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HarperCollins 200 años. Désde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Harlequin Books S.A.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La amante del senador, n.º 5559 - marzo 2017

Título original: Shocking the Senator

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-687-9355-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Savannah Spectator Crónica Rosa

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Savannah Spectator Crónica Rosa

 

 

Si pensaban que nuestro recién elegido senador no iba a dar más que hablar pasada la campaña, se equivocaban. Sus últimas apariciones en público en compañía de la que ha sido su directora de campaña, una preciosa mujer veinte años más joven que él, han hecho que se disparen los rumores, y por mucho que aseguren que su relación es estrictamente profesional, el lenguaje corporal de ambos delata que entre ellos hay algo más.

 

Y eso no es todo porque, a juzgar por las últimas compras que ha estado haciendo ella: ropita de bebé, libros de maternidad…, es posible, queridos lectores, que tengamos un escándalo por partida doble. Lo que nos preguntamos, sin embargo, es si el senador sabrá que va a ser papá, porque si no, ¡menuda sorpresa se va a llevar!

Prólogo

 

Aquello era una locura, pero a Nicola Granville cada vez le costaba más decir que no.

–Creía que habíamos quedado en que no volveríamos a hacer esto –murmuró tras despegar de mala gana sus labios de los de Abraham Danforth.

La puerta de su despacho, contra la cual tenía apoyada la espalda, estaba fría, pero el calor del cuerpo de Abraham, pegado al de ella, era delicioso.

–Ya han pasado las elecciones y he ganado, Nic –replicó él, masajeándole las caderas y atrayéndola hacia sí–; ¿por qué seguir luchando contra ello?

A Nicola se le ocurrían unas cuantas razones de peso; entre ellas una perteneciente a su pasado que haría que Abraham Danforth, ex SEAL de la Marina de los Estados Unidos, ex director general de la empresa familiar, y nuevo senador por el estado de Georgia, se cayese de espaldas y quedase sentado en el suelo sobre ese firme trasero que tenía.

Al conocer a Abraham la habían sorprendido muchas cosas, y una de ellas había sido su físico. De hecho, pocos hombres de cincuenta y cinco años tenían un cuerpo que hiciese que las mujeres se volviesen a mirarlo al pasar.

–Porque no se vería con buenos ojos que tuvieses un romance con tu directora de campaña –le contestó intentando centrarse, aunque por dentro se estaba derritiendo–. Después de todo lo que hemos pasado ya deberías saberlo.

–Lo único que sé es que durante todos estos meses has conseguido alejar los nubarrones negros que se cernían sobre mí, haciendo que siempre volviera a salir el sol. ¿Quién sino tú podría haber mantenido la buena imagen de un candidato con escándalos como la aparición de una hija ilegítima, como la de un hijo acusado de un presunto delito, como…?

Nicola sacudió la cabeza y le tapó la boca con la mano.

–Puede que haya habido situaciones difíciles de manejar, pero la clase de hombre que eres, bueno y honrado, ha hecho más fácil mi trabajo. Eres auténtico, Abe, y por eso te han elegido.

–Me niego a seguir discutiendo esto. Digas lo que digas sin tu ayuda no habría ganado. Y volviendo al tema del que estábamos hablando… no sé por qué tenemos que seguir luchando contra la atracción que hay entre nosotros, que ha habido entre nosotros desde el principio.

Nicola alzó la vista hacia los ojos azules de Abraham y sintió que una ola de calor la invadía. A veces tenía la impresión de que, como el sol, si permaneciese demasiado tiempo mirándolos acabaría cegada… ante la realidad.

–Ya te lo he dicho, Abe: no iré a Washington contigo.

–Pero me prometiste que seguirías a mi lado hasta que jurase el cargo –le recordó él apartando un mechón de su mejilla.

Aquel gesto tan tierno le encogió el corazón a Nicola.

–Y mantendré esa promesa –respondió.

Sin embargo, sospechaba que de todas las promesas que había hecho en su vida, aquélla iba a ser una de las que más le iba a costar cumplir.

–Entonces aún dispongo de tiempo para hacerte cambiar de opinión –murmuró Abraham con una sonrisa.

–No cuentes con ello –replicó Nicola.

No pretendía desafiarlo; sólo constatar la verdad.

–Oh, pero es que ya cuento con ello –susurró él deslizando una pierna entre sus muslos.

Nicola se mordió el labio inferior y empujó las palmas de las manos contra su pecho.

–Abe, dijimos que no volveríamos a hacer esto. Fue un error que nos… –comenzó, pero se le quebró la voz y tuvo que tragar saliva para poder seguir hablando–… que nos dejáramos llevar.

Abraham escrutó su rostro en silencio durante largo rato.

–¿Te arrepientes?

«No… sí… no… sí».

–Abe, ya hemos hablado de esto; hemos trabajado muy duro y no quiero que lo que hemos conseguido se eche a perder por…

–¿Por qué? ¿Porque soy mucho mayor que tú?

Nicola puso los ojos en blanco.

–No se trata de eso y lo sabes.

A Abraham su respuesta no pareció convencerlo demasiado.

–Tal vez sí –replicó–; tengo casi veinte años más que tú.

–Pues por tu cuerpo nadie lo diría –farfulló ella por lo bajo. Nunca dejaría de sorprenderla la energía que demostraba en la cama y fuera de ella. Sacudió la cabeza, y le dijo–: Mira, Abe, por mucho que lo intentes no vas a convencerme. Aunque las elecciones ya hayan pasado, mi deber sigue siendo mantener una buena imagen pública de ti, y te aseguro que el seguir con esto no te beneficiaría. De hecho, podría acabar convirtiéndome en tu peor pesadilla.

–Me cuesta asociar la palabra «pesadilla» contigo, Nic –murmuró él, deslizando los dedos por su mejilla y su cuello hasta alcanzar la parte superior de uno de sus senos.

El corazón de Nicola palpitó con fuerza al ver el deseo escrito en su rostro. ¿Cómo podría rechazarlo? Abraham la hacía sentir cosas que nunca había pensado que pudiera sentir y, aunque intentó resistirse, pronto notó que su fuerza de voluntad empezaba a desvanecerse.

–No te gusta cómo te toco; ¿es eso? –inquirió Abraham rozando levemente el pezón y haciéndola estremecer.

Nicola se mordió el labio inferior.

–Sabes que eso no es verdad –susurró ella.

–Entonces, ¿no te gusta cómo te beso? –le preguntó Abraham, posando sus labios sobre los de ella y besándola hasta dejarla sin aliento.

Su débil lado racional quería gritar que aquello no era justo, pero el resto de su ser estaba hundiéndose en el delicioso y prohibido placer que estaba experimentando.

–¿No te gusta cómo te hago el amor? –murmuró él contra sus labios mientras bajaba las manos a la cinturilla de sus pantalones de vestir y los desabrochaba.

Aquél era el momento de decir no, la azuzó la vocecilla de su conciencia. El ruido de la cremallera al bajar se mezcló con la respiración jadeante de ambos, y Nicola supo lo que pasaría si no lo detenía. Sabía que esas mismas manos la recorrerían, haciéndola sentirse la mujer más hermosa y sensual del mundo, que la acariciarían con suavidad, prestando atención a sus respuestas, y que luego la dejaría tocarlo también para que pudiese hacerlo sufrir, aunque sólo un poco.

Sin embargo, el hacerlo sufrir no hacía sino aumentar su excitación e impacientarla hasta que por fin la llevaba al límite y se hundía en su interior.

–Dios, te deseo tanto, Nic… –le susurró Abraham.

Su voz, ronca y sensual, tuvo el mismo efecto sobre ella que una caricia en la parte más íntima de su cuerpo y, maldiciendo mentalmente, Nicola se rindió. «Sólo una vez más…».

Capítulo Uno

 

Sentada en el aseo adjunto de la habitación de invitados que ocupaba en Crofthaven, Nicola se quedó mirando los resultados de las dos pruebas de embarazo ante sí sin poder dar crédito a lo que estaba viendo: dos líneas rosas en la primera; dos líneas rosas en la segunda. Una sensación de pánico se apoderó de ella.

La regla no le había bajado el mes anterior, pero nunca había sido muy regular en sus periodos, así que no se había preocupado. Además, tenía treinta y siete años, y según los estudios médicos más recientes la fertilidad femenina empezaba a decrecer a partir de los veintiséis.

Había sido el hecho de que ese mes tampoco le hubiera bajado junto con las persistentes náuseas lo que la había escamado lo bastante como para comprar un par de pruebas de embarazo en la farmacia.

«¿Cómo has podido ser tan estúpida?; ¿acaso no aprendiste la lección la primera vez?», se reprendió cerrando los ojos con fuerza. Mil emociones contradictorias se agitaron en su interior, como las entrañas de un volcán que hubiera entrado en erupción tras años de inactividad, y no pudo evitar recordar aquella otra vez que se había quedado embarazada.

Ninguna de las personas de su entorno le dio apoyo alguno. Sus padres adoptivos se sintieron profundamente humillados, y su novio del instituto se escudó en que era demasiado joven para ser padre. La única persona que no la juzgó ni la censuró fue la directora del hogar para madres solteras.

A Nicola se le encogió el estómago al recordarlo. Se había sentido atrapada, sola, y muy asustada. Incapaz de abortar pero, consciente de que no podría criar sola al bebé porque carecía de medios, siguió adelante con el embarazo, y entregó en adopción a la niña a la que dio a luz.

El pensar en todo aquello hizo que el terrible sentimiento de culpa que la había acompañado a lo largo de todos esos años volviera a apoderarse de ella. «No empieces otra vez con eso», se dijo; «tiene unos padres maravillosos que la quieren con locura. Fue la decisión correcta; fue lo mejor para ella». Sin embargo, por mucho que intentase convencerse de aquello, lo cierto era que nunca había logrado dejar de pensar que era una mala persona por haber entregado en adopción a su hija.

Se mordió el labio inferior y abrió los ojos, pero las líneas rosas seguían ahí. «¿Cómo has podido ser tan estúpida como para volver a caer en el mismo error otra vez?».

 

 

Al entrar Abraham en el comedor esa mañana, se encontró con que Betsy, una de las criadas, estaba poniendo ya la mesa.

–¿Sólo un servicio? –le preguntó, extrañado al ver que sólo había una taza.

Nicola y él solían desayunar juntos, y le encantaba empezar la mañana con ella porque, por mal que se presentara el día, siempre conseguía animarlo.

–La señorita Granville llamó hace un rato a la cocina para avisar de que no bajaría a desayunar porque no se encuentra bien, señor. Le manda sus disculpas.

Abraham frunció el entrecejo. ¿Que le mandaba sus disculpas? ¿Por qué no lo había llamado a su habitación para decírselo directamente?

La sirvienta pareció notar su contrariedad, porque añadió:

–Según parece tiene molestias de vientre; ya sabe, está en esa época del mes… debió darle vergüenza decírselo.

Abraham no comprendía cómo podía darle vergüenza hablar con él de nada cuando habían tenido relaciones íntimas, pero hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza y le dijo a la mujer:

–Gracias, Betsy. Puede retirarse.

Apenas había salido la criada cuando su hijo Marcus asomó la cabeza por la puerta.

–Buenos días. ¿Cómo va el traslado a Washington?

–Dejémoslo en que va simplemente –farfulló Abraham–. Todavía tengo en el despacho montones de cosas por embalar.

–No parece muy contento, senador –apuntó Marcus acercándose a la mesa.

Abraham se rió y alzó la vista para mirar a su hijo a los ojos. La tensión que había habido en su relación hasta entonces se había disipado un poco, pero todavía notaba en Marcus cierta reticencia a abrirse a él. Cuando un par de meses atrás su hijo había sido falsamente acusado de un delito que no había cometido, se había sentido indignado, pero aquel trance le había mostrado la fortaleza de Marcus y se sentía muy orgulloso de cómo se había comportado hasta que finalmente había sido absuelto y todo se había solucionado.

Era consciente de que Marcus seguía sin comprender las decisiones que había tomado en el pasado y que les habían afectado a sus hermanos y a él, pero al menos su resentimiento parecía haber disminuido un poco.

–Estoy intentando hallar el modo de convencer a Nicola para que se venga conmigo a Washington –le confesó.

Marcus enarcó las cejas sorprendido.

–¿No va a seguir trabajando contigo? ¿Por qué? Si os habéis compenetrado muy bien durante estos meses…

–Yo también lo creo, pero ella insiste en que quiere quedarse aquí, en Georgia.

–Probablemente haya recibido unas cuantas ofertas de trabajo. No hay nada como estar en el equipo ganador para impulsar tu carrera… y más cuando se es relaciones públicas.

–Cierto –asintió su padre, rascándose la barbilla pensativo–; quizá si le hiciera una contraoferta mejor de las que le hayan hecho…

–Si alguien puede convencerla, ése eres tú –le dijo Marcus.

–Gracias por el voto de confianza. Bueno, ¿y cómo está esa esposa tuya agente del FBI?

–Trabajando mucho. Estamos a punto de conseguir pruebas contra la gente que hizo que fuera acusado falsamente –le explicó Marcus–. Dana dice que se ha convertido en algo personal para ella –sacudió la cabeza–. Todavía no puedo creerme la suerte que he tenido al encontrar a una mujer tan maravillosa como ella.

Su padre no necesitaba oírle decir esas palabras para saber cuánto la quería; el amor que sentía por Dana se reflejaba en el modo en que le brillaban los ojos cada vez que hablaba de ella.

–¿Quieres desayunar conmigo?

–No, gracias, no puedo quedarme mucho tiempo. Sólo he venido para traerte esos papeles que me pediste el otro día –le contestó Marcus tendiéndole una carpeta que llevaba en la mano.

–Oh, sí, lo había olvidado –respondió Abraham tomándola–. Por cierto, ¿contamos con vosotros para la cena familiar del día de Navidad?

–Por supuesto.

–Estupendo –respondió su padre con una sonrisa.

–¿Sabes?, te noto distinto –dijo Marcus–; menos tenso. Claro que supongo que el que hayas ganado las elecciones tendrá algo que ver.

–Ya lo creo. Estos últimos meses han sido una locura.

Era extraño, pero lo cierto era que en ese momento, pasado ya todo el bullicio de las elecciones, se sentía vacío. La euforia que había experimentado al conocer los resultados de las votaciones se había ido disipando, y le había quedado una sensación agridulce por la presión que la campaña electoral le había creado a su familia. Sin embargo, la entereza con la que sus cuatro hijos y su hija se habían enfrentado a cada una de las dificultades que habían surgido le había hecho darse más cuenta que nunca de todo lo que se había perdido al no haber estado a su lado durante su niñez y adolescencia.

–Tus hermanos y tú demostrasteis de qué estáis hechos durante la campaña –le dijo a Marcus–, y aunque Dios sabe bien que no he sido un buen padre, y que no puedo adjudicarme mérito alguno por las grandes personas en las que os habéis convertido –admitió con amargura y arrepentimiento–, me siento muy orgulloso de todos vosotros.

Marcus lo miró sorprendido.

–Es la primera vez que te oigo decir algo así.

–Pues hace mucho tiempo que lo pienso –respondió su padre con voz ronca.

–Mamá siempre decía que tenías cosas más importantes que hacer que estar con nosotros.

Una ráfaga de ira invadió a Abraham, pero se mordió la lengua. No quería hablar mal de su difunta esposa, a quien nunca había sido capaz de complacer.

–En cierto modo tenía razón; necesitaba demostrar lo que valía –le respondió–. Tu madre y yo no tuvimos un matrimonio perfecto, Marc. Queríamos cosas distintas.

–¿Qué cosas?

–Ella no quería un marido militar, ni abandonar Savannah o Crofthaven.

–¿No estabas ya en el ejército cuando os casasteis?

Abraham asintió.

–Sí, pero ella creyó que podría cambiarme –replicó, alzando una mano al ver que Marcus parecía querer hacerle otra pregunta–. Escucha, hijo, tu madre os quería y quería lo mejor para vosotros, y yo no quiero manchar el recuerdo que tienes de ella. No sería justo. Además, siempre he pensado que hay que asumir las consecuencias de las decisiones que uno toma, ya sean buenas o malas.

Una expresión vulnerable cruzó por el rostro de su hijo, y Abraham sintió una punzada en el pecho. Lo que acababa de ver no era más que un atisbo del dolor que le había causado a Marcus y a sus hermanos por haber estado siempre demasiado ocupado luchando contra sus demonios como para ser el padre que necesitaban. Lo cierto era que no había modo alguno en que pudiera excusar su comportamiento, y tampoco iba a tratar de hacerlo. Nunca había creído que las excusas resolvieran nada. Además, ¿qué podría decir?

Su hijo se encogió de hombros.

–Bueno, será mejor que me marche–murmuró–; he quedado con un cliente.

–Entonces vete ya; a los clientes no se les hace esperar –respondió su padre esbozando una pequeña sonrisa–. Saluda a Dana de mi parte, ¿quieres?

–Lo haré –respondió Marcus levantando la mano en señal de despedida.

Se dio la vuelta y se dirigía hacia la puerta cuando su padre lo llamó. Marcus se volvió y lo miró expectante.

–Yo… sólo quería decirte que serás bienvenido siempre que vengas.

Marcus lo miró con recelo, como si creyera que tras su amabilidad había un motivo oculto, hizo un leve asentimiento de cabeza, y salió del comedor.

Abraham maldijo para sus adentros. ¿Qué había esperado? Después de la clase de padre que había sido, aquello era lo que se merecía: un tratamiento meramente respetuoso, y marcado por el distanciamiento.

 

 

Dos horas más tarde Abraham estaba en su despacho cuando llamaron a la puerta.

–Adelante –contestó.

La puerta se abrió y entró Nicola.

–Ah, hola, Nic –la saludó–. Me estaba empezando a preguntar cuándo aparecerías.

–¿No te dijo Betsy…?

Abraham asintió con la cabeza, se puso de pie, y rodeó el escritorio para ir junto a ella.

–Sí, me dijo que estabas indispuesta. ¿Cómo te encuentras?

–Bien, estoy mejor.

Abraham tomó su mano.

–Nic, he estado pensando, y estoy decidido a hacer lo que sea para que vengas a Washington conmigo. Incluso te subiré el sueldo; fija tú la cantidad.

Nicola lo miró con los ojos muy abiertos y sacudió la cabeza.

–Ya te lo he dicho, Abe, quiero quedarme aquí en Savannah.