Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Helen R. Myers. Todos los derechos reservados.

AMANECE EN MI CORAZÓN, Nº 1931 - abril 2012

Título original: It Started with a House…

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0011-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

NO tenemos que hacer esto hoy mismo —dijo Genevieve Gale en cuanto Marshall salió del hospital y subió al Cadillac Escalade plateado—. En estas circunstancias, podemos posponerlo una semana… más si fuera necesario. Los Carson son personas comprensivas y les preocupa un poco que te sientas obligado a firmar la escritura en estas circunstancias.

Las «circunstancias» eran que la mujer de Marshall Trent Roark, Cynthia, de treinta y ocho años, había sido ingresada en el hospital de Oak Point, Texas, dos días antes, cuando llegaron de Dallas. La condición de Cynthia, que estaba librando una batalla contra el cáncer de pulmón, había empeorado debido a una neumonía, de modo que era el peor día posible para firmar la escritura.

—Cyn ha insistido —dijo él, mientras se abrochaba el cinturón de seguridad—. Y yo no puedo hacer nada más aquí. Ni siquiera los médicos pueden hacer nada más.

—Ah, ya veo —murmuró Genevieve, apenada.

—Cynthia dice que si me instalo en la nueva casa dejará de preocuparse por mí. ¿No te parece una broma? Ella preocupada por mí…

Marshall apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, suspirando. Parecía como si no hubiera dormido nada en varios días. Su pelo oscuro caía sobre una frente alta y cubierta de arruguitas que no tenían nada que ver con la edad y sí con el estrés. Estaba recién afeitado, pero tenía ojeras y un permanente frunce en los labios.

Cuando se conocieron en primavera le había parecido un hombre muy atractivo pero un poco distante. Pronto descubrió que no era así en absoluto. Sencillamente, era un hombre abrumado por la vida que intentaba soportar la adversidad lo mejor posible.

Podía ser un precioso día de agosto al noroeste del lago Starling, uno de los lagos más bonitos de Texas, pero viendo su expresión nadie lo diría.

—¿Tú tuviste que pasar por algo parecido? —le preguntó Marshall entonces.

Genevieve apretó el volante. Ella no solía hablar de la muerte de su marido porque los recuerdos eran lo único que le quedaba de Adam y los protegía con todas sus fuerzas. Pero también porque odiaba ver la expresión de la gente las pocas veces que contestaba a ese tipo de pregunta.

Compartir esos sentimientos con un cliente era algo nuevo para ella.

—Adam era soldado y murió fuera del país —respondió—. No tuve que verlo sufrir o ver cómo se marchitaba día a día como te pasa a ti con Cynthia.

—Al menos nosotros hemos tenido la oportunidad… muchas oportunidades en realidad de decirnos adiós. Tú no pudiste.

—No, es verdad —asintió Genevieve.

Lo que no le contaría era que Adam ni siquiera había querido que fuese al aeropuerto a despedirlo. Decía que si estaba allí tal vez no sería capaz de subir al avión.

«Además» le había dicho, «quiero recordarte así, en nuestra cama, desnuda y sofocada después de hacer el amor. Espero que estés embarazada, Gen. Escríbeme lo antes posible».

Genevieve sacudió la cabeza para bloquear ese recuerdo. Era demasiado íntimo y demasiado precioso como para compartirlo con nadie.

Aunque habían pasado cuatro años del fallecimiento de su marido, la realidad era que a veces hasta le costaba respirar cuando pensaba en él.

—Lo siento —dijo Marshall entonces—. No tenía derecho a preguntar…

—Si alguien tiene derecho a preguntar, eres tú. No hay palabras que lo hagan más fácil, lo único que se puede hacer es lidiar con ello día a día.

«Hasta que crees que vas a volverte loco», pensó Genevieve. «O deseas que se te pare el corazón de puro agotamiento».

Oak Point era un pueblo con seis semáforos y no tardaría más de cinco minutos en llegar a la inmobiliaria. Pero había insistido en ir a buscarlo al hospital porque sabía que estaría agotado y sería mejor que no tuviera que conducir.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Marshall dijo entonces:

—Sabes que Cynthia y yo te estaremos eternamente agradecidos, ¿verdad? Eres tan atenta, tan paciente. Nos lo estás poniendo todo muy fácil.

El comentario, hecho con enorme tristeza, hizo que Genevieve pusiera una mano sobre la suya.

—No tienes que darme las gracias. Cualquiera hubiese agradecido la oportunidad de ser vuestro agente inmobiliario. Cynthia y tú sois dos personas maravillosas y Oak Point os necesita.

—Pero tú te has convertido en una amiga. Y yo he conocido a suficientes agentes inmobiliarios como para saber que eso no ocurre a menudo.

—Pues entonces me alegro mucho.

Ella misma había pensado decirle algo así cuando firmase la escritura y que Marshall se hubiera adelantado la conmovía.

—Bueno, dime, ¿has confirmado a qué hora llegan los de la mudanza?

—El camión llegará mañana a las 08:30. No sé dónde les voy a decir que pongan las cosas y tampoco sé de dónde voy a sacar tiempo para deshacer cajas.

—¿Quieres que te eche una mano?

La expresión de Marshall era la de un hombre que se debatía entre la esperanza y la conciencia.

—Tú no tienes tiempo, Genevieve. Sé que nos has dedicado más horas de las normales por el deterioro de Cyn.

Era cierto, había pasado muchas horas con ellos y por eso sabía que los Roark no tenían a nadie a quien recurrir. Cynthia y él eran hijos únicos y no tenían hijos propios. Los padres de Cynthia vivían en California, mientras los de Marshall habían muerto. Seguramente tendrían algunos parientes y amigos en Dallas, pero Marshall nunca había dicho nada al respecto.

—Mañana tengo una reunión a primera hora, pero no es nada importante. Si quieres, puedo cambiarla para echarte una mano. Si el camión llega a su hora, habremos terminado a mediodía.

Marshall se pasó una mano por el pelo.

—No sé qué decir. Conocía bien la hospitalidad sureña, pero esto…

—No me importa, en serio. Además, aquí tenemos más iglesias per capita que en Dallas y nuestros pastores nos echarían la bronca en la homilía si supieran que tratamos mal a los nuevos residentes de Oak Point —intentó bromear ella—. En serio, no es ningún problema.

—No lo sé, ya veremos —dijo Marshall—. Cynthia intenta mantenerse consciente el mayor tiempo posible porque quiere saber si la casa por fin es nuestra o no…

Esa confesión hizo que a Genevieve se le encogiera el estómago.

Cuando llegaron a la inmobiliaria salió del coche y pasó una mano por su largo pelo rubio antes de estirar la falda de su traje.

Al menos, pensó, Marshall iba a pagar con un cheque el total del valor de la casa, de modo que el papeleo sería mínimo.

Una vez dentro de la oficina, Genevieve saludó a sus compañeras, todas mujeres de mediana edad. Y no le extrañó que, de repente, se convirtieran en adolescentes en presencia del chico más guapo del instituto.

Marshall Roark era un hombre muy atractivo en todos los sentidos. Alto y fibroso más que corpulento, era elegante y apuesto, algo que no pasó desapercibido para sus compañeras.

Por supuesto, Ina, Raenne y Avery le ofrecieron de todo menos una copa de champán, sus números de teléfono y la llave de sus casas.

Genevieve observaba su reacción divertida ya que, como ella, una de las mujeres era viuda, la otra divorciada y la tercera… bueno, la tercera tenía serios problemas en su matrimonio.

Había llamado con antelación para que lo tuviesen todo preparado y evitar así preguntas sobre Cynthia y, diplomáticamente, lo guio a la sala de juntas.

Tardaron menos de media hora en dejarlo todo solucionado. Cynthia había insistido en que la casa, un edificio de mil metros cuadrados en una parcela de más de una hectárea que los Carson habían decidido vender para estar más cerca de sus nietos en Arizona, estuviese a nombre de su marido, de modo que su trabajo había terminado.

Además, Marshall era un veterano que había vendido oficinas y restaurantes en Dallas durante años, de modo que la transacción se hizo con gran profesionalidad.

Al final, Marshall estrechó la mano de Ina y le dio las gracias por su eficacia y rapidez. Ina se puso colorada como una colegiala y Genevieve tuvo que disimular una sonrisa. Aunque tampoco ella era inmune, todo lo contrario. Si no fuera porque pensaba en Cynthia, también ella estaría encandilada con Marshall Roark. Y eso era decir mucho.

Estaban saliendo de la agencia cuando sonó su móvil. Y cuando Marshall miró la pantalla, su expresión le dijo todo lo que tenía que saber.

—Dame las llaves del coche —murmuró Genevieve para darle un poco de privacidad.

Luego se alejó, mirándolo por el rabillo del ojo. A pesar de la atracción que sentía por él, lo importante en ese momento era dejarle tranquilo.

Marshall se volvió hacia ella entonces con gesto serio y Genevieve contuvo el aliento, preparándose para lo peor. Le gustaría poder hacer algo pero sabía por experiencia que si aquello era lo que había temido, por el momento querría estar solo.

De modo que subió al coche y se quedó mirando el volante para que pudiese hablar sin sentirse observado.

Cuando por fin tuvo que girar la cabeza, Marshall había cortado la comunicación y miraba su móvil como si estuviera a punto de tirarlo al suelo.

Genevieve salió del coche y se colocó a su lado sin decir nada.

Marshall se volvió hacia ella entonces, en sus ojos azul oscuro había una inolvidable combinación de sorpresa y dolor.

—Es demasiado tarde —le dijo—. Cynthia ha muerto.

Capítulo 1

LA muerte de Cynthia hizo que Marshall tuviera que cambiar todos sus planes. En lugar de encargarse de la mudanza, escoltó los restos de su esposa hasta el norte de California para que fuese enterrada en el mausoleo de su familia y pasaron dos semanas hasta que Genevieve volvió a saber algo de él.

Cuando volvió, la llamó desde el hostal en el que se alojaba en el vecino pueblo de Winnsboro y le preguntó si seguía en pie su oferta de ayudarlo a instalarse. Sin vacilar, Genevieve respondió que estaría con él en la casa del lago Starling cuando quisiera.

Los de la mudanza llegarían cuatro días después y Genevieve aprovechó ese tiempo para organizar un equipo de limpieza. El tercer viernes de agosto, cuando llegó el enorme camión con los muebles y los objetos personales de la familia Roark, pudo colocarlos en una casa limpia como el oro.

Afortunadamente, había llevado agua mineral y refrescos, que guardó en la nevera para los chicos de la mudanza.

Se había vestido para trabajar, decidida a echarle una mano a Marshall pero, como siempre, iba preparada para cualquier emergencia. En vaqueros y zapatillas de deporte, el top de color caramelo casi podría pasar por elegante. Y aunque se había hecho una sencilla coleta, los pendientes de aro dorados le daban un toque distinguido. Además, en el coche llevaba unos zapatos de tacón y una chaqueta blanca con la que podría tener un aspecto profesional en un minuto si hiciera falta.

Con su BlackBerry en una mano y una botella de agua mineral en la otra, Genevieve estaba lista para cualquier cosa.

Desde el principio, antes de que los Carson decidieran venderla, esa casa había sido una de sus favoritas en la zona del lago. El diseño era una mezcla de clásico y contemporáneo, de ladrillo oscuro y una sola planta. Lo más llamativo de la casa era el enorme salón, con ventanales emplomados y una chimenea gigante. La mayoría de las ventanas daban al porche y al patio en la parte de atrás, desde el que se veía el lago y el muelle privado. La cocina era moderna, con elegantes encimeras de granito y una cubierta de cobre sobre la cocina que hacía un dramático contraste. En la zona oeste de la casa había un dormitorio principal y, al otro lado, otros tres. Eso además del salón, la cocina, un estudio y un comedor.

Era una casa para una familia, un sitio perfecto para invitar a los amigos, aunque mucho más pequeña que la de su madre, que estaba a unos metros. Lo que preocupaba a Genevieve era que la casa de Marshall fuera demasiado grande para una persona sola, particularmente un hombre que acababa de perder a su esposa y no tenía a nadie que lo ayudase a sobrellevar la pena.

Aunque le había pedido que se encargase de organizar la mudanza, Genevieve temía que sencillamente hubiera perdido interés en la casa y en todo lo demás.

Cuando empezaron a descargar los muebles del dormitorio, Genevieve lo vio sentado en el patio, con el móvil en la mano. No estaba hablando ni enviando un mensaje, estaba sencillamente mirando el lago.

Ella recordaba esa misma pose inmóvil tras la muerte de su marido y sabía que Marshall no estaba pensando; estaba preguntándose si su cerebro volvería a funcionar con normalidad alguna vez.

Afortunadamente, no tenía que tomar decisiones sobre la casa y si decidía ponerla en venta, sería mejor enseñarla ya amueblada. Pero, en secreto, esperaba que no lo hiciese.

Estuvo ocupada con la mudanza durante toda la mañana. Guardó las cajas marcadas con el nombre de Cynthia en uno de los dormitorios y se dedicó a buscar entre las demás para sacar lo más imprescindible para Marshall: cepillo de dientes, jabón, gel, toallas.

Fuese por el calor o porque se sentía culpable, Marshall entró en la casa poco después y se quedó asombrado de los progresos que había hecho.

Pero cuando vio las cajas de Cynthia en el dormitorio su gesto de tristeza le rompió el corazón. Después, sin decir nada, se retiró al estudio y cerró la puerta.

Cuando terminó con la mudanza, Genevieve firmó los papeles y se despidió de Benny, el capataz.

El ruido del camión hizo salir a Marshall del estudio para reunirse con ella en la cocina y, con una sonrisa comprensiva, Genevieve señaló los papeles sobre la encimera.

—Misión cumplida y con un mínimo de daños —anunció.

—¿Daños?

—Una de las mesas está un poco rayada y hay un pequeño desperfecto en el cabecero de la cama de matrimonio…

—No, eso es culpa mía. Los de la mudanza no han tenido nada que ver.

Genevieve asintió con la cabeza.

—Yo rompí un reloj contra la repisa de la chimenea —le confesó—. La verdad es que era el regalo de boda más feo que nos habían hecho y no lamenté despedirme de él.

—Lo de la cama ocurrió cuando pillé a Cynthia fumando un cigarrillo —dijo Marshall entonces—. Estaba furioso y tiré un marco de plata contra el cabecero.

Las fotos de boda solían estar enmarcadas, pensó Genevieve. Las suyas lo estaban. Tras la muerte de Adam no podía soportar ver esas fotografías y, durante un tiempo, las guardó en un cajón. Pero nunca había querido tirar una foto. La caja en la que guardaba su bandera tal vez porque estaba tan furiosa con el ejército como con los militantes radicales que lo habían matado. Pero ser soldado era algo que Adam llevaba en la sangre y se había casado con él sabiéndolo. ¿Sería lo mismo para Marshall? Por lo que le había contado, Cynthia llevaba muchos años fumando y no había querido dejarlo a pesar de las advertencias de los médicos.

—Bueno… —sabiendo que no tenía razones para quedarse, Genevieve dejó un papel sobre la encimera—. Aquí están los números de teléfono de fontaneros, cerrajeros y todo lo demás.

—Muchísimas gracias —murmuró él.

—No tiene importancia, me he limitado a sacarlo del ordenador —dijo Genevieve—. Es gente que contratamos a menudo en la oficina. Además, seguro que ya sabrán que hay un nuevo vecino en el lago.

—No sé cómo darte las gracias, en serio —insistió Marshall, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón—. Has hecho mucho más de lo que te había pedido.

—A mí me divierte jugar a ser decoradora. Quienes lo tienen difícil son los que han de mover los muebles —bromeó Genevieve—. ¿Te gusta cómo ha quedado?

Lo que quería saber en realidad era si le gustaba lo suficiente como para quedarse allí.

—¿Cómo no va a gustarme? Es una casa fabulosa y tú casi has conseguido que parezca un hogar —dijo él—. Cuando haga mal tiempo puedo correr por el porche… con un poco de suerte me romperé el cráneo y dejaré de preocuparme por lo que voy a hacer aquí solo.

—Marshall… —murmuró Genevieve.

—Lo sé, lo sé, la autocompasión no vale de nada. No me hagas caso. Estoy acostumbrado a organizar una cena para un dignatario extranjero o una celebridad con apenas unos minutos de antelación, pero ahora mismo hablar de cualquier cosa… hace que me ponga a sudar.

Genevieve lo entendía perfectamente.

—En realidad, debería irme.

—No, por favor.

—Pero acabas de decir…

—Lo que quería decir es que me cuesta hablar. Me había vuelto mudo poco a poco para evitar conflictos con Cynthia porque enfadarme con ella era lo último que necesitaba y esa costumbre se ha extendido al resto de mi vida.

Genevieve podía entender lo difícil que había sido para Marshall saber que su mujer se estaba matando con los cigarrillos sin que él pudiese hacer nada.

—Cuando te conocí pensé que eras un hombre hermético, pero enseguida me di cuenta de que no era así. Sencillamente, necesitas tu espacio.

Marshall se pasó una mano por el pelo.

—No sé lo que necesito —estaba sonriendo, pero era una sonrisa triste.

Era la primera vez que lo veía sonreír y la ternura del gesto hizo que se le encogiera el corazón. Tenía un rostro que la hacía pensar en poetas irlandeses y dioses griegos, nada que ver con los modelos de hoy en día. No, el suyo era un rostro lleno de personalidad. Eso, combinado con sus penetrantes ojos azules, casi hizo que se le doblasen las rodillas como a las heroínas de las novelas románticas que escribía su madre.

—En fin… he visto que has guardado una botella de champán en la nevera. Quédate conmigo para tomar una copa.

—No deberías haberlo visto hasta que yo me fuera —protestó Genevieve—. De hecho, no sabía si llevármela. La había comprado antes de…

Marshall hizo un gesto con la mano.

—Si te vas sin tomar una copa conmigo, seguirá aquí cuando ponga la casa en venta.

De modo que era una posibilidad, pensó Genevieve. Iba a vender la casa.

—Muy bien, de acuerdo —asintió por fin—. Espera, voy a salir un momento al porche para hablar con la oficina por si necesitan algo. Pero solo una copa, ¿eh? No he comido suficiente como para aguantar más alcohol. Hay vasos en ese armario de ahí… y he sacado té de una caja para que lo tomes mañana. No he encontrado el café.

—Muy bien, gracias.

Genevieve siempre había disfrutado de la vista del lago a primera hora de la tarde y en aquel momento era perfecto porque el brillo del agua ayudaba a calmar sus nervios. Debería haberse marchado cuando se fueron los de la mudanza, que era lo que solía hacer por otros clientes. Que estuviera comportándose de manera diferente en aquella ocasión era extraño en ella y debía ser controlado de inmediato.

A menos que estuviese muy equivocada, Marshall Roark se sentía atraído por ella. Aparentemente, eso lo turbaba y ella misma estaba sorprendida por la atracción que sentía por él. Genevieve se recordó a sí misma que sentirse sexualmente atraído por alguien después de una desgracia como la que había sufrido Marshall era algo normal. También le había ocurrido a ella tras la muerte de Adam, pero los hombres que habían intentado conquistarla no le resultaron lo bastante atractivos. No dejaba de pensar en Adam, pero eso no evitaba las noches en vela o los días en los que su libido le jugaba malas pasadas.

¿Cómo iba a juzgar a Marshall por sentirse atraído hacia ella, aunque Cynthia hubiese muerto solo un mes antes?

Por otro lado, ella llevaba sola cuatro años y creía haber colocado una barrera invisible para evitar la atención masculina. La atracción que sentía por él demostraba que Marshall era diferente y que, por lo tanto, debería tener cuidado.

Genevieve llamó a su oficina y quien contestó fue Avery Pageant, la agente inmobiliaria de más edad.

—¿Cómo va todo por ahí?

—Aquí estoy, cuidando el fuerte con Ina —respondió Avery—. Raenne ha ido a enseñar la granja Cook.

—¿Se ha puesto las botas de goma?

—Sí.

—¿Ha llevado la escopeta?

—Sí, mamá.

La broma no ofendió a Genevieve. Eran un grupo muy unido y, aunque ella era la más joven, todas entendían que como agente inmobiliaria era quien tenía más experiencia. Y también sabían que había una gran diferencia entre enseñar una casa a las afueras del pueblo y enseñar una granja con acres y acres de terreno en los que habitaban animales salvajes, algunos de ellos peligrosos. El año anterior, una agente de un pueblo cercano había muerto haciendo precisamente eso.

—Tienes una cita para enseñar una casa esta tarde, ¿verdad?

—No —respondió Avery—. La pareja que quería verla no ha conseguido el préstamo, así que voy a buscar algo un poco más barato para ellos.

—Muy bien —dijo Genevieve—. Yo llegaré dentro de una hora más o menos.

Acababa de cortar la comunicación cuando oyó que se abría la puerta. Y mientras escuchaba los pasos de Marshall, señaló una casa medio escondida entre los árboles.

—Parece que uno de tus vecinos ha vuelto.

—Beau Stanton, el cantante ¿no? —Marshall le ofreció una copa de champán—. Si no recuerdo mal, me dijiste que vivía en Nashville casi todo el año.

—Así es. Mira todos esos cochazos negros… parece el séquito del presidente.

—No parece que sean blindados.

—No, claro.

Marshall debía saberlo porque había estado años relacionándose con los ricos y famosos.

—¿No me dijiste que había aislado las paredes y las ventanas de la casa para no molestar a los vecinos cuando ensaya?

—Sí, es cierto.

—Muy considerado por su parte. Aunque no me importaría escuchar alguna canción.

—A las tres de la mañana no te haría ninguna gracia —dijo Genevieve—. Pero le encanta venir aquí de vez en cuando. El lago se ha convertido en una inspiración para él así que, como tú, está decidido a no molestar a nadie.

Después de tomar un trago de champán, Genevieve le habló del resto de sus vecinos: banqueros, deportistas retirados, un famoso cirujano… y su madre, en la casa de estilo mediterráneo. Cuando les contó que su madre era una famosa escritora, Cynthia se había mostrado encantada.

—¿Sydney Sawyer, en serio? Me gustan muchos sus novelas. Cuando estoy leyéndolas me olvido de todo. Si escribiera más, podría hacer que dejase de fumar.