Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2009 Diane Perkins. Todos los derechos reservados.
MUJER PROHIBIDA, Nº 467 - noviembre 2010
Título original: Gallant Officer, Forbidden Lady
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción,total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso deHarlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecidocon alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9259-9
Editor responsable: Luis Pugni


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Prólogo

Badajoz, España, 1812

Jack Vernon corría por las calles y callejones de Badajoz como si lo persiguiera el diablo. O varios diablos.

La soldadesca británica, borracha, prendía fuego a los edificios y las llamas iluminaban sus caras, que parecían gárgolas. Los cuerpos de sus víctimas cubrían las calles, soldados franceses y ciudadanos civiles, hombres, mujeres y niños, cuya ropa española de colores estaba manchada del rojo de la sangre. A Jack le quemaban los oídos con el rugido de los fuegos, los gritos de mujeres y los llantos de bebés, pero ningún sonido le parecía tan terrible como las risas de los enloquecidos que se entregaban a las violaciones y el pillaje.

Jack agarraba la pistola con fuerza, perseguido por varios soldados de casaca roja que esperaban hacerse con las pocas monedas que llevaba en los bolsillos. Eran los mismos hombres a cuyo lado había escalado ese mismo día las murallas de Badajoz bajo el fuego de los mosquetes franceses. Ahora estaban dispuestos a clavarle sus bayonetas por pura diversión.

Los consumía la sed de sangre, como resultado de la terrible batalla que habían soportado y que había matado a casi la mitad de los suyos. Entre los soldados se había esparcido el rumor de que Wellington había permitido tres horas de pillaje y ese rumor había sido como acercar una chispa a una tea. No era verdad, pero una vez que habían empezado, ya no había quien los parara.

Había empezado la verdadera pesadilla.

Después de que los franceses se retiraran a San Cristóbal y empezara el saqueo, el teniente de Jack les había ordenado a él y a unos cuantos más que lo acompañaran a patrullar las calles.

—Pararemos el pillaje —había dicho.

La soldadesca atacó de inmediato a la patrulla de Jack, que corrieron para salvar la vida. Jack se había visto separado de los demás y buscaba ahora un lugar seguro en el que esconderse hasta que terminara aquella locura.

Corría por el laberinto de callejuelas y ya no sabía dónde estaba ni cómo salir. Al fin dejó de oír el golpeteo de pasos detrás de él y se detuvo a recobrar el aliento. Avanzó despacio, pegándose a las paredes y confiando en que no lo traicionara el sonido de su respiración agitada. Tenía que encontrar una puerta abierta o un hueco en un callejón.

Todavía resonaban gritos y figuras oscuras pasaban corriendo a su lado como fantasmas en la noche. El olor a madera quemada, a alcohol, a sangre y a pólvora asaltaba su olfato.

Jack se deslizó a lo largo de las paredes hasta que llegó a un pequeño patio. La luz que desprendía un edificio incendiado le permitió ver a un soldado británico que sujetaba a una mujer que se debatía en sus brazos. Un niño intentaba retirar las manos del hombre de ella, pero otro soldado lo empujó y lo lanzó sobre un cuerpo cercano. El hombre rió como si simplemente estuviera jugando a los bolos.

Un tercer soldado levantó al niño y alzó una navaja, como con intención de cortarle el cuello. Jack entró en el patio rugiendo como un antiguo celta y disparó la pistola. El soldado soltó la navaja y al chico y huyó con su compañero. Sin embargo el hombre que atacaba a la mujer no pareció prestar atención al ataque de Jack.

Se desató los pantalones y rió:

—Únete a la fiesta. Hay de sobra para ti también.

Jack vio que aquel hombre llevaba el fajín rojo de los oficiales. El hombre se volvió y mostró la cara.

Jack lo conocía.

Era el teniente Edwin Tranville, ayudante de campo del general de brigada Lionel Tranville, su padre. Jack los conocía a ambos desde niño. El general había convertido a la madre de Jack en su amante antes de que se cumpliera un año de la muerte de su padre. Jack sólo tenía entonces once años.

Retrocedió a las sombras antes de que Edwin pudiera reconocerlo. Siempre había sabido que éste era un matón y un cobarde, pero nunca había sospechado aquel nivel de depravación.

—Deja en paz a la mujer —ordenó.

—No lo haré —Edwin hablaba con voz pastosa y era obvio que había bebido—. La deseo demasiado. Me la merezco —una expresión demoníaca cubrió su rostro de barbilla débil y el pelo rubio le cayó sobre los ojos. Se lo apartó con la mano y apuntó a la mujer con un dedo—. Deja de luchar conmigo o tendré que matarte.

Jack guardó la pistola en el cinturón y sacó la espada, pero la mujer consiguió hacer perder el equilibrio a Edwin y se interpuso entre Jack y su atacante. Empujó a Edwin en el pecho y el niño se lanzó contra su espalda. Edwin lanzó un grito de sorpresa y manoteó intentando quitarse al niño. Tiró a la mujer al suelo y al fin consiguió agarrar al chico por el cuello.

Jack sujetó la espada con fuerza, pero antes de que pudiera dar un paso al frente, la mujer se incorporó con la navaja del soldado huido en la mano.

—¡No! —gritó.

Se lanzó contra Edwin como una leona que defendiera a su cachorro. Edwin retrocedió, pero la bebida parecía haber nublado su criterio.

—¡Basta! —gritó, con la sonrisa todavía en el rostro—. O le parto el cuello —rió como si aquello fuera un chiste—. Puedo matarlo con las manos.

—¡No! —gritó de nuevo la mujer. Y se lanzó contra él.

Edwin se tambaleó y el chico se retorció y escapó de sus manos. La mujer le cortó la mejilla a Edwin, donde hizo una herida desde la oreja hasta la boca.

Edwin aulló y cayó de rodillas, llevándose la mano al rostro ensangrentado.

—Te mataré por eso.

La mujer sacudió la cabeza y levantó los brazos para intentar hundir la navaja en la espalda descubierta de Edwin.

Otro oficial británico apareció de súbito y la agarró a tiempo por detrás.

—¡Oh, no, de eso nada, señora! —la desarmó con facilidad.

Un segundo oficial se unió al primero. Eran un capitán y un teniente con uniforme de los Dragones Escoceses, un regimiento que había mandado Tranville en otro tiempo.

Edwin señaló a la mujer.

—¡Ha intentado matarme! —se esforzó por levantarse, pero se tambaleó y cayó al suelo, debilitado por la bebida y el dolor.

El capitán agarró a la mujer.

—Tendrá que venir con nosotros, señora.

—Capitán —protestó el teniente.

Jack enfundó su espada y se mostró.

—Esperad.

Ambos hombres se giraron y el teniente apuntó su pistola al pecho de Jack.

Éste alzó las manos en el aire.

—Soy el alférez Vernon, de East Essex. Él pretendía matar al chico y violar a la mujer. Yo lo he visto. Él y dos más. Los otros han huido.

—¿Qué chico? —preguntó el capitán.

Una figura surgió de las sombras. El teniente volvió la pistola hacia él.

Jack le puso la mano en el brazo.

—No disparéis. Es el niño.

El capitán se acercó a Edwin sujetando a la mujer por el brazo. Le dio la vuelta con el pie y miró al teniente.

—¡Santo cielo, Landon! ¿Habéis visto quién es?

—El hijo del general Tranville —repuso Jack.

—¿Y qué diablos hace aquí? —preguntó el teniente.

Jack señaló a Edwin.

—Ha intentado estrangular al niño y ella lo ha defendido con la navaja.

De la mejilla de Edwin salía todavía sangre, pero él seguía inconsciente.

—Está borracho —añadió Jack.

El chico corrió hacia el cuerpo del soldado francés.

—¡Papá!

—¡No, no, no, Claude! —gritó la mujer, que se soltó del capitán.

—¡Maldición, son franceses! —el capitán se arrodilló al lado del chico y puso los dedos en el cuello del hombre —. Está muerto.

—Mi marido —dijo la mujer en francés.

El capitán se incorporó y volvió hacia Edwin. Alzó la pierna como para darle una patada, pero se contuvo. Edwin volvió a girarse y quedó gimiendo hecho una bola.

El niño tiraba de la levita de su padre.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Despierta! —decía en francés.

—Está muerto, Claude —la mujer lo apartó con gentileza.

El capitán miró a Jack.

—¿Lo ha matado Tranville?

Jack negó con la cabeza.

—Yo no lo he visto.

—¡Maldición! ¿Qué será de ella ahora? —el capitán miró de nuevo a la mujer.

Sonaron gritos cercanos y el capitán se enderezó.

—Hay que sacarlos de aquí —hizo una seña al teniente—. Landon, llevaos a Tranville al campamento. Alférez, necesitaré vuestra ayuda.

El teniente Landon parecía sorprendido.

—¿No pensáis entregarla?

—Por supuesto que no —repuso el capitán con resolución—. Le buscaré un lugar seguro. Tal vez una iglesia. U otro lugar —miró a su teniente y a Jack—. No diremos nada de esto. ¿De acuerdo?

—Habría que colgarlo por esto —protestó el teniente.

—Es el hijo del general —replicó el capitán—. Si denunciamos su delito, el general nos fusilará a nosotros, no a su hijo —señaló a la mujer con la cabeza—. Y puede que los persiga también al niño y a ella — miró a Edwin, que estaba ahora en silencio—. Ese bastardo está tan borracho que puede que ni siquiera sepa lo que ha hecho.

—La bebida no es excusa —el teniente asintió con la cabeza después de unos segundos—. Muy bien. No diremos nada.

El capitán miró a Jack.

—¿Tengo vuestra palabra, alférez?

—La tenéis, señor —repuso Jack, al que no le gustaba la idea de que el padre y el hijo supieran que había estado allí.

Hubo un ruido de cristales rotos y el techo de un edificio en llamas se derrumbó lanzando chispas al aire.

—Hay que darse prisa —dijo el capitán. Pero tendió la mano a Jack—. Soy el capitán Deane. Ése es el teniente Landon.

Jack le estrechó la mano.

—Mi capitán.

Deane se volvió hacia la mujer y su hijo.

—¿Hay una iglesia cerca? —preguntó.

—No, no hay iglesia, capitán —repuso la mujer, en un inglés bastante pobre—. Mi… mi casa. Venid.

El teniente se echó a Edwin al hombro.

—Id con cuidado —le dijo el capitán.

El teniente asintió con la cabeza, miró a su alrededor y se alejó por la dirección por la que había llegado.

El capitán miró a Jack.

—Quiero que vengáis conmigo —miró el cuerpo del francés—. Tendremos que dejarlo aquí.

—Sí, señor.

—Venid —la mujer miró a su esposo con desesperación, pasó el brazo por los hombros de su hijo y les hizo señas de que la siguieran

Se abrieron paso por el callejón hasta una puerta que daba a una calle estrecha, no lejos de donde habían estado.

—Mi casa —susurró ella.

La puerta estaba entreabierta. El capitán les hizo señas de que esperaran y entró. Regresó unos momentos después.

—No hay nadie.

Jack entró a su vez. Habían saqueado la casa. Los muebles estaban rotos, los platos hechos añicos y había papeles esparcidos por todas partes. La casa consistía en una habitación principal, una cocina y un dormitorio. Apartó restos del saqueo con el pie para que pudieran andar. El capitán Deane sacó lo que quedaba de un colchón a la habitación principal y le hizo un hueco en un rincón. La mujer salió de la cocina con tazas de agua para ellos. El niño permanecía a su lado con aire aturdido.

Jack bebió con sed.

—¿Podéis hacer guardia? —le preguntó el capitán cuando terminó de beber—. Yo dormiré una hora y después os relevaré.

—Sí, mi capitán —repuso Jack. Prefería quedarse de guardia, pues no podía dormir. De hecho, no estaba seguro de que pudiera volver a dormir nunca.

Hicieron una barricada en la puerta con algunos de los muebles rotos y Jack colocó una silla que tenía aún las patas y el asiento intactos al lado de la ventana y se sentó.

El capitán hizo señas a la mujer y su hijo de que durmieran en el colchón y se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared.

Fuera proseguían los ruidos de pillaje, pero no se acercó nadie. Jack miraba la calle, engañosamente inocente y pacífica.

Quizá por la mañana habría acabado la carnicería y pudiera volver a su campamento. Quizá su teniente y los demás de su patrulla siguieran vivos. Quizá, antes de que acabara la guerra, alguien le clavara una espada a Edwin Tranville en el corazón por su parte de culpa en aquel horror.

Jack recargó su pistola y la mantuvo preparada. En su mente se sucedían las imágenes, obligándole a revivir el horror de aquel día.

Los dedos le cosquilleaban por el ansia de detener aquellas imágenes, capturarlas y encerrarlas para que lo dejaran en paz.

El cielo se iluminó con la luz del amanecer, pero Jack seguía oyendo gritos de borrachos, tiros de mosquetes y gritos. Eran reales. Aunque era de día, continuaba el pillaje.

El capitán Deane despertó y se acercó a Jack. Se detuvo un momento a escuchar.

—¡Maldita sea, siguen con ello! —se frotó la cara—. Dormid un poco, alférez. Esperaremos. Quizá las cosas se calmen pronto.

Jack cedió su asiento al capitán. Miró el rincón donde yacían la mujer y el chico. El niño estaba acurrucado formando una bulto y parecía muy vulnerable. La mujer estaba despierta.

Jack miró la habitación y empezó a recoger los papeles esparcidos por el suelo. Los miró. Algunos estaban en blanco.

—¿Necesitáis esto? —preguntó a la mujer.

—No —ella se volvió.

Algunos papeles parecían ser cartas, quizá de seres queridos en su país. Jack se sintió culpable por tomarlos, pero su cuaderno estaba guardado en el campamento de su regimiento y necesitaba desesperadamente papel.

Encontró una tabla y la llevó a un lugar de luz al lado de otra ventana. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, colocó la tabla en el regazo y buscó su lápiz de grafito y madera en el bolsillo. Puso uno de los papeles en la tabla y respiró hondo.

Empezó a dibujar.

Las imágenes atrapadas en su mente fluían desde sus dedos a la punta del lápiz y hasta el papel. Necesitaba sacarlas deprisa. Llenó uno, dos, tres papeles y todavía no había terminado. Tenía que dibujarlas todas.

Sólo entonces, después de haber capturado las imágenes, se vería libre de ellas. Sólo entonces se atrevería a descansar. Sólo entonces podría dormir.

Uno

Londres, junio de 1814

Era como caminar en sueños.

Estaba rodeado de cuadros históricos, paisajes, alegorías y retratos que cubrían todo el espacio disponible desde el suelo hasta el techo.

Jack paseaba por la sala de exposiciones de la Real Academia de Arte, admirando la variedad y belleza de las obras. Le costaba creer que estaba allí.

Su regimiento había regresado a Inglaterra un año atrás. Napoleón había abdicado y el ejército no tenía una necesidad apremiante de sus servicios. Jack, como muchos oficiales jóvenes que habían sobrevivido a la guerra, había subido de rango. Había sido ascendido a teniente, lo que suponía algo más de dinero al pasar a la reserva y quedar sólo con media paga. Eso le permitía hacer lo que anhelaba, lo que necesitaba hacer. Dibujar. Pintar. Crear belleza y olvidar la muerte y destrucción.

Había ido directamente a Bath, a la casa de su madre y su hermana, la ciudad donde vivía también su mentor, sir Cecil Harper. Sir Cecil había alentado su necesidad de dibujar desde que Jack era niño y se había convertido en su maestro. La guerra no le había robado su talento para pintar. A instancias de sir Cecil había presentado sus cuadros en la Real Academia para su exposición de verano. Milagrosamente, le habían aceptado los dos.

Ahora colgaban en las paredes de Somerset House, el hogar de la Real Academia, al lado de cuadros de Lawrence, Fuseli y Turner, en una sala atiborrada de espectadores que todavía no habían salido de la ciudad a pasar el verano.

Las multitudes inquietaban a Jack. El murmullo de sus voces resonaba en sus oídos como cañonazos lejanos y despertaba en él recuerdos que amenazaban con devolverlo a la pesadilla de la guerra.

Un caballero lo rozó al pasar y Jack estuvo a punto de golpearlo. Por suerte, el hombre no se dio cuenta. Jack aflojó los puños, pero el rumor se hizo más fuerte y la sensación de cañonazos más vívida. El corazón le latió con fuerza y le pareció que la habitación se oscurecía. Aquello le había ocurrido antes, antecedía a una visión. Pronto estaría inmerso de vuelta en la batalla, con sonidos, olores y miedos.

Jack cerró los ojos y se quedó muy quieto, confiando en que nadie adivinara el combate que libraba. Cuando volvió a abrir los ojos, miró el retrato de su hermana, colgado alto y difícil de ver, como correspondía a su estatus de pintor desconocido. El cuadro sirvió para anclarlo. Estaba en Londres, en Somerset House, rodeado de belleza. Sonrió agradecido a la imagen de su hermana.

—¿Qué cuadro os complace así? —preguntó una voz baja y musical.

Al lado de Jack había una mujer joven, increíblemente hermosa, que parecía salida de uno de los lienzos. Por un breve instante, se preguntó si ella también era un truco de su mente. Su piel parecía seda del rosa más pálido, y formaba un hermoso contraste con su abundante pelo rojizo. Sus labios, rosa oscuro, brillaban como si acabara de humedecerlos con la lengua. Tenía ojos grandes y resplandecientes del color verde de los prados, bordeados por pestañas marrones y lo miraba con simpatía.

—Yo digo que es el de la joven dama —ella señaló el retrato de su hermana.

Jack apartó un instante la vista de ella para mirar el cuadro.

—¿Os gusta? —consiguió responder.

—Desde luego —ella entrecerró los ojos pensativa—. Es muy vital y bonita. El cuadro es muy realista, pero eso no es todo —hizo una pausa y se humedeció los labios con la lengua—. Está pintado con amor.

—¿Pintado con amor? —Jack miró de nuevo el lienzo, pero sólo un segundo, pues le costaba apartar la vista de ella.

—Sí —hablaba como si conversar con un hombre al que no había sido presentada fuera la cosa más natural del mundo, como si ella fuera la calma en esa habitación donde Jack acababa de combatir a sus demonios—. La expresión de la dama, su postura… todo habla de sentimiento. Su impaciencia por ver lo que le depara el futuro y el cariño que el artista siente por ella. Eso la hace todavía más hermosa. Es un cuadro bastante impresionante.

Jack no puedo evitar sonrojarse de orgullo.

Había pintado el cuadro de Nancy principalmente para atraer encargos de clientes, pero también le había dado la oportunidad de conocer a su hermana, que era una niña cuando él se había despedido de ella antes de partir para la Península. Nancy tenía ahora dieciocho años y se había convertido en una belleza. La exquisita admiradora del retrato no parecía ser mucho mayor que Nancy, pero si Jack la pintara, mostraría a una mujer que sabía bien lo que deseaba de la vida.

Ella se echó a reír.

—No debería esperar que un caballero comprenda el sentimiento —volvió a mirar el cuadro—. Excepto el artista, claro. Lo ha captado perfectamente.

Él sonrió para sí. ¡Si ella supiera con cuánta frecuencia el sentimiento era su enemigo, cómo tenía que luchar con él incluso en aquella habitación!

Los ojos verdes de ella buscaron de nuevo los suyos.

—¿Sabíais que el artista tiene otro cuadro aquí? — lo tomó del brazo—. Venid, os lo mostraré. Os sorprenderá.

Lo llevó a otro rincón de la sala, donde, entre todos los grandes artistas, ella había descubierto su otro cuadro.

—¿Veis? —ella señaló el lienzo de un soldado británico levantando la bandera en Badajoz—. El que está encima del paisaje. El del soldado. Mirad los sentimientos de alivio, triunfo y fatiga en la cara del soldado —ella abrió su catálogo y miró las páginas—. Se titula Victoria en Badajoz, y el artista es Jack Vernon —su mirada regresó al cuadro—. Lo que más me fascina es que Vernon también insinúa la cantidad de sufrimiento que ha debido soportar ese hombre para llegar a ese lugar. ¿No es maravilloso?

—¿También os gusta éste, pues? —Jack no se habría sentido más gratificado si el comentario hubiera partido de Benjamin West, el presidente de la Academia.

—Sí.

Había pintado Victoria en Badajoz para mostrar ese momento fugaz en el que parecía que el asedio de Badajoz había valido la pena. Ella había captado exactamente lo que había intentado transmitir.

Jack la miró.

—¿Sabéis mucho de soldados?

Ella volvió a reír.

—Nada en absoluto, os lo aseguro. Pero ésa es la sensación que yo imaginaría en un momento así —volvió a tomarlo del brazo—. Dejad que os muestre otro.

Lo llevó a un lienzo que aparecía en el catálogo como La rendición de Pamplona. Wellington, quien sólo hacía un mes que se había convertido en el duque de Wellington, aparecía a caballo y con ropa romana aceptando la rendición de la ciudad española de Pamplona, descrita en el cuadro como una figura femenina.

La composición del cuadro era excelente y evocaba un friso romano. La técnica era impecable.

—¿También os gusta éste? —preguntó él—. Está bien hecho. Muy bien hecho.

Ella hizo un gesto despreciativo.

—Es ridículo. Wellington con túnica romana.

Jack sonrió divertido.

—Es alegórico.

Ella le lanzó una mirada fulminante.

—Ya sé que es alegórico, ¿pero no es parece ridículo pintar ese suceso como si hubiera transcurrido en la Roma antigua? —su mirada volvió de nuevo al cuadro—. Miradlo bien. No discuto que esté bien hecho, pero palidece en comparación con el otro cuadro de victoria, ¿no? ¿Dónde está el sentimiento en éste?

Jack volvió a examinar el cuadro, pero no pudo resistirse a proseguir el debate.

—¿No es injusto comparar los dos cuando el objetivo de cada uno de ellos es tan diferente? Uno es una alegoría y el otro un cuadro histórico.

Ella emitió un sonido de frustración y movió la cabeza con desmayo.

—No me entendéis. Yo digo que este artista mata todo el significado y todo el sentimiento al hacer de este cuadro una alegoría. Una victoria en la guerra debe ser un suceso con mucho sentimiento, ¿no estáis de acuerdo? El cuadro de Badajoz muestra eso. Yo prefiero verlo como fue en realidad.

¿Como fue en realidad? ¡Si ella supiera hasta qué punto había idealizado él aquel momento en Badajoz! No había mostrado la piedra de la fortaleza resbaladiza por la sangre, los cuerpos mutilados, ni la agonía de los moribundos.

Volvió la vista hacia su cuadro. Al pintarlo no se había propuesto deliberadamente mostrar el sentimiento de victoria. Sólo había querido probar que podía hacer algo más que pintar retratos. Con la guerra recién terminada, había supuesto que podía haber cierto interés por el arte militar. Y si alguien quería que pintara escenas de una batalla, lo haría aunque tuviera que ocultar cómo eran en realidad.

Miró la alegoría una vez más. Sí, en su cuadro había un sentimiento que no estaba presente en el otro.

Volvió los ojos a la mujer.

—Entiendo vuestro punto de vista.

Ella sonrió triunfal.

—Excelente.

—Me inclino ante vuestra pericia en el tema del arte —él inclinó la cabeza.

—¿Pericia? Tonterías. Sé todavía menos de arte que de soldados —los ojos de ella brillaron con malicia—. Pero eso no me impide expresar mis opiniones, ¿verdad?

Jack sintió deseos de presentarse, de hacerle saber que era el artista que ella tanto admiraba.

—Permitidme que me dé a conocer…

—¡Ariana! —una mujer algo mayor, también muy hermosa, se acercó a ella—. Te estaba buscando. Hay alguien a quien debes conocer.

La joven miró a Jack con aire de disculpa. La mujer la tomó del brazo.

—Tenemos que darnos prisa.

Jack hizo una inclinación de cabeza y ella correspondió con una reverencia apresurada antes de dejarse arrastrar.

Ariana. Jack repitió mentalmente aquel nombre tan poco habitual como su portadora.

Ariana.

Ariana Blane volvió la vista hacia el caballero alto con el que había hablado con tanto atrevimiento. Se separaba de él con pena, segura de que habría preferido su compañía a la de la persona que su madre ansiaba tanto presentarle.

El desconocido alto, bien formado y musculoso le había causado una buena impresión. Lucía tan bien la ropa que uno podía olvidar que su levita y pantalones no eran la última moda. Tenía un rostro fuerte, cincelado, sólido, el rostro de un hombre en el que se podía confiar, un hombre que haría lo que había que hacer. Llevaba el pelo moreno ligeramente revuelto y necesitaba un corte, y a mitad de la tarde era ya evidente la sombra de la barba, que le daba un aire canalla bastante irresistible.

Pero había sido el sentimiento que había visto en él por un momento lo que la había impulsado a hablarle de un modo tan osado. Probablemente nadie más se había dado cuenta, pero algo lo había embargado y él había luchado por vencerlo. Todo ello en un instante.

Sus ojos la habían cautivado enseguida. Marrones claros, del color del brandy maduro, no se parecían a nada que hubiera visto antes. Daban la impresión de que había visto más cosas de las que consideraba soportables.

Y de que podía ver más de ella de lo que Ariana deseaba mostrar.

Suspiró. Un hombre muy interesante.

Cuando los interrumpió su madre, estaba a punto de presentarse. A Ariana le hubiera gustado descubrir quién era. No tenía la costumbre de mostrar interés por un hombre, pero él había despertado su curiosidad. Y quizá no volviera a verlo nunca.

A menos que consiguiera aparecer en los escenarios, como era su intención. Quizá él la viera actuar y la buscara.

Su madre la acercó a un caballero de aire digno, constitución sólida y energía reprimida. La joven frunció la frente. Él no parecía uno de los hombres mayores de buena posición que su madre insistía en presentarle. Cualquiera diría que prefería colocarla bajo la protección de un caballero en lugar de dejarle hacer carrera en los escenarios de Londres.

Claro que su madre había hecho ambas cosas y muy probablemente tenía el mismo futuro en mente para su hija.

—Permitid que os presente a mi hija, señor Arnold —sonrió su madre—. Mi hija, la señorita Ariana Blane.

Ariana reconoció el nombre. Dedicó una sonrisa resplandeciente al señor Arnold e hizo una reverencia.

—Señor.

—Es encantadora, Daphne —sonrió el señor Arnold—. Encantadora.

Su madre apretó los labios, menos complacida que su hija con la valoración entusiasta del señor Arnold.

—El señor Arnold dirige el teatro Drury Lane, querida.

—Esa explicación es innecesaria, madre —Ariana se adelantó un paso—. Todo el mundo relacionado con el teatro sabe quién es el señor Arnold. Es un gran honor conoceros, señor —le extendió la mano.

Él le estrechó los dedos.

—Lo mismo digo, señorita Blane.

Ariana inclinó la cabeza hacia él.

—Tengo entendido que habéis dado nueva vida al teatro con vuestro admirable Edmund Kean.

La interpretación de Edmund Kean del papel de Shylock en El mercader de Venecia había causado sensación y sido aclamada por toda la crítica.

El hombre sonrió.

—¿Habéis visto la interpretación de Kean? —preguntó.

—Sí. Y quedé muy impresionada —repuso Ariana.

—¿La has visto? —su madre parecía sorprendida—. No sabía que habías estado en Londres.

Ariana se volvió hacia ella.

—Unos cuantos de nosotros vinimos sólo por ver a Kean. No tuvimos tiempo de avisarte. Regresamos inmediatamente para no perdernos nuestra interpretación.

—Vuestra madre me ha informado de que sois actriz —intervino el señor Arnold.

Ariana sonrió.

—Pues claro que sí. ¿Qué otra cosa podría ser la hija de la famosa Daphne Blane? Lo llevo en la sangre,

señor. Es mi pasión.

Él asintió con aprobación.

—¿Habéis trabajado con alguna compañía?

—La Compañía Fisher.

—Una compañía menor —intervino su madre.

—Conozco al señor Fisher —el señor Arnold parecía impresionado.

Cuatro años atrás, cuando Ariana acababa de cumplir los dieciocho, había aceptado un puesto para enseñar poesía en el internado de Bury St Edmunds, al que había asistido ella desde los nueve años. Pensaba entonces que no tenía otro medio de ganarse la vida. Su madre tenía en ese momento un caballero nuevo bajo su techo y no habría recibido bien el regreso de Ariana. Pero intervino el destino cuando la Compañía Fisher llegó a la ciudad para representar La sangre llama a la sangre en el Teatro Real y Ariana asistió a la función.

La obra era muy emocionante, pues incluía tormenta, naufragio, caballos y una batalla. Al día siguiente, Ariana hizo el equipaje, abandonó el internado y buscó al señor Fisher, al que suplicó que le permitiera unirse a su compañía. Sabía que él la había contratado sólo porque era hija de la famosa Daphne Blane, pero no le importaba. Ariana había encontrado la vida que quería vivir.

—¿Qué habéis interpretado? —preguntó el señor Arnold.

—Demasiados papeles para contarlos. Estuve cuatro años con la compañía.

Con la Compañía Fisher había trabajado en graneros alquilados y teatros pequeños, en lugares como Wells-nex-the-Sea o Lowestoft, pero había ido haciendo papeles más importantes a medida que crecía en experiencia.

Pensó un momento su respuesta.

Las fragilidades del amor, Ella se lanza a la conquista, Los rivales —mencionó la última obra porque sabía que su autor, Richard Brinsley Sheridan, era todavía el dueño del teatro Drury Lane.

—Meras comedias de costumbres y algunos de sus papeles eran poco importantes —añadió su madre.

—Oh, pero interpreté a Lucy en Los rivales — Ariana miró a su madre. ¿Por qué había insistido en presentarle al señor Arnold si luego iba a boicotear todos sus esfuerzos por causarle buena impresión?

—Decidme —el señor Arnold hacía caso omiso de la famosa Daphne Blane—. ¿Habéis interpretado a Shakespeare?

—La compañía no interpretaba mucho de Shakespeare —admitió Ariana—. Interpreté a Hippolyta en El sueño de un noche de verano. ¿Por qué lo preguntáis, señor?

El señor Arnold se inclinó hacia ella con aire conspirador.

—Estoy considerando una producción de Romeo y Julieta para capitalizar el éxito de Kean. Si consigo encontrar financiación, claro.

La madre de Ariana le puso una mano en el brazo.

—¿Actuará Kean?

Él le dio una palmadita en la mano.

—Se lo pediremos, os lo aseguro, pero, aunque él no pudiera, una obra con Daphne Blane y su hija sería igual de popular.

Su madre sonrió ante el cumplido.

—Es una propuesta interesante.

Arnold asintió.

—Venid mañana al teatro las dos y lo hablaremos.

—Allí estaremos —le aseguró Daphne.

Él hizo una inclinación de cabeza y se excusó.

Ariana lo observó alejarse con el corazón latiéndole con fuerza. Había una posibilidad de que actuara en el Drury Lane en el mismo escenario que Edmund Kean, en el mismo escenario que su madre.

Jack paseaba por la sala con la esperanza de ver de nuevo a Ariana y fingiendo mirar los cuadros.

¿Podría acercarse a ella? ¿Y qué le diría? Quería que ella supiera que era el artista cuya obra había admirado.

Los demonios de la guerra lo acecharon de nuevo cuando vagaba entre la multitud. Se obligó a escuchar las conversaciones sobre los cuadros, pero no le bastaba con eso. Tenía que volver a verla.

La encontró en la tercera vuelta por la habitación. La mujer que se la había llevado y ella conversaban con un caballero. Ariana parecía muy animada en sus respuestas, muy contenta de hablar con él. Incluso a distancia, sentía Jack el poder de su sonrisa y veía la chispa de sus ojos.

Cuando el hombre se alejó, la mujer mayor llevó a Ariana con dos caballeros de aire aristocrático. La joven no pareció tan complacida de charlar con ellos como con el caballero anterior, pero para Jack quedó claro que no podría volver a encontrarse con ella.

Retrocedió y volvió a mirar los cuadros, esa vez valorándolos por la presencia o ausencia de sentimientos.

Alguien le dio una palmada en el hombro.

—Bien, muchacho. ¿Qué se siente al ver tu trabajo colgado en Somerset House?

Era su mentor, sir Cecil.

—Es un placer como no había experimentado antes, mi buen amigo, y tengo que agradecéroslo a vos —Jack le estrechó la mano—. No os esperaba en Londres, me alegro de veros.

Sir Cecil caminó con él hasta el lugar donde colgaba el retrato de Nancy.

—Es una buena obra. Su lugar aquí es más que merecido. Desgraciadamente, tu hermana no puede ver su retrato colgado aquí.

—Lo ha visto —repuso Jack—. Está aquí. Mi madre y ella. En este momento están reparando un desgarrón en el vestido de mi madre. Regresarán pronto.

—Estoy sorprendido —sir Cecil parpadeó—. No es propio de tu madre venir a Londres, ¿verdad?

Su madre no había ido a Londres desde la muerte de su padre, muchos años atrás.

—Creo que quería estar aquí para esto.

Aquello era sólo una parte del motivo. La verdad era que su madre había ido a Londres porque Tranville, el hombre que la había convertido en su amante, había ido también a la ciudad.

Cuando el padre de Jack, sobrino de un conde, era miembro de la Guardia Montada, toda la familia vivía en Londres. John y Mary Vernon eran recibidos en todas partes y Jack los recordaba vestidos con elegancia preparándose para un baile u otro. Todo eso cambió con la muerte de su padre. De pronto había demasiadas deudas y poco dinero para pagarlas. La madre de Jack se mudó a Bath, donde Tranville se fijó en aquella viuda joven y hermosa y le brindó su protección.

La madre de Jack insistía siempre en que Tranville había sido la salvación de la familia, pero cuando Jack creció, se dio cuenta de que podían haber acudido al tío de su padre. El conde no les habría permitido pasar hambre, pero cuando su madre eligió a Tranville y abandonó toda respetabilidad, su tío abuelo se lavó las manos de ellos.

Sir Cecil le dio una palmada en el brazo.

—Es bueno que tu madre y tu hermana hayan venido. ¿Cuánto tiempo se quedarán?

Jack se encogió de hombros.

—Depende.

Sospechaba que dependía del tiempo que Tranville permaneciera en Londres. Su madre era una tonta. Tranville le había sido tan poco fiel a ella como a su esposa. Volvía a ella de vez en cuando, entre conquista y conquista.

Ahora las cosas habían cambiado. Tranville había heredado inesperadamente una baronía y era todavía más rico que antes. Poco después había muerto su esposa. Desde que se había vuelto rico, con título y se había convertido en un viudo codiciado, no había vuelto a llamar a su madre. No había razón para esperar que lo hiciera en Londres.

Jack carraspeó.

—Mi madre y hermana han alquilado una residencia en Adam Street, muy cerca de mi estudio.

—¿Tienes un estudio fijo? —sir Cecil sonrió con aprobación—. Excelente, muchacho.

La residencia de su madre la pagaba el dinero de Tranville. Prácticamente todo el dinero que ella poseía procedía de él. Hasta el momento había cumplido su promesa de proveer sus necesidades de por vida. Su dinero había mantenido con comodidad a sus hijos y a ella. Había pagado la educación de Jack y su puesto en el ejército. Jack juraba que devolvería ese dinero algún día.

—El estudio no es gran cosa —dijo—. Poco más que una habitación para pintar y una para dormir, pero la luz es buena.

—Y el emplazamiento es aceptable —añadió sir Cecil pensativo.

La dirección no era prestigiosa, pero era una zona de la ciudad cerca de Covent Garden y de los edificios Adelphi, que atraían residentes respetables.

—Me gustaría verlo —dijo sir Cecil—. Y visitar a tu madre. Estaré unas semanas en Londres. Como sabes, mi hijo estudia arquitectura aquí en la Academia.

—Espero veros a los dos —Jack vio a su madre y hermana entre la multitud—. Un momento señor. Ahí llegan.

Nancy lo vio y lo saludó con la mano. Guió a su madre hasta ellos. Sir Cecil las saludó con cariño.

—Jack —a Nancy le brillaban los ojos de entusiasmo—. No te imaginas la de personas que me han preguntado si soy la joven de tu retrato. Les he dado a todos la dirección de tu estudio.

Su madre enarcó las cejas.

—Yo diría que algunas de esas preguntas eran de caballeros muy impertinentes.

Jack se enderezó y miró a su alrededor.

—No te alteres, hermano —Nancy se echó a reír—. No me han hecho nada. Era sólo curiosidad por su parte, estoy segura.

Jack no estaba tan seguro. Le preocupaba Nancy en Londres. Con su pelo moreno, su piel clara y sus brillantes ojos azules, resultaba tan vital y bonita como había dicho la incomparable Ariana. Y le preocupaba todavía más su futuro. ¿Qué posibilidades tenía de encontrar buenos caballeros? ¿Qué hombre se casaría con la hija sin dote de una mujer mantenida?

Frunció el ceño.

Su madre le tocó el brazo.

—Confieso que estoy fatigada, hijo. ¿Cuánto tiempo más te quieres quedar?

Él miró la habitación. La multitud empezaba a decrecer. Era tarde y muchos de los asistentes se irían a sus casas en Mayfair. Algunos de ellos quizá irían a pasear en carruaje por Hyde Park antes de volver a casa. Era la hora más de moda par dejarse ver en el parque.

Su madre, su hermana y él irían andando hasta Adam Street.

—Podemos irnos ya si quieres —miró de nuevo a su alrededor con la esperanza de ver a Ariana.

La suerte lo acompañó cuando sir Cecil y él acompañaban a su madre y hermana a la puerta. Ariana apareció unos pasos delante, pero no era cuestión de acercarse, pues su acompañante y ella caminaban con dos caballeros de aire rico y solícito.

Jack reprimió una punzada de envidia y observó su modo de andar lleno de gracia. Vio cómo se movía su vestido rosa alrededor de sus piernas y cómo contoneaba las caderas al caminar.

La observó cuando salieron y cruzaron el patio. Iba metro y medio por delante, pero era como si hubiera estado a un kilómetro. Su grupo continuó hacia el Strand, donde esperaba una hilera de carruajes. Un momento después él tendría que girar hacia su casa. Aquélla sería la última vez que la viera.

Ella se giró y lo vio. Su rostro se iluminó y él se quedó sin aliento. Sus ojos se encontraron y en los de ella creyó ver la misma frustración que roía sus entrañas.

Uno de los caballeros que la acompañaban la tomó del brazo.

—El carruaje, querida —dijo con tono de propietario, ignorante al parecer de que Jack la miraba fijamente.

Ella se volvió una vez más.

—Adiós —dijo con los labios, antes de que la ayudaran a subir a una elegante calesa.

Jack la miró hasta que la calesa se perdió de vista. Intentó grabar su imagen en la memoria, pero sentía que se borraba a cada momento que pasaba. Necesitaba llegar a su estudio. Necesitaba papel y lápiz. Necesitaba dibujarla antes de que perdiera también la imagen.

Dos

Aquella noche fría de enero, Jack acompañaría a su madre y a su hermana al teatro. Su último cliente, un banquero rico, le había ofrecido su palco para ver a Edmund Kean en Romeo y Julieta.

Jack había conseguido algunos buenos encargos gracias a la exposición, hasta que el calor opresivo de agosto había echado a la mayoría de los ricos de Londres. El banquero, el señor Slayton, era el último de sus clientes. Su madre y su hermana habían regresado también a Bath, pero habían vuelto a Londres con el año nuevo. Jack había colocado un anuncio buscando encargos en el Morning Post, pero hasta el momento no había obtenido respuesta.

Mientras ayudaba a instalarse a su madre y hermana en el palco, intentaba olvidar sus preocupaciones económicas. Michael, el hijo de sir Cecil, estaba también en el grupo, pendiente de Nancy. El joven poseía un rostro tan amable como el de su padre, pero era alto, moreno y esbelto. Proseguía con sus estudios de arquitectura y se había convertido en un invitado frecuente en la mesa de su madre ahora que Nancy y ella habían vuelto a Londres.

Nancy tomó asiento con aire de estar ya divirtiéndose.

—Es muy hermoso desde aquí arriba.

Habían asistido al teatro en una ocasión el verano anterior, pero se habían sentado abajo. Desde el palco se veían en todo su esplendor los rojos y dorados de la decoración.

Nancy miró a Jack.

—Muchas gracias por habernos traído.

A él le alegraba que se sintiera complacida.

—Dale las gracias al señor Slayton por cederme el palco.

Nancy se volvió hacia su madre.

—Quizá deberíamos escribirle una nota de gratitud.

—Haremos eso —asintió su madre.

—Yo también le estoy agradecido —Michael estaba en pie mirando el local—. Es un edificio muy hermoso.

Nancy se levantó y se colocó a su lado.

—Seguro que te pasas la noche mirando los arcos y el techo y te pierdes toda la obra.

Él sonrió.

—Confieso que eso me distraerá, sí.

Ella suspiró exageradamente.

—Pero la obra es Romeo y Julieta. ¿Cómo puedes pensar en un edificio cuando vas a ver posiblemente la obra más romántica jamás escrita?

Él se echó a reír.

—Podría intentar convencerte de que los arcos hermosos y las elegantes columnas son románticos, pero sospecho que jamás estarías de acuerdo conmigo.

—Por supuesto que no.

—Recuerdo que vine aquí en mi primera temporada —la madre de Jack hablaba con tono de añoranza—.

Por supuesto, era el teatro viejo. No había tantos palcos entonces.

Aquel teatro Drury Lane se había quemado en 1809.

Nancy observó a la multitud.

—Aquí hay muchos aristócratas.

Había bastante asistencia, aunque la mayor parte de la buena sociedad no volvería a Londres hasta un mes después. Quizá los encargos de Jack aumentarían entonces. Por supuesto, ahora que había paz, muchas personas habían optado por viajar a París o Viena y no estarían en Londres. Aun así, el teatro estaba a rebosar. Edmund Kean llevaba todo el año llenando el aforo con una serie de obras de Shakespeare.

Nancy se inclinó todavía más sobre el parapeto.

—Mamá, veo a lord Tranville.

—¿Lo ves? —la voz de la madre de Jack se elevó un tanto.

—Allí —Nancy se apartó para que su madre pudiera ver—. En el tercer palco. Cerca del escenario.

—Creo que tienes razón —musitó su madre.

Tranville se encontraba con otro caballero en un palco cerca del escenario. Los dos hombres conversaban mientras observaban el teatro. Si Tranville vio a su antigua amante entre los asistentes, no dio muestras de ello.