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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Barbara Hannay

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Vuelvo a casa, n.º 104 - mayo 2014

Título original: Miracle in Bellaroo Creek

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4328-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Oportunidad de negocio en Bellaroo Creek.

La antigua panadería de Bellaroo Creek ofrece un alquiler simbólico o pago aplazado para ayudar a revitalizar el comercio en el pueblo.

El ayuntamiento de Bellaroo, con la ayuda de El apoyo del Programa de Recuperación Regional, busca interesados en ocupar y explotar el local número tres de Wattle Street en alquiler o en propiedad vitalicia. El local incluye algo de equipamiento de panadería.

Interesados dirigirse a J.P. Elliot, presidente del Consejo de Bellaroo, Wattle Street, 23.

 

 

Milla estaba sentada al borde de la cama del hospital. Al lado había una taza de té y un sándwich intacto.

Todo había terminado. Había perdido a su bebé y en cualquier momento volvería la amable enfermera para decirle que ya podía irse.

¿Ir adónde? ¿Volver a la solitaria habitación del motel?

Por el pasillo del hospital se escuchaban sonidos de risas acalladas y la charla feliz de las visitas. Las visitas de otros pacientes. Milla miró a su alrededor. En la habitación no había tarjetas, ni flores, ni osos de peluche.

Sus padres estaban en un crucero por el Mediterrá-neo, y no le había dicho a nadie más que había vuelto a Australia.

Sus amigos australianos todavía pensaban que llevaba una vida de lujo como esposa de un californiano rico, y todavía no estaba preparada para confesar la verdad sobre el fracaso de su matrimonio. Además, las pocas amigas que tenía en Sídney eran chicas a las que les gustaba salir de fiesta, y al estar embarazada, Milla no encajaba con ellas. Había estado esperando la siguiente ecografía para anunciar la noticia del bebé.

Pero ahora…

Milla se llevó las manos al vientre y recordó los terribles dolores y el miedo que la habían llevado a ir a urgencias. Lloró cuando el médico la examinó, y sollozó desconsoladamente cuando le dijo que estaba sufriendo un aborto. Lloró por la pérdida de aquella nueva vida y por la pérdida de sus sueños.

Su fracaso matrimonial había hecho trizas la esperanza de encontrar alguna vez el amor y poder confiar en una relación adulta, así que se había centrado en la promesa del suave y cálido bebé que iba a abrazar. Anhelaba el lazo especial y el amor incondicional que solo un niño podía despertar, y deseaba desesperadamente ser una buena madre.

Había alimentado sueños maravillosos para aquel niño, imaginando los siguientes meses como algo especial.

Además de observar a un pequeño y nuevo ser humano descubriendo el mundo, Milla estaba deseando cuidar pacientemente del pequeño. Había muchas probabilidades de que fuera un varón, las mujeres Cavanaugh siempre parían niños, y Milla se imaginaba dándole de comer, bañándolo, vistiéndolo, ayudándole a pasar los cólicos y pasando las inevitables noches en vela.

Imaginó paseos al parque y a la playa a medida que se fuera haciendo mayor, se imaginó incluso preparándole la tarta de su primer cumpleaños con una única velita.

Y ahora…

–Entre el diez y el veinte por ciento de los embarazos terminan en aborto –le informó el médico con naturalidad.

Pero Milla solo podía ver aquello como la guinda de su fracasado matrimonio. Después de todo, si se le daba la vuelta a las estadísticas, entre un ochenta y un noventa por ciento de los embarazos terminaban bien. Del mismo modo que dos tercios de los matrimonios eran felices.

La ironía estaba en que se había quedado embarazada en un último intento de salvar su matrimonio. Cuando quedó claro que aquello era imposible, desvió sus esperanzas hacia su hijo.

Había tenido extremo cuidado con la dieta, tomando las vitaminas y los suplementos adecuados. Y aunque la había estresado bastante el largo vuelo de Los Angeles a Sídney, se había asegurado de que su nuevo estilo de vida incluyera un saludable equilibrio de descanso, ejercicio y aire fresco.

Y sin embargo, una vez más, había fracasado.

Tratando de contener las lágrimas, guardó el cepillo de dientes y la cartera en la bolsa que había llenado precipitadamente cuando salió hacia el hospital.

Había llegado el momento de irse y, tras echar una última mirada a la blanca y pequeña habitación, se dirigió hacia el largo pasillo del hospital.

Los últimos años de su matrimonio con Harry Cavanaugh habían sido nefastos, pero nunca se había sentido tan triste ni tan perdida, como si estuviera a la deriva en un vasto y solitario mar.

Se preguntó si debería contarle a Harry lo del bebé. Pero, ¿para qué molestarse? A él no le iba a importar.

 

 

En su despacho de Manhattan, Ed Cavanaugh estaba absorto leyendo una hoja de cálculo cuando su asistente le anunció por el intercomunicador que tenía una llamada importante. Tenía poco tiempo y la información del ordenador era crítica, así que ignoró la llamada y continuó escudriñando las líneas de números.

Un instante más tarde, escuchó a su asistente en la puerta.

–¿Señor Cavanaugh?

Sin alzar la vista, Ed levantó una mano para silenciarla mientras tomaba nota de las cifras que buscaba. Cuando hubo terminado, y no un segundo antes, miró a su asistente por encima de las gafas.

–¿Qué pasa, Sarah?

–Es una llamada de Australia. Se trata de Gary Kemp, y pensé que querría hablar con él.

Gary Kemp era el detective privado australiano que la familia de Ed había contratado para seguir la pista de su cuñada, que había desaparecido. Ed sintió una inesperada tensión. ¿Habían encontrado a Milla?

–Pásamelo –dijo cerrando la pantalla.

Unos segundos más tarde, sonó el teléfono y Ed lo descolgó.

–¿Alguna noticia, Gary?

–Muchas, señor Cavanaugh.

–¿La habéis encontrado? ¿Sigue en Australia? –ya sabían que Milla había tomado un vuelo de Los Ange-les a Sídney.

–Sigue en el país, pero nunca adivinaría dónde.

Ed torció el gesto. Aquel detective australiano podía llegar a ser muy insolente. No tenía intención de ponerse a jugar a las adivinanzas, aunque en ese caso sería muy fácil señalar el paradero de Milla. Tenía unos gustos completamente predecibles. Estaría encerrada en algún ático del puerto, o en hotel de lujo en alguna de las famosas playas de Australia.

–Dímelo –le exigió con un punto de irritación.

–En Bellaroo Creek.

–¿Bella qué?

–Bellaroo Creek –repitió Gary riéndose entre dientes–. Está en medio de la nada. Es un pueblo que agoniza. Tiene trescientos setenta y nueve habitantes.

Ed dejó escapar un suspiro de sorpresa.

–¿Dónde está exactamente el medio de la nada?

–Al oeste de Nueva Gales del Sur, a unas cinco horas en coche desde Sídney.

–Pero, ¿me estás diciendo que mi cuñada ha pasado por ese lugar?

–No, sigue ahí. Al parecer, es su pueblo natal. Hace tiempo que su familia se fue –continuó el detective–. Igual que la mayoría de sus habitantes. Como le he dicho, ese lugar está en las últimas. Actualmente es casi un pueblo fantasma.

Nada de aquello tenía sentido para Ed.

–¿Estás seguro de que hablamos de la misma Milla Cavanaugh?

–Sin duda. Es ella, aunque está utilizando su apellido de soltera, Grady. Es interesante. Por lo que sabemos, apenas ha tocado las cuentas bancarias.

–Imposible –contestó Ed–. No puede ser la misma mujer.

–Mire su correo electrónico. Le he enviado una foto que tomé ayer en la calle principal de Bellaroo Creek.

Ed frunció el ceño, abrió el correo, pinchó en el enlace y allí estaba la foto de una mujer vestida con vaqueros y suéter de lana de cuello vuelto.

Sin duda se trataba de Milla. Su belleza delicada y de altos pómulos era inconfundible. Su hermano pequeño se había llevado siempre a las mujeres más guapas, de eso no cabía duda.

Pero Milla tenía el pelo diferente. De un dorado rojizo y con tendencia a rizarse, como lo tenía cuando Ed la conoció, antes de que se lo alisara y se tiñera de rubio para encajar con las demás mujeres del círculo de Harry en Los Angeles.

–De acuerdo –gruñó sintiendo un nudo en la garganta–. Esto es útil. Y veo que también has mandado una dirección.

–Sí, se aloja en la posada de Bellaroo. Se ha registrado para una semana, pero supongo que se lo pensará dos veces antes de quedarse tanto tiempo. Aquí está todo tan muerto que no me extrañaría que se largara en cualquier momento.

–Bien. Gracias por la noticia. Mantenla vigilada y tenme al día de sus movimientos.

–No se preocupe, señor Cavanaugh.

Ed colgó y se dirigió al escritorio de su asistente.

–La hemos encontrado.

Sarah pareció inesperadamente complacida.

–Eso es maravilloso, señor Cavanaugh. ¿Significa eso que Milla sigue en Australia? ¿Está bien?

–Sí a las dos cosas. Pero eso significa que voy a tener que volar allí enseguida. Necesitaré que me cambies las reuniones con Cleaver Holdings.

–Sí, por supuesto.

–Habrá gente que no estará contenta, pero lo siento. Dan Brokers tendrá que aguantarse sus quejas, y puede encargarse de las demás reuniones en mi ausencia. Le pondré al corriente en cuanto se desocupe. Mientras tanto, quiero que me reserves plaza en el primer vuelo que salga para Sídney. Y alquila un coche para cuando llegue.

–Por supuesto.

–¿Y podrías llamar a Caro Marsden? Dile que estaré unos días fuera del país.

Para su sorpresa, Sarah, que normalmente era una asistente respetuosa, entornó la mirada con expresión inusualmente retadora.

–Ed –le dijo.

Y aquello ya era un mal comienzo. Sarah no solía tutearle.

–Llevas saliendo cuatro meses con ella. ¿No crees que deberías…?

–De acuerdo, de acuerdo –la interrumpió Ed apretando los dientes–. Yo la llamaré.

Sarah le miró con el ceño fruncido.

–Supongo que le vas a dar a Milla la noticia sobre tu hermano.

–Entre otras cosas –Ed aflojó la repentina tensión del cuello de la camisa. Su hermano pequeño había muerto en un accidente de avión, y el funeral estaba todavía muy reciente. La pérdida le había afectado mucho más de lo que nunca creyó posible.

–Pobre mujer –murmuró Sarah.

–Sí –respondió Ed. Y recordó. Y se preguntó…

Pero se encogió de hombros con gesto irritado, molesto por aquella repentina emoción.

–No olvides que fue Milla la que cortó y se marchó huyendo –afirmó con sequedad.

No solo eso. Le había ocultado a la familia su embarazo. Y aquella era la razón principal por la que tenía que encontrarla ahora.

–Sé que Milla es persona non grata por aquí –reconoció Sarah–. Pero siempre he pensado que era un encanto.

Seguro que sí, pensó Ed con un suspiro. Ese era el problema. Aquella mujer había sido siempre un enigma total.

 

 

Resultaba extraño estar de vuelta. Habían pasado doce largos años.

Milla condujo el pequeño coche de alquiler por un desnivelado puente de madera y tomó la siguiente desviación a la izquierda, por un camino de tierra. Cuando abrió las puertas de la granja vio el buzón rústico con los nombres de los dueños pintados en blanco: BJ y HA Murria.

No había vuelto a ver a sus antiguos amigos del colegio, Brad y Heidi, desde que se marchó del pueblo a los veinte años, deseando sacudirse el polvo del campo y viajar por todo el mundo. En aquel entonces, estaba decidida a ampliar sus horizontes y descubrir su potencial oculto, averiguar qué buscaba de verdad en la vida.

Mientas tanto, Heidi, su mejor amiga, se había quedado allí estancada en aquel pueblo. Peor todavía: Heidi había cometido el gran error de casarse con un chico del pueblo, un error que, según habían decretado sus amigas del instituto, suponía un peor destino que la muerte.

«Mejor mátame ahora», solían decir al pensarlo. Entonces tenían dieciséis años. Y estaban convencidas de que el mundo era suyo y de que era de vital importancia escapar de Bellaroo Creek.

Desgraciadamente, Heidi había cambiado de opinión y se había prometido a Brad solo unos meses después de que Milla hubiera dejado el pueblo.

Pero aunque la pobre Heidi se había quedado, estaba claro que otros muchos habían visto necesario marcharse. Bellaroo Creek era ahora prácticamente un pueblo fantasma.

Aquel descubrimiento la había sorprendido bastante. Milla confiaba en que viajar a su pueblo natal la animaría. Pero se había deprimido todavía más al pasear por la calle principal y darse cuenta de que casi todas las tiendas habían cerrado.

¿Dónde estaban los coches y la gente? ¿Y los granjeros que había en las esquinas de las calles con los dedos en las trabillas del cinturón, hablando del tiempo y del precio de la lana? ¿Y los jóvenes que solían deambular por la panadería o la hamburguesería? ¿Y las madres que llevaban a sus hijos a la clínica o a la biblioteca?

Bellaroo Creek no se parecía en nada al pueblo alegre y bullicioso de su infancia. La tienda de ultramarinos era ahora un supermercado que también hacía las veces de quiosco y oficina de correos… y eso era todo.

Incluso la panadería que pertenecía a sus padres estaba ahora vacía y cerrada. Milla se había quedado horas frente a la tienda que tan bien conocía mirando con tristeza a través de las sucias ventanas.

Desde que podía recordar, la panadería de Bellaroo había sido un lugar animado y alegre, lleno de clientes y del aroma a pan recién horneado. La gente venía desde varios kilómetros para comprar el delicioso pan de su padre, hecho con el trigo del pueblo, sus exquisitos bollos y las legendarias tartas de su madre.

Sus padres habían vendido el negocio cuando se jubilaron, y en el poco tiempo que había transcurrido desde entonces, la tienda se había convertido en un local vacío que tenía un cartel polvoriento anunciando que estaba en alquiler. Otra vez.

¿Quién iba a quererlo?

Al mirar a su alrededor y ver las otras tiendas cerradas, Milla sintió una punzada de desesperación. Había conducido desde Sídney hasta Bellaroo siguiendo un impulso nostálgico, pero se había encontrado con un lugar al borde de la extinción.

Era muy deprimente.

La pobre Heidi debía de estar volviéndose loca viviendo allí, pensó mientras recorría el camino de tierra sinuoso entre prados verdes adornados con ovejas color crema. Al menos Heidi seguía casada con Brad y tenía dos hijos, un niño y una niña. Eso sonaba bien superficialmente, pero Milla no podía creer que su vieja amiga fuera realmente feliz.

Su contacto con ella había sido esporádico: algún correo, algún mensaje en Facebook, la típica tarjeta en Navidad…

Sintió algo de aprensión, casi de miedo, cuando reunió el valor de telefonear a Heidi, y se llevó una sorpresa al ver que su amiga sonaba tan alegre y bulliciosa como cuando era adolescente.

–Ven a comer –la invitó Heidi–. Mejor todavía, ven a tomar el té por la mañana y te quedas a comer. Así verás a Brad, que vuelve sobre las doce, y tendremos tiempo antes para charlar a gusto. Quiero que me lo cuentes todo.

Milla no se sentía particularmente inclinada a compartir demasiados detalles de su historia personal, pero tenía ganas de volver a ver a Heidi. Y también sentía curiosidad.

El camino cruzó por un pequeño arroyuelo.

Cuando las ruedas pasaron por encima del agua poco profunda, imaginó a los hijos de Heidi y Brad jugando allí cuando fueran un poco mayores. Entonces dobló una curva y tuvo la primera imagen de la granja.

No era en absoluto grande, se trataba de una sencilla casita de madera blanca con porche y tejado rojo, pero estaba a la sombra de un enorme árbol y rodeada de parterres de flores bien cuidados. En un extremo había un huerto, y las gallinas campaban a sus anchas.

La casa de su amiga estaba a años luz de la carísima mansión de cristal y mármol blanco que ella y Harry tenían en Beverly Hills.

Y sin embargo, hubo algo en la rústica simplicidad de aquella casa que la conmovió inesperadamente.

«No hay que ponerse sentimental», se advirtió mientras avanzaba.

Antes de que hubiera aparcado el coche, se abrió la puerta de entrada y salieron varios cachorros y una niña pequeña de mejillas sonrojadas. Heidi iba detrás, sonriendo y saludando con la mano mientras bajaba los escalones y se acercaba. Cuando Milla salió del coche, se vio envuelta en el más cálido de los abrazos.

Tras tantas semanas de soledad, tuvo que hacer un esfuerzo por no llorar.

 

 

Ed había tratado de llamar a su padre muchas veces, pero aquel viejo arrogante tenía la costumbre de ignorar las llamadas de teléfono si no estaba de humor para socializar. Lo que solía suceder con bastante frecuencia, y eso explicaba en parte los múltiples matrimonios y divorcios de Gerry Cavanaugh y por qué sus tres hijos, todos de diferente madre, vivían ahora lo más lejos posible los unos de los otros.

Aquel día, cuando Gerry se dignó por fin a devolverle la llamada, Ed estaba en la sala de espera Vip del aeropuerto de Los Angeles, enviando los últimos correos de trabajo antes de embarcar.

–Me alegra saber que has encontrado a Milla –su padre nunca se andaba por las ramas–. Ya sabes lo que tienes que hacer cuando la veas, ¿verdad, Ed?

–Sí, claro. Contarle lo de Harry.

–Si es que no lo sabe ya.

Ed estaba seguro de que Milla no sabía que Harry había muerto. Aunque hubiera huido, se habría llevado un disgusto. Se habría puesto en contacto con ellos y habría regresado para el funeral.

–Y organizaré lo del fideicomiso para el bebé –continuó Ed–. Me aseguraré de que Milla firme los papeles necesarios.

–Eso no es todo, maldita sea.

Ed suspiró. ¿Qué más se guardaba el anciano en la manga?

–Tu trabajo principal es traer a esa mujer a casa.

–¿A casa? –aquello era nuevo–. No olvides que Milla nació y creció en Australia, papá. Para ella, Australia sigue siendo su casa.

–Al diablo. Mi nieto nacerá en Estados Unidos.

–¿Estás sugiriendo que rapte a una mujer embarazada?

Su padre ignoró el comentario.

–Encontrarás una manera de convencerla. Eres un Cavanaugh. Tienes tirón con las mujeres.

Con aquella mujer en particular, no. Ed se zafó de los incómodos recuerdos antes de que se apoderaran de él.

–Recuerda que Milla huyó de Harry y de nuestra familia, papá. Está claro que quiere poner tierra de por medio. No creo que esté dispuesta a volver de buena gana.

–Confía en mí, hijo, en cuanto sepa que es viuda, volverá sin dudarlo. Por supuesto, no recibirá ni un centavo del dinero de Harry a menos que nos permita criar al niño como a un Cavanaugh, como a mi nieto.

–Entendido –respondió Ed con desgana–. Veré qué puedo hacer.

Su respuesta fue recibida con un expresivo gruñido que no le dejó duda del descontento y la desconfianza de su padre.

Ed apretó los dientes.

–En cualquier caso, he dejado a Dan Brookes al mando y todo está controlado en el negocio, así que supongo que te veré en un par de días.

Ed terminó la llamada y se quedó mirando a través del cristal el interminable flujo de aviones aterrizando y despegando.

No le entusiasmaba la perspectiva de aquel vuelo de veinticuatro horas, pero todavía le entusiasmaba menos la tarea que tenía por delante. Después de todo, Milla había regresado a Australia porque tenía pensado divorciarse de Harry, y se sentía tan decepcionada con los Cavanaugh que no les había dicho que estaba embarazada.

Ed y su padre no lo supieron hasta que repasaron los papeles de Harry tras su fallecimiento y se encontraron con los informes médicos.

¡Pum!

Un pequeño misil fue a dar contra Ed, lanzando por los aires su teléfono móvil. Un niño pequeño con cara de ángel y gesto travieso lo miró con sus enormes ojos azules bajo el flequillo rubio. Se agarró a la pierna del pantalón de Ed para mantener el equilibrio.

–¡Ethan! –una mujer apareció por la derecha y tomó al niño en brazos–. Lo siento mucho –le dijo a Ed abriendo los ojos de par en par, horrorizada al ver las manchas de chocolate que habían dejado los dedos de su hijo en los pantalones italianos de Ed.

El niño se retorció en brazos de su madre, como si fuera consciente de que la diversión estaba a punto de acabar. Y Ed no pudo evitar recordar a Harry cuando era pequeño.