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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Olivia M. Hall

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El vecino, n.º 1365 - marzo 2016

Título original: The Cowboy Next Door

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8007-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Mason Faraday lanzó una mirada furiosa al teléfono. La última vez que alguien lo había llamado a aquella hora de la mañana había sido su vecina, Cybil Mathews, y hablar con ella no le apetecía lo más mínimo.

Cybil era el tipo de mujer capaz de exasperar a cualquier hombre. Para ella, los hombres eran seres inferiores en los que no se podía depositar ninguna confianza.

Mason habría podido darle numerosos ejemplos del comportamiento deplorable del que era capaz el género femenino, pero hablar con ella era imposible.

Estaba malhumorado y cansado, así que decidió dejar que saltara el contestador automático. Mientras, guardó en una carpeta la sentencia judicial que su abogado le había mandado el día anterior.

Al fin estaba divorciado y podía archivar su matrimonio junto con los demás errores que había cometido en el pasado. Solo que aquel le había costado algo más que unos años de su vida. A lo largo de veinte años de carrera como especialista de cine había conseguido ahorrar una cantidad de dinero considerable. Su mujer había pretendido recibir la mitad de esa suma por los cinco años que habían estado casados, incluidos los dieciocho meses de separación.

Afortunadamente, Lorah y su abogado no se habían salido con la suya, pero sí habían conseguido quedarse con la casa común y con una buena cantidad de metálico para mantener su despilfarrador estilo de vida. A pesar de todo, Mason se sentía aliviado de que el proceso hubiera llegado a su fin.

La voz de su vecina lo sacó de sus reflexiones y lo devolvió a la realidad.

—… y si tus muchachos no vienen a por él en menos de una hora, voy a convertirlo en hamburguesa.

Mason apretó la mandíbula y levantó el auricular.

—¡Pero si es la chica de mis sueños! —dijo en tono provocativo.

—Escucha, prototipo de hombre que necesita un transplante cerebral —replicó ella—. Tu toro ha vuelto a molestar a mis vacas.

—Lo siento, pequeña —Mason pudo percibir la ira que invadía a Cybil—. Es un toro incapaz de controlar sus instintos.

—Pues tendrá que aprender —replicó ella en tono sarcástico—. Si no deja en paz a mis vacas voy a tener que operarlo. Si quieres, podemos transplantarte su cerebro y ahorrarte una factura en neurocirugía.

—¡Qué graciosa! —respondió Mason, irritado.

Lo cierto era que su cerebro no había trabajado mucho cuando se casó con Lorah. Entonces tenía treinta y un años y la suficiente madurez como para no dejarse engañar por sus sofisticadas artes de seducción, pero había caído en la trampa estúpidamente.

—¿Cuándo vendrás? —preguntó su vecina, como si acabara de invitarlo a cenar.

—En media hora, cariño. Y si a mi toro le falta un solo pelo te arrepentirás.

—Más te arrepentirás tú si no has llegado para las siete, amor mío.

«Amor mío», Mason sonrió burlón. Eso quisiera ella. Colgó con brusquedad y se puso de pie con un quejido. Había cumplido cuarenta años y hacía mucho tiempo que no trabajaba tanto físicamente como durante los últimos seis meses.

Cuando su tío Moses le había llamado para invitarlo a ser su socio en el rancho, Mason había decidido que no tenía nada que perder. Era la oportunidad de comenzar de nuevo, lejos de Los Ángeles y de su ajetreada vida social. Estaba necesitando un cambio.

Llevar un rancho no era una tarea fácil, pero tenía sus ventajas respecto a otros trabajos. La tierra era algo tangible, podía pisarse y hasta olerse. Y, por encima de todo, era suya. Era una amante difícil, pero leal. Exactamente como la mujer que le gustaría encontrar.

Con un movimiento de la mano apartó aquella idea de su mente y salió al porche. La casa, de madera, tenía unos noventa años. Era un edificio sólido que podría durar otros cien. El hogar ideal para formar una familia.

Algo se removió en su interior. Ya no tendría hijos. Y lo peor era que debía sentirse afortunado. De haberlos tenido, el proceso de divorcio habría sido aún más complicado. ¿Habría luchado Lorah por conseguir su custodia? Probablemente no. A Lorah solo le importaba el dinero. Por eso había insistido tanto en que invirtiera en unos negocios inmobiliarios de dudosa legalidad y siempre le presionaba para que le consiguiera papeles en las películas en las que actuaba.

Respiró profundamente y contempló el valle que se extendía ante su mirada. Al noroeste se veía la estación de esquí de Heavenly Valley, con los picos todavía cubiertos de nieve. Al norte, Carson City, y al otro lado del desierto se alcanzaba a ver Reno.

Septiembre acababa de comenzar, pero aquel desierto se encontraba a la suficiente altitud como para que, aun siendo los días calurosos, las noches fueran muy frías.

De pequeño le encantaba pasar los veranos con su tío. Al llegar a la adolescencia sus visitas se habían ido distanciando hasta que, al cumplir los dieciséis años, había dejado de ir. Consiguió un trabajo y comenzó a ahorrar para comprarse su primer coche. Y su infancia quedó atrás.

Por eso, con cuarenta años ya cumplidos, estaba viviendo el sueño de un niño. Había olvidado que la vida en un rancho también significaba levantarse casi de madrugada o ser perturbado por culpa de un toro que no podía reprimir sus impulsos amorosos.

Desde su llegada, el tío Moses se había acostumbrado a dormir hasta tarde. Había cumplido ochenta años y estaba claro que se sentía aliviado de tener a alguien que lo sustituyera al frente del rancho.

Mason enganchó el remolque a la ranchera, le dijo a uno de sus ayudantes dónde iba y partió.

Aunque los ranchos eran colindantes, su testaruda vecina había vallado el acceso entre ambos y se negaba a darle una llave de la verja. Así, lo que podía ser un trayecto de diez minutos se convertía en media hora de viaje.

Al llegar a la entrada, sus labios se curvaron en una sonrisa. El nombre del rancho, End-of-the-Road, estaba tallado en una gran viga de madera sostenida por dos postes. En el de la izquierda había otro letrero: No se admiten hombres y un número de teléfono al que llamar para pedir permiso de acceso.

Además de ocuparse del ganado, su vecina había convertido el rancho en un hogar de acogida para mujeres en proceso de divorcio. Mason imaginaba que les daría consejos sobre cómo conseguir la mayor cantidad de dinero posible.

Con una sonrisa de superioridad, pisó el acelerador y dejó tras sí una nube de polvo. Al llegar frente a la casa, frenó bruscamente y patinó sobre la gravilla del camino.

Su vecina salió al porche. La perfección de su rostro hacía recordar las imágenes de santas de la pintura medieval, pero su sonrisa era la de una serpiente a punto de abalanzarse sobre su presa.

Alzó una mano para protegerse del sol. La brisa hacía revolotear su pelo oscuro y rizado. Por un instante, Mason trató de imaginárselo esparcido sobre la almohada mientras ella giraba la cabeza de izquierda a derecha en sus momentos de pasión.

Maldijo entre dientes para librarse de aquella imagen. Cybil no era una de aquellas bellezas lánguidas y delicadas a las que se había acostumbrado en Hollywood, si no una mujer de carne y hueso en cuyo regazo cualquier hombre desearía cobijarse y…

Una oleada de calor lo recorrió al sentir la mirada de su vecina clavada en él como si quisiera leer sus pensamientos. Sus ojos eran de color azul claro… ¿o eran grises? La contempló con admiración hasta que recordó que su carácter no era tan atractivo como su físico.

Esperó unos segundos para asegurarse de que había dominado su libido y bajó del coche.

—¿Dónde está Fletch? —preguntó, ansioso por marcharse lo antes posible.

Ella descendió las escaleras del porche y se acercó a él.

—¿Fletch?

—Mi toro. Un toro que ha recibido el título de Gran Campeón —aclaró Mason.

Lo había comprado hacía pocos días y el pobre animal todavía desconocía cuál era su territorio.

—Don Juan sería un nombre más apropiado. ¿Es que no tienes vacas en Faraday?

—Claro que sí —respondió Mason. Quería evitar discusiones y, por encima de todo, sabía que tenía que reprimir el impulso de quedarse mirando los espectaculares pechos de Cybil. Sacó una cuerda de la parte de atrás de la ranchera—. ¿Dónde está?

Una de las trabajadoras del rancho salió de la casa y se quedó junto a Cybil en actitud protectora. Incluso acostumbrado como estaba a grandes bellezas, Mason frunció los labios en un silbido de admiración mudo.

La vaquera era alta, rubia y de ojos azules. Tenía una figura proporcionada y esbelta con la que hubiera podido ser modelo. No debía tener más de veinte años.

Las dos mujeres lo contemplaron con aire despectivo. Mason compadeció al hombre que se atreviera a acercarse a ellas, y se preguntó si, quien lo hiciera, mantendría su integridad física. La sospecha de que probablemente no sería así le hizo sonreír.

La dueña del rancho estaba más cerca de su edad. No era tan alta como la joven pero tenía un cuerpo con el que soñaría cualquier hombre.

Solo pensarlo hizo que sus zonas íntimas cobraran vida propia, y para adormecerlas tuvo que recordarse que no volvería a caer en las garras de una mujer, por muy atractiva que fuera.

—Está en el prado de la parte de atrás. Te indicaré el camino. Lleva tu coche a la zona de carga —dijo ella finalmente, y avanzó por el camino de grava seguida de su ayudante.

Mason subió a la ranchera y siguió a las dos valquirias. Aparcó y fue hasta una valla en la que Cybil lo esperaba. La joven rubia había desaparecido.

—Tendremos que ir a caballo —dijo Cybil—. La lluvia ha destrozado el camino y no he tenido tiempo de repararlo.

—De acuerdo.

La joven salió del cobertizo con dos caballos. Cybil indicó a Mason que montara un macho castrado. Ella subió a una yegua. Mason estaba seguro de que en todo el rancho no debía haber ni sementales ni machos. Corría el rumor de que habían fecundado a las vacas por inseminación artificial.

—Solo os falta castrar a los hombres que entran en el rancho —las palabras escaparon de su boca sin que pudiera evitarlo.

Cybil lo miró con aire de superioridad.

—La vida sería mucho más sencilla. Como no es posible, dejamos entrar a muy pocos. Gracias a eso mis invitadas se sienten relajadas y seguras.

—¿Cuál es el motivo de que sientas tal aversión por el sexo masculino?

—Haber estado casada.

—Algún día te hablaré de mi ex mujer.

—Espero que consiguiera una buena suma por el divorcio.

Mason apretó las riendas con rabia. Respiró hondo para dejar escapar la tensión.

—Desde luego que sí.

—Me alegro.

La satisfacción que reflejó el rostro de Cybil hizo que Mason apretara los dientes. Así eran las mujeres. Sin tener ni idea de qué había pasado, Cybil se ponía del lado de su ex mujer.

—¿Cuánto le sacaste tú a tu marido?

La yegua sacudió la cabeza. Cybil le dio una palmadita en el cuello y a Mason le alegró comprobar que la había puesto nerviosa. Cuando recuperó el control de sí misma, sonrió.

—La mitad —dijo quedamente.

Mason asintió con la cabeza.

—Los jueces siempre conceden a las mujeres la mitad de los ahorros de sus maridos, sin tener en cuenta que son el resultado de toda una vida de trabajo.

Cybil lo miró de soslayo.

—Mi marido y yo teníamos un negocio de venta por catálogo que habíamos montado juntos. Él intentó desviar parte de los fondos a una cuenta secreta. Me di cuenta después de comprobar que había un desfase en la contabilidad entre los pedidos y los ingresos. Abrí sus archivos del ordenador, descubrí el número secreto de su cuenta y devolví los fondos a la cuenta común. No fue difícil averiguar que tenía un nidito privado. Por eso lo dejé.

La aparente indiferencia con la que contó lo ocurrido hizo estremecer a Mason. Debía haber adivinado que, en el caso de Cybil, ella era la traicionada. Era evidente que se trataba de una mujer leal hasta la muerte. Y Mason no pudo evitar preguntarse qué se sentiría al ser amado por una mujer así.

—¿Por qué te dejó tu mujer?

—¿Quién ha dicho que me dejara?

Ella se encogió de hombros y no dijo nada.

—Porque no quise invertir en unos negocios de dudosa legalidad con los que ella creía que nos haríamos millonarios —continuó él.

—Así que era una mujer a la que le gustaba el dinero. ¿Y a ti? Eras uno de los más famosos especialistas de Hollywood. ¿No querías vivir rodeado de lujo?

—No —podía resultar anticuado, pero él había querido formar una familia y tener una esposa amante del hogar. Se había equivocado al ir a buscar su sueño a Hollywood.

Cybil lo miró con escepticismo.

—En el ambiente de Hollywood solo tiene valor la vida de las grandes estrellas. A nadie le importa lo que le pase a la gente normal —añadió Mason.

Llegaron a una verja. Cybil la abrió y le dejó pasar.

—¿Es posible vivir una vida normal siendo especialista?

Mason observó admirado la soltura con que montaba. Parecía sentirse cómoda y relajada. Era evidente que cuidaba muy bien de la propiedad y, por la forma en que sus trabajadores se relacionaban con ella, debía ser una gran ranchera y una excelente jefa.

—A mí me gustaba —dijo al fin.

—¿Por qué lo dejaste?

—Cumplí cuarenta años.

La risa de Cybil lo desconcertó.

—Yo también.

—¿Cuándo?

—Hace un mes.

—Te llevo seis meses de ventaja.

—No es el fin del mundo.

Mason recordó el vacío que había experimentado los años anteriores y pensó en todos los deseos que no había logrado cumplir y que nunca haría realidad.

—Ya. Dicen que la vida empieza a los cuarenta.

Cybil lo miró de reojo antes de clavar los talones en la yegua para hacerla trotar. Sus pechos se movieron arriba y abajo, y Mason sintió que se le secaba la boca.

Pasaron otra verja.

—Ahí está.

Fletch estaba mascando alfalfa. Al ver a Mason se alejó unos pasos.

—Glotón desagradecido —masculló Mason, y pensó que, de no ser por la fortuna que le había costado, se merecía que lo mandara al matadero.

Rodeó la manada que pastaba apaciblemente para alcanzar a Fletch por el costado y separarlo del resto del grupo. Vio que Cybil lo observaba de lejos y supo que no estaba dispuesta a ayudarlo. No le importó. No la necesitaba.

Después de veinte minutos de continuos fracasos, Mason se echó el sombrero hacia atrás y miró furioso al toro. Fletch estaba obsesionado con una vaca y no estaba dispuesto a apartarse de ella.

Mason miró a su vecina. Ella le devolvió una amplia sonrisa.

—¿Por qué no me echas una mano? —dijo él, tenso.

—De acuerdo —respondió Cybil, divertida—. Intenta llevarlo hacia la derecha. Yo le cortaré el paso hacia el otro lado.

Fletch los miró alternativamente y salió corriendo hacia un pequeño bosque de pinos y cedros. La vaca lo siguió y, con ella, el resto de la manada.

Mason dejó escapar un juramento.

—Si hacemos una abertura podemos obligarle a pasar a tus terrenos. Después yo me llevaría el resto de las reses mientras tu reparas la alambrada —sugirió Cybil.

—No he traído alambre. Creía que tendrías a Fletch en una cuadra.

—Desde que el año pasado una de mis invitadas casi sufre un ataque al corazón por culpa de un toro bravo, he decidido no atreverme a provocar a ningún macho que doble mi peso.

—¿Quieres decir que conmigo sí te atreverías? No llego a doblar tu tamaño —dijo Mason con malicia.

—Eso es lo que tú quisieras —se burló ella—. No tienes ni la más mínima posibilidad.

Mason sintió una punzada en el vientre que le subió hasta el cerebro.

—No he hecho ningún esfuerzo —dijo en tono insinuante—. Pero te aseguro que si lo intentara acabarías haciendo lo que yo quisiera.

Cybil parpadeó con fuerza para disimular la rabia que sentía. Se acomodó en la silla y dejó escapar una carcajada.

—Eres muy gracioso.

La punzada de Mason se convirtió en una corriente que estalló en su pecho y de pronto tuvo la certeza de que Cybil representaba un reto que no quería eludir.

—Como quieras, cariño —dijo con voz aterciopelada—. Te aseguro que antes de que llegue la primera helada te arrodillarás ante mí. Pero ahora vamos a resolver el problema de Fletch. Si pudiera atraparlo con el lazo, me lo llevaría sin dificultad.

A Cybil le desconcertó el cambio de tema. Sus ojos se iluminaron con un brillo provocativo. Se inclinó sobre el caballo levemente.

—Después de ti —dijo.

Mason encabezó la marcha hacia los árboles. Encontraron al toro y a la vaca en un claro del bosque.

Mason preparó la cuerda que llevaba consigo, se acercó a los animales y le dio a Fletch en el lomo para hacerle caminar.

El toro siguió pastando. Cybil observaba la escena con indiferencia a varios metros de distancia.

A Mason le irritó sentir que estaba representando una obra de teatro para ella y se golpeó el muslo con la soga.

—¡Muévete! —ordenó al toro con tanta convicción como fue capaz.

Fletch giró el hocico a izquierda a derecha y cabeceó un par de veces.

Mason soltó la cuerda, hizo girar el lazo en el aire y lo lanzó. Afortunadamente, dio en el blanco y ensartó el cuello de Fletch. Mason rodeó un árbol y tiró de la cuerda. Fletch se amansó de inmediato.

—Ahora podemos irnos a casa —dijo y, tras rodear el árbol en dirección contraria, tiró suavemente y el toro lo siguió sin protestar, dócil como un cordero.

Mason vio que Cybil clavaba los ojos en él con admiración y aplaudía entusiasmada. Se quitó el sombrero, hizo una reverencia y le dedicó una sonrisa triunfal. Sus ojos eran azules, no grises. O tal vez gris azulados. Y lograban que una corriente cálida recorriera sus venas. Aquella era una complicación con la que no había contado. Se había refugiado en el rancho para huir de los tormentos que podían causar las mujeres y no para dejar que su cuerpo adquiriera voluntad propia cada vez que veía a su vecina.

—Si vuelve a visitarme, te lo devolveré castrado —amenazó Cybil.

—Como no llegue intacto, te obligaré a comer la parte del cuerpo que le falte —prometió él, sarcástico.

—Con «ketchup», por favor.

Era una mujer irritante. Siempre tenía que decir la última palabra. Pero discutir con ella era divertido. No entendía porqué, pero le gustaba provocarla hasta sacarla de sus casillas.

La siguió de vuelta al rancho. Sentía el cuerpo lleno de energía. Era la misma sensación que lo había invadido en el pasado cuando tras una intensa sesión de trabajo ansiaba volver a casa para compartir su éxito con su mujer y hacer el amor con ella apasionadamente. Pero en menos de seis meses ella le había dejado claro que todo aquello le resultaba indiferente.

Aquel recuerdo lo devolvió a la realidad. Entre él y su descarada vecina no había nada. Y de haber algo, era meramente físico. No tenía tiempo para dedicárselo a una mujer. Debía dirigir un rancho.

En primer lugar devolvería a Fletch a su prado. Después desayunaría, y solo entonces confiaba en encontrar la paz y el silencio que tanto ansiaba.