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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Christie Ridgway

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El regreso de la novia, n.º 2 - febrero 2016

Título original: Runaway Bride Returns!

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones sonproducto de la imaginación del autor o son utilizadosficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filialess, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N: 978-84-687-7671-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

SI OWEN Marston no hubiera estado tumbado en una cama de hospital habría sentido la tentación de darse un golpe en la cabeza para no tener que aguan-
tar a los parientes que lo rodeaban. Llevaba menos de veinticuatro horas ingresado y ya estaba deseando salir de ese lugar lleno de jarras de plástico rosa y maquinitas que pitaban. Anhelaba estar solo, pero estaba aguantando el tipo haciendo como si no estuviera allí y simulando que lo sucedido no había ocurrido en realidad.

Con ese fin había cerrado los oídos a la conversación de su madre y pensaba en su espacioso piso, su ancha cama y su televisión de pantalla grande. Soledad. La necesitaba.

–Y aún te huele el pelo a humo –dijo su madre con voz aguda, interrumpiendo sus pensamientos. Sus dedos juguetearon con las perlas del collar que lucía–. Caro, ¿no crees que el pelo de tu hermano aún huele a humo?

–Mamá –contestó Caro con voz paciente–. No importa que le huela el pelo. No importa que las sábanas no sean de algodón egipcio ni que las cortinas sean una ofensa para la vista de cualquier persona con gusto. Esto es un hospital, no un hotel de lujo. Nos interesa que Owen reciba buenos cuidados médicos, nada más.

Su madre ignoró lo dicho por su hermana y se dirigió al hermano menor de Owen.

–Bryce, ¿no crees que el pelo de tu hermano huele a humo?

La mujer estaba perdiendo el juicio, pero a Bryce no parecía importarle. Repantigado en una silla, consultaba su iPhone. Tal vez estuviera consultando los resultados deportivos o, probablemente, leyendo mensajes financieros enviados por su ayudante.

–Bryce, ¿me estás escuchando? –resopló su madre.

–Una llamada para ti, Owen –dijo él–. El abuelo en el altavoz –colocó el teléfono sobre la mesa de plástico que había junto a la cama.

Owen miró con ira a Bryce, que se encogió de hombros cuando la voz de exfumador de su abuelo resonó en la habitación.

–Chico, acabo de enterarme de que estás en el hospital. ¿Por qué no me avisó nadie ayer?

Owen miró a su alrededor. Su padre, que un minuto antes había estado a los pies de la cama, se había esfumado; otro de sus habituales actos de desaparición cada vez que el Marston patriarca empezaba a exigir. Su madre estaba de espaldas y le murmuraba algo a Caro. Bryce, repentinamente, se había enfrascado en unos documentos recién sacados de su maletín.

Owen miró hacia la puerta. Una delgada figura femenina pasó de largo. El cuerpo le dio un bote y su atención se centró en las puntas del cabello oscuro y en el eco de los tacones al alejarse.

«Espera. ¿Era...? ¿Podría ser...?».

Se le aceleró el corazón e intentó incorporarse, pero tobillo, brazo, cabeza y cada músculo de su cuerpo protestaron. Cayó sobre la almohada e intentó tranquilizarse. No podía ser ella. No había razón para que apareciera de repente. Él no deseaba que lo hiciera, y menos aún cuando se sentía como si lo hubieran tirado colina abajo metido en un barril lleno de piedras.

–¿Por qué no me avisó nadie ayer? –volvió a resonar la voz de Philip Marston por el altavoz.

Owen siguió mirando el umbral vacío y, aunque sentía el estómago tenso, consiguió mantener la voz templada y serena.

–Nadie te avisó ayer, abuelo, porque no había nada definitivo que contar. Y sabíamos que hoy estarías todo el día ocupado celebrando reuniones con el gobernador.

–Bien. Pues ahora quiero un informe completo, jovencito. ¿Qué diablos te ha ocurrido?

–Un chichón en la cabeza, inhalación de humos y un húmero roto.

Su hermana lo había convencido de que eligiera una escayola azul de muñeca a codo y en ese momento se sintió estúpido por haber accedido. Pero se sentía aún peor por cómo se le había acelerado el corazón al imaginarse esa figura femenina en la puerta. Sobre todo porque lo que había creído sentir por esa mujer no había sido más que fruto de su imaginación.

–Y también me torcí el tobillo derecho y me rompí el pie izquierdo –siguió. Por suerte, el pie no estaba escayolado, sino sujeto con una bota.

–Te lo advertí –dijo Philip Marston con tono desaprobador–. Te advertí que esa supuesta carrera que elegiste no era nada bueno.

Owen se tensó aún más, hasta casi quedarse sin respiración, pero ni gruñó ni suspiró.

–Sí, abuelo, lo hiciste.

–Me alegra que lo admitas –gruñó el anciano. Owen sintió acidez en el estómago–. Y predije...

–No predijiste esto, diablos –le espetó Owen. Liberó la tensión que sentía con una diatriba–. Nunca predijiste que atravesaría el tejado de una casa de dos plantas.

–Owen...

–Dijiste que me aburriría, que estaba desperdiciando mi educación universitaria y que estaba dando la espalda a la empresa familiar. Pero admite que nunca predijiste esto, abuelo. No dijiste que acabaría en una cama de hospital, con el cuerpo roto en pedazos, y...

–Owen...

–...y uno de mis mejores amigos muerto.

Con esa última palabra «muerto», la explosión de Owen se detuvo de repente. Muerto.

Incapaz de inhalar, ignoró las protestas que sonaban por el altavoz del teléfono, colgó y le lanzó el teléfono a su hermano, que lo miraba fijamente.

También lo miraban su madre y su hermana. Su padre, que acababa de volver a entrar en la habitación, lo observaba con inquietud.

Todos parecían alarmados y sabía por qué. Solía ser muy tranquilo. Se tomaba las crisis con calma y la tensión no lo afectaba; había aguantado mucha presión para seguir su camino y convertirse en bombero en vez de en un aburrido ejecutivo del imperio empresarial Marston. Pero la noche anterior había sido desastrosa; no solo su cuerpo lo había traicionado rompiéndose en pedazos, encima su imaginación empezaba a jugarle malas pasadas.

Ella no estaba cerca de allí, seguro.

–Ross –le dijo su madre a su padre–. Sal a buscar al médico. Es hora de que nos llevemos a Owen de aquí. Creo que el ambiente no le hace ningún bien.

Seguramente, June Marston pensaba que las horribles cortinas lo ponían de mal humor, pero le daba igual. Salir de allí le parecía genial. Volver a su tranquilo y espacioso piso sería perfecto.

–Lo quiero en casa –siguió su madre–. Donde pueda vigilarlo.

–¿En casa? –Owen la miró alarmado–. ¿Te refieres a tu casa? No, gracias, mamá.

–Owen...

–Papá –clavó la mirada en su padre, que parecía a punto de hacerse invisible otra vez–. Llevadme a mi piso. Es lo único que quiero –dijo.

Eso y dar marcha atrás al reloj veinticuatro horas. Diablos, si era cuestión de deseos, tampoco le habría molestado borrar otro día entero de hacía más de un mes antes, en Las Vegas, cuando una determinada mujer había entrado en su vida.

–Puede que tu madre tenga razón, Owen –su padre se aclaró la garganta–. ¿Cómo vas a manejarte en tu estado? Tu piso tiene tres plantas y hay un tramo de escaleras de la cocina al dormitorio.

«Me da igual. Antes muerto que...».

Volvió a estremecerse con esa palabra: «muerto». La noche anterior el mundo se había convertido en un infierno de llamas y, cuando se apagaron, Jerry Palmer estaba muerto.

«Jerry Palmer está muerto».

Desde un oscuro y profundo lugar de su interior, subió una oleada de frío. Se le encogió el estómago y su piel se cubrió de sudor.

No entendía cómo había ocurrido. Por qué él había sobrevivido y Jerry no. Cerró los ojos intentando olvidar la pregunta. Evadirse.

–Ross –la voz de su madre sonó muy lejana–. Creo que tienes que buscar al médico. O quizá necesitemos a un administrador que empiece el papeleo para poder llevarnos a Owen a casa.

«A casa». Ahí era donde iba a ir, dijera lo que dijera su madre. A su casa, allí en Paxton, donde podría lamerse las heridas y cerrar la puerta al mundo, incluida su bien intencionada familia, que nunca lo había entendido. Seguía teniendo los ojos cerrados cuando notó un cambio en la voz de su madre.

–Oh, maravilloso. Jovencita, ¿ha venido por mi hijo Owen? Eso espero, porque queremos llevárnoslo de aquí cuanto antes.

–Sí, estoy aquí por Owen.

Una voz que él reconoció. Una voz con la que llevaba soñando desde aquel fin de semana en Las Vegas. La voz de ella. El corazón volvió a acelerársele y le dolió cada magulladura del cuerpo.

Estaba allí. Se preguntó el porqué.

Por qué en ese momento, cuando cinco semanas antes, tras una discusión, lo había abandonado en Las Vegas. No había vuelto a ponerse en contacto con él. Era típico de su incomprensible e inconveniente carácter aparecer cuando él estaba en una cama de hospital con una ridícula escayola azul y sintiéndose como un cero y medio en una escala de uno a diez.

Y con el pelo oliéndole a humo. Se llevó la mano a la mejilla sin afeitar antes de obligarse a alzar los párpados y mirar a la mujer que tenía la poca vergüenza de estar allí, bellísima.

Era pequeña y delgada; su cabello negro y brillante era como un ala que se curvaba hacia su cuello. Tenía los ojos de color marrón chocolate y pestañas largas y rizadas que le habían acariciado el cuello cuando bailaban. Su piel era dorada y perfecta y sus labios llenos y de color ciruela. Había besado esa boca, la había mordisqueado y lamido, perdiéndose en su dulce sabor.

Había perdido la cabeza por esos besos. Por ella.

–¿Cómo estás, Izzy? –preguntó, asombrándose de que su voz sonara ronca, por culpa del humo inhalado, pero no como un gruñido animal.

–Mejor que tú, por lo que veo –musitó ella. Lo miró y dio un paso hacia la cama. Él cruzó los brazos sobre el pecho, golpeándose con la estúpida escayola azul. Izzy hizo una mueca compasiva–. Oh, Owen.

«Oh, Owen, ¿qué?». Maldijo para sí. Lo último que quería era que sintiera lástima de él. Quería... diablos, solo había una cosa que quería de ella. La mujer suponía un riesgo, como había demostrado, y tenía que aprovechar que estaba allí.

Roto o no, débil como un bebé o no, tendría que hacer y decir lo que fuera, acceder a cualquier cosa que la llevara a quedarse el tiempo suficiente para resolver la insostenible situación en la que se habían metido cinco semanas antes. No podía permitir que volviera a escaparse.

Fue Caro quien le recordó que había más gente presente. Se levantó de la silla de un salto y fue a ofrecerle la mano.

–Soy Caro, la hermana de Owen.

–Yo soy... –Izzy apretó la mano y miró a Owen, obviamente pidiendo ayuda.

–Caro, te presento a Isabella Cavaletti –dijo él, haciendo un ademán con la mano–. Izzy, él es mi hermano, Bryce, y ellos mis padres, June y Ross.

Todos intercambiaron saludos y él decidió dar a su familia un último dato de información para que la rumiaran.

–A todos –dijo al resto de la familia Marston presente–, os presento a mi esposa.

 

 

El plan de Izzy hacía aguas. Si hubiera tenido que explicarlo, habría farfullado que quería echar un vistazo para comprobar que Owen estaba bien. Como si tuviera sentido realizar un vuelo de cuatro mil kilómetros para echar un vistazo.

El vistazo se había convertido en un titubeo en el umbral en cuanto vio la escayola del brazo, los vendajes del tobillo y el otro pie embutido en una especie de bo-
ta ortopédica. También captó el mal estado de su pelo rubio oscuro, el arañazo en el pómulo y el corte en el puente de la nariz. Ningún otro hombre podría tener un aspecto tan agotado y atractivo al mismo tiempo.

Su aspecto la había paralizado, y en ese momento una mujer mayor, alta y muy bella, con collar de perlas y expresión preocupada, la había visto. June Marston, la madre de Owen.

Había parecido mucho más contenta mientras había creído que era una empleada del hospital y no la esposa de su hijo. La noticia le debía de haber provocado mal sabor de boca, porque la miraba con los labios fruncidos y ojos de sorpresa.

–¿Esposa? –repitió.

Owen no parecía dispuesto a decir más, así que Izzy tomó aire e hizo acopio de todo su encanto. Se había convertido en parte de su naturaleza ser amistosa con los desconocidos, caerles bien y conseguir que estuvieran cómodos con ella. Había desarrollado la destreza en la niñez, por necesidad, y los años de práctica le habían sido muy útiles en su profesión.

–Soy consultora de bibliotecas –le dijo a la familia de Owen.

Esbozó una sonrisa que esperó les impidiera darse cuenta de que no estaba respondiendo a la pregunta sobre ser su esposa, mientras lanzaba otra mirada a Owen. Tenía las manos heladas y el estómago inquieto. Se preguntó si era normal que le doliera tanto que él estuviera herido.

–Viajo por el país visitando bibliotecas públicas –continuó–, con el fin de que modernicen sus servicios e incrementen su facilidad de uso y popularidad.

El hermano de Owen se había puesto en pie para las presentaciones y pareció interesarse al oír las palabras «modernicen» e «incrementen». Izzy, viendo su traje gris y camisa blanca almidonada, adivinó que era un hombre de negocios.

–¿Qué tipo de sugerencias haces?

–A menudo sugiero cambios de diseño para que la biblioteca dé más sensación de librería de moda. Sillones cómodos, expositores con los éxitos de ventas, cafetería. Ese tipo de cosas.

–Cafetería –Bryce pareció intrigado–. Vaya.

–Pregúntale por el sistema decimal Dewey –sugirió Owen.

Izzy lo miró con sorpresa. Quizá estuviera mejor de lo que aparentaba. No habría esperado que recordara eso ni siquiera sin lesiones. No habían pasado mucho tiempo juntos en Las Vegas y habían dedicado muy poco a hablar de su trabajo. Más bien se habían dedicado a los besos dulces y embriagadores y a memorizar las curvas de sus cuerpos con caricias sensuales que adquirían urgencia incluso cuando se limitaban a deslizarse juntos por la pista de baile.

–De acuerdo, morderé el anzuelo –dijo Bryce, poniendo fin al peligroso rumbo de sus pensamientos–. ¿Qué hay del sistema decimal Dewey?

–Bueno... –ella miró de reojo a Owen.

–El día que la conocí acababa de salir de una convención de bibliotecarios de cinco días de duración y llevaba una chapa que ponía Dewey tachado con una raya roja.

–¿No al sistema decimal Dewey? –el rostro de Bry-
ce, menos curtido que el de Owen, pero igual de atractivo, se iluminó con una sonrisa juvenil.

Eso era lo que le había dado a Izzy fama de rebelde en los círculos bibliófilos. Era una hereje en cuanto al arcaico sistema de catalogación.

–Abogo por ordenar los libros por «vecindad» basada en su temática. Tiene más sentido para los lectores y les facilita el acceso y la búsqueda.

–Debes de ser una mujer muy persuasiva y ocupada –dijo Bryce. Parecía gustarle la idea.

–¿Ocupada? Sí –confirmó Owen en tono seco–. Tan ocupada que le ha sido imposible llamar a...

–¿Su marido? –dijo June Marston, parpadeando como si estuviera saliendo de un coma–. ¿Esposa? ¿De verdad estáis casados?

Owen hizo una mueca de dolor, como si se arrepintiera de haber desvelado el secreto. Su madre corrió hacia la cama, aparentemente malinterpretando su expresión.

–Owen, ¿qué te ocurre? ¿Sientes más dolor? ¿Qué necesitas?

Owen miró a Izzy y después a su madre.

–Mira, mamá, te explicaré lo del matrimonio después. Pero ahora necesito un poco de paz y silencio –se removió en las almohadas, acomodándose–. ¿Por qué no os vais todos?

A Izzy le pareció una idea perfecta. Él podía explicar lo de la boda a su familia en otro momento y ella podría volver cuando él estuviera mejor para hablar a solas de lo que llevaba cinco semanas evitando. Tal vez para entonces habría encontrado una explicación racional a por qué había estado «desaparecida» todo ese tiempo.

Más que deseosa de escapar, aunque fuera temporalmente, retrocedió hacia la puerta, pensando en buscar un hotel cercano. Desde allí llamaría a su mejor amiga, Emily, la nueva bibliotecaria de Paxton, y comentarían cómo resolver con rapidez la situación entre ella y el hombre con quien se había casado por impulso en Las Vegas. Su cadera chocó con Caro, la hermana de Owen, que parecía estar guardando la puerta.

–¿Todos, Owen? –preguntó Caro.

–Todos menos... –alzó la mano sana y señaló a Izzy– tú.

Los Marston eran un clan de gente alta y fuerte. Tal vez dominante. Porque en un momento dado, Izzy había estado junto a la puerta y al siguiente la esbelta amazona rubia, Caro, la había conducido junto a Owen. Él atrapó sus dedos con los que asomaban de la escayola azul brillante. Eran dedos largos y duros; a ella le dio un vuelco el corazón al verlos enredados con los suyos. Sintió la quemazón de las lágrimas en los ojos.

Tal vez porque no le gustaba verlo herido. No porque fuera su marido, eso no era real. No le gustaba verlo herido porque era una mujer y él era un hombre... No, porque ambos eran seres humanos y esa era la reacción natural cuando se trataba de buenas personas.

–No tendrías que haber huido de mí –murmuró él, apretando sus dedos–. ¿Por qué lo hiciste?

Ella sintió una oleada de calor subir por su cuello. No tendría que haber huido. Las buenas personas no hacían eso, era verdad. Había sabido que no podía ignorar su matrimonio para siempre, sabía que había actuado mal al utilizar la breve pero dolorosa discusión como excusa para abandonarlo en Las Vegas; no sabía si volver a él y hablar cara a cara solventaría su error.

–Oí decir que me llamaste en la ambulancia –musitó, evitando la pregunta con otra–. ¿Porqué lo hiciste?

Antes de que él pudiera contestar, Ross Marston se acercó a ella.

–Hijo, antes de irnos tenemos que solucionar algunos detalles.

–¿Qué detalles, papá? –Owen se frotó la barbilla con la mano libre.

–Puedo conseguir que tu madre se marche ahora sin protestar, si accedes a venir a nuestro ático de San Francisco a recuperarte cuando te den el alta.

–No puedo... –apretó los dedos de Izzy.

–Tampoco puedes estar en tu casa solo –dijo su ma-
dre, cruzando los brazos sobre la chaqueta de su caro traje pantalón de seda–. Owen Marston, siempre has sido cabezota, pero vas a necesitar a la familia a tu alrededor.

–Mamá...

–Owen. No puedes cuidar de ti mismo, no con una sola extremidad útil –se volvió hacia Izzy–. Sin duda tú, como buena... amiga, o lo que seas, puedes ayudarme a convencerlo de que no puede volver solo a su piso.

Viendo al hombre contusionado y vendado, parecía imposible que pudiera manejarse sin atención continua. Con las dos piernas heridas y un brazo escayolado, ni siquiera podría llegar de la puerta a la cama. Izzy frunció el ceño.

–¿Y Will? –dijo, refiriéndose al amigo que había estado con él en Las Vegas el mes anterior.

–Él también tuvo problemas anoche.

–¿Qué? –Izzy se quedó sin aire. Will había sido el amor adolescente de verano de su amiga Emily, y en realidad había sido culpa de ellos que Owen y ella hubieran dicho «Sí, quiero», bajo la mirada benévola de un mal imitador de Elvis–. ¿Está herido Will? Emily no lo mencionó cuando telefoneó para contarme lo tuyo.

–Tal vez no quisiera preocuparte más –dijo Owen–. Se pondrá bien pronto, pero no voy a llamarlo para que haga de enfermero.

–Entonces, decidido –anunció June Marston–. Vienes a casa con tu padre y conmigo.

–No –Owen tensó la mandíbula–. Acuérdate de que dentro de unos días os vais de crucero con Caro y su prometido.

–Lo cancelaremos. Esto es más importante –su madre agarró la barandilla que rodeaba la cama con una mano y con la otra aferró el antebrazo de su marido–. Un joven perdió la vida anoche. Podrías haber sido tú.

A Izzy se le paró el corazón. Miró a Owen. «Un joven perdió la vida anoche. Podrías haber sido tú». Vio que era verdad en el rostro de Owen, en sus ojos. El color azul cielo de verano de su mirada se apagó y a ella le costó creer que el hombre con quien había reído, bailado y contraído matrimonio impulsivamente pudiera parecer tan devastadoramente triste.

–Owen... –susurró, notando que los dedos que agarraban los suyos parecían haberse helado.

Él cerró los ojos.

–Tal vez debería irme –murmuró ella, mientras él seguía inmóvil como un cadáver, sobre la cama.

–Sí –farfulló él–. Vete, Izzy. Ahora mismo tengo demasiadas cosas en la cabeza.

Era como darle permiso para que hiciera lo que quisiera. Una escapatoria formulada y autorizada por él mismo. Pero sus dedos seguían entrelazados, y ella los miró y se derritió por dentro.

–Yo cuidaré de él, en su casa –ofreció de repente, mirando a los padres de Owen.

El hombre tenía algo que alimentaba su impulsividad, y se dijo que tendría que analizar por qué y controlarlo.

–Es lo que él quiere –siguió–. Estará más cómodo y se recuperará más rápido.

En vez de mirarla a ella, June y Ross Marston miraban a Owen. Así que ella también lo hizo. Había abierto los ojos de nuevo y la miraba con fijeza. No supo qué estaba pensando, pero le pareció ver un brillo calculador en sus ojos.

–¿Qué diablos estás diciendo, Izzy? –inquirió.

Ella le ofreció su sonrisa más especial y encantadora, pensando que iba a tener que ser más que agradable para ayudar a ese hombre a volver a ponerse en pie. Dedujo que su subconsciente había lanzado la idea como penitencia para compensar el pecado de haber sido una cobarde redomada cinco semanas antes.

–Puedo reorganizar mi agenda de trabajo para librar unas semanas. Así que estoy diciendo... –apretó sus dedos con firmeza– estoy diciendo: «Cariño, estaré en casa el tiempo que me necesites».