cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Jacqueline Baird

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El valor de la inocencia, n.º 2295 - marzo 2014

Título original: The Cost of Her Innocence

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4142-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

Se lo repito, señorita Mason. ¿Entiende los cargos que se le imputan?

–Sí –contestó Jane finalmente, atenazada por el miedo.

¿Realmente estaba en los tribunales acusada de llevar drogas de clase A con la intención de venderlas? Todavía le costaba creerlo.

Estaba en segundo de Empresariales y trabajaba cinco tardes a la semana en una franquicia de cafetería para pagarse los estudios. Todo parecía una pesadilla y solo deseaba despertarse lo antes posible.

–¿Cómo se declara? –le preguntó el juez de repente–. ¿Culpable o no culpable?

Jane se aferró al pasamanos del banquillo de los acusados para contener los temblores que la sacudían.

–¡No culpable!

¿Por qué no la creía nadie? Miró con desesperación a la abogada de oficio que le había sido asignada. La señorita Sims parecía absorta en la lectura de unos documentos.

 

 

Dante Cannavaro esperó pacientemente mientras se llevaba a cabo la vista preliminar. El caso no era de los que suscitaban su interés, pero Henry Bewick, el director del despacho de abogados en el que había hecho las prácticas al principio de su carrera, le había pedido su ayuda. Era un favor personal.

A sus veintinueve años de edad, Dante era un abogado de éxito, especializado en litigios comerciales. Llevaba años sin participar en un juicio penal, pero había leído la documentación del caso y las cosas estaban muy claras.

Se había producido un accidente de coche. Un agente de policía le había pedido el permiso de conducir a la señorita Mason y un paquete sospechoso se le había salido del bolso mientras buscaba la documentación. Iba acompañada de Timothy Bewick, el hijo de Henry. Al parecer, el chico estaba completamente borracho, y ella insistía en decir que había sido él quien le había metido las drogas en el bolso.

Dante conocía a Timothy y era evidente que estaba loco por la chica, por lo que no quería testificar en su contra. Había visto fotos de ella, y la negativa del chico era comprensible. La señorita Mason era una belleza de pelo negro, alta, con una camiseta ceñida y unos shorts que dejaban ver unas curvas generosas y unas piernas kilométricas. Un adolescente efervescente saturado de testosterona no tenía ninguna posibilidad.

Dante había aceptado el caso.

Al oírla hablar, levantó la vista. Se declaraba «no culpable».

«Mentirosa».

Se hacía la recatada ese día. Llevaba el pelo recogido en un moño y se había puesto un traje negro. Nada de maquillaje... Seguramente se lo había indicado su abogada. Pero la señorita Sims no le había hecho ningún favor a su defendida. Más bien le facilitaba las cosas a la parte contraria. Ese traje de corte riguroso le encajaba a la perfección en los pechos, la cintura, las caderas... Con él parecía tener mucho más de diecinueve años. Cuando llamara a declarar a Timothy Bewick la diferencia entre ellos sería evidente y el jurado se decantaría sin duda por el joven loco de amor.

Dante se puso en pie y sonrió con cinismo, sosteniéndole la mirada deliberadamente. Las pupilas de Jane Mason se dilataron. Se humedeció los labios durante una fracción de segundo... Era buena. No era de extrañar que el joven Bewick estuviera loco por ella. Dante recordaba esa sensación demasiado bien.

Definitivamente había tomado la decisión correcta... Sería un gran placer desenmascarar a la deliciosa señorita Mason, y eso fue lo que hizo.

 

 

Jane miró al hombre alto y moreno que acababa de ponerse en pie. Le sonreía. La respiración se le cortó y el corazón le dio un vuelco, llenándose de esperanza. Por fin encontraba un rostro amigo... Esos rasgos perfectos irradiaban confianza, preocupación, poder, hombría... Él sabría que decía la verdad... Lo sabía...

 

 

Las puertas de la celda se cerraron tras ella. ¿Cómo había podido equivocarse tanto? Borracha de miedo, Jane contempló el lugar que sería su hogar durante los tres años siguientes.

Con un poco de suerte, podría ser un año y medio.

O eso le había dicho la señorita Sims...

 

 

–Odio tener que dejarte aquí, Helen –dijo Jane, mirando a su amiga con lágrimas en los ojos–. No sé cómo hubiera sobrevivido sin ti durante este año y medio –le dio un abrazo a la mujer que le había salvado la vida.

–Gracias –le dijo Helen con una sonrisa fugaz–. Bueno, ya basta de lágrimas, Jane–. Hoy eres una mujer libre. Sigue al pie de la letra lo que hemos dispuesto y te irá bien.

–¿No quieres que venga a verte, Helen? Te echaré mucho de menos.

–Sí, lo sé. Mi hija perdió la vida a los dieciocho años. Y una abogada estúpida y unos supuestos amigos casi te arruinan la tuya. Recuerda lo que te he dicho. El mundo no es justo, así que no te estanques en las injusticias del pasado. Así solo te llenarás de rabia. Piensa en el futuro. Vete, y no mires atrás. Clive Hampton, mi abogado, te está esperando y puedes confiar en él. Escúchale, ten cuidado y confía en la mujer de éxito que llegarás a ser... –le dio un abrazo–. Buena suerte.

Capítulo 1

 

Buenas noches, Mary.

Beth Lazenby salió de las oficinas de Steel and White, la empresa de contabilidad en la que trabajaba. Se detuvo un momento en la acera y respiró profundamente, contenta de tomar el aire fresco de Londres, aunque quizás no fuera tan fresco... Disfrutaba mucho de su trabajo, pero cada vez que iba a la casa de la playa, se preguntaba si realmente quería pasar tanto tiempo en la ciudad.

La gente pasaba por su lado, a toda prisa. Su jornada había terminado. Era la hora punta y la cola del autobús era kilométrica. Decidió caminar hasta la siguiente parada. El ejercicio le sentaría bien. Además, no tenía ninguna prisa por llegar a casa. Aparte de Binkie, nadie la esperaba. Su amiga Helen había muerto tres años antes, cuatro meses después de que le fuera concedida la libertad condicional.

Ahuyentando esos recuerdos tristes, Beth se colgó el bolso del hombro y siguió adelante. Era una mujer alta, hermosa. Su cabellera roja resplandecía a la luz del sol y su cuerpo sinuoso se movía con gracia bajo un vestido gris de lino. Pero Beth caminaba ajena a las miradas de los hombres que pasaban por su lado. Ellos no tenían cabida en su vida. Tenía éxito en su trabajo y estaba orgullosa de lo que había conseguido. Era feliz.

De repente vio a un hombre un poco más alto que la mayoría. Se abría paso entre la multitud e iba directamente hacia ella. Casi se tropezó. El corazón se le aceleró y apartó la vista de aquel hombre moreno al que odiaba, el hombre cuya imagen diabólica estaba grabada con fuego en su memoria. Era el abogado Cannavaro, el demonio que la había mandado a prisión, y estaba a unos metros de distancia.

Oyó la voz de Helen en su cabeza.

«Ten cuidado y confía en la mujer de éxito que llegarás a ser...».

Beth levantó la barbilla y siguió adelante. Por lo menos Helen había vivido lo bastante como para ver lo bien que le había ido, y no iba a defraudarla a esas alturas. Cannavaro jamás la reconocería. La inocente Jane Mason había muerto, y Beth Lazenby no era una tonta.

El cabello se le puso de punta en la nuca al pasar por su lado, no obstante. Por el rabillo del ojo vio que la observaba.

¿Acaso había titubeado un instante? No lo sabía con certeza, pero en el caso de que así hubiera sido, le daba igual. Siguió caminando, pero los recuerdos amargos la invadieron. ¿A cuántas personas inocentes habría mandado a la cárcel el malvado Cannavaro en los ocho años que habían pasado?

Recordó a la adolescente ingenua que alguna vez había sido, de pie ante ese tribunal, temblando de pies a cabeza. Cannavaro le había sonreído, y el tono amable de su voz le había dado esperanza. Le había dicho que tanto él como todos los presentes en el juicio solo querían averiguar la verdad... Y ella le había creído. Iba a ser su caballero andante, su salvador.

Pero Timothy Bewick y su amigo, James Hudson, mintieron. Y, cuando quiso darse cuenta de su error, ya era demasiado tarde. La habían declarado culpable.

La última vez que vio a Cannavaro fue cuando se la llevaron de los tribunales. La señorita Sims se reía y charlaba como si no hubiera pasado nada...

 

 

Dante Cannavaro se sentía bien. Acababa de conseguir un buen trato para su cliente, una empresa multinacional. Le hizo señas a su conductor para que se marchara y decidió irse andando hasta su apartamento. El deportivo de lujo que había pedido llegaría en menos de una hora. Una sonrisa de satisfacción se dibujaba en sus labios.

Mientras caminaba por la acera, una llamativa melena pelirroja llamó su atención. Se detuvo un instante. El coche ya no estaba en sus pensamientos. La joven llevaba un vestido gris por encima de la rodilla, una prenda insignificante que hubiera pasado desapercibida de haberla llevado cualquier otra mujer... Recorrió las curvas de su cuerpo con la mirada. Sus piernas parecían interminables.

Paró un momento. Se volvió cuando pasó por su lado. El sutil movimiento de sus caderas bastaba para causarles un ataque al corazón a los más débiles. Era preciosa, sexy... y él llevaba un mes sin estar con ninguna mujer.

Ellen.

Estaba comprometido con Ellen.

Como sus clientes estaban por todo el mundo, tenía oficinas en Londres, Nueva York y Roma, pero su verdadero hogar era su casa de La Toscana, el lugar que le había visto nacer.

Su tío Aldo, el hermano pequeño de su padre y director de Cannavaro Associates en Roma, había muerto en marzo de ese año y eso le convertía en el último Cannavaro varón que quedaba. Ya era hora, por tanto, de sentar la cabeza. El apellido Cannavaro debía continuar.

Siempre había dado por supuesto que algún día tendría hijos, pero en ese momento, a la edad de treinta y siete años, se veía obligado a cumplir con su deber familiar. Quería hijos, un heredero varón, y para ello había escogido a Ellen. Ella daba el perfil en todos los sentidos y además sentía un gran respeto por sus capacidades profesionales. Era inteligente, atractiva, le gustaban los niños... Y era abogada. Comprendía las exigencias del gremio. Juntos constituían una sociedad perfecta y el sexo era bueno entre ellos. La decisión estaba tomada y Dante Cannavaro era un hombre de palabra. Las otras mujeres estaban fuera de su agenda para siempre.

Pero esa pelirroja... La miró por segunda vez antes de seguir adelante.

 

 

Una hora más tarde, Beth sonrió mientras caminaba por la calle de casas en hilera de estilo eduardiano. Abrió la puerta de su apartamento y se quitó los zapatos. Se puso las zapatillas de estar en casa. El único varón que había en su casa se le acercó de inmediato y se frotó contra su tobillo.

–Hola, Binkie.

Se agachó y recogió al gato. Atravesó la casa completa y se dirigió al fondo, hacia la estancia más grande del apartamento: la cocina-comedor.

Soltó a Binkie, puso agua a hervir y sacó una lata de comida para gatos.

–Debes de estar muriéndote de hambre –le llenó el platito y lo puso en el suelo.

El gato se puso a comer rápidamente.

Beth se preparó una taza de café, le dio un sorbo y fue hacia la puerta trasera, situada a un lado de la cocina. Abrió y salió al patio.

Estaba muy orgullosa de su jardín, y las flores que había plantado eran una explosión de color. Caminó hasta el borde del césped, rodeado por una pared de ladrillos de algo más de un metro de altura.

Al otro lado del jardín había un enrejado fijado a la pared, completamente cubierto de jazmín y clemátide. Bebió otro sorbo de café y miró a su alrededor, satisfecha. El abogado demonio había sido desterrado de sus pensamientos para siempre. Regresó al patio y se sentó en una de las sillas de madera mientras se bebía su taza de café, admirando su trabajo.

Pero justo cuando empezaba a relajarse, apareció su vecino, Tony. Se inclinó sobre la verja. Tony era de constitución fuerte. Tenía el pelo rubio y corto y acababa de cumplir veintitrés años. Su carita regordeta lo delataba. Beth se sentía muchísimo mayor que él y que su compañero de piso, Mike, aunque solo les llevara cuatro años. Los chicos trabajaban en el mismo banco y disfrutaban de la vida como solo dos veinteañeros podían hacerlo.

–Hola, Beth. Te he estado esperando. ¿Te importa si me quedo contigo un rato?

Sin esperar respuesta alguna, Tony cruzó la puerta de la verja.

–¿Qué es esta vez? ¿Azúcar? ¿Leche? ¿O quieres que te invite a comer? –le preguntó Beth en un tono seco.

El chico se sentó a horcajadas en una silla y apoyó las manos en el respaldo.

–Por una vez, no es ninguna de esas cosas –sonrió de oreja a oreja–. Pero no me vendría nada mal un poco de sexo, si te apetece –añadió con una sonrisa pícara.

Beth no pudo evitarlo. Se echó a reír y sacudió la cabeza.

–Ni lo sueñes, Tony Hetherington.

–Eso pensaba. Pero había que intentarlo –dijo. Sus ojos azules brillaban–. Pero, bueno, vayamos al grano. ¿Estás en casa este fin de semana o te vas a la casa de campo de nuevo?

–No. Voy a estar aquí las próximas dos semanas y después me voy a tomar unas vacaciones de tres semanas. Tengo que ir a la casa de la playa y empezar con la decoración. Con un poco de suerte podré hacer algo de surf. Espero que me cuides la casa, como siempre. ¿Todavía tienes la llave de repuesto?

–Sí. Claro. Desde luego. Pero, volviendo a mi problema... Como sabes, el lunes fue mi cumpleaños y cené con mis padres. ¡Qué aburrimiento! El caso es que el sábado doy una fiesta para todos mis amigos, ¡y estás invitada! Nos faltan mujeres, así que dime que vendrás, por favor.

–¿Por qué no me siento halagada con la invitación? –le preguntó Beth en un tono de humor–. Contribuir a cuadrar los números ya es bastante patético, pero también recuerdo tu última fiesta, en Navidad, cuando terminé sirviendo la comida y la bebida. ¡Aquel día acabé echando a los invitados después de que Mike y tú os desmayarais! Por no mencionar todo lo que tuve que limpiar después...

Tony se rio.

–Fue un día desafortunado. Pero fue una fiesta genial y esta vez va a ser distinto. Te lo prometo. Para empezar, va a ser una barbacoa. Los invitados llegan a las cuatro y se quedan hasta tarde. Estaremos fuera, así que no habrá nada que limpiar.

–¡Ah! Entiendo. Entonces, lo que realmente me estás preguntando es si puedes usar mi jardín, ya que es el doble de grande que el tuyo, ¿no?

–Bueno, eso también, sí. Pero lo más importante es que Mike está haciendo una lista de toda la comida que vamos a necesitar. Personalmente, creo que con unas cuantas docenas de salchichas, hamburguesas y un poco de ensalada sería suficiente, pero ya sabes cómo es Mike... Se cree que es un gran cocinero. No hace más que hablar de pollo rebozado, kebabs especiales, pescado y no sé qué relleno... En cuanto a las ensaladas, le dices cualquier cosa y lo hace. Tienes que ayudarme, Beth –le dijo, mirándola con ojos de cachorro tierno.

–Eres un gran actor. Pero esos ojitos de niño bueno no funcionan conmigo.

–Lo sé, pero merecía la pena intentarlo –el chico sonrió–. Oye, de verdad que necesito tu ayuda. El mes pasado tuvimos una barbacoa, el fin de semana que te fuiste. Y fue un desastre. Mike estuvo a punto de envenenar a la gente con el lomo de cerdo relleno. Los chicos del banco no hacen más que hablar del tema. Nos lo van a recordar durante toda la vida.

–Oh, Dios mío. No me digas –exclamó Beth, riéndose.

–Oh, sí. Sí que lo hizo –dijo Tony, poniéndose en pie–. Y cada vez que pienso en ello... Me doy cuenta de que ese es el motivo por el que nos faltan mujeres esta vez. ¿Qué chica en su sano juicio va a arriesgarse a sufrir una intoxicación alimenticia?

–Muy bien. Muy bien. Iré a ayudarte –dijo Beth. No podía parar de reír–. Pero la condición es que la barbacoa se haga en tu jardín. No quiero que me queméis las plantas, lo cual seguramente pasará si los dos estáis al mando. Los invitados pueden venir a mi jardín a comer, beber... Lo que sea. Pero mi apartamento está fuera del lote, ¿entendido?

–Sí, preciosa. Podemos poner los botellines de cerveza en tu patio –sonrió de oreja a oreja y cruzó hacia su lado del jardín–. ¡Y gracias! –exclamó, alejándose.

Entró en su apartamento.

 

 

A las siete de la tarde del sábado el sol brillaba en un cielo azul y claro. Una sonrisa relajada se dibujaba en los labios de Beth. Miró a su alrededor. El jardín estaba lleno de gente. Algunos bebían, otros comían, charlaban, bailaban al ritmo de la música... Había unos cuantos invitados más en el piso superior, en el apartamento de los chicos. La cerveza y el vino blanco estaban en dos enormes contenedores llenos de hielo, situados justo debajo de la ventana de la cocina de Beth.

Había cerrado la puerta de atrás, por precaución, y tenía la llave en el bolsillo de los vaqueros.

–¿Estás sola, Beth?

Tony, algo borracho ya, la agarró de la cintura.

–Eso está muy mal. Gracias a ti, Mike se olvidó de esos platos creativos de alta cocina. La barbacoa está yendo genial y la fiesta también. Tómate algo.

Sonriendo, Beth sacudió la cabeza.

–Ya sabes que no bebo.

–Bueno, voy a buscar otra cerveza. Te veo luego.

Tony la soltó, dio media vuelta y entonces se detuvo de repente.

–¡No me lo puedo creer! –exclamó, agarrándola de la cintura de nuevo–. ¡Mi hermanito mayor está aquí! Le dejé un mensaje en su despacho de Londres, para invitarle, pero jamás pensé que se presentaría. Es abogado, uno de esos intelectuales intensos. Habla seis idiomas y viaja por todo el mundo por su trabajo. En realidad, es un adicto al trabajo. Llevo sin verlo desde el año pasado, pero mi madre me dijo que por fin se ha comprometido, hace un par de meses. Supongo que la mujer que le acompaña debe de ser su prometida.

–No sabía que tuvieras un hermano –dijo Beth, mirando con curiosidad.

De repente sus ojos se clavaron en alguien. Se quedó quieta, helada.