Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Elizabeth Lane. Todos los derechos reservados.

EL PRÍNCIPE DEL MAR, Nº 512 - septiembre 2012

Título original: The Lawman’s Vow

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0805-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

A mis lectores. Vosotros me inspiráis para que siga escribiendo

Prólogo

Costa de California del Norte, marzo de 1858

La tormenta había surgido de la nada, aullando con furia. Los rayos resplandecían con fuerza en el cielo nocturno. Los truenos estallaban como fuego de mortero, y el viento aullaba entre las olas de cinco metros que rompían sobre el velero y amenazaban con quebrar la embarcación.

Mientras intentaba gobernar el timón, Flynn O’Rourke, un detective de la policía de San Francisco, soltó un juramento. Maldijo el viento, el mar y aquel barco del demonio. Y se maldijo a sí mismo por haber pensado que podría llegar por barco hasta el escondite de Aaron Cragun, que estaba en un acantilado, y tomar por sorpresa a aquella alimaña asesina. Era un buen navegante, pero no tanto como para defenderse en una tormenta como aquella. El viento había desgarrado las velas y se las había llevado. Y peor aún, sin estrellas con las que poder guiarse, había perdido por completo la orientación.

Un relámpago iluminó el zafiro del anillo que llevaba en la mano izquierda. Era un sello que había heredado de su padre, el hijo menor de un noble irlandés que murió sin un penique en el Nuevo Mundo y dejó a su hijo y a su hija abriéndose paso en la vida.

A los dos les había ido bastante bien. Recientemente, Flynn había ascendido a teniente en el Departamento de Policía de San Francisco. Y, con su voz y su belleza, su hermana se había convertido en una estrella del music hall.

Pero su hermana había muerto. Después de una actuación, alguien la había estrangulado en un callejón oscuro. Algunos testigos habían visto a un hombre harapiento inclinado sobre su cadáver, robándole las joyas, y lo habían identificado como Aaron Cragun, un buitre que recogía restos de los naufragios y los vendía.

Cragun no aparecía por ningún sitio, pero un informante de la policía le dibujó a Flynn un mapa de la costa y le dijo cuál era el acantilado donde vivía aquel hombre. Cuando comenzó la tormenta, Flynn se dirigía hacia la guarida de aquel asesino para atraparlo y llevarlo al patíbulo, o pegarle un tiro allí mismo.

Sin embargo, en aquel momento estaba luchando para salvar la vida.

El casco se estaba inundando. Dejó el timón, agarró un cubo y comenzó a achicar agua como un loco, pero no sirvió de nada. El balandro estaba a punto de irse a pique.

Flynn era un buen nadador. Si la tormenta no lo había alejado demasiado de la costa, tendría posibilidades de llegar a tierra. Sin embargo, en mitad de aquella tormenta oscura, no sabía hacia dónde tenía que dirigirse. Era muy posible que nadara mar adentro y terminara por ahogarse. Hasta que pudiera ver la costa, era mejor que permaneciera en el barco. Sin embargo, por precaución, se desabrochó la pistolera de las caderas y dejó su Colt en el compartimento de proa, junto a la pólvora y las balas. Si acababa en el agua, el peso podía arrastrarlo al fondo.

El agua de mar le salpicó la cara, y su sabor salado le recordó las lágrimas que iba a derramar por Catriona en cuanto hubiera llevado a su asesino ante la justicia. Su hermana era una mujer muy bella, con ganas de reír, muy enamoradiza y demasiado joven para morir. Sin embargo, él no podía permitirse llorar su pérdida hasta que no la hubiera vengado.

Un relámpago cegador interrumpió sus pensamientos. Flynn se quedó aturdido por la fuerza del restallido del trueno, pero creyó que había visto un altísimo acantilado algunos metros por delante de la embarcación. Y en aquel momento, en lo más alto del terreno, en mitad de la oscuridad, distinguió una débil luz.

Aquella luz fue lo último que vio antes de que el barco chocara contra las rocas. El impulso lo lanzó por la borda, y se golpeó la cabeza contra algo. El mundo explotó y se hizo la oscuridad.

Uno

—No puedo dormir, Sylvie. Estoy asustado —dijo el niño, temblando, a la luz de la lámpara. Llevaba un camisón de franela muy gastado, y era bajito para su edad. Tenía las pestañas muy largas y los ojos del color del cobre, y en aquel momento, su mirada estaba llena de ansiedad. A Sylvie Cragun se le encogió el corazón.

—Ven aquí, Daniel. Te meceré un ratito.

Sylvie dejó la novela que estaba leyendo, sentó a su hermanastro en su regazo y lo abrazó. Él se acurrucó contra su hombro, y su pelo negro y su piel bronceada resaltaron contra la blancura de porcelana de la piel de Sylvie.

Aunque la tormenta golpeaba la pintoresca cabaña donde vivían, Sylvie no estaba preocupada por su seguridad. Su padre había hecho los muros exteriores y el tejado con el casco invertido de una goleta naufragada, cortándola en secciones y subiéndola al acantilado con un cabrestante. La vivienda podía soportar cualquier diluvio. Sin embargo, el viento era feroz aquella noche. Aullaba como un coro de arpías, y sacudía los altísimos pinos que protegían el claro. Los relámpagos centelleaban a través de los ojos de buey, y la lluvia golpeaba con fuerza contra los cristales. Sylvie entendía que el niño estuviera asustado.

Daniel se movió en el regazo de su hermana.

—Papá lleva mucho tiempo fuera. ¿Cuándo va a volver?

—Llegará en cuanto pueda —dijo Sylvie, y abrazó con fuerza al niño. Ella también estaba asustada. Su padre se había marchado dos semanas antes con un carro lleno de objetos salvados de un naufragio, para venderlos en San Francisco. No era normal que estuviera tanto tiempo fuera. Ella esperaba que la tormenta no lo hubiera sorprendido en la carretera.

—¿Me cuentas un cuento, Sylvie?

—¿Qué tipo de cuento?

—La historia de un príncipe. Me gustan tus historias de príncipes.

—Está bien, vamos a ver… Había una vez un príncipe. Un príncipe que vivía en el fondo del mar.

—¿Y cómo podía respirar?

—Podía porque era mágico.

—Ah —dijo Daniel, y se acurrucó nuevamente contra ella. Sylvie movió suavemente la mecedora y siguió hablando con suavidad.

—El príncipe era hijo de un gran rey del mar.

Vivían en un palacio de oro y joyas que estaba lleno de tesoros. Era un lugar maravilloso. Sin embargo, solo había una cosa que el príncipe deseara de verdad. Y era lo único que no podía tener.

—¿Y qué era?

—Quería caminar por la tierra. Quería ver las montañas y los ríos, los pájaros y los animales, y todo lo que hubiera allí. Pero el príncipe no podía andar, porque no tenía piernas, sino una cola de pez. Solo podía nadar, así que tenía que quedarse en el mar. Una noche, mientras el príncipe estaba nadando, estalló una tormenta. Una ola muy grande lo levantó del agua y lo arrojó a una playa. Al abrir los ojos, se encontró en la arena, y se dio cuenta de que en vez de la cola, tenía dos piernas muy bonitas y muy fuertes. Se puso muy contento. Se levantó, practicó un poco dando unos cuantos pasos y se dispuso a explorar la tierra firme.

—Pero si no tenía ropa —dijo Daniel, con la voz somnolienta.

—¡Oh, querido, tienes razón! —exclamó Sylvie—. Bueno, se hizo un traje con algas. O tal vez dijo una palabra mágica y la ropa apareció de repente. ¿Qué crees tú?

Daniel no respondió. Se había quedado dormido.

Ella le dio un beso en la frente y lo llevó a la cama. Sylvie tenía trece años cuando la segunda esposa de su padre, una mujer mexicana, murió durante el parto, así que ella había criado a su hermano. Y seis años después, no podía imaginarse que una madre quisiera más a su hijo de lo que ella quería a Daniel.

Con un suspiro, volvió a sentarse en la mecedora y tomó su libro. Normalmente, su padre le llevaba uno o dos libros de segunda mano cada vez que volvía de San Francisco, y ya tenían varias estanterías llenas en una de las paredes. Aquella noche estaba leyendo Moby Dick, la gran novela sobre la caza de la ballena. El libro estaba lleno de descripciones fascinantes, pero Sylvie no estaba segura de si le gustaba. Había divisado las ballenas desde el acantilado, y para ser unos animales tan grandes, le parecían tan pacíficas como vacas pastando, nada parecidas a los monstruos que habitaban el libro de Herman Melville. ¡Y la historia trataba solo sobre hombres! Las únicas mujeres que aparecían en aquellas páginas estaban en el muelle, con la cara llena de tristeza mientras observaban a sus hombres alejarse mar adentro.

No era justo. ¿Por qué las mujeres no podían viajar también, y tener aventuras?

Algunas veces, cuando Sylvie observaba el techo estriado del barco que era su casa, se preguntaba por dónde había viajado aquella embarcación antes de que el mar la lanzara hacia la cala que había bajo el acantilado. ¿Habría rodeado el Cabo de Hornos? ¿Habría navegado hacia Cantón en busca de un cargamento de té? ¿Habría llevado a los buscadores de fortuna hacia las minas de oro de California?

Gracias a sus libros, Sylvie había viajado por todo el mundo. París, Nueva York, Cairo, Zanzíbar, Bombay… Aquellos nombres eran como música para ella. Se imaginaba caminando por los bazares, rozando telas de seda con los dedos, probando comida exótica, paseando por palacios antiguos. Sin embargo, sabía que solo eran un sueño. Aunque tuviera dinero suficiente para viajar, ¿cómo iba a dejar a Daniel, o a alejarlo de su padre?

Tan solo una visita a San Francisco calmaría su sed de viajar. Recordaba la ciudad vagamente de su infancia, pero no había vuelto desde el nacimiento de Daniel. A juzgar por los periódicos que veía de vez en cuando, aquel asentamiento había crecido y se había convertido en una gran ciudad de mansiones, puertos, negocios, restaurantes y teatros. Ella anhelaba verlo por sí misma, pero su padre se negaba a llevarlos en sus viajes.

—San Francisco es un lugar peligroso —decía—. Hay peligro a la vuelta de cada esquina, y no es adecuado para una chica. Lo mejor es que estés segura en casa.

Sylvie dejó su libro en la mesilla, y con inquietud, se levantó y salió al porche. El viento sacudió su bata de franela. La lluvia caía a chorros por el canalón. A lo lejos, a los pies del acantilado, las olas rompían contra las rocas.

Que el cielo se apiadara del que tuviera que salir de casa en una noche como aquella.

Se estremeció y volvió a entrar en casa. Cerró la puerta con el pestillo y se dispuso a acostarse. Tal vez su padre volviera al día siguiente. Oirían el chirrido de las ruedas de la carreta, y el tintineo de los arneses de la vieja mula. Si el viaje había sido bueno, su padre iría cantando con su voz cascada, desafinando. Entonces, Sylvie tomaría a Daniel de la mano y ambos irían corriendo hacia el camino para ver qué les había llevado de regalo. Aaron Cragun no era el más sobrio de los hombres, ni el más honesto, pero nadie podía negar que quería a sus hijos. Y ellos lo querían a él.

¿Y si le había ocurrido algo?

¿Qué harían ellos si su padre no volvía a casa?

Cuando Sylvie se despertó, a la mañana siguiente, la tormenta había pasado. La luz del amanecer entraba por los ojos de buey, llena de colores rosados, y había un arrendajo cantando en la copa de un pino.

Después de ponerse un vestido y un delantal limpio, Sylvie puso unas astillas en la cocina y preparó café y gachas. Mientras se hacía el desayuno, hizo la cama, se lavó la cara y se recogió el pelo en una trenza. Después salió para ordeñar a las tres cabritas.

Cuando por fin terminó aquellas tareas, Daniel ya se había despertado y se había puesto una camisa y un mono que le había hecho Sylvie, utilizando ropa vieja de su padre. Después de mandarlo a que les diera de comer a las gallinas, ella cortó unas rebanadas de pan y puso la mesa para desayunar.

—¿Te has lavado las manos? —le preguntó, cuando el niño apareció por la puerta, unos minutos después.

—Sí, y la cara también.

Daniel se sentó a la mesa e inclinó la cabeza mientras Sylvie murmuraba una oración.

—¿Podemos bajar a la cala? —le preguntó el niño—. Después de una tormenta hay cosas estupendas.

—Ya veremos. Tal vez después de haber quitado las malas hierbas del huerto.

—Pero yo quiero ir a hora, cuando está baja la marea —replicó él—. ¿Por qué no puedo bajar solo?

Sylvie le sirvió nata sobre las gachas, y un poco de café.

—Es muy peligroso —dijo ella—. Podrías caerte. O tal vez una ola te llevara hacia dentro del mar. Y nunca se sabe lo que puede haber en la arena. Una vez, yo me clavé una espina de erizo de mar, y se me hinchó tanto el pie que no pude caminar durante días. No quiero que te pase eso a ti.

—Entonces, ven conmigo. Por favor, Sylvie. Las malas hierbas solo van a crecer esto antes de que volvamos —le explicó Daniel, dejando un espacio de menos de un centímetro entre el dedo pulgar y el índice.

Sylvie se echó a reír.

—Está bien. Pero solo un rato, ¿eh? Y ahora, termínate el desayuno.

Cuando hubieron desayunado, y los platos estuvieron fregados, se pusieron en camino y bajaron zigzagueando el sendero hacia la playa. Sylvie llevaba una cesta vacía para meter en ella cualquier tesoro que pudieran encontrar; conchas delicadas, trozos de coral, frascos y botellas que habían llegado de costas lejanas. Una vez encontraron un sextante de latón de un barco naufragado. En otra ocasión, encontraron un baúl lleno de tela de algodón empapada. Sylvie la lavó y la sacó, y pudieron aprovecharla. Si lo pensaba, a ella le preocupaba el hecho de sacar provecho de los restos de naufragios en los que había muerto gente. Sin embargo, como siempre decía su padre, si no recogían las cosas que encontraban, el mar se las llevaría de nuevo y se perderían para siempre. ¿Por qué iba a estar mal darles un uso?

Aquello tenía toda la lógica. Sin embargo, algunas veces ella hubiera preferido tener una vida distinta, una vida normal de ciudad, con amigos, vecinos, calles arboladas, iglesias, colegios y tiendas. Había vivido así antes de que su madre muriera y a su padre le entrara la fiebre del oro, pero aquellos días le parecían tan lejanos como estrellas.

Sylvie quería a su padre y a su hermano pequeño, y sabía que no debía desear lo que no podía tener, pero a veces el peso de la soledad la aplastaba. La mayoría de las chicas de su edad tenían amigos, parientes y pretendientes. Muchas de ellas incluso estaban casadas y tenían familia propia. Aunque ella, en realidad, no estaba pidiendo casarse con nadie, al menos por el momento. Solo quería tener a alguien con quien hablar, con quien compartir sus pensamientos y sus sueños.

En cuanto al romanticismo, había leído sobre él en los libros, sobre todo en las novelas de su autora favorita, Jane Austen. Sin embargo allí, en aquel lugar aislado, la idea le parecía tan extravagante como las historias que ella inventaba para su hermano pequeño.

—¡Date prisa, Sylvie! —le dijo Daniel—. ¡He visto algo en la playa! ¡Parece un barco!

—¡Párate ahora mismo, Daniel Cragun! ¡Espérame!

Sylvie aceleró el paso. El sendero era estrecho, y el acantilado era muy escarpado y tenía más de veinticinco metros de altura. Las paredes estaban cubiertas de helechos y plantas trepadoras en flor, que conformaban un exuberante jardín colgante.

A los pies del acantilado había unas rocas negras, y más abajo, una cala de arena blanca. En aquel momento la marea estaba muy baja. Aquel lugar era tan bello como peligroso. Una caída podía significar la muerte. Daniel no tenía permiso para bajar por el camino sin supervisión, pero el niño siempre estaba poniendo a prueba sus límites.

—¿Qué te he dicho sobre adelantarte corriendo? —le preguntó Sylvie, agarrándolo del hombro—. Si vuelves a hacerlo, volveremos a casa.

—¡Pero mira, Sylvie! ¡Hay un barco volcado, y tiene un agujero en el casco! ¡Tal vez sea de unos piratas!

Sylvie observó cautelosamente desde el sendero el barco que le había señalado su hermano.

—Es un velero, no es un barco pirata, bobo. Pero quédate detrás de mí hasta que sepamos qué más hay ahí abajo.

Bajaron por el sendero y por las rocas llenas de percebes hasta que llegaron a la arena de la playa. En la orilla había un barco volcado que tenía el casco aplastado por estribor, con un enorme agujero. Como aquel barco no estaba allí el día anterior, debía de haber naufragado a causa de la tormenta de aquella noche.

Sylvie no pensaba que nadie hubiera podido sobrevivir a semejante accidente. Sin embargo, había ladrones y contrabandistas que actuaban por aquella parte de la costa, así que toda precaución era poca. Dejó la cesta en la arena, tomó un grueso madero y se acercó cautelosamente.

Daniel no. Se adelantó y corrió hacia el bote, y se detuvo como si se hubiera chocado contra una pared. Durante un segundo, permaneció inmóvil. Cuando se volvió hacia ella, tenía los ojos abiertos como platos.

—¡Sylvie, hay alguien debajo del barco! —susurró—. ¡Es un hombre! ¡Le veo las piernas!

—¡Ven aquí ahora mismo, Daniel! ¡Ahora mismo!

Sylvie se preparó para lo que estaba a punto de ver. Aquel no sería el primer cadáver que aparecía en la cala, pero Aaron Cragun siempre se había ocupado de que sus hijos se ahorraran la visión de la muerte. Nunca permitía que se acercaran a los restos de un naufragio hasta que había enterrado a los ahogados, o hasta que los había llevado en su bote y los había tirado de vuelta al mar en algún lugar donde la corriente los alejara de tierra. Sin embargo, en aquel momento su padre estaba ausente, y ella misma tendría que enterrar a aquella pobre alma; pero antes debía alejar a Daniel.

—Ve al huerto, busca la pala y tíramela —le dijo a su hermano pequeño—. Después, quédate arriba esperándome. Y ten cuidado por el camino. No corras.

Él se puso en camino como un cabritillo, con agilidad y confianza en sí mismo.

—¡He dicho que no corras! —le dijo Sylvie mientras el niño se alejaba. Daniel aminoró el ritmo, pero ella continuó observándolo hasta que él estuvo arriba, a salvo. Entonces se concentró en la embarcación.

Sin soltar el madero, se acercó al costado del barco y vio un par de piernas que salían por debajo del casco, con los talones hacia arriba. Los pantalones estaban empapados y llenos de arena, pero Sylvie había aprendido a reconocer la lana buena. Las botas de cuero también eran de una calidad excelente, y no estaban gastadas. Su padre querría que las salvara, pero ella no podía robarle a un muerto. Enterraría a aquel hombre vestido, tal y como lo había dejado el mar.

El casco era muy pesado, pero ella era fuerte debido a años de trabajo físico. Gruñendo a causa del esfuerzo, lo levantó por el borde y lo arrastró a un lado. Entonces pudo ver el cuerpo, que estaba tendido boca abajo.

Era muy alto, y parecía joven. No debía de tener más de veinticinco años. Tenía los hombros anchos y era fuerte y musculoso. Su pelo era oscuro, aunque no tanto como el de Daniel.

Tenía la cara apoyada sobre una mejilla, así que Sylvie pudo estudiar su perfil. El sol le había quemado la piel, y tenía las pestañas negras llenas de sal. Sus rasgos eran como los de los dioses griegos que aparecían dibujados en sus libros de mitología. Parecía demasiado joven y vital como para estar muerto, pero el mundo era un lugar cruel. Todos los restos de los naufragios que la marea llevaba hasta la cala eran prueba de ello.

Aquel hombre iba a ser añorado. Seguramente tendría una familia, amigos, y tal vez una esposa o una prometida. Si pudiera encontrar algo de información en su ropa, un nombre, o una dirección, escribiría una carta y se la daría a su padre para que la llevara a San Francisco en su próximo viaje.

El difunto no llevaba chaqueta ni chaleco, así que Sylvie tendría que registrarle el pantalón. Dejó a un lado el madero y metió una mano en el bolsillo izquierdo. No encontró nada. De repente soltó un jadeo y volvió a tomar el madero con la mano libre. Un cadáver debería estar frío y rígido, pero sus dedos habían sentido calor y vida.

Temblando, le palpó el cuello y percibió un pulso débil. ¡Aquel hombre estaba vivo!

—¡Cuidado! ¡Allá va! —le gritó Daniel desde arriba, para avisarla de que iba a lanzar la pala.

—¡No, espera! —respondió ella—. No te preocupes por la pala. Llena la cantimplora de agua y tírala.

—¿Está vivo?

Ella titubeó.

—Por los pelos.

—¿Puedo bajar?

—No. Tal vez sea peligroso. ¡Date prisa!

El silencio desde la parte superior del acantilado le dio a entender que Daniel se había ido a llenar la cantimplora. Ella se volvió hacia el extraño, se puso de rodillas y le quitó la arena de debajo de la cara para que pudiera respirar mejor. Estaba completamente inmóvil y no emitía ningún sonido, pero Sylvie sintió el calor de su respiración en los dedos.

¿Qué iba a hacer? Con esfuerzo, seguramente podría moverlo, pero, ¿y si tenía algún hueso roto, o heridas internas? Entonces, si lo movía, empeoraría su estado. Por otro lado, no podía hacer nada si no le daba la vuelta.

En aquel momento estaba tendido sobre un costado, con el brazo izquierdo bajo el cuerpo. Decidió que escarbaría la arena que estaba a su espalda para que cayera suavemente en el hueco, y así podría tumbarlo boca arriba con más suavidad. Mientras lo hacía, el extraño comenzó a rotar poco a poco, tal y como ella había pensado, así que su idea funcionó.

Sin embargo, al escarbar la tierra que había junto a su cuerpo, el contacto físico era más íntimo del que ella hubiera experimentado nunca con un hombre. Mientras el dorso de sus manos tocaba hueso y músculo masculinos, se dio cuenta de que se acaloraba de una manera muy curiosa.

De repente, su mente le lanzó un aviso para que fuera precavida. Su padre le había enseñado a que pensara lo peor de cualquier extraño que apareciera por allí. Tal vez, salvar a aquel hombre fuera lo más peligroso que había hecho en su vida, pero la decencia cristiana le exigía que lo intentara.

Dos años antes, su padre le había llevado a casa un libro sobre medicina. Sylvie lo había leído tantas veces que podía recitar de memoria muchos fragmentos. Sin embargo, no era médico, ni podía hacer milagros, así que aquel hombre podría morir allí mismo.

No iba a pensar en eso.

Siguió aumentando el tamaño del hueco hasta que el cuerpo estuvo ladeado y le resultó muy fácil tumbarlo boca arriba. Cuando lo hizo, el extraño gruñó; aquel fue el primer sonido que ella oyó de sus labios. Lo observó con la respiración contenida.

Él tenía los ojos cerrados y el pelo aplastado en la frente. Tenía un hematoma morado en el pómulo, y un corte en la sien. Pese a los golpes, su rostro tenía nobleza; una nariz fina, el mentón fuerte y una hendidura en la barbilla. Sus rasgos solo tenían la imperfección de una cicatriz sobre una comisura de la boca; pero aquella imperfección le confería una expresión burlona, como si se estuviera riendo de una broma secreta.

¿Era aquella la cara de un hombre bueno, a quien podía confiarle su seguridad y la de Daniel, o estaría cometiendo el peor error de su vida al salvarlo?

En aquel momento, sus párpados se movieron, y gimió. Después pronunció una sola palabra:

—Catriona…

Aquel nombre fue como un alfilerazo para ella. No importaba, se dijo; durante todo el tiempo, ella había sido consciente de que aquel hombre podía pertenecerle a alguien. Y el hecho de que el primer nombre que él pronunciara fuera de mujer le parecía una buena señal. Si tenía esposa, o prometida, no podía ser malo.

—Aquí tienes el agua, Sylvie —dijo Daniel.

Sylvie se sobresaltó y se dio la vuelta, y se encontró a su hermano tras ella, ofreciéndole la cantimplora.

—Te dije que te quedaras arriba —lo regañó ella.

—Quería verlo —respondió Daniel, y miró al extraño—. A lo mejor es un príncipe.

—¿Un príncipe? ¿De qué estás hablando, Daniel Cragun?

—Un príncipe del mar, como el de tu cuento.

Sylvie hizo un gesto negativo.

—Eso es de mentira, bobo. Es solo un hombre.

—¡No! ¡Mira! —exclamó Daniel, señalando la mano izquierda del extraño. Llevaba un anillo de oro muy grueso con un zafiro del tamaño del pulgar de Sylvie.

En otras circunstancias, Sylvie se habría sentido intrigada, pero en aquel momento tenía cosas más importantes en la cabeza.

—Aléjate, Daniel —le dijo a su hermano—. No quiero que estés cerca cuando se despierte.

Ella se arrodilló y posó la cabeza del hombre en su regazo. Abrió el tapón de la cantimplora y le mojó los labios con un poco de agua. Él tuvo una reacción reflexiva; tosió y escupió.

—Con cuidado —le dijo ella—. Solo un sorbito.

Él volvió a gruñir y se movió contra ella. Entonces, abrió los párpados.

Tenía los ojos de color azul oscuro, tan azules como el zafiro de su anillo. La miró con desconcierto y sorpresa.

—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¿Y quién demonios eres tú?

Dos

Estaba muerto. Tenía que ser eso. Y aquellos ojos plateados que lo estaban observando, aquel rostro de porcelana y aquel pelo de oro tenían que ser los de un ángel. O tal vez, los de un bello demonio.

Se sentía espantosamente mal, lo cual confirmaba su teoría del demonio. Le dolía la cabeza, le ardían los ojos y tenía la sensación de que le habían pegado una paliza.

Las pocas palabras que había pronunciado le habían raspado la garganta.

Y lo peor era que no sabía lo que le había ocurrido.

—No intente hablar —le dijo ella. Él sintió el metal de la cantimplora contra los labios resecos—. Por ahora, tome solo un trago. Si bebe demasiado vomitará.

El agua estaba fresca. Quería tomar más de un trago, pero ella tenía razón en lo de vomitar. Lo mejor era ir despacio.

A medida que se despertaba, oía el chapoteo de las olas en la orilla y los graznidos de las gaviotas. Tenía la piel, el pelo y la ropa llenos de arena. ¿Acaso había naufragado? Le parecía lo más probable, pero no recordaba haber estado en un barco. Aquella desorientación era algo inquietante, pero sin duda, lo recordaría todo en cuanto se le aclarara un poco la cabeza.

Ella vertió agua en la palma de su mano y le quitó la arena de la cara. La palma que le acarició el rostro estaba encallecida. Su misteriosa rescatadora no era una dama ociosa. Sin embargo, tenía algo etéreo, como una princesa de cuento de hadas con ropa desvaída. No tenía sentido.

Lo miró con recelo mientras él probaba el movimiento de sus manos y sus pies, y estiraba las piernas y los brazos. Estaba entumecido y dolorido, pero no creía que tuviera nada roto. Sin embargo, tenía un martilleo constante en la cabeza.

Cuando giró los hombros, se dio cuenta de que estaba apoyado en su regazo. Sentía la forma de sus muslos a través de la falda de algodón. Sentía la planicie de su vientre, y el calor de su piel. Oía la cadencia suave de su respiración. Aquel contacto tuvo un efecto muy poco caballeroso en él, pero al menos supo que su cuerpo funcionaba. Y que estaba a punto de quedar en ridículo.

Con un gruñido, se incorporó y se sentó. Sintió un mareo que le nubló la vista. Cuando se recuperó, vio que estaba en una cala rodeada de rocas y de un acantilado muy alto. Al otro lado, el sol brillaba sobre la superficie del mar. Cerca, en la arena, había un barco destrozado.

La belleza que lo había despertado se arrodilló a su lado. Su mano descansaba sobre un grueso madero. A su espalda, por encima de su hombro, asomaba la cabecita morena de un niño pequeño que lo miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Es usted un príncipe, señor? —le preguntó el niño.

—¿Un príncipe? —respondió él con la voz ronca—. ¿Te parezco un príncipe?

—Un poco —dijo el niño. Frunció el ceño, pero después se animó—. Si no es un príncipe, ¿dónde consiguió ese anillo?

Él alzó la mano izquierda. El zafiro azul brillaba bajo la luz del sol. Aquella piedra preciosa podía valer una pequeña fortuna. Era extraño que aquella gente no se la hubiera robado.

—Bueno, ¿qué pasa? —insistió Daniel—. Si no es un príncipe, ¿dónde consiguió el anillo?

—Daniel, ¿qué modales son esos? —le dijo la joven en tono severo—. El caballero es nuestro invitado, no nuestro prisionero —declaró. Después se volvió hacia él con una expresión reservada—. Soy Sylvie Cragun —dijo—. Este es mi hermano, Daniel. ¿Y quién es usted, señor?

Su forma de hablar era formal. Parecía que estaba bien educada, o al menos, que había leído mucho. Observó el madero; aunque ella era amable, se dio cuenta de que, al menor movimiento sospechoso por su parte, se lo partiría en la cabeza.

Ella entrecerró los ojos.

—Su nombre, señor, si es tan amable. Y también sería adecuado que nos dijera de dónde viene.

—Me llamo…

Él titubeó mientras buscaba la respuesta. Sin embargo, no consiguió recordar ningún nombre, ni una familia, ni una profesión, ni una dirección, ni el motivo por el que estaba allí.

Ella lo estaba observando, y su mirada se oscurecía por momentos. Él agitó la cabeza, y aquel ligero movimiento le causó dolor.

—No me acuerdo —murmuró—. Que Dios me ayude, no me acuerdo de nada.

Sylvie miró fijamente al extraño. Había leído sobre la pérdida de memoria. El libro de medicina decía que era habitual después de haber recibido un golpe en la cabeza.

El corte que él tenía en la sien hacía que la explicación fuera posible. Sin embargo, eso no significaba que fuera cierto.

Hasta que supiera más, sería una tonta si creyera algo de lo que él le dijera.

—¿No se acuerda de su propio nombre? —le preguntó Daniel con asombro.

—En este momento no —respondió él con una sonrisa forzada—. Pero dame un poco de tiempo. Lo recordaré.

—Pero, si no sabe cómo se llama, ¿cómo vamos a llamarlo nosotros?

Él se encogió de hombros.

—Por ahora, cualquier nombre valdrá. Tú decides.

Daniel pensó en sus opciones.

—¿Rumpelstiltskin? —sugirió—. Me gusta mucho ese cuento.

—Esperaba que fuera un nombre más corto —murmuró el extraño.

—¿No se te ocurre un nombre más fácil, Daniel? —le preguntó el extraño.

El niño frunció el ceño. Pensó un momento, y después suspiró.

—No se me ocurre nada bueno. ¿Me ayudas, Sylvie?

—Déjame pensar.

Mientras Sylvie reflexionaba para solucionar el problema, recordó la primera línea del libro que estaba leyendo.

«Llamadme Ishmael…».

Ishmael, el trotamundos a quien el mar había llevado a aquella cala, sin apellido y sin hogar. No podía haber nada más adecuado.

—Te llamaremos Ishmael —dijo.

Él sonrió.

—Supongo que ha estado leyendo La Biblia— dijo—. Eso, o Moby Dick.

—De cualquier modo, creo que le va bien —dijo Sylvie, mirándolo con agrado. Aquel hombre había leído el mismo libro que ella. Un hombre que leía; tal vez, un caballero que podía enseñarle algo sobre el mundo. Quizá estuviera comprometido, o casado con otra mujer. Sin embargo, no había nada malo en tener una relación de amistad.

Mientras se ponía en pie, se le pasó algo más por la cabeza.

El hombre que no podía recordar cómo se llamaba se había acordado de un libro que había leído.

Supuso que la pérdida de memoria podía ser algo selectivo. Sin embargo, ¿y si estaba mintiendo para ocultar su identidad y ganarse su confianza?

Podía ser un fugitivo de la justicia, un rufián que estaba dispuesto a aprovecharse de una mujer y de un niño. Había hombres así; ella lo sabía, porque su padre se lo había advertido.

«Ten siempre a mano el rifle cuando yo no esté en casa, hija», le había dicho. «Si entra algún extraño por la puerta, aprieta el gatillo primero y después pregunta».

Ella sabía manejar el viejo rifle, pero nunca había disparado a un ser humano. ¿Sería capaz de hacerlo si era necesario? Sí. Podría, y lo haría para defender a su hermano. No había nada más importante que la seguridad de Daniel.

Sin embargo, no iba a permitir que las cosas llegaran a ese punto. Tendría el arma cerca y vigilaría todos los movimientos del hombre. A la primera señal de comportamiento sospechoso, lo echaría de allí. Le parecía un buen plan, pero era consciente de que estaba en desventaja. El extraño era más grande y fuerte que ella, y seguramente, más astuto. Al salvarle la vida, se había puesto en peligro a sí misma y también a Daniel.

Tal vez debería haberlo dejado en la playa, para que se ahogara con la marea. No. Sabía que no podía condenar a muerte a un extraño que no les había hecho ningún daño, al menos todavía. Lo único que podía hacer era ser prudente y estar alerta.

—¿Cómo habéis llegado vosotros aquí? —preguntó él—. No habéis salido de la nada.

—Nuestra casa está allí, en lo alto del acantilado —respondió ella—. La marea alta cubre esta playa por completo. No puede quedarse aquí, y nosotros no podemos subirlo por el sendero. Así pues, solo tiene tres opciones: caminar, arrastrarse o ahogarse.

—Bueno, creo que la tercera no me gusta mucho —dijo él, y se movió. Al intentar ponerse en pie, hizo un gesto de dolor y añadió—: ¿Le importaría darme la mano?

Al hacerlo, Sylvie se dio cuenta de que las manos fuertes que se cerraron alrededor de la suya eran suaves y no tenían callos. Tal vez fuera de verdad un caballero. O, seguramente, un guapo delincuente que vivía de su ingenio.

—¿Lista? —preguntó él, y tiró de su brazo para darse impulso. Sylvie se echó hacia atrás mientras él se incorporaba. De pie, él era más alto, incluso, de lo que ella había pensado. Se movía como un árbol sacudido por el viento.

—¿Se encuentra bien?

—Solo estoy un poco mareado —dijo él—. Me duele un poco la cabeza.

—Tome un poco más de agua —respondió Sylvie, entregándole la cantimplora—. Si quiere descansar, hay tiempo antes de que suba la marea.

—No. Podría ser peor —respondió él. Bebió agua y le devolvió la cantimplora—. Vamos ya.

Daniel había estado observando al extraño con la boca abierta. Su padre era un hombre bajito, delgado, y el niño había visto a muy pocos adultos aparte de Aaron Cragun. Aquel hombre debía de parecerle un gigante.

—Toma la cantimplora y adelántate, Daniel —le dijo Sylvie—. Ten cuidado. Espéranos arriba.

Mientras Daniel subía por el sendero, ella buscó un palo que pudiera servirle de bastón a Ishmael. Lo encontró y se lo tendió.

—Esto es para que se apoye. Si se marea, póngase de rodillas. Yo iré detrás de usted, pero si se cae, no podré ayudarlo. No puedo sostener su peso.

—Entendido.

Ella sintió sus ojos en cada una de las curvas y ángulos de su cuerpo, como si la estuviera evaluando. Él no hizo ademán de tocarla, pero la intimidad de aquella mirada le envió una descarga de calor por el cuerpo. Sylvie bajó los ojos y se miró los pies. Hubo un momento de silencio. Después, él tomó el palo, lo probó en la arena y se volvió para seguir a Daniel por el camino.