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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

En brazos del príncipe, n.º 130 - enero 2014

Título original: Royal Affair

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

™ Harlequin Oro ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4099-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

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El legado de los Logan

 

Porque el derecho de nacimiento tiene sus privilegios, y los lazos de familia son muy fuertes

 

¡Su apasionado encuentro tuvo más de una consecuencia!

 

Príncipe Maxwell von Husden: necesitaba encontrar una esposa, y rápidamente. Había seducido a la bella Ivy Crosby y ella llevaba a su hijo en el vientre, el futuro rey de Lantanya. Su país necesitaba un líder, y él necesitaba a Ivy. ¿Sería capaz de convencerla de que caminara con él hasta el altar?

 

Ivy Crosby: una noche de pasión con un hombre misterioso había puesto a Ivy Crosby en las portadas de los periódicos sensacionalistas. Cuando ella había conocido a Max, no sabía que era miembro de la realeza. ¡Y ahora, aquel príncipe le estaba ofreciendo la oportunidad de ser su princesa! Pero antes de aceptarlo, ella tendría que enseñarle una o dos cosas sobre el amor y el romanticismo.

 

Everett Baker: está obsesivamente enamorado de Nancy, pero... ¿hay alguna otra razón por la que está cortejando a la confiada y amable enfermera?

1

 

Ivy Crosby permanecía en la cola de la caja de la droguería, deseando que alguien quitara la exposición de espejos de marco dorado que había en la pared a su derecha, cuyo precio estaba rebajado a la mitad. Los espejos la reflejaban una y mil veces, y ella no quería verse en aquel preciso instante.

Con un gesto de desagrado, se puso un mechón de pelo tras la oreja. Por supuesto, no se quedó allí.

Tenía el pelo rubio, lo cual no siempre era un atractivo, y rizado, lo cual significaba que se comportaba a su antojo. Siguiendo un impulso, la semana anterior había ido a la peluquería a cortarse la larga melena.

Y había sido un error. Desde aquel momento, los rizos le rodeaban la cara y hacían que pareciera que tenía siete años en vez de veintisiete. También maldecía sus enormes ojos azules, y las pestañas rizadas naturalmente, como su pelo.

Aquella combinación le confería una apariencia de inocencia que algunas veces resultaba útil en los negocios, pero que la mayor parte de las veces resultaba irritante, porque la gente daba por hecho que era una ingenua.

A causa de su aspecto, su familia y sus profesores siempre la habían tratado como a una mascota, o como a una muñeca. Y sus novios, que habían sido protectores y posesivos, como si quisieran tenerla en un bolsillo y dejarla salir sólo cuando fuera conveniente.

Salvo un hombre.

Como si de un cuento de hadas se tratara, había encontrado a su príncipe azul... un hombre que la había tratado como a una mujer, una mujer deseable, una persona igual a él en inteligencia y pasión.

Oh, sí, pasión. Notó un débil temblor en la sangre, el primer síntoma de una explosión volcánica que estaba a punto de suceder. Sólo con pensar en él, seis semanas más tarde, podía producirle aquel efecto.

«Max. Te necesito».

No. No podía pensar en él. Ella era una persona adulta, y saldría de aquello por sí misma. Pero los primero era lo primero, como solía decirle uno de sus profesores. Por eso había ido a aquella pequeña farmacia de un centro comercial, donde no era probable que la reconocieran.

Sus múltiples reflejos la miraron con una expresión contrariada desde los espejos. Relajó el ceño y dejó las cosas sobre el mostrador de la cajera. Había tomado un bote de champú, otro de crema y un par de cosas más que no necesitaba realmente, con la esperanza de que nadie prestara demasiada atención a la caja de prueba de embarazo.

—Lo siento, tengo que cambiar el rollo —le dijo la cajera.

Abrió la tapa de la caja registradora y quitó rápidamente el rollo de papel gastado. Cuando intentó poner uno nuevo en la máquina, se atascó. La mujer farfulló un juramento.

Ivy reprimió la impaciencia que hacía que quisiera darse la vuelta y echar a correr. Llevaba un buen rato en la cola, así que, ¿qué eran unos minutos más? Además, tendría que volver a hacerlo todo en algún otro lugar si se marchaba de allí.

Respiró profunda y lentamente para calmarse y se distrajo mirando los periódicos sensacionalistas y las revistas del corazón que había junto a la caja. Los titulares eran tan divertidos como de costumbre, afirmando que una mujer había dado a luz a un marciano y cosas por el estilo.

Paseó la mirada por la portada de un periódico. Una estrella de cine iba a divorciarse. Vaya. «El león ruge», decía un titular sobre la foto de un guapísimo hombre que llevaba del brazo a una belleza delicada...

Ivy soltó un jadeo. Se agarró al borde del mostrador, mientras comenzaba a darle vueltas la cabeza.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó la cajera, mirándola a los ojos.

Ivy parpadeó lentamente varias veces antes de que el mundo dejara de moverse a su alrededor.

—Sí, gracias. Sólo ha sido un mareo... estoy bien —dijo, y sonrió para demostrarlo.

La cajera asintió comprensivamente.

—Cuando yo me quedé embarazada del mayor, me desmayaba con nada. Una vez, mi hermana se cortó un dedo en la cocina y, al ver la sangre, me caí redonda al suelo. Mi marido se llevó un susto de muerte. Él no sabía que estaba embarazada. Ni yo tampoco, ahora que lo pienso...

Ivy esbozó una sonrisa forzada mientras la cajera y la mujer que iba tras ella en la cola se reían con nostalgia.

—Me llevaré esto también —dijo ella, y puso el periódico sobre el mostrador.

Cuando pagó en metálico sus compras y se apresuró a salir de la droguería, estaba temblando. Echó las compras en el asiento derecho del coche y se sentó tras el volante. Después tomó el periódico y leyó el artículo que había bajo el titular.

Abrió y entrecerró los ojos varias veces a medida que avanzaba hasta llegar al núcleo de la historia.

Parecía que el príncipe Maxwell von Husden, el heredero del trono de Lantanya, que pronto sería rey, había sido visto en un célebre destino turístico del diminuto país con una misteriosa belleza en julio. Después de una noche romántica de cena, baile y pasión, la mujer había desaparecido.

Ivy jadeó y se sintió mareada de nuevo. ¿Cómo podían saber lo de la pasión aquellos periodistas?

Los reporteros siempre se inventaban las cosas para rellenar los espacios vacíos, pensó, intentando calmarse, pero sin ningún éxito. Siguió leyendo.

El príncipe estaba furioso por el hecho de que la mujer hubiera desaparecido antes de que él se aburriera y la dejara, según una de las fuentes del palacio. Otra fuente, sin embargo, afirmaba que el príncipe estaba completamente destrozado, pero que lo disimulaba fingiendo que estaba furioso.

Ivy se apretó una mano contra el pecho, donde el corazón le latía desbocadamente, y dejó escapar el aire que había estado conteniendo mientras leía.

—Mentiroso —dijo.

Había acertado en dejarlo sin despertarlo aquella mañana, aunque le hubiera resultado muy difícil.

Él estaba magnífico en aquella enorme cama, con el pelo revuelto, la sombra de la barba en las mandíbulas y una expresión plácida. Ella había pensado en darle un beso de despedida, pero tenía que tomar un avión, y estaba segura de que no se podrían contentar con un solo beso.

Ivy condujo hasta su casa, situada a las afueras de la ciudad. La siguiente salida de la autopista era la del Hospital General de Portland. Al menos, estaba cerca de un centro médico, por si acaso el corazón le fallaba por completo.

Cuando entró en su apartamento, cerró la puerta como si la estuviera persiguiendo un batallón de reporteros. Después leyó de nuevo el artículo y miró el periódico entero en busca de más información. Pero no había nada más. Lo único que sabían los periodistas era que Max y ella habían cenado en el hotel. Y que el príncipe estaba de mal humor últimamente.

Durante un rato, se quedó allí sentada, estupefacta, asombrada por el hecho de que aquel hombre guapo, divertido y seductor al que había conocido no fuera Max Hughes, un extranjero que estaba en Lantanya por negocios, igual que ella. Ivy se quedó mirando fijamente el periódico, como si pudiera cambiar la fotografía que le habían sacado, sin su conocimiento, seis semanas y cuatro días antes.

Sin embargo, la mujer era ella, y el hombre, que sonreía directamente hacia el objetivo, era el príncipe que sería coronado como Maxwell V, rey de Lantanya, en unos meses.

El pequeño país insular estaba situado en el mar Adriático, un refugio perfecto escondido del resto del mundo y alejado de la realidad.

Ivy dejó el periódico sobre la mesa, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y soltó un gruñido. Un príncipe mujeriego. Había caído en brazos de un príncipe mentiroso y mujeriego. Seguramente, su noche con ella sólo habría sido una última aventura antes de cargar con la responsabilidad de ser rey.

No. ¿Acaso los leopardos perdían sus manchas? Él pasaría de ser un príncipe mujeriego a ser un rey mujeriego. Y ella se había enamorado de su encanto, su ingenio, su calidez... del timbre grave de su voz, de la pasión de sus ojos, de los sutiles matices de tristeza de su expresión... Ivy había creído que eran almas gemelas.

Una mentira. Todo había sido una mentira, y ella lo había creído. Él debía de haber pensado que era divertido. La ingenua norteamericana, la virgen tímida...

—Ooh —gimió, y se tapó la cara con las manos.

¿Cómo había permitido que la engañaran de aquella forma? Ella era inteligente. Se había licenciado con sobresaliente en Informática y Dirección de sistemas. Con su equipo de trabajadores, había diseñado una magnífica red de trabajo para el programa educativo del reino...

¡Oh, no! Tendría que volver. Era posible que incluso tuviera que verlo de nuevo.

La bolsa de plástico que contenía sus compras crujió contra su pierna cuando Ivy se movió en el sofá. Lentamente, sacó una pequeña caja de cartón y se quedó mirándola.

—El momento de la verdad —dijo.

Había llegado el momento de confirmar sus sospechas de que aquella magnífica noche de pasión había tenido consecuencias. Al pensar en el niño, en el inocente al que habían engendrado sin que él tuviera nada que decir al respecto, se puso una mano sobre el vientre, en un gesto protector.

Su infancia no había sido feliz, y ella quería algo mejor para sus hijos. Una familia cariñosa. Un compañero fiel. Honor, integridad y amor. Y lo había estropeado todo en una noche.

Ivy había aceptado alegremente el trabajo que le había encargado la empresa de su familia: debía adecuar el sistema informático de Lantanya al siglo XXI. Aquello implicaba largos vuelos a través del Atlántico hacia Roma y después un pequeño viaje hasta Lantanya, en la costa este de Italia, en el Mediterráneo.

En su último viaje, Ivy había permanecido dos meses en el pequeño país, y durante su última noche, había conocido a Max. Su príncipe azul.

El mentiroso real, pensó ella, intentando que la ira mitigara el dolor que sentía, pese a que no quería admitirlo. Entró al baño y abrió la caja de la prueba de embarazo.

Unos minutos más tarde salió al salón, temblando. Estudió de nuevo el resultado. No cabía duda: estaba embarazada. Estaba esperando un bebé de la realeza, el heredero de la casa de von Husden.

Bueno, probablemente no. Los hijos ilegítimos no heredaban nada. Exhaló un largo suspiro. Ella mantendría en secreto la identidad del padre de su hijo, pero no permitiría que el niño sintiera que había sido rechazado. Querría tanto a su hijo o a su hija que el bebé nunca echaría de menos la presencia de su padre.

Salió al balcón. Quería reflexionar sobre la situación y tomar una decisión, pero al mirar a las colinas, recordó otro lugar y otro tiempo...

—¿Qué piensas? —le había preguntado una voz masculina, en tono ligeramente divertido.

Ivy apartó la vista de la pintura que estaba admirando y la fijó en quien había hecho la pregunta. Era un hombre muy alto, con el pelo negro y los ojos marrones. Tenía la piel bronceada, y aquello intensificaba el brillo de su sonrisa. Sus rasgos faciales eran marcados, duros, pero en conjunto, era muy guapo. Tenía algunas canas en las sienes, lo cual le confería un aire de distinción. Pese a aquel detalle, a Ivy le pareció que tendría unos treinta y cinco años, como mucho.

—No estoy segura de qué pensar —admitió ella, volviéndose de nuevo hacia la pintura para no mirar fijamente al extraño—. Estoy segura de que el artista tenía un propósito, pero me parece que no lo entiendo.

—Lo mismo digo —convino él—. Me gusta la composición de los rostros. A veces, pueden ser encantadores.

El extraño la miró admirativamente.

Ella sintió una ligera decepción. Otro calavera, pensó.

—Sí —respondió con frialdad, como si estuviera hablando de la pintura, y caminó hasta situarse frente al siguiente marco dorado.

—Te he ofendido. Lo siento. Eres encantadora de verdad, pero intentaré no volver a mencionarlo.

Aquella sinceridad sorprendió a Ivy, y lo miró de nuevo. Él tenía una sonrisa tan atractiva, que ella tuvo que corresponderlo.

—En este lado hay otra ala que posiblemente te gustará más —le dijo él, y señaló hacia un arco de madera tallada, al mismo tiempo que le hacía una ligera reverencia. No intentó guiarla ni tocarla en ningún momento.

—Ah —susurró ella.

El centro de atención de la sala era un enorme lienzo de flores, pintado con todos los colores imaginables.

—Es igual que entrar en un jardín, ¿verdad? —le dijo él suavemente—. Casi se siente el calor del sol y la frescura de la sombra al caminar.

Lo más extraño de todo era que Ivy lo notaba de verdad. Miró a su interlocutor con asombro. Su sonrisa... oh, su sonrisa. Era como si supiera todo lo que ella estaba pensando.

Al volver al presente, Ivy observó los colores del atardecer, cayendo ligeramente sobre los arces y los álamos que había junto al riachuelo que separaba su edificio del campo de golf. El riachuelo desembocaba en el río Columbia.

También corría un río, pero mucho más pequeño, por las montañas de Lantanya. Aquel río desembocaba en el mar por San Anselmo, la capital del país, una preciosa ciudad costera.

Aquel hombre, que se había presentado como Max Hughes, había acompañado a Ivy por todo el museo, y la había invitado a tomar un té en los jardines del edificio. Estaban solos en aquel jardín, y parecía como si fueran las únicas personas que había en el mundo mientras charlaban. Él le había comentado que le gustaba pintar, aunque sólo fuera de vez en cuando.

—Como a Churchill —comentó Ivy—. Algo para relajarse.

—¿Cuáles son tus aficiones? —le preguntó él.

—Leer, dar largos paseos, trabajar con programas informáticos...

Entonces, él le había preguntado en qué trabajaba. Ella le había contado que trabajaba en Crosby Systems, que pertenecía a su familia, y también le había explicado cuál era su trabajo en Lantanya. Él se había interesado mucho y le había hecho miles de preguntas. Cuando Ivy le había preguntado a él, Max le había dicho que él también estaba de negocios en Lantanya, como consultor. Aunque aquello último lo había dicho con cierta ironía.

¿Consultor? Sí, aquello podía encajar en la definición de un rey. Quizá fuera más una figura decorativa que un dirigente.

Aunque en realidad, aquello no le importaba a Ivy. Él la había acompañado hasta el hotel, y después había tenido que marcharse a una reunión. Ella se había sentido desilusionada mientras ascendía por la colina hasta el castillo donde se alojaba, situado en un promontorio rocoso.

—Nos veremos de nuevo —le había prometido él, y se había llevado la mano de Ivy a los labios.

Y se habían visto.

Al oír la música de un coche que pasaba por la calle, Ivy volvió a aquella noche mágica...

Una brisa fresca ascendía desde el mar, y la música le llenaba el alma mientras ella observaba todos los colores del sol hundirse en el mar, por el horizonte. Estaba sola.

—No malgastemos la música —le dijo una voz desde las sombras.

Al volverse, Ivy vio al hombre alto y moreno de la sonrisa brillante. Max alzó las manos, e Ivy se acercó a él y entró en su abrazo como si lo hubiera hecho cientos de veces. Se mecieron al compás de las notas, envueltos en la magia de todo aquello.

Cuando terminó aquel baile, él se acercó a un rosal y arrancó una rosa blanca. Después de quitarle todas las espinas, se la entregó a Ivy silenciosamente.

—Medianoche —susurró ella, mirándolo con timidez.

—¿Tienes que marcharte?

Ella sacudió la cabeza y, en aquel momento, la música volvió a sonar. Bailaron más, y después entraron en el hotel a cenar. Durante la velada, hablaron de todo. De sus vidas, de sus sueños de juventud, de sus penas. La madre de Max había muerto dos años antes, y su padre el otoño pasado. Max había viajado mucho desde entonces, pero no había podido escapar de la tristeza. Él quería mucho a sus padres.

—Lo siento mucho —le dijo Ivy. Le tomó una mano y se la apretó contra la mejilla.

—Mis padres están divorciados, pero al menos, los tengo a los dos. Y a mi madrastra.

—¿No te llevas bien con ella?

—Oh, sí. Es muy agradable.

—¿Pero? —preguntó él, y cuando ella lo miró con confusión, añadió—: Siempre hay algo más tras esa frase.

—Bueno, ella siempre ha tenido una relación más estrecha con mi hermana Katie. Katie es un año mayor que yo y es mi mejor amiga. Yo soy el bebé de la familia. Me tratan como a una mascota.

Él se rió y le acarició la cabeza en broma. Ella gruñó y fingió que le mordía la mano. Después, se quedaron en silencio, observándose el uno al otro sobre la llama de la vela.

—Tengo una suite —dijo él, al cabo de unos instantes—. Si quieres, puedo prepararte un postre delicioso. ¿Quieres venir conmigo y dejar que te sirva, dulce princesa de la rosa?

Ella asintió.

Él se puso de pie y la tomó de la mano. Juntos subieron las escaleras de mármol y recorrieron un pasillo silencioso hasta que llegaron a dos puertas con dos leones tallados, levantados sobre las patas traseras, con las garras delanteras enganchadas mientras miraban con fiereza al que los observara.

—Leones rampantes —dijo él, al notar el interés de Ivy—. Son del emblema real.

—¿Un emblema real?

—Sí. Es el emblema de un reino. Los leones simbolizan la batalla entre dos hermanos de la misma dinastía. Después de estar a punto de matarse, decidieron unirse y salvar su reino de los invasores extranjeros. De ahí vienen los dos leones.

—¿Es eso lo que ocurrió en Lantanya?

Max asintió. Después abrió una de las puertas y dejó a la vista una lujosa habitación iluminada por hermosas arañas de cristal, con suelos de granito negro y espejos que reflejaban la vista desde todas las paredes. Ivy se quedó sin palabras. Ni siquiera la casa de su padre era tan grandiosa.

—Es magnífica. ¿Quién eres? —le preguntó ella, a sabiendas de que debía de parecer una ingenua con los ojos abiertos como platos.

—Sólo un hombre —respondió Max. Hizo que Ivy se volviera hacia él y la tomó en brazos con delicadeza—. Un hombre hechizado por la luz de la luna, la música... y por una rosa muy especial.

Ella se estremeció ante la intensidad de su voz, y apartó la mirada debido a su timidez innata.

—Eres una princesa tímida —murmuró él.

—Sí. Katie y yo somos las más calladas —le explicó Ivy, refiriéndose a su hermana—. Tenemos dos hermanos mayores. Trent es el director general de la empresa. Danny... bueno, ha vivido recluido debido a varias tragedias que le pasaron factura.

—Entiendo —dijo él, y la tomó de la mano—. Y ahora, ¿qué te parece ese postre?

Ivy se alegró de que él hubiera entendido que hablar de Danny habría sido demasiado personal.

Entraron en la cocina de la suite, donde él preparó una macedonia de frutas con licor. Apagó las luces y la flambeó. Después puso una cucharada de macedonia sobre unas bolas de helado y le sirvió a Ivy un enorme cuenco.

—No puedo comer tanto —protestó ella.

Él le entregó una cucharilla de plata con el emblema de los leones y tomó otra para sí.

—Sola no, quizá. Pero yo te ayudaré.

Sentados uno frente al otro en el mostrador de la cocina, tomaron cucharadas del postre cuando las llamas se apagaron y se miraron a los ojos, diciéndose más cosas que las pocas palabras que pronunciaron. Pronto, el postre se había terminado.

Cuando ella se pasó la servilleta por los labios una última vez, él le agarró la mano y se la besó con una gran ternura.

Y reforzando aquella ternura estaba la pasión.

Ivy la sintió en él como una gran fuerza, y supo instintivamente que había algo más que deseo.

Se abandonó a sus besos, a la pasión y al deseo... y a él...

2

 

Maxwell von Husden, príncipe regente de Lantanya, tenía un mal día. Había tenido una mala semana, un mes malo... de hecho, todo aquel año había sido horrible.

Su mirada inquieta se posó sobre un jarrón lleno de rosas blancas, recién cortadas de los jardines reales.

Salvo por una noche de auténtico esplendor. Aquella única noche con la rosa, porque así pensaba en ella durante los pocos momentos de privacidad que tenía antes de caer en un sueño de agotamiento, había sido la única nota de belleza del verano, un regalo que él nunca se habría esperado. Los dioses habían sido benignos...

Alguien llamó discretamente a la puerta. A los pocos instantes, su ayuda de cámara entró en la habitación.

—¿Está listo, Alteza? —le preguntó Ned Bartlett, mientras lo observaba como una madre habría observado a su hijo en su primer día de colegio.

Los antepasados de aquel asistente habían servido siempre a los reyes de Lantanya, la tercera dinastía más antigua de Europa, después de la británica y la holandesa. Y eran tan ingleses como la corona británica.

—Sí.

Sus miradas se encontraron en el espejo. Max reconoció la comprensión en los ojos grises del ayuda de cámara. Bartlett tenía cuarenta y ocho años, quince más que Max, y era la única persona que había sido testigo de los momentos de tristeza y de llanto de un joven príncipe que se hacía adulto bajo la vigilante mirada de sus padres y del resto de los ciudadanos del reino. El ayuda de cámara había sido una compañía constante desde que el príncipe tenía seis años.

Max tomó aire y exhaló un largo suspiro que resumía todas las dudas y el dolor que se avecinaban. Aquel día tenía que sentenciar a cadena perpetua a su tío, el hermanastro de su padre, y al antiguo ministro del Estado, por alta traición.

Durante el periodo tradicional de un año de luto después de la muerte del padre de Max, aquellos dos hombres habían planeado un golpe de estado para tomar el control del país antes de que Max fuera coronado, al final del luto. Después de conseguir el control, le negarían la entrada al país.

Sin embargo, Max había vuelto inesperadamente después de pasar ocho meses de tristeza en el extranjero, un día antes del golpe. Aquella noche, unos asesinos a sueldo habían entrado en su dormitorio con órdenes de matarlo.

Pero él no estaba allí. Estaba en el hotel, durmiendo confiadamente en brazos de la rosa. La necesidad de estar con ella había sido más fuerte que el sentimiento del deber que le instaba a volver al palacio.

Quedarse con ella le había salvado la vida.

En cuando a los traidores, la confusión al no encontrar al príncipe en su cama había echado por tierra los planes de los atacantes y su oportunidad. Los guardias reales habían visto a los hombres y los habían arrestado.