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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Caridad Bernal Pérez

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Estocolmo de noche, n.º 178 - diciembre 2017

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagenes de cubierta utilizadas con permiso de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-541-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Cita

Capítulo 1: Rådhuset

Capítulo 2: Saluhall

Capítulo 3: Tack för ikväll (gracias por esta noche)

Capítulo 4: Vete-Katten

Capítulo 5: Sambo, mambo, särbo…

Capítulo 6: Jag är vacker

Capítulo 7: Una noche loca

Capítulo 8: ¡Acelera!

Capítulo 9: Vasa Museet

Capítulo 10: Next to me

Capítulo 11: Midsommar

Capítulo 12: Födelsedagshälsningar

Capítulo 13: Tormenta de ideas

Capítulo 14: El día después

Capítulo 15: El otro Einar Lönnberg

Capítulo 16: El nuevo Spanish Cooking

Capítulo 17: A contrarreloj

Capítulo 18: Ensayo general

Capítulo 19: La inauguración

Capítulo 20: Un regalo inesperado

Capítulo 21: Esas merecidas vacaciones

Capítulo 22: Estocolmo de noche, Estocolmo sin ti

Capítulo 23: Una venganza con sabor agridulce

Capítulo 24: El secreto

Agradecimientos, disculpas y alguna que otra explicación…

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Rådhuset

 

Blanca Blanes permanecía tumbada en el diván con las piernas estiradas y los brazos cruzados en el pecho, esperando que a su hermana le hiciese gracia verla cual momia en Egipto, pero al parecer no estaba de humor para sus tonterías.

Violeta, por su parte, entre resoplidos y chasquidos, intentaba contener su mal genio. No tenía el mejor día para esta clase de visitas familiares. No le sobraba el tiempo, ni mucho menos podía desperdiciar esa tarde precisamente para irse de jarana como proponía “la peque”.

–¡He tenido una idea! La mejor desde hace años… –Así había entrado Blanca hacía media hora en la consulta, golpeando la puerta contra la pared y agotando con ese gesto la paciencia de su hermana. Acto seguido, y después de recuperarse del susto, Violeta había puesto los ojos en blanco. ¿No se suponía que había terminado con todos sus pacientes? Pues no, al parecer, aún le quedaba uno.

Sin embargo, esos desplantes a Blanca ya le daban igual: se había propuesto salir de juerga ese día y lo haría ¡Con o sin ella! Y la segunda opción, por descontado, era inadmisible. Básicamente porque sin Violeta no había Dios que entendiese a alguien por la calle. (Y si en algún momento había pensado que el sueco se parecía al inglés, esta visita le había servido para confirmar que lo suyo nunca serían los idiomas.)

Las dos hermanas querían evitar mirarse, pero lo hacían. Se conocían demasiado. A Blanca le resultaba familiar ese entrecejo, le recordaba al de su padre. No era bienvenida en la consulta de la reconocida doctora Violeta Blanes. Pero hoy no había venido hasta allí por aburrimiento. Precisamente no había sido muy agradable para ella tener que aguantar el plantón de más de una hora en ese tipo de salas de espera, le daban repelús. Hoy venía para algo más que disfrutar de su compañía, venía a romper con esa especie de vida monacal que llevaba desde que llegó a esta ciudad. Y a ser posible, celebrándolo con mucho alcohol. ¡Lo necesitaban! Al menos Blanca, que en lo que llevaba de año había dejado de hacer poco a poco todo lo que merece la pena en esta vida: y al decir todo, es todo. Precisamente hasta lo que estáis imaginando. (Mentes sucias).

Así que hoy Blanca iba a por todas. Se había planchado el pelo con la paciencia del santo Job, para que aquello fuese lo más parecido a un alisado asiático, porque las peluquerías de por aquí tenían precios desorbitados. Cruzaba los dedos para que la humedad no hiciera de las suyas con esos indomables rizos de su nuca, pero por lo demás, estaba orgullosa de haberse ahorrado un dineral. También se había maquillado como no lo hacía desde hacía meses, con un tutorial sobre cómo evitar los brillos en la frente, y echando mano a la bolsa de aseo de su hermana. ¡Violeta guardaba allí el verdadero elixir de la eterna juventud!

–Y es que ocho años de diferencia en una mujer –se quejaba siempre Violeta cuando las dos hermanas se ponían frente al espejo en el cuarto de baño–se notan demasiado. Los hombres, sin embargo, mejoran con el tiempo en todos los aspectos. ¡No es justo!

Aunque lo mejor de este proceso de chapa y pintura era el recién estrenado vestido: disimulaba todas sus innumerables imperfecciones, todas las que su leve trastorno dismórfico corporal inventase. Y eso, para Blanca, era lo más importante. A veces era lo único que le pedía a un trozo de tela, costase lo que costase. Pero esta vez había tenido suerte, no había tenido que tirar mucho de tarjeta para llenar su armario de grandes firmas. En las rea, o rebajas de esta ciudad, había verdaderos chollazos que merecía la pena comprar. Piezas con nombre y apellidos. De esas que consiguen el milagro, haciendo que se viera guapa a pesar de la realidad: ropa que disimulaba unas caderas anchas, que nadie más que ella veía; unas rodillas huesudas, que vetaban por siempre a la minifalda; un vientre fofo que no existía, pero que no se cansaba de sentir exagerado; o un escote que nunca parecía demasiado evidente, y que sin embargo con aquel vestido hasta ella misma lo encontraba sexy. ¿Sería el clima? ¿La latitud? Fuera lo que fuese, Violeta lo celebraba. Ya que la cronicidad de su trastorno le resultaba exasperante.

Blanca lo tenía todo previsto. Había calculado cuánto debería tardar toda su sesión de belleza para poder estar allí a tiempo para la fika de su hermana: una especie de brunch sueco, una costumbre convertida casi en una tradición en el país a la que su hermana era totalmente fiel. Sabía que ella haría un hueco en su apretada agenda para comer algo, y con toda la confianza del mundo, se autoinvitaría para “fikar” con ella ese día. Se había plantado allí, y tras la salida del último de sus pacientes, se había tomado la libertad de entrar y sentarse de aquella manera tan absurda en su consulta. Sin embargo, la reacción de su hermana no era la que esperada. Apenas un “ah, ¡eres tú!”, y otra vez de vuelta a su mundo. Así que, cansada de esperar un ofrecimiento, fingió ser una paciente más con extraños delirios:

Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de… –En seguida interrumpió su monólogo aprendido el chasquido de un bolígrafo golpeando con rabia contra la mesa de metacrilato.

–Blanca, ¡por favor! –Esa era la típica respuesta de su hermana. Quizás llegaba un poco pronto, pero hoy estaba bastante cansada y no aguantaba otra chanza descarada–. Te pido respeto una vez más hacia mi trabajo. ¡Son personas que sienten y padecen, como tú y como yo! Y me parece mentira que te lo tenga que repetir, cuando lo deberías de saber más que de sobra. ¡Sobre todo tú! –Violeta evitaba en lo posible hacer referencia a su pasado, y tampoco le gustaba demasiado alzar la voz en aquella habitación, pero con Blanca era imposible controlarse. Era como si le gustase provocarla, con esas estúpidas gracias de niña mimada que no hacían reír a nadie. Carraspeó incómoda. Para la doctora no era nada agradable tener a su “hermanita” en su lugar de trabajo, por el mero hecho de que se aburriera en casa sola sin hacer nada. La conocía de sobra, no disfrutaba de su propia compañía. Hasta evitaba verse en los espejos. Pero ella no era la solución a todos sus problemas, de eso ya habían hablado muchas veces…

A Violeta se le hizo un nudo en la garganta al recordar ciertas conversaciones. Debía hacer lo posible para que no regresara todo aquello. Se daba cuenta de que esta situación se estaba dilatando demasiado en el tiempo, y comenzaba a sentir cómo se le iba de las manos. Había que hacer algo, y rápido. Quizás ahora fuese el momento adecuado para encarar el asunto: el toparse de frente con su propio reflejo. Blanca debía madurar de una vez por todas y tomar las riendas de su vida.

Pero aquello que parecía tan fácil de decir, resultaba enormemente difícil de hacer: ella no volvería a sentarse para hablar de sí misma. Blanca ya se lo dejó una vez muy claro a su hermana. Para ella no habría nada de qué hablar, en cambio para Violeta había como para escribir un libro.

Blanca llevaba dos largos años sin visitarla, pero desde que había entrado por la puerta de su casa, había querido hacer como si nada hubiese sucedido. Sonriendo, gastando bromas, interpretando a la perfección su papel de la pequeña y payasa de la familia. Violeta y su marido entendieron de inmediato la situación (que para algo los dos eran psicólogos), y la acogieron como si fuera simplemente una buena amiga que está de paso. Pero esa actitud tan despreocupada solo servía para echar agua en su propia balsa de aceite, no tardarían en aflorar las penas de nuevo a la superficie.

Violeta inspiró hondo: debía hacer reaccionar a su hermana si quería recuperar su rutina, además, se lo debía… Y no era solo una forma de hablar.

Mucho antes de su ruptura con Eloy, ella percibió como una sombra el problema que podría existir entre ellos. Fue justamente en el día de su boda, y fue solo un momento, pero lo que vio no le gustó nada.

Estaba buscando por los pasillos del hotel al amable gerente que les había acompañado en toda la ceremonia, quería darle las gracias por haberlos atendido tan bien y decirle que se hiciera una foto con ellos, cuando le sorprendieron unas risas y el abrir de una puerta a su espalda: de ella salió una de las camareras del convite seguida de su futuro cuñado. La imagen se le quedó grabada a fuego en la retina: él agarrándola por la cintura, y ella intentando zafarse sin mucho esfuerzo de esos brazos que no querían dejarla marchar. Ambos, en definitiva, demasiado ebrios para darse cuenta de su presencia.

En ese momento Violeta se escondió detrás de una columna para no ser descubierta, y a pesar de los más de veinte metros de tul que componían su aparatoso vestido de novia, pasaron por su lado ignorantes de quién estaba siendo el testigo de esa escena. Increíble, pero cierto.

¡Entonces tendría que haber salido corriendo a contárselo a su hermana! Ambas se habrían ahorrado disgustos innecesarios. Después, por culpa de ese fatídico encuentro estuvo demasiado ausente en su propio viaje de novios, pensando si decírselo o no a Blanca, provocando el correspondiente malestar y preocupación en el que acababa de convertirse en su marido:

–¡Es un sinvergüenza! Si la estaba engañando allí mismo con una camarera, ¿con quién más no la habrá engañado ya? ¡Menudo impresentable, no se merece a Blanca ni en pintura! –En eso ocupaba su mente Violeta mientras paseaba por las hermosas calles de Roma, haciendo de todo menos romántica su luna de miel. Y a pesar de tenerlo todo tan claro con respecto a Eloy, a su vuelta no fue capaz de decirle nada. Sin embargo, había que saber toda la verdad para juzgarla por mantener ese silencio.

Blanca había cambiado radicalmente gracias a él. Antes de conocerlo ella era una chica de difícil trayectoria, por decirlo de alguna manera. Así que no podía levantar esa sospecha sin tener más pruebas. A lo mejor solo eran imaginaciones suyas, o quizás lo hubiese visto mal. No podía tirar una bomba como aquella a su hermana, después del cambio que había dado estando a su lado…

Antes de conocer a Eloy, Blanca jamás había centrado sus objetivos en algo. Había empezado muchísimas cosas, pero siempre había terminado perdiendo el interés. Déficit de atención, dijeron algunos; hiperactividad, otros. Llamadlo como queráis, pero para sus padres, que pensaban que con dos niñas ya era suficiente, lo que les vino después fue todo un torbellino de problemas. (¡Y todo por ponerse a buscar el niño…!).

La pequeña Blanes tenía un expediente abierto demasiado extenso ¿Por dónde empezar? ¿Por la dislexia? ¿Por esa laguna generacional que siempre existía con sus hermanas? ¿Su adicción al tabaco, que había empezado antes de los trece años? ¿Su leve problema con el alcohol? ¿O quizás todo fuese por culpa de una baja autoestima? Blanca lo negaría, pero aquello había sido clave en sus estudios. Siendo la fácil diana para cualquier tipo de burlas en el colegio. Y viviendo en España, rodeada de vecinas metomentodo, tampoco había ayudado mucho la comparación familiar. Todo sumó en su conjunto, agravando aún más su percepción de sí misma, haciendo de Blanca un cuadro demasiado complejo para cualquier profesional.

–¿Por qué no puede ser como sus hermanas, si la hemos criado igual? –se preguntaban sus padres a la hora de dormir, antes de apagar la luz de la mesita de noche.

Como podréis imaginar, conforme iba creciendo, aquella bola llamada Blanca Blanes se fue haciendo cada vez más grande. Y entrar en la adolescencia, desde luego, no le sirvió para ayudarla a enfrentarse a esa mente atormentada. Su padre, por aquel entonces, ya estaba harto. Solo quería que su pequeña se centrase de una vez y estudiase una carrera. Pero su tercera hija no iba a ser otra licenciada más en Medicina.

–¿Qué hay de malo en servir comidas? –pasados los veinte años a Blanca ya no había quien le dijese nada. Así que solo quedaba santiguarse y confiar en algún santo.

Gracias a un exhaustivo seguimiento médico, y tras comprobar que podía desenvolverse cada vez mejor en el oficio que iba aprendiendo, se fue autoafirmando su débil personalidad. Pasados un par de años en calma, todo esto se redujo a un mal sueño, asombrando a todos cuando llegó el día en el que decidió tener un novio. (Y no es porque no hubiese tenido antes pretendientes, sino por su extremada timidez a la hora de intimar. Para Blanca, hasta entonces, no había mayor obstáculo que mostrar su cuerpo). Pero en algún punto de esta historia la niña se convirtió en mujer, dándose cuenta de que el mundo estaba lleno de cosas hermosas por descubrir…

Blanca conoció a Eloy en un curso de restauración. Estuvieron compartiendo apuntes durante toda una semana, y aunque les prometieron un verdadero sombrero de chef al finalizar la última jornada, ninguno de los dos pudo acudir a la entrega de diplomas. Surgieron, ¿cómo decirlo? Mejores cosas que hacer ¡Ahora entendían lo que querían decir con eso de que siempre hace mucho calor en las cocinas! Sin embargo, contra todo pronóstico, aquello no quedó en una mala calentura. Con aquel tipo Blanca consiguió sentar un poco su desamueblada cabeza. Después de algunos años bárbaros dando tumbos, donde hasta llegaron a vivir de okupas después de que su padre se cansase de pasarles dinero para que zanganeasen juntos (y así mismo se lo dijo a Blanca antes de cerrarle la puerta en las narices), tardaron en reaccionar a sus palabras, pero lo hicieron.

Como no podían pedir un crédito, porque nadie quería avalarles, tuvieron que esperar a que la suerte les guiñase el ojo: ese mismo año a Blanca le tocó la lotería de Navidad. Y así obtuvieron la financiación suficiente para abrir un negocio que, después de tres años, les estaba marchando asombrosamente bien. Nadie habría dado un duro por ellos. Ni siquiera su propio padre, cuando abrió “el chiringuito ese”. Pero tras los primeros meses, después de la apertura, Blanca se dio cuenta de que aquello le gustaba. ¡Y se le daba realmente bien! Así que finalmente había frente al espejo una imagen que quería ver todos los días, hasta estaba orgullosa de sí misma: algo que hasta entonces nunca había sentido. De modo que, sin darse cuenta, asumió el mando de aquel local del que era ella la única propietaria. Y junto a Eloy, creyó tener al fin su vida resuelta. Tan convencida estaba de que este cuento iba a terminar con un final feliz, que se habían comprado juntos una casa, un coche, un perro… y hasta bromeaban con que pronto vendrían los niños.

¿Iba a destruir ahora Violeta todo eso por algo que quizás no fuese lo que parecía? Con Eloy tenía estabilidad en su vida, era y se la veía feliz. Tanto que su hermana ya hablaba de ser madre, cuando para ella era algo todavía tabú. Así fue como Violeta dejó de ser tan valiente por un día, decidiendo no hablar con su hermana de lo sucedido, esperando que todo fuese un malentendido como en las comedias americanas. Quizás fuera una amiga de la infancia… (¡Sí, claro, y quizás el año que viene a ella le tocase a ella el sueldo Nescafé!)

Por eso ahora Blanca estaba aquí con ella: en Estocolmo. Viviendo en su casa, y apareciendo en su consulta cada dos por tres. Por eso Violeta tan solo resoplaba y acumulaba estrés cuando su hermana venía a verla, pero no le decía nada, porque se sentía en secreto enormemente responsable de lo sucedido. Al fin y al cabo, era ella la que había insistido en que se viniera a vivir aquí. Una semana, un mes. Lo que hiciera falta hasta dejar de sentirse tan culpable, hasta verla feliz de nuevo.

–Está bien, está bien, Violeta… ¡pero que conste que he esperado allí fuera como todos tus pacientes! Deberías ser justa y darme a mí también una oportunidad, ¿por qué no salimos a tomar un café y me cuentas algo de sus perversiones sexuales? ¡Quizás encuentres la solución para ellos y me des a mí ideas! –Blanca rogaba un poco de atención en clave de humor, pero su hermana no quería leer entre líneas.

–¡Blancaaa…! –respondió Violeta pidiendo de nuevo un poquito más de seriedad en lo referente a su oficio. Sin darse cuenta, el nombre de su hermana recuperó sin esfuerzo la entonación de otros tiempos, cuando aún eran tres adolescentes en casa con un solo cuarto de baño.

La más pequeña de los Blanes seguía tumbada en el diván, convertida en una verdadera maja de Goya. Tendría hasta sus rizos si hoy no se hubiese alisado el cabello, pero es que a Blanca no le gustaban nada (como todo lo demás que era tan suyo), y siempre los castigaba sin salir a golpe de plancha. De igual modo, esta misma tarde, se habría quitado de cuajo (si hubiese podido) parte de sus muslos, sus hoyuelos, un lunar en la espalda, los lóbulos de las orejas y el ombligo. Una lista demasiado larga para una chica de veintiséis años, completamente sana (y muy feliz si ella quisiera), pero eso era algo que aún no había tenido la oportunidad de aprender.

Blanca miraba divertida cómo su hermana no paraba de moverse de un lado para otro de la habitación, siempre con el mismo libro en la mano. Sabía que verla allí la ponía nerviosa, pero aquello se resolvía fácilmente saliendo fuera. Ya estaba bien de caminar sola por la ciudad, perderse por esas adoquinadas calles del centro que siempre parecían la misma, quería compartir una tarde con su hermana. ¿Tan raro era eso? Y mientras evitaba arrugarse su más que apreciado vestido, pensaba que para cobrar más de cien euros al cambio por sesión, la señora doctora Blanes ya podía comprarse otro sillón mucho más cómodo para su consulta privada. Estaban en la cuna de IKEA, ¿no? Tanto diseño sueco debía servir para algo. Iba a quejarse a continuación también de eso, pero prefirió callar para no resultar demasiado pesada. Sabía cuánto le cansaban ese tipo de bromas a su hermana.

Blanca siguió esperando veinte minutos más, impaciente por que Violeta terminase. Ella no necesitaba que la analizase, que examinase todos sus porqués para saber qué le estaba pasando: no pretendía eso. Solo quería “fiesta”, ahogar sus penas en alcohol. Esa palabra era internacional, y sabía que aquí también triunfaría. Saliendo juntas ya habían hecho de las suyas en su época de estudiantes, y aquí también se iban a reír un rato largo con eso de ser españolas. Ella lo que quería ahora era divertirse un poco, olvidarse de lo mal que lo había pasado. Ahora mismo se sentía muy ajena a todo lo que sucedía a su alrededor, como si la película de su vida se estuviese rodando en chino y encima todos los protagonistas fueran John Malkovich. Nada tenía sentido. Si le preguntabas ahora mismo a Blanca cómo estaba, un maremágnum de sentimientos se agolpaba en su cabeza de tal manera que le era imposible dar con una respuesta clara.

Por un lado, se sentía abandonada, como cuando sus hermanas se marcharon a la universidad, y ella debía seguir estudiando en el instituto y viviendo con sus padres. ¡Qué tragedia le pareció entonces! Se quedaba sola sin sus consejos, sin su ropa ni su tabaco. Nadie le iba a tapar las trastadas que hiciera, y como su padre ya la tenía enfilada desde que encontró un paquete de cigarrillos en su mochila, la amenazaba todo el día con estar pidiendo plaza para ella en el convento de Las Claras.

Por otro lado, veía que aquel engaño había durado demasiado. Dolía comprobar que todo cuanto había vivido había sido una mentira, que no había tenido una relación sincera, que nadie la había amado realmente. Ella, que se había creído tan fuerte a su lado, ahora volvía a hacerse pequeña frente al mundo. Ese enorme vacío mordía en la boca del estómago, hacía daño, y por su culpa volvía a desdibujarse.

No era justo, no lo merecía. Eloy le había demostrado con creces no merecer la pena. Se veía como si en una emboscada hubieran destruido todas sus armas para seguir luchando, de repente le habían robado todas sus fuerzas para seguir adelante. Estaba mental y físicamente derrotada. Había confiado tanto en alguien que había significado mucho en su vida, y tras conocerlo ahora realmente, era incapaz de verse a sí misma. Prefería tapar su reflejo con una sábana y seguir viviendo la vida loca, como una nueva Dorian Gray. No quería seguir sintiendo ese dolor, ni verse tan perdida dentro de su propio cuerpo.

Quizás hablar del asunto era la única manera de sacarla de donde estaba, aunque no la llevase a ningún sitio en concreto. Habría que dejar las bromas a un lado y dar un primer paso hacia la reconciliación consigo misma, ¿y quién mejor que su hermana para ayudarla a conseguirlo? No era la primera vez que hacía esto, así que ya sabía cómo era el procedimiento.

–¡Está bien, está bien, hermanita! Si lo que quieres es seguir trabajando, ¡trabaja! Pero entonces añade un nuevo nombre a tu carpeta de pacientes, escribe Blanca Blanes, ¿la conoces?

–¡Blanca, por favor! No digas tonterías.

–Pero es que yo no soy ninguna tontería. No quieres salir conmigo, pero tampoco quieres ayudarme. ¿Entonces para qué me invitaste a venir aquí? ¿Para que me tirase a un canal y me ahogase? ¡Deja de dar vueltas por tu consulta y vente conmigo! Yo invito, de verdad, al menos a la primera… ¡Y como te atrevas a decirme otra vez que tienes demasiado trabajo, le digo a tu marido que estuviste con tres tíos en una misma noche!

–¡Y dale! Que no fueron tres, fueron solo dos… Y ni te molestes, ¡Casper ya lo sabe! –dijo Violeta, intentando mantener los nervios en calma, resoplando al imaginar que la tarde se le iba a hacer realmente larga.

–Ah, ¿sí? ¡Joder, qué modernos sois! ¿Y qué te dijo? ¡No me lo digas, no me lo digas! Tu Rufus seguramente ni se inmutó… O peor aún, quiso saber más y te empezó a hacer preguntas. ¡Oh, sí!, ya lo veo en plan freudiano. Contrastando su opinión con la tuya, ¿a que sí?

–¡Casper!… –cortó Violeta a su hermana bruscamente–. Te repito por octava vez que mi marido no se llama Rufus, sino Casper. Y, como vuelvas a equivocarte, te doy una colleja como las que nos daba papá, ¿de acuerdo? –Violeta había agotado toda su paciencia. Con ella no había método que valiese la pena.

–Es que, Violeta, ¡tu marido tiene el nombre de un fantasma de dibujos animados! No me extraña que él también sea psicólogo, ha debido de pasar su infancia entre consulta y consulta para superar eso… ¿Cómo se puede ser tan perverso con tu propio hijo?

–Casper es un nombre muy común por esta zona, ¡y a mí me gusta!

–¿Y en la cama como lo llamas? ¿Caspi? Mmm, Caspi, cariño, ¡hoy no, que me duele la cabeza! –dijo Blanca imitando la voz de su hermana en actitud coqueta.

–¡Blanca! –y después de un nuevo grito autoritario, Violeta añadió, queriendo ver zanjado el asunto–: Aquí también es costumbre ser respetuoso con el tiempo de los demás, ¡algo que me encanta de los suecos!

–¡Por supuesto! Y yo te respeto, hermanita. Pero que sepas que con esa pinta de calzonazos que tiene tu marido, le pega más el nombre de Rufus. –Inmediatamente después de decir eso, Violeta agarró con fuerza el bolígrafo y se lo imaginó lanzándoselo a su hermana para clavárselo en un ojo, con el correspondiente chorrete de sangre a presión incluido. Violeta Blanes, la nueva Mamba Negra.

–Mira, Blanca, tengo mucho trabajo atrasado y me gustaría ponerme al día, esta tarde no voy a poder salir contigo a tomar nada. ¿Lo entiendes ahora o te lo digo en sueco? –dijo al fin la buena de la doctora Blanes, evitando ser muy dura con ella. Pero como en el pasado, no bastaría con una simple negativa.

–¡Vale, vale! Pero piensa un poquito en mí. Yo nunca, repito, nunca, me hubiese imaginado que viviría algún día en una ciudad como Estocolmo. No me ha llamado jamás la atención, incluso después de que te casaras con tu vikingo y os vinierais a vivir aquí, no me interesó ni lo más mínimo. Para ti puede ser una mina de oro, claro, con tantos suicidios… pero, seamos sinceros, ¿a quién se le ocurre venir a vivir aquí? A veces pienso que sí se pone el sol realmente. Solo que esperan a que nos durmamos para hacerlo. Porque, ¡venga ya! ¿Quién va a creerse eso de que nunca se hace de noche durante el verano? Seguro que es una milonga que cuentan los suecos para que vengan más turistas… Sin duda, alguien tiene que investigarlo. He pensado en dedicarme plenamente a ello, pero durante estas semanas no he conseguido aún ninguna prueba de su estafa.

–Bueno, en realidad llevas aquí más de dos meses, Blanca. ¡No solo unas semanas! –murmuró entre dientes la suspicaz Violeta.

–¡Disculpe, doctora! ¿Acaso no he pagado de sobra mi estancia? –Blanca se mofaba entonces de lo que había traído consigo a modo de contrabando: jamón serrano, lomo embuchado, aceite de oliva virgen extra, vinos y un surtido de postres caseros. ¡Toda una cesta de Navidad escondida entre su equipaje! Y menos mal que en el aeropuerto no se les ocurrió pedirle que abriera la maleta. Con eso Blanca había calculado que podría alargar su visita hasta finales de septiembre, tiempo suficiente para pensar qué iba a hacer con su vida, pero al parecer sus cálculos habían fallado. Su escandinavo cuñado y su propia hermana parecían estar impacientes por verla marchar: ¿por qué tendrían tanta prisa? Al parecer había consumido el tiempo de estancia prudencial para las visitas según los norteños. Así que, si no quería acelerar el proceso de vuelta a España, debía tener mucho cuidado con sus argumentos–. En este tiempo, hermanita, he empezado a apreciar las pequeñas cosas de la vida. Cosas que antes simplemente me habrían pasado desapercibidas. –Blanca guardó una pequeña pausa para pensar muy bien en lo que iba a decir a continuación; después añadió: –Estocolmo, por ejemplo, es una ciudad lo suficientemente distinta para que muchas cosas te sorprendan, pero a la vez tan cercana al resto de Europa que puedes disfrutarla sin problemas. ¡Como coger el metro o tunnelbanana, por ejemplo!

¡Tunnelbanan! –corrigió Violeta con un perfecto acento, levantando la ceja por encima de la montura de sus gafas; ¿la estaba oyendo bien? ¿Su hermana había intentado aprender algo en sueco? ¿O quizás fuera una estratagema de las suyas, fingiendo ese repentino interés por la ciudad? Observó cómo se había quitado los zapatos (que, por cierto, eran suyos) y ahora sus pies descalzos reposaban sobre el brazo del sofá. Inspiró muy hondo de nuevo, ¡ni en Lourdes se podría hacer nada con esto! La dejaría seguir hablando: hasta en las mentiras se puede descubrir algo de verdad.

–Eso es lo que yo he dicho, ¿no? A lo que iba, me alegro muchísimo de haber hecho caso a tu consejo de hacer una visita turística por las paradas del metro. Hace poco empecé mi particular ruta por Rådhuset: ¿sabes cuál te digo? ¡Bueno, tú claro que lo sabes, debes haber estado allí cientos de veces!

–Tampoco te creas, a veces ni siquiera cojo el metro: si hace bueno vengo aquí en bici, como hoy, por ejemplo. Pero sé de qué estación me hablas… y dime, ¿qué te ha parecido? –preguntó Violeta con curiosidad, pues hasta ese momento su hermana no le había dicho nada de esa ruta turística. Y como daba por hecho que no iba a poder seguir trabajando, se aplicó sin más remedio el refranero: si no puedes con el enemigo, ¡únete a él! Al final Blanca siempre conseguía lo que se proponía.

–Impresionante. Nada más llegar allí me puse a buscar el móvil como una estúpida para hacer una foto, y después he descubierto por Internet cien mil fotografías mejores que la mía… ¡Qué pardilla soy! Con estas cosas a veces me doy vergüenza de mí misma, de lo inocente que puedo resultar en algunas ocasiones.

–A mí continuamente me das vergüenza ajena… –bromeó esta vez Violeta, provocando una falsa carcajada en su hermana menor. El humor era un escudo que ambas utilizaban con demasiada frecuencia.

Pero a pesar de las ironías, para Blanca estaba siendo un pequeño triunfo. No había copas de por medio, pero al menos estaba hablando con su hermana. Desde que había llegado aquí no había podido tener una buena conversación con ella: que si citas imposibles de anular, clases en la universidad, ¡incluso tenía un espacio propio en un programa de radio local! Aquello era el colmo. Blanca se alegraba mucho del éxito de su hermana mayor en esta ciudad, al parecer tan necesitada de sus servicios, pero ahora la que la reclama de veras era ella: ¡su propia sangre! Y había tenido que llegar al punto de tener que decir su nombre a la secretaria que tenía en la entrada, para que lo apuntase en la agenda. Lo dicho: abandonada. Se sentía muy abandonada, y no era por casualidad.

Como en los viejos tiempos, cuando jugaban a ser mayores, Violeta siguió escribiendo anotaciones mientras su hermana hablaba sin parar. Quería terminar unos expedientes antes de irse a casa, pero en realidad estaba más pendiente de las tonterías de Blanca que de su propio trabajo. La palabra “desengaño” estaba en letras grandes encabezando sus pensamientos sobre ella, y de allí salían varías flechas que terminaban en otras palabras: “pérdida de confianza”, “inseguridad”, “miedo a la soledad”, “tristeza”, “¿recaída?”… Fue entonces cuando se dio cuenta de que su hermana guardaba silencio, así que añadió en seguida–: Pero volvamos a Rådhuset, ¿qué fue lo que más te gustó de ella?

Blanca se mantuvo callada unos segundos más. Aquello le había quedado muy profesional a su hermana. No, desde luego esta conversación no era ninguna cháchara, realmente Violeta podría estar haciendo ahora mismo terapia con ella: no es que se quisiera suicidar ni nada parecido, pero casi. Así que no era del todo descabellado estar tumbada en ese sillón tan fulero.

–Recuerda –interrumpió de nuevo la psicóloga, ya un poco más metida en su papel–, ¡lo primero que se te pase por la cabeza!

–Sííí, ya sé. ¡Ya sé! ¡Recuerdo todo ese rollo vuestro, doctora! La primera vez que visité Rådhuset realmente me sentí como si estuviera descendiendo al mismísimo infierno. Fue un poco pesadilla, la verdad. Y confieso que sigue dándome algo de respeto pisar esa parada. Para mí ese juego de luces sobre la piedra maciza, el contraste de ellas con la señora escalera mecánica, me pareció una pasada. Todo ese contraste me sobrecogió un poco. No sé, creo que no soy capaz de explicarlo muy bien. Pero fue en definitiva una maravilla subterránea que no me esperaba para nada, y precisamente gracias a ella empezó mi afición por descubrir las joyas del metro de Estocolmo. Así que estoy visitando casi a diario una parada diferente: haciendo que en esta ciudad el simple hecho de tener que coger un simple tunnelbanan, me llene de ilusión como cuando éramos niñas. –Y Blanca le demostró a su hermana poder pronunciar aquella palabra en sueco casi aún mejor que ella.

–¿Hablas en serio? –preguntó Violeta, porque no creía nada de lo que estaba oyendo. Su hermana se giró en redondo para que viera su cara y sonrió de oreja a oreja.

–¡Pues claro! ¿Por qué te iba yo a mentir? –Y la respuesta no pudo ser más evidente.

–¡Me parece genial! –dijo la psicóloga un poco molesta por su falta de sinceridad–. Eso está muy bien, que te vayas adaptando a esta ciudad. Pero recuerda que aquí no está tu meta, sino que es el medio para encontrarla. Estocolmo fue la ciudad donde yo pude hacer mi sueño realidad, pero estoy segura de que tú tienes uno muy distinto. No obstante, vas por el buen camino… ¿Cómo dijiste? ¡Aquí estás aprendiendo a apreciar las pequeñeces de la vida!

–¡No son pequeñeces! –respondió Blanca, ahora bastante enfadada por aquella respuesta de su hermana: ¿y qué pasaba si quería echar raíces aquí ella también? ¿Es que la ciudad era demasiado pequeña para las dos, vaquera? No estaba dispuesta a dejarse manipular tan fácilmente. Otra vez no. Puede que últimamente no hubiese hecho más que seguir malos consejos: montar un negocio con su pareja, dejar que él contratase al personal sin pedir su opinión, o confiar sus ahorros a manos del que creía era el hombre de sus sueños. ¡Pero ya era hora de decir basta! A partir de este momento ella sería la única que tomaría las decisiones importantes en su vida, que para eso ya había pasado el cuarto de siglo. Así que ella sería la única responsable de lo que le sucediera: para bien o para mal. Con esta rotunda conclusión en su cabeza, y un cabreo de mil demonios, prosiguió con más interés aún en demostrar a su hermana su verdadero punto de vista–. Violeta, hoy en día ya no basta con tener tiempo para hacer cosas, sino que también hay que saber apreciarlas. Pasear, por ejemplo. Conocer la ciudad que te ha acogido y descubrirla. ¡Algo tan sencillo como eso! O ya no te pido tanto: solo ir a tomar un café con tu marido un día. Por casualidad, ¿le has preguntado alguna vez qué tipo de té le gusta? ¡Pues hazlo! Porque tienes la casa llena de hierbas que le dan angustia. Y si aún no lo sabes, es porque no pasas ni cinco minutos con él. –Violeta se sintió muy dolida por aquella frase, en parte porque tenía toda la razón del mundo. En los últimos meses había estado tan ocupada que ya no se acordaba de cuándo había sido la última vez que compartió mesa con su marido. Pero siguió escuchando a su hermana sin decir nada, dándole la oportunidad para expresarse y que sacara fuera todo lo que se estaba pudriendo en su interior–. ¡Lo siento! No debería haber dicho eso. –Blanca hipó una vez, escondiendo su rostro entre las manos, y fue la primera señal para su hermana de que estaba llorando.

–Ehh, eh. Blanca, vamos… no te pongas así, ¡que no es para tanto! Aunque me cueste admitirlo, esta vez tú tienes razón. –Violeta quiso sofocar su llanto, quitándole hierro al asunto, mientras se levantaba de la mesa en su dirección.

–¡No, ya lo sé! –dijo, descubriendo su rostro recompuesto, dando señales visibles de que no hacía falta acudir en su ayuda–. Solo es que me doy cuenta de la suerte que tú has tenido, y no quiero que se te acabe. No olvides que esas cosas cuesta mucho tenerlas, y ya sabes que no hablo de dinero… Yo ahora lo he entendido, y me resulta increíble que desperdicies todo lo que tienes aquí por el puñetero trabajo. Violeta, disfruta un poco, ¡porque estoy segura que no lo haces desde hace muchísimo tiempo!

–¿Por qué dices eso, Blanca? –preguntó Violeta, confundida por las respuestas de su hermana–. ¿Piensas que mi matrimonio está en peligro? ¿Qué te hace pensar eso? –En realidad seguía el análisis, a pesar de que las preguntas no fueran dirigidas directamente hacia ella.

–¿Tú qué crees? –dijo Blanca, quitándose con sumo cuidado unas lágrimas solitarias que iban a resbalar por sus mejillas. Lo último que quería era emborronarse la cara, con lo que había tardado en maquillarse…

–¿Lo dices para hacerme daño? ¿Es que quieres sembrar en mí la duda? Lo haces por eso, pero no lo crees realmente. ¡No la vayas a pagar conmigo cuando lo único que pretendo es ayudarte! –replicó Violeta, bastante impresionada por aquel cambio de humor. Hasta la fecha, para ella y su marido, Blanca no había salido de la casa en todo este tiempo. Y ahora iba a resultar que estaba escribiendo una guía de supervivencia por la ciudad, con moralina y todo. Ella se estaba sobreponiendo silenciosamente, pero quizás ya era hora de darle un último empujoncito.

–¡Qué nórdica te has vuelto! ¿Te das cuenta? –cortó Blanca a su hermana, sabiendo que no le gustaba nada que le dijeran eso–. Yo al menos te aviso de que vas hacia el iceberg antes de que te estrelles, no como tú, que me lo dices cuando ya estoy con el agua al cuello –explotó Blanca levantándose del diván y mirando de nuevo a su hermana, que había vuelto a sentarse en la mesa de su consulta–. Ya no soy una niña, ¿entiendes? No me ha dejado mi novio del insti en el portal de casa. No estoy llorando porque me hayan quedado siete asignaturas para septiembre. Siempre me has tratado como si me hubiese buscado todo lo que me estaba pasando, pero ahora yo no buscaba otra cosa que ser feliz. ¡Y tú que lo tienes todo, no lo eres! Cuando entras en casa ni siquiera besas a tu marido, sigues sin querer oír hablar de niños, y prefieres pasar la noche delante del ordenador que viendo la tele tumbada a su lado. ¿Quieres que te diga más para saber cómo va a terminar esto?

–¡Blanca! Te estás pasando… –Violeta se levantó de un brinco, dando un manotazo en la mesa, harta de escuchar las sandeces de su hermana. Si pretendía hacerle daño con sus palabras simplemente por la rabia que sentía en su interior, lo estaba consiguiendo de veras.

–Espero que tengas razón, ¡hermanita! Pero no te molestes, no me voy a quedar más en tu casa para comprobarlo. –Blanca cogió su bolso y, en un movimiento rápido, se lo puso en el hombro–. Me voy ahora mismo a buscar un piso. ¡Adiós!

–Blanca, ¡espera! No seas niña, no te vayas así. Siento si me he puesto a la defensiva, ¡hablemos! –Pero Blanca ya había salido dando un portazo, dejando a su hermana pensando en qué momento de la conversación se habían torcido las cosas. Vio sobre su mesa una hoja escrita con su letra: allí estaban las palabras entrelazadas mediante flechas que había imaginado en su cabeza, y escribió una última más en mayúsculas: “SOLEDAD”.

Cuando Violeta visitó por primera vez Rådhuset, la sensación que había provocado aquella parada de metro había sido totalmente diferente a la de su hermana: para ella era un símbolo de modernidad, una prueba de que en esta ciudad se pensaba diferente, que había tomado la decisión correcta al venirse allí para vivir con su pareja. Aquel día Casper había quedado con ella en esa estación para buscar casas, y esa misma tarde encontraron la suya. De modo que cada vez que volvía allí, se le iluminaba el rostro. El recuerdo de todas aquellas emociones del inicio de su vida en común, de sus primeros pasos en esta ciudad y en su carrera profesional, todo volvía a ella con solo bajar unos cuantos metros bajo el suelo. Así que, sin lugar a dudas, Estocolmo era una ciudad totalmente distinta para Blanca.