezca más alegre –sugirió Jo.

–Sería maravilloso –dijo el hombre sonriéndole.

Mientras Jo envolvía todo aquello en un alegre papel de regalo de color rojo, sintió cómo él la observaba apoyado en el mostrador con los brazos cruzados en el pecho. Con cualquier otro cliente, habría mantenido una conversación, pero estaba demasiado absorta por la misteriosa conexión entre aquel hombre e Ivy.

No parecía que él tuviera prisa, así que Jo se tomó tiempo para envolver los regalos y que quedaran bonitos.

–Muchas gracias. Es estupendo –dijo el hombre, que sacó varios billetes de su cartera y se los dio a Jo–. ¿Va a cobrarme algo más por todo el esfuerzo que le ha supuesto todo esto?

–No cuando es Navidad –contestó Jo, sonriéndole mientras le devolvía el cambio.

Pensó que se marcharía en aquel momento, pero se quedó allí, mirando al mostrador, como con la mirada perdida.

–¿Quiere algo más? –preguntó Jo tímidamente.

–Si me pudiese llevar algo más emocionante, algo que a Ivy realmente le encantara –dijo el hombre mirando hacia los libros que había en la tienda y tomando un tebeo–. ¿Qué le parece esto?

–Creo que Ivy no ha empezado el colegio todavía –dijo Jo, tratando de disimular la impresión que le causó que quisiera comprarle a la niña un tebeo de acción para niños–. Me sorprendería que supiera leer.

–Hubiese sido tan fácil comprar un juguete en Sidney… No hay tiempo suficiente para llamar a una tienda de juguetes y que manden algo por avión, ¿verdad?

–Bueno… no. Creo que no… –¡válgame Dios! Si estaba dispuesto a alquilar un avión, todo aquello tendría que ser muy importante. Tenía que ser el padre de Ivy.

–¿No hay más tiendas por aquí?

–Me temo que no hay tiendas de juguetes. A no ser que quiera retroceder doscientos kilómetros.

Con resignación, el hombre empezó a agarrar lentamente los paquetes que había comprado.

–Realmente desea impresionar a Ivy, ¿no es así? –sugirió Jo.

–Es de vital importancia –asintió el hombre. Su voz estaba cargada de intensidad y sus ojos reflejaban tristeza.

¡Qué espantoso! Podía ser que fuera el padre de Ivy y nunca hubiera visto a su hija. ¿Dónde estaría la madre de la pequeña? ¿Qué clase de tragedia habría ocurrido? Sintió mucha pena por él.

–Bueno… muchas gracias por toda su ayuda –dijo el hombre, dándose la vuelta para marcharse.

–Mire –dijo Jo, que se sentía fatal por no haber sido capaz de venderle un regalo más apropiado–. Si este regalo es tan importante, tal vez podría ayudarle.

El hombre se dio la vuelta y la miró con sus intensos ojos verdes. Jo se acaloró.

–Tengo muchos juguetes que he comprado para mis hermanos y hermanas –dijo Jo–. Seguramente más de los que necesitan. Si… si quiere verlos. Encontraremos un pequeño juguete para regalarle a Ivy además de las chocolatinas.

El hombre se quedó mirándola y ella intentó aparentar estar calmada, pero él sonrió y Jo se derritió por dentro.

–Es muy amable por su parte.

–Sólo tengo que llamar a uno de mis hermanos para que venga a encargarse de la tienda –explicó Jo–. Espere aquí –dijo antes de que él pudiese decir nada, corriendo hacia la parte trasera de la tienda que conectaba directamente con su casa.

Se dirigió al jardín trasero, donde sabía que estaban sus hermanos jugando al cricket. Sabía que lo que estaba haciendo era precipitado, pero por alguna razón tenía que hacerlo. La pobre Ivy necesitaba un regalo apropiado de Navidad.

Se las arregló para convencer a su hermano Bill para que se hiciese cargo de la tienda. Cuando volvió, le faltaba el aliento por lo rápido que había hecho todo.

El inglés todavía estaba allí, hablando educadamente con Hilda Bligh, la cotilla del pueblo.

–Aquí estás, Jo –dijo Hilda–. Le estaba diciendo al señor Strickland que si la tienda está vacía, normalmente gritamos hasta que alguien viene.

–Lo siento, señora Bligh, ya sabe cómo pueden ser las vísperas de Navidad. Aquí está Bill. Él la atenderá.

Jo miró al inglés, sintiéndose un poco tonta, porque estaba a punto de invitarlo a entrar en su casa sin saber nada de él.

–Puede venir por aquí –le indicó al hombre.

–Encantada de conocerlo, señor Strickland –dijo Hilda, sonriendo tímidamente.

–Así que es usted el señor Strickland –le dijo Jo una vez hubieron entrado en su casa.

–Sí, me llamo Hugh… Hugh Strickland. Y supongo que tú te llamas Jo.

Jo asintió con la cabeza.

–¿Es el diminutivo de Josephine?

–De Joanna –dijo tendiéndole la mano–. Joanna Berry. Supongo que Hilda Bligh te habrá puesto al día de todo.

–Desde luego y con todo lujo de detalles.

–No quiero ni pensar lo que te habrá contado –refunfuñó Jo.

–No me ha dicho la nota que sacaste en tu examen de deletreo en segundo grado, pero aparte de eso, creo que sé todo lo demás –sonrió Hugh.

–Lo siento. Los pueblos como éste son…

–¿Un nido de cotillas?

Jo asintió con la cabeza y suspiró. Realmente, aquélla era una situación extraña.

–Sí, bueno… –Jo tomó aire–. Será mejor que miremos los juguetes. Me temo que vas a tener que entrar en mi dormitorio.

–¿De verdad? –Hugh no parecía impresionado, pero Jo sabía que en el fondo estaba sorprendido.

–No suelo invitar a hombres que acabo de conocer a entrar en mi dormitorio –bromeó Jo.

–La señora Bligh no me comentó nada al respecto –dijo Hugh entretenido.

¡Gracias a Dios tenía sentido del humor!

–He escondido allí los regalos y no los puedo sacar; para que no los encuentren los niños –Jo le indicó el camino por el pasillo.

A pesar de su aire de naturalidad, de repente se puso nerviosa. No se podía creer lo que estaba haciendo.

Su dormitorio se había quedado bastante feo, casi como una celda, después de que se llevara todas sus cosas favoritas a su piso de Brisbane.

–Tal vez esto no sea una buena idea –dijo Hugh–. No me puedo llevar los regalos de tu familia.

–¿Pero no es de vital importancia darle un regalo a la pequeña Ivy?

–Bueno…

–Por suerte, todavía no los he envuelto en papel de regalo –dijo Jo, sacando la maleta que tenía debajo de la cama.

Hugh sonrió de nuevo. Su sonrisa era tan peligrosa que hacía que Jo sintiera mariposas en el estómago.

Puso la maleta encima de la cama y buscó algo para Ivy. Tuvo que sacar casi todos los regalos que tenía, ya que todo estaba revuelto, y entre aquellas cosas estaba la muñeca que le había comprado a su hermana pequeña, Tilly.

Jo miró a Hugh y observó lo consternado que se había quedado al ver la perfección de la muñeca. A Jo también le encantó cuando la encontró en la tienda. Hasta traía una muda de ropa.

–Tienes todo un tesoro ahí escondido –dijo Hugh.

–Tengo que pedir un crédito bancario cada año para poder afrontar todos los gastos de las navidades –bromeó Jo.

–Seis hermanos y hermanas…

–¿También te contó eso la señora Bligh?

–Te pagaría lo que fuese por esa muñeca –Hugh sonrió mirando a la muñeca.

Jo pensó en Ivy. Era una pequeña encantadora y estuvo a punto de acceder. Pero después reflexionó.

–Lo siento. Es imposible. Es para Tilly –dijo acercándole un suave unicornio color lavanda–. ¿Qué te parece esto? Los unicornios están de moda entre los pequeños.

–Nunca lo hubiese adivinado. No sé absolutamente nada de los gustos de las niñas pequeñas.

–Aquí tienes esto también… –dijo Jo, acercándole unas pulseras de colores. Entonces se detuvo en seco al oír unas risitas detrás de la puerta. Se le revolvió el estómago.

Se acercó a la puerta y escuchó otra vez aquellas risitas. Con cuidado, abrió la puerta y se encontró a Tilly y a Eric allí agachados, con los ojos llenos de alegría.

–Vosotros dos, ¡perdeos por ahí!

–Dice Bill que tienes a un hombre ahí dentro –dijo Tilly.

–Eso no os importa. Iros de aquí.

Eric trató de abrir la puerta para mirar, pero Jo se lo impidió con la cadera.

–¿Es tu novio? –preguntó Tilly.

–No, claro que no. ¡Ahora fuera de aquí!

Jo volvió a entrar a su dormitorio y cerró la puerta tras de sí, sin atreverse a mirar a Hugh por lo avergonzada que estaba. Cuando finalmente lo hizo, vio que estaba de pie en medio de la habitación con las manos metidas en los bolsillos de los pantalones, con una mezcla de impaciencia y distracción.

–Aprecio los esfuerzos que estás haciendo –dijo sin mencionar a sus hermanos–. Pero creo que será mejor que me marche.

–Sí –dijo Jo–. ¿Te vas a llevar el unicornio?

–¿Estás segura de que no lo necesitas?

–Totalmente. Ahora mismo, no me importaría que te llevaras todos los regalos. Puede que reniegue de toda mi familia.

–Sólo el unicornio sería estupendo, gracias –dijo Hugh dirigiéndole una sonrisa.

–Aquí tienes –Jo le metió el unicornio en una bolsa de plástico rosa.

Mientras que apresuradamente ella volvía a colocar los regalos en la maleta, Hugh sacó su cartera de nuevo.

–No –dijo Jo agitando la cabeza–. No me des dinero. Es para Ivy –abrió rápidamente la puerta.

–Debo decir que estoy enormemente agradecido –dijo Hugh–. Hubiese odiado tener que ir a Agate Downs en la víspera de Navidad sin el regalo apropiado.

La sonrisa y la manera en que Hugh habló, con su elegantísima y educada voz inglesa, le causó un efecto extraño a Jo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no atrancar la puerta e impedirle salir.

–Bueno –dijo Jo, dejando de pensar en aquellas tonterías–. No te entretengo más. Supongo que debes continuar tu viaje y yo debo volver a la tienda.

Hugh, tras darle de nuevo las gracias sinceramente, salió deprisa, se introdujo en su coche y se marchó a la misma temeraria velocidad con que había llegado.

Jo se quedó allí sintiéndose extrañamente abatida.

Volvió a pensar en lo que había estado pensando justo antes de que él llegara; la fiesta de la oficina en la que estarían sus amigos de la ciudad.

Hugh Strickland, posiblemente el hombre más atractivo del mundo, se marchaba en su coche, para no ser visto nunca más.

Capítulo 2

 

POCO después de que Hugh se marchara, Bindi Creek se llenó de gente que parecía haberse dado cuenta de repente de que la tienda iba a estar cerrada los dos días siguientes, debido a las navidades.

Sabía que eran imaginaciones suyas, pero Jo no pudo evitar pensar que algunas de aquellas personas habían ido a la tienda para espiarla. Dos de las mujeres del pueblo insinuaron que habían oído hablar a Hilda Bligh sobre el visitante tan especial que había tenido Jo. Una de ellas incluso dijo que los Marten estaban esperando una visita del padre de Ivy.

Jo fingió no saber nada de lo que estaban hablando.

Aparte de aquellos momentos incómodos, estaba contenta de estar ocupada. El trabajo le permitía alejar sus pensamientos de Hugh.

Dos de sus hermanos, Brad y Nick, que trabajaban en el oeste con ganado, volvieron a la casa familiar aquel mismo día sobre las ocho. Entraron por la tienda y abrazaron a Jo, quedándose a hablar con ella un rato antes de entrar en la casa para comerse las sobras de la cena que su madre les había guardado.

Jo comió algo en el mostrador y a la hora de cerrar la tienda estaba cansada. Se asomó a la calle y notó que hacía calor, el aire estaba seco y polvoriento. El cielo estaba despejado.

Se preguntó qué estaría haciendo Ivy en Agate Downs, si habría recibido ya su regalo y si le habría gustado. Pensó que le podía haber envuelto el unicornio en otra cosa que no fuera una bolsa de plástico. Por un momento, Jo pensó de nuevo en cuál sería la relación que había entre Hugh y aquella niña. Se planteó cuál era el motivo de que una y otra vez pensara en Hugh. Tal vez se estaba volviendo loca por los hombres. Hacía seis meses que había roto con Damien.

Cerró las puertas de la tienda, bajó las persianas y apagó las luces. Era el momento de irse a su dormitorio para envolver los regalos.

A los Berry les gustaban unas navidades sencillas. Ella se tomaría una taza de té con su madre y los chicos mayores se sentarían con su padre en la galería a hablar del ganado y a beber su primera cerveza helada de las navidades.

 

 

No había terminado de envolver todos los regalos cuando llamaron a su puerta.

–¿Quién es? –preguntó suavemente, ya que no quería despertar a sus hermanas, que dormían en la habitación de al lado.

–Soy mamá.