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Índice

 

Un apasionado verano, Eileen Wilks

 

Una dulce sensación, Kathie DeNosky

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

N.º 37 - abril 2014

© 2005 Harlequin Books S.A.

Un apasionado verano

Título original: Entangled

Publicada originalmente por Silhouette® Books

© 2005 Harlequin Books S.A.

 

Una dulce sensación

Título original: A Rare Sensation

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicados originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4339-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

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Wine Country Courier

 

Crónica Rosa

 

Ashton contra Ashton ¿...y contra Ashton?

 

La rivalidad existente entre dos facciones de una misma familia de viticultores del valle de Napa es cada vez mayor. Mientras que Spencer Ashton está construyendo un imperio del vino con la conocida marca Bodegas Ashton, de la que es propietario, los hijos de su anterior matrimonio con Caroline Lattimer están ganándole terreno con sus galardonados caldos Viñedos de Louret, elaborados en su finca de Las Viñas.

Es sabido por todos que Spencer Ashton se niega a tener trato alguno con ellos, y nos olemos que haya algo más que uvas fermentadas detrás del éxito de Viñedos de Louret: un deseo de revancha.

Y, por si eso no bastara para transformar el valle de Napa en el escenario de un culebrón propio de Hollywood, los rumores dicen que tiene otros hijos de otro matrimonio anterior más. De hecho, últimamente se ha visto ir y venir de Las Viñas a un apuesto ranchero, que además de estar intimando con sus hermanastros, podría quizá estar urdiendo con ellos la manera de provocar la caída del imperio de su padre.

Sin embargo, como el buen vino, esta historia necesita tiempo para madurar y alcanzar todo su potencial, así que... ¡no dejen de leernos!

Prólogo

 

Siendo como eran las once y media de una lluviosa mañana de miércoles en Crawley, Nebraska, cuando se suponía que todo el mundo debería haber estado trabajando, nadie hubiera esperado que la iglesia se llenase. Pero allí estaban la encargada de la oficina de correos, el farmacéutico y su esposa, el banquero también con su mujer..., todos sentados en los bancos que solían ocupar. Además, muchas de las familias de agricultores del condado estaban allí representadas, ya que las familias del novio y de la novia eran agricultores.

Y por supuesto las gemelas Mortimer también estaban en su sitio de siempre; el sexto banco de la hilera central. Flora y Dora no se habían perdido ni una sola de las bodas celebradas en aquella iglesia en cincuenta y cinco años, y un poco de lluvia no iba a detenerlas.

–¿Verdad que el joven Spencer es muy guapo? –le siseó Flora a Dora.

Su hermana resopló.

–La belleza no es importante; lo importante es lo que uno lleva en su interior. Ese bribón no estaría ahora ahí frente al altar esperando a la novia si...

La encargada de la oficina de correos se volvió y les lanzó una mirada de reproche.

–No me mires así, Emmeline Bradley –le dijo Dora–. Francis todavía está tocando el órgano. No sé por qué no podemos hablar cuando la ceremonia aún no ha empezado.

Flora le tiró de la manga.

–Mira, están sentando al padre de Spencer –le siseó–. No parece muy contento con la boda, ¿verdad?

Dora alzó la barbilla en un gesto desdeñoso.

–¿Y cuándo se ha visto sonreír a Frederick Ashton? Cuando no está de mal humor está de un humor aún peor. No entiendo cómo pudo ocurrírsele al padre Brown nombrarlo diácono..., aunque eso tampoco viene al caso ahora, claro.

Lucy Johnson, sentada al otro lado de Flora, se inclinó hacia delante y les dijo:

–Al menos Frederick se ha asegurado de que su hijo haga lo correcto con la pobre Sally.

Flora asintió con la cabeza.

–Pobre Sally... Claro que es comprensible que cayera en la tentación. Ese chico Ashton es tan... tan...

–Guapo –terminó Dora por ella con aspereza–. Pues yo no estoy tan segura de que Frederick Ashton le haya hecho ningún favor a Sally.

–Oh, lo que pasa es que Spencer todavía es muy joven –intervino Lucy–. Quizá sea un poco irresponsable, pero también lo era mi Charlie antes de que nos casáramos. Y hace ya cuarenta y dos años que estamos juntos.

Emmeline Bradley volvió a girarse de nuevo.

–¡Shhh!

Flora enrojeció y Lucy apretó los labios, pero Dora ni se enteró, pues estaba mirando con el ceño fruncido a Frederick Ashton, tres bancos más adelante.

Se decía de él que había sido muy severo con sus hijos. Era grande, fornido, dominante, la clase de hombre al que le gusta decir que a los niños hay que meterlos en cintura y no consentirles todos los caprichos. Dora estaba segura de que ni Spencer ni su hermano David habían sido unos niños consentidos en lo más mínimo.

Por fin Francis comenzó a tocar las primeras notas de la marcha nupcial de Wagner, y al fondo de la iglesia Sally Barnett se apretó el estómago con una mano.

–¿Nervios, querida? –le preguntó su padre.

«Más bien náuseas», pensó ella. Su padre parecía preocupado, pero quería creer que su madre tenía razón, que una vez llegasen los hijos Spencer sentaría la cabeza.

–Sí, un poco nerviosa sí que estoy –le susurró a su padre forzando una sonrisa.

Él le dio unas palmaditas en la mano.

–Es lo normal. Bueno, llegó el momento.

Juntos entraron en la iglesia, avanzando al lento ritmo de la marcha nupcial por el pasillo central hacia el altar donde los esperaba Spencer. Al verlo, a Sally le palpitó el corazón con fuerza.

Spencer estaba muy guapo con su esmoquin, aunque fuera alquilado. Le había repetido una y otra vez que no tenía importancia, pero parecía que para él sí la tenía. Era ambicioso, y quería alcanzar el éxito como fuese y vivir con toda clase de lujos. Sally sabía por qué: había crecido oyendo a su madre quejarse de lo poco que tenían y de cómo habrían podido llevar una existencia mucho más holgada si su padre no hubiese vendido la granja años atrás. No le extrañaba que hubiese acabado por creer que la felicidad dependía de las posesiones materiales.

Ella le demostraría que estaba equivocado, se prometió cuando su padre desenlazó su brazo del de él y dio un paso a un lado para dejarla con Spencer. Sería tan buena esposa que nunca se arrepentiría de haberse casado con ella.

Spencer la tomó de la mano, y a Sally le dio un vuelco el corazón, como tantas otras veces le había ocurrido con él. Sabía que no la amaba, o al menos no del modo en que ella lo amaba a él, pero sería paciente; le enseñaría a amar. Olvidadas las náuseas, el rostro de Sally se iluminó, y se concentró en las palabras del sacerdote.

Spencer miró a la que en breve iba a convertirse en su esposa. «Mira cómo sonríe la muy lagarta...», pensó. «Crees que me has cazado, ¿no es cierto?». Al descubrir que estaba embarazada, aquella niñata estúpida y egoísta había ido llorándole a su papaíto, y éste había ido a ver a su viejo hecho una furia. Sin embargo, su ira no había sido nada en comparación con la que aquello había provocado en su padre. De sólo recordarlo, un escalofrío recorrió por la espalda de Spencer.

–¿Y tú, Spencer Winston Ashton?, ¿tomas a esta mujer por tu legítima esposa...? –estaba diciendo el sacerdote–... ¿...para cuidarla y protegerla...?

Su padre, Frederick Ashton, era la única persona en el mundo a quien temía. Defendía encendidamente las enseñanzas de la Biblia, pero lo único que le importaba era su imagen, la imagen que la comunidad tenía de él, y le había dejado muy claro que no estaba dispuesto a permitir que manchara su buen nombre.

–¿...en la pobreza y en la riqueza...?

Tal vez Sally hubiera ganado aquella batalla, pero no la guerra, se dijo Spencer. Estaba destinado a grandes cosas; siempre lo había sabido; y ninguna mujer iba a retenerlo contra su voluntad.

–¿...en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte os separe? –concluyó el sacerdote.

–Sí, quiero –respondió él solemnemente.

Algún día, de algún modo, encontraría la manera de abandonar para siempre aquel agujero y salir al gran mundo que estaba allí fuera, esperándolo.

Capítulo Uno

 

Valle de Napa, California. Cuarenta y tres años después.

 

 

Cómo había echado de menos aquella luz, pensó Dixie mientras su Toyota se adentraba en la pequeña carretera comarcal. En Nueva York el cambio de una estación a otra siempre era muy brusco, y no era que aquello no tuviera un cierto encanto, el ver cómo el invierno tumbaba al otoño de un golpe certero e irrumpía sin avisar, pero en California las estaciones se alternaban de un modo más educado, diluyéndose cada una con la siguiente como en una acuarela.

Ah, pero la luz era lo mejor... esa luz del sol de enero que, aunque no tenía la intensidad de los meses de verano, se enroscaba en los troncos de los árboles, en los edificios, y se posaba calladamente sobre la tierra y las carreteras.

Estaba deseosa de plasmar en sus cuadros esa luz. Por eso había ido allí, se recordó aminorando la velocidad al acercarse al arco de entrada de la propiedad, porque tenía un trabajo que hacer; y si de paso podía deshacerse de algunos de sus fantasmas, tanto mejor.

Dixie inspiró profundamente, pisó suavemente el acelerador, y se adentró en la finca Las Viñas. A la casa se llegaba siguiendo todo de frente, pero ella tomó la curva a la izquierda para dirigirse al enorme edificio que albergaba las bodegas, las oficinas, y la sala de cata. Detuvo en el aparcamiento su vehículo, apagó el motor, y se quedó allí sentada un momento, asimilando los cambios y fijándose en las cosas que seguían igual.

Luego tomó su bolso y su sombrero, miró cómo estaba Hulk, y abrió la puerta del vehículo.

–¡Dixie!

Una mujer joven y esbelta acababa de salir al porche.

–Has llegado muy tarde –le dijo mientras bajaba los escalones de la entrada–; ¿había mucho tráfico o se te olvidó algo y tuviste que volver? ¿Y tu gato?

Riendo, Dixie le dio un abrazo a su amiga.

–El tráfico estaba horrible, no sabré qué se me ha olvidado hasta que me dé cuenta de que me falta, y Hulk está dormido en su jaula de viaje. ¡Dios santo, estás fantástica! –exclamó dando un paso atrás para mirar bien a Mercedes–. Tan delgada como siempre... en Nueva York causarías sensación... y me encantan estos mechones rebeldes –dijo tirando suavemente de uno de los mechones rizados que habían escapado del recogido–. Pero ese traje es muy aburrido.

–Bueno, no todos tenemos tu gusto de artista –replicó Mercedes haciendo una mueca divertida y sacudiendo la cabeza.

–Mmm... –murmuró Dixie mirando el edificio. Once años atrás había sido más pequeño y menos elegante–. Alguien ha hecho un buen trabajo aquí. La ampliación apenas se nota; parece como si siempre hubiera sido así. Bueno, enséñame tus dominios.

–Supongo que te refieres a la sala de catas –dijo Mercedes–. Estamos sopesando la idea de remodelarla, ¿sabes? Idea de Jillian.

Dixie ladeó la cabeza antes de seguirla dentro. Mercedes parecía tensa, y no entendía por qué cuando ella era la única que tenía motivos para estar nerviosa.

–Eh, qué bien montado está esto... –comentó mirando en derredor.

Revestimiento de madera en las paredes, luces suaves, un gran ventanal con hermosas vistas...

–¿Qué cambios tenéis pensados para la remodelación?

–Todavía no hay nada decidido, pero queremos unificar el estilo de decoración, que refleje el tema de la campaña promocional –explicó Mercedes, aún visiblemente tensa–. Las oficinas están arriba. Eli está fuera, en los viñedos, así que te llevaré con Cole –añadió dirigiéndose a una puerta que había al fondo.

Sin embargo, Dixie no se movió. Mercedes se detuvo en el umbral de la puerta abierta, y miró hacia atrás por encima del hombro con el entrecejo fruncido.

–¿Dixie? ¿No vienes?

–No hasta que me digas por qué estás tan tensa. Y no pongas esa cara de inocente –le dijo–; no cuela.

–No sé de qué hablas.

–Vamos, Merry, ¿qué es lo que pasa? ¿Se ha enfadado Cole por que me hayas contratado para hacer las ilustraciones? –quiso saber. Mercedes la miró con expresión culpable–. ¡¿Ni siquiera se lo has dicho?!

–Bueno... no exactamente.

Dixie cerró lo ojos y sintió que el estómago le daba un vuelco. Pues sí que empezaban bien las cosas...

–¿Y qué?, ¿va a despedirme antes de que empiece?

–No puede hacer eso –le aseguró Mercedes–. Hemos firmado un contrato, y tenía su autorización y la de Eli para contratarte. Bueno, no sabían que iba a contratarte a ti, claro, pero les dije que conocía a una ilustradora muy buena, y les hablé de algunas de las revistas más importantes en las que había aparecido tu trabajo, y estaban ansiosos por que firmaras con nosotros.

–Y yo siempre había creído que no te gustaba correr riesgos... –masculló Dixie abriendo los ojos–. ¿Se puede saber en qué estabas pensando?

–Pues en que Viñedos de Louret te necesita para su nueva campaña, en eso. Eres una gran ilustradora, Dixie.

–No digo que no lo sea –respondió Dixie, que si de algo no pecaba era de falsa modestia–, pero eso no explica por qué no se lo has dicho.

–¿Tienes idea de lo que es tener por jefes a tus dos hermanos mayores? –le espetó Mercedes–. Sencillamente no quise perder el tiempo discutiendo con Cole. Vamos, Dixie, sé que esto resulta un poco embarazoso para ti, pero no irás a decirme que le tienes miedo, ¿verdad? –le dijo con una sonrisa maliciosa–. Te conozco, y sé que ni un tornado podría asustarte.

¿Que si le tenía miedo? Miedo no era la palabra, más bien era «terror».

–No quiero ni imaginarme la cara que pondrá Cole cuando me vea aparecer.

Mercedes se rió aliviada.

–Estoy deseando verlo. Claro que antes de que empiece a rugir saldré pitando y tú te las apañas con él.

–Vaya, gracias; ahora me siento mucho mejor.

Pasada la sala de catas había un corto pasillo con puertas que llevaba a las bodegas, y unas escaleras que conducían a las oficinas, por donde subieron.

Once años era tanto tiempo... ¿De qué estaba asustada? De que la odiara, se respondió. Hacía mucho tiempo, sí, pero Cole no era un hombre de términos medios. O te adoraba, o te odiaba.

–Eh, Merry... –llamó a su amiga al llegar al rellano superior–. Cuando me dejes sola ante el peligro, ¿podrías ir a sacar a Hulk de mi Jeep? –le dijo tendiéndole las llaves.

–Claro –respondió Mercedes tomándolas. La miró con una sonrisa y le dio un impulsivo abrazo–. Me alegra mucho tenerte aquí de nuevo. Siento haberte traído engañada, claro, pero me alegra volver a verte.

–A mí también –respondió Dixie. Se pasó una mano por el cabello, irguió los hombros, y dijo–: Bueno, vamos allá.

Mercedes se volvió, y golpeó la puerta con los nudillos.

–Cole, nuestra artista está aquí –dijo mientras abría–. Como Shannon está enferma tengo que supervisar los trabajos en la sala de catas, así que me preguntaba si podrías enseñarle tú las instalaciones.

–Claro, cómo no –contestó esa aterciopelada voz de barítono que Dixie casi había olvidado–. Tan pronto como...

Al ver a Dixie entrar detrás de Mercedes, Cole se quedó callado.

Seguía siendo tan esbelto como lo había sido cuando Dixie lo viera por última vez, once años atrás, y continuaba llevando el cabello muy corto en un intento por domar los rizos castaños. Sus orejas seguían siendo pequeñas y bien formadas, la nariz griega, y las cejas rectas, pero el tiempo había marcado su atractivo rostro con pequeñas arrugas en las que podía leerse su carácter.

Al ver que estaba mirándola boquiabierto sentado tras su mesa, una sonrisa se dibujó lentamente en los labios de Dixie, que apenas se percató de que Mercedes salía en ese momento y cerraba tras de sí.

–Hola, Cole.

Las facciones del hermano de Mercedes se distendieron, y afloró a sus labios una sonrisa de profesional.

–Bienvenida a Las Viñas –la saludó sin levantarse–. Como estaba diciendo, será un placer enseñarte la finca... tan pronto como haya matado a mi hermana pequeña.

Dixie se echó a reír.

–Y yo que me estaba temiendo que te mostrarías frío y altivo conmigo...

–Precisamente porque sé que no te gustan las formalidades, trataré de evitarlas –respondió él, mirándola de arriba abajo de un modo casi insultante–. Nunca has sido muy puntual, pero once años me parece excesivo, incluso para alguien como tú.

Dixie sacudió la cabeza.

–No conseguirás ponerme nerviosa.

–Bueno, no pierdo nada por intentarlo.

Hora de cambiar de tema, decidió ella. Paseó la vista por el despacho, donde reinaba el orden en cada rincón a excepción del enorme escritorio de madera oscura. La cabeza moteada de un perro asomó en ese momento por detrás de él, y sus ojos marrones miraron a Dixie esperanzados.

–¡Oh! –exclamó ella, agachándose sonriente–. ¿A quién tenemos aquí?

–Se llama Tilly, y no dejará que la toques.

–¿Ah, no? –contestó Dixie desafiante.

Extendió una mano para que el animal la oliese, pero retrocedió al instante y volvió a esconderse tras la mesa.

–¿Qué le pasa; es tímida?

–Tímida, neurótica... y no muy lista –respondió él inclinándose y acariciando a la perra, oculta a la vista de Dixie–. Le asustan las tormentas, otros perros, los pájaros, los desconocidos, los ruidos fuertes... cualquier cosa que se te ocurra.

Dixie rodeó el lateral de la mesa para poder ver a la perra.

–Es una mezcla de dálmata con alguna otra raza, ¿no?

–El veterinario cree que de dálmata y galgo. La encontré hará un año en el arcén de la autopista.

–¿Y cómo conseguiste que se fuera contigo si le dan miedo los desconocidos?

Cole bajó la vista hacia Tilly con una sonrisa divertida.

–No lo sé; fue curioso, como si hubiera estado esperándome. Paré el coche, abrí la puerta del asiento del copiloto, y saltó dentro.

Dixie sacudió la cabeza.

–Será que te encuentra irresistible; al fin y al cabo es hembra.

–Pues no es mi tipo precisamente –respondió él con esa media sonrisa que Dixie recordaba tan bien–. Échate, Tilly –le ordenó al animal, que obedeció al instante. Luego, volviéndose hacia Dixie, le dijo–: Siéntate, por favor.

A Dixie le pareció que la perra tenía exactamente la cualidad necesaria para ser el tipo de Cole: un carácter sumiso, pero decidida como estaba a ser educada con él, se mordió la lengua y tomó asiento en la silla que había frente al desordenado escritorio.

«Al menos de momento todo va bien», pensó. Sintió una punzada de nervios en la boca del estómago, pero se dijo que no tenía por qué deberse al hombre sentado frente a ella, sino probablemente sólo a los recuerdos que le traía aquel reencuentro.

–Tengo entendido que has hecho maravillas con Viñedos de Louret –comentó.

–En realidad el artífice de todas las mejoras ha sido Eli. Yo sólo he ayudado –replicó él–. Bueno, ¿cómo te ha tratado la vida en estos años? Te veo muy bien.

–Gracias. Mi vida ha tenido sus altibajos, como la de cualquiera, pero no me puedo quejar. ¿Y a ti, cómo te ha ido?

–Bien, bien; en todo este tiempo no he parado. Y hablando de trabajo... tengo que felicitarte: te has convertido en una ilustradora famosa.

Dixie no pudo evitar reírse.

–Esto me enseñará a no volver a hacer una montaña de un grano de arena. No te creerías cómo temía este reencuentro. Estaba convencida de que resultaría un tanto... incómodo, y en cambio fíjate: en el rato que llevamos hablando apenas hemos cruzado un par de pullas, y aquí estamos de pronto haciéndonos cumplidos el uno al otro.

Cole enarcó una ceja.

–¿Y eso te decepciona?

–Oh, no. Bueno, quizá un poco –concedió ella. Puso los ojos en blanco, y añadió–. En fin, no es que quiera que me trates con la frialdad con la que sueles tratar a la gente que no te gusta, pero...

Los ojos de Cole relampaguearon, pero una sonrisa fácil afloró a sus labios.

–Los años me han ablandado; ahora soy un tipo afectuoso y encantador.

Aquella respuesta hizo sonreír a Dixie con malicia.

–Lo creeré cuando lo vea.

–Tengo entendido que vas a estar aquí unos días, ¿no es así? –inquirió Cole.

–Sí, y meteré las narices en todas partes porque así es como trabajo.

–Mmm... –murmuró Cole reclinándose en su sillón–. He leído críticas que te comparaban a Maxwell y Rockwell... no por tu estilo sino por el reconocimiento que ha recibido tu trabajo –comentó–, y estaba preguntándome cómo vamos a poder pagar tus honorarios, que deben ascender a una cantidad considerable.

Dixie estaba mirándolo sorprendida. Nunca hubiera imaginado que Cole hubiera seguido su carrera tan de cerca durante todos esos años.

–¿No has leído el contrato?

–No; por alguna razón Mercedes insistió en ocuparse personalmente de eso –respondió él con retintín.

–Bueno, el acuerdo al que hemos llegado es que compraréis los derechos de reproducción de mis pinturas, no las pinturas en sí. Eso os costaría mucho más –respondió. Había pensado regalarle una a Mercedes, pero por amistad, no por negocios.

–Así que... ¿vas a hacer esto como un favor a mi hermana?

Dixie se encogió de hombros.

–En parte.

Cole se puso de pie.

–¿Qué te parece si te enseño las instalaciones ahora?

–Estupendo; vamos.

Salieron del despacho, y bajaron las escaleras.

–Supongo que Mercedes te habrá dado una idea general de lo que queremos –le dijo Cole cuando llegaron al rellano del piso inferior–. Tenemos pensado publicar una serie de anuncios en unas cuantas revistas de prestigio, y queremos darles un toque artístico acorde con la personalidad y la calidad de nuestros vinos. Queremos que esa publicidad refleje que nuestra producción es artesanal, no una fabricación en serie. En fin, el caso es que aquí estás... aunque me temo que estando como estamos en invierno no sea la mejor época del año para que hagas pinturas de los viñedos.

–Bueno, mi idea era centrarme en vosotros y en la gente que trabaja aquí, no en los viñedos.

–Algo me comentó Mercedes, pero no me imagino que una imagen de Eli con un racimo de uvas en la mano vaya a darnos muchas ventas.

–Ya me dijo Mercedes que no sería fácil convencerte –murmuró Dixie. Sacudió la cabeza y, al hacerlo, su larga melena rubia se balanceó suavemente de un lado a otro–. En el mercado hay un montón de buenos vinos, y es posible que los vuestros sean los mejores, pero para poder venderlos como tales tienes que transmitir eso en una imagen, y tiene que ser algo que destaque.

–Pues no veo por qué no puedes centrarte en las vides, en las uvas, que son la materia prima. Si te consideras una verdadera artista, tendrías que ser capaz de hacer una imagen que transmita aunque sea con unas simples vides.

Dixie enarcó las cejas.

–Todo el mundo ha visto cuadros preciosos con racimos de uvas, así que uno más, por muy bien hecho que estuviera, no reflejaría lo que tienen de únicos vuestros vinos. No se trata simplemente de vender vinos; se trata de vender vinos de la marca Viñedos de Louret.

–Por supuesto que la marca es importante –contestó él–, pero, ¿por qué comercializarlo usando fotos de gente?

–Pues porque estamos hablando de vinos de boutique; lo importante es la gente que hace posible la producción de esos vinos. Os habéis consolidado con vuestro pinot noir y vuestro merlot, y vuestro cabernet sauvignon ha sido premiado en varias ocasiones, pero son vuestros tintos lo que os hace únicos. Lo que necesitáis es que la gente comprenda que al comprarlos no estarán comprando sólo vinos de una uva de gran calidad, sino también el buen olfato de tu hermano Eli y unos vinos llenos de historia por vuestra herencia materna.

Cole enarcó las cejas. Aquella Dixie no tenía nada que ver con la rebelde apasionada y poco práctica que recordaba.

–¿Te has convertido en una experta en vinos, o es que has estado informándote antes de aceptar este encargo?

–Bueno, cuando hablo con Mercedes el tema de los vinos siempre sale de un modo u otro en la conversación, pero sí, he estado informándome. Suelo hacer los cuadros que me piden con bastante rapidez, pero es porque antes de empezar me paso mucho tiempo recopilando información acerca del tema sobre el que tengo que pintar.

–¿Y qué ha sido de tu arte? –inquirió él de pronto, lleno de curiosidad–... de tus obras no comerciales, quiero decir.

Dixie se encogió de hombros.

–El mundo del arte es de miras estrechas. Si no estás dentro de la corriente que esté de moda, tu trabajo no se considera «significativo»; y eso implica que te quedas fuera del círculo de los artistas que sí están en esa corriente y de los críticos.

–Antes solía gustarte el vanguardismo.

–Y me sigue gustando; es sólo que a mí no me va. Lo que quiero hacer es arte figurativo... que los críticos desprecian sólo algo menos que el arte comercial, al que como ya sabes me dedico para poder sobrevivir –respondió riéndose entre dientes–. Una vez un profesor me dijo que tenía alma de ilustradora, pero no a modo de cumplido precisamente, como imaginarás.

–No deberían permitir enseñar a bastardos así.

–No, si tenía razón... Para mí Rembrandt también era un ilustrador magnífico –contestó Dixie sonriendo–. En fin, supongo que sonará pretencioso que me compare con Rembrandt, pero si hay algo de lo que no se me pueda acusar es de falsa modestia.

«Ni falsa, ni de ningún tipo», pensó Cole divertido. Lástima que la encontrase tan atractiva.

–¿Y el hacer encargos comerciales no... no asfixia tu creatividad?

–No; por suerte puedo escoger cuáles aceptar y cuáles no, y nunca acepto encargos que no me estimulen.

Y aun así había aceptado aquel encargo que no era demasiado estimulante y por el que sospechaba que iba a cobrar menos de lo que acostumbraba. ¿Lo hacía sólo como un favor a una amiga?

–¿Y la idea de hacer pinturas para anuncios de vino te parece estimulante?

Dixie lo miró largamente.

–¿Vas a enseñarme las instalaciones, o no?

–Sí, por supuesto.

Cole abrió la puerta más próxima.

–Ésta es la sala de embotellado; está a cargo de Randy y...

Mientras hablaba, aprovechó la oportunidad para mirar a Dixie con más detenimiento. No había cambiado mucho. Seguía teniendo un físico que haría suplicar a cualquier hombre, y una sonrisa que sugería que era consciente de ese poder. Y también seguía ejerciendo una fuerte atracción sobre la gente, ya fueran hombres o mujeres; durante la hora siguiente, los empleados a los que la fue presentando quedaban encandilados con ella sin excepción.

A Randy, por ejemplo, se lo metió en el bolsillo de inmediato; claro que Randy era joven y un ligón de nacimiento. Con Russ, el capataz de la finca, no lo tuvo mucho más difícil; era mayor, sí, pero hombre al fin y al cabo. La verdadera sorpresa se la llevó cuando le presentó a la señora McKillup, la arisca y anciana contable, que llegó a sonreír a Dixie cuando era algo que sólo se le veía hacer ante un nuevo programa de hojas de cálculo para el ordenador.

Curiosamente nada de aquello lo molestó, ni siquiera cuando vio a Russ comiendo de su mano. No sintió ni pizca de celos, y a cada presentación se fue notando más relajado. Y no era que necesitase demostrarse que se la había quitado de la cabeza, no. Desde que Dixie lo dejara, años atrás, se había propuesto firmemente que iba a olvidarla, y lo había logrado. Había hombres a los que les gustaba autocompadecerse y llorar por el amor perdido, pero él no era uno de ellos.

Sin embargo, lo cierto era que hasta ese día no había estado verdaderamente seguro de que había superado los celos. Era un alivio ser capaz de verla flirtear, y admirar su cuerpo y su risa argentina sin sentir que empezaba a hundirse en esa ciénaga que tan bien conocía.

–Me recuerda un poco a una profesora que tuve en tercero de primaria –le confesó Dixie a Cole con una sonrisilla minutos después, cuando hubieron dejado a la señora McKillup y estaban bajando las escaleras–. Me daba pavor.

–Pues yo no te he visto asustada con la señora McKillup –replicó él.

–Oh, bueno, es que hace mucho tiempo decidí que la vida es más llevadera sin intentas hacer que la gente te guste; odiar es un gasto inútil de energía. Además, es más interesante tratar de ver el lado bueno de las personas que de entrada no te caen bien.

Así que ésa, pensó Cole, era la clave de su encanto personal... No intentaba gustarle a la gente, sino que intentaba que la gente le gustase a ella. Quizá ése hubiese sido el motivo por lo que lo suyo no había funcionado, porque había demasiadas cosas en él que no le gustaban, se dijo enfadado. Aquella chispa de irritación que había saltado en su interior lo sorprendió, pero la apagó de inmediato. Ya había pasado por eso.

–Puede, pero a veces es difícil encontrar el lado bueno de algunas personas.

–Cierto. Y en algunos casos no merece la pena el esfuerzo, pero no puede saberse a menos que se intente –respondió ella–. Bueno, supongo que debería ir a descargar mis cosas del coche, aunque aún no sé dónde tengo que llevarlas.

–Nuestra madre me dijo que iba a instalarte en la antigua cochera. Recuerdas dónde está, ¿verdad?

Dixie se paró con la mano sobre el pomo de la puerta abierta, y miró sorprendida a Cole por encima del hombro.

–Sí –dijo al cabo de un momento–, sí, lo recuerdo.

¿Cómo no iba a recordarla? La antigua cochera, reconvertida en vivienda, estaba algo alejada de la casa principal, y Cole y ella habían hecho el amor allí muchas veces.

–¿Tienes que volver al trabajo, o podrías echarme una mano con mis cosas? –le preguntó Dixie–... porque no he venido precisamente ligera de equipaje...

–Tranquila, me encanta presumir de músculos con las mujeres.

Dixie lo miró de arriba abajo con un brillo travieso en los ojos.

–¿Y no tienes una camiseta de tirantes? Así los lucirías mejor.

Cole no se sorprendió de la ola de calor que lo invadió. Dixie era la clase de mujer que siempre provocaba esa clase de reacciones en los hombres. Además, tenía sangre en las venas; no era de hielo.

–¿Todavía no has aprendido que las cerillas no son para jugar, Dixie? –le preguntó quedamente.

–A veces también juego con las tijeras.

Y encima se lo tomaba a risa... Cole decidió que por el momento lo mejor sería dejarlo correr. Más tarde, sin embargo... A Dixie no le iban las relaciones largas, y sabía por qué, pero como amante podía ser pura dinamita.

Capítulo Dos

 

–Tienes un todoterreno...

Ignorando la expresión de asombro de Cole, Dixie abrió la puerta del conductor y se volvió hacia él.

–¿Vas a subir, o prefieres ir a pie hasta la cochera? –le preguntó irritada.

Cole subió al vehículo y paseó la vista por el interior.

–Te había imaginado conduciendo un Ferrari, o un coche pequeño de bajo consumo con una pegatina en el parachoques de esas que dicen ¿Has abrazado algún árbol hoy?, pero... ¿un todoterreno? –masculló. Sacudió la cabeza con una sonrisa, y añadió–: No sé, es tan...

–¿Tan qué? –replicó ella pisando el acelerador con más fuerza de la que pretendía–. Trabajo mucho al aire libre, y necesito un coche con capacidad de carga para llevar todo mi equipo. Además, es el todoterreno que menos gasolina consume de los que hay ahora mismo en el mercado –le explicó sin comprender por qué de pronto se había puesto a la defensiva–. ¿Y tú qué coche tienes ahora?, ¿un reluciente Beamer, o un Mercedes Benz?

–Un Jeep Grand Cherokee que ya tiene cinco años, con ocho cilindros –contestó él.

–Entonces... ¿tú también tienes un todoterreno?

–Sí.

Dixie lo miró, y los dos se echaron a reír.

–Bueno, parece que ya no somos tan superficiales como hace once años –inquirió ella–. Recuerdo cómo discutíamos de coches. ¡Como si tuviera la menor importancia el coche que uno conduce...! –murmuró sacudiendo la cabeza.

–Habla por ti. Yo no era superficial; sólo estúpido.

«No, estúpido no», pensó Dixie; «ambicioso más bien». Once años atrás Cole había estado obsesionado con la idea de superar en el negocio a su padre, Spencer Ashton, el padre que lo había abandonado, con la idea de demostrarle a él y a su familia que no los necesitaba. Dixie había comprendido esa necesidad, pero no había sido capaz de vivir con ello.

–¿Y cómo es que te compraste un todoterreno? –le preguntó a Cole, deteniendo el vehículo cuando llegaron a la antigua cochera.

–Bueno, hace unos años compré una pequeña cabaña y estoy reparándola, así que necesitaba un vehículo para transportar las herramientas.

–¿Estás reparándola? –repitió ella sorprendida.

El Cole al que ella había conocido nunca habría querido nada que no fuese nuevo y de primera clase.

–Sí, y no está quedando mal –respondió él mientras abría la puerta y se bajaba. Dixie se apeó también–. Cuando la compré era inhabitable, y tenía pensado tirarla y construir una nueva, pero me había aficionado al bricolaje, y se me ocurrió que sería una buena excusa para utilizar todas las herramientas que me había comprado. ¿Necesitas que lleve dentro todo eso? –inquirió señalando todos los cachivaches que llevaba en la parte de atrás.

Dixie sonrió.

–El que avisa no es traidor.

–Cierto.

Dixie tomó la maleta pequeña y el maletín con sus pinturas, y Cole la maleta grande y un grueso rollo de lienzos sin tratar. Con eso el maletero se vació un poco, pero quedaron aún muchas cosas en él.

La puerta de la cochera no estaba cerrada con llave, así que Dixie la empujó y la sostuvo con un pie.

Nada había cambiado; todo estaba exactamente como hacía once años.

Cole le dio un golpecito en las costillas con el codo.

–No es el momento más indicado para ponerte a mirar; esto pesa.

Dixie se apartó para dejarlo pasar, y entró detrás de él, deteniéndose junto al viejo sofá de cuero. La última vez que lo había visto había estado desnuda.

–Dios, recuerdo esta manta... –murmuró pasando una mano por la manta que había extendida sobre el respaldo del sillón.

Estaba un poco gastada, pero los colores no habían perdido nada de brillo.

–Y yo a ti envuelta en ella.

Sin quitar la mano de la manta, Dixie alzó la mirada hacia Cole, y el pasado colisionó con el presente, aturdiendo su mente y acelerando los latidos de su corazón.

Quería hacer el amor con Cole; lo quería desesperadamente.

De pronto una masa peluda de diez kilos se restregó por sus piernas casi haciéndola caer y emitiendo un ruido parecido al de una sierra de cadena.

Los ojos de Cole se abrieron como platos.

–¿Qué diablos...?

–Cole, te presento a Hulk –le dijo Dixie.

«Gracias, Hulk, te debo una», pensó para sus adentros, agachándose para tomarlo en brazos. El animal se dejó hacer, quedándose recostado sobre su hombro mientras acariciaba su pelaje gris.

–¿Hulk?... ¿cómo «el increíble Hulk», el superhéroe de los cómics? –masculló Cole frunciendo el entrecejo–. Es un gato, ¿no?

–¿Tú qué crees?

–Pues será mejor que avise a mi madre de que tienes un gato.

–¿No será alérgica a los gatos o algo así, no? –inquirió Dixie rascándole debajo de la barbilla como le gustaba a Hulk, que empezó a ronronear con más fuerza–. Mercedes me dijo que no había problema en que lo trajera. Siempre que voy de viaje me acompaña.

–No, no creo que haya problema –respondió Cole–, aunque dudo que nuestra madre esté preparada para esto. No ha soltado antílopes ni gacelas por la finca para que pueda cazar y alimentarse –masculló mirando al gato–. Menos mal que no viven niños pequeños en los alrededores.

–Muy gracioso; Hulk es grande, pero es un encanto. Le encanta la gente, y los niños también le gustan.

–¿Para qué?, ¿para merendar?

Dixie resopló.

–¿Se puede saber qué tienes contra mi gato?

–No tengo nada contra él; estaba pensando en Tilly.

–Oh, por eso no te preocupes. Si se siente amenazado, se subirá a un árbol, aunque por lo general no se intimida fácilmente.

–No es tu gato quien me preocupa sino Tilly. Los gatos le dan pavor.

Dixie hizo una mueca.

–Bueno, procuraré que no salga de la casa –dijo depositando sobre el sofá a Hulk, que de inmediato saltó al suelo.

Su orgullo felino le impedía permanecer donde su ama lo pusiera aunque quisiera quedarse allí.

Tuvieron que hacer otros tres viajes para descargar lo que quedaba en el todoterreno. Dixie logró no dejarse llevar de nuevo por los recuerdos que aquel lugar le traía, y cuando hubieron entrado las últimas cosas estaba deseando que Cole se fuera porque necesitaba estar sola para poner orden en las revueltas emociones que estaban agitándose en su interior en ese momento.

Sin embargo, Cole no parecía dispuesto aún a marcharse.

–Qué cojín más raro... –masculló señalando con la cabeza un cojín redondo y grande que ella había depositado en el suelo, junto a la pared.

–Es un cojín de meditación –respondió ella. Cole la miró sin comprender–. ¿Sabes lo que es el yoga?

–Así que ahora te ha dado por esas cosas raras orientales.

Dixie resopló con impaciencia.

–El yoga no tiene nada de raro. Es como... ¿Sigues yendo a correr por las mañanas?

–Dos o tres veces en semana, ¿por qué?

–Ésa es tu manera de relajar la mente; la mía es sentándome y haciendo meditación.

Cole se echó a reír.

–¡Anda ya!; lo que pasa es que eres una vaga y prefieres sentarte a hacer ejercicio.

Dixie no pudo evitar sonreír.

–Es que eso de sudar no me atrae, la verdad –contestó.

Claro que en el caso de Cole, pensó mirándolo, era obvio que con el ejercicio se obtenían resultados. A sus treinta y cinco años tenía un cuerpo tan esbelto y escultural como a los veinticuatro. O al menos esa impresión daba. Vestido no se apreciaba bien del todo y... «Basta, Dixie, no sigas por ahí», se reprendió, refrenando su imaginación.

Cole se apoyó en la pared y cruzó los brazos sobre el pecho.

–Bueno, ¿vas a ofrecerme una bebida fría ahora que te he ayudado a meter todos estos trastos?

–No te pusiste la camiseta de tirantes –apuntó ella, colocando su ordenador portátil sobre la mesa–. Además, todavía no he podido ir a comprar nada.

–Nuestra madre se habrá asegurado de que te llenaran la nevera y la despensa con las cosas más necesarias –dijo Cole. Ladeó la cabeza y la miró curioso–. ¿Es una impresión mía, o estás algo nerviosa?

–¿Nerviosa? No, por supuesto que no –replicó ella al instante. Dios, qué mal se le daba mentir...–; es sólo que estoy pensando que tengo que organizar todo esto, y... ¿No deberías estar trabajando?

–Soy el jefe; no pasa nada porque esté unos minutos fuera de mi despacho –contestó él–. Bueno, ¿no vas a decirme por qué estás aquí?

Dixie parpadeó.

–¿Tienes problemas de memoria, o algo así?

–Me refiero a que si puedes escoger qué encargos aceptar, no entiendo por qué has aceptado éste.

Dixie se encogió de hombros con una aparente despreocupación que se contradecía con el hecho de que el corazón estuviese martilleándole contra las costillas en ese momento.

–Pues en primer lugar porque lo que me pagáis me parece justo; en segundo, porque Mercedes me lo pidió; y en tercero... porque aunque el haber ignorado tu existencia todos estos años era algo a lo que le estaba tomando el gusto, también estaba empezando a interferir en mi amistad con tu hermana ahora que he vuelto a California.

–Así que has aceptado el encargo por mí –dijo él avanzando hacia ella.

–¿No te han dicho nunca que tienes un ego del tamaño de una casa?

–De acuerdo, lo diré de otro modo: has aceptado el encargo porque tenemos un... asunto pendiente.

Cada vez estaba más cerca de ella, pero Dixie no pensaba retroceder como si le tuviera miedo.

–No tenemos ningún asunto pendiente.

–Lo que tú digas –murmuró Cole deteniéndose frente a ella.

Y entonces, antes de que Dixie pudiera reaccionar, la besó. El hecho de que no se lo hubiera esperado la dejó aturdida un momento, lo justo para que comenzara a notarse ardiendo por dentro, pero al instante siguiente sus instintos la hicieron reaccionar y lo apartó de un empujón.

Cole se tambaleó hacia atrás, tropezó con Hulk, y se cayó sobre el trasero.

Dixie prorrumpió en risas, y para su sorpresa, él se echó a reír también.

–Ese endemoniado gato tuyo...

–Más te vale que no le hayas hecho daño –dijo Dixie mirando en derredor para ver dónde había ido su mascota.

Hulk, sin embargo, se había subido al sofá y estaba tan tranquilo, limpiándose el pelo con la lengua.

–Eso, preocúpate por el gato; a mí que me zurzan.

–Eres más grande que él.

–No mucho más –masculló Cole.

Sin embargo, cuando se puso de pie había una sonrisa en sus labios, y Dixie enarcó las cejas.

–Has cambiado.

–Bueno, ya no tengo veinticuatro años –respondió él. La sonrisa no se había borrado de su rostro, pero en sus ojos había una mirada intensa, que la dejó aún más descolocada que aquel breve beso–. Escucha, Dixie, ya sé que lo que tuvimos hace once años terminó, pero... en fin, podríamos intentarlo otra vez.

–Gracias, pero no me interesa –contestó ella.

Tal vez su cuerpo sí lo estuviera, pero su cuerpo no mandaba sobre su mente.

–Pues es una lástima. Dime, ¿sigues teniendo ese tatuaje en...?

–Cole... lárgate.

–Está bien, está bien, ya me marcho. Voy a estar fuera un par de días, pero cuando vuelva pienso averiguar si ese tatuaje sigue en su sitio.

Y con esas palabras se dio la vuelta y se marchó

Una mezcla de emociones contradictorias zumbaban dentro de Dixie. Se mordió el labio y,durante un segundo, las sensaciones que la habían invadido cuando Cole la había besado la inundaron de nuevo. Algo le decía que las dos semanas siguientes iban a ser cualquier cosa menos aburridas.

 

 

El lunes siguiente, por la mañana temprano, Dixie salió en busca de Hulk, que se había escapado sin que se diera cuenta. Y no era la primera vez.

Claro que tampoco era que importase mucho; Cole se había marchado en viaje de negocios el día después de su llegada, y se había llevado a Tilly con él.

–¡Hulk!, ¿dónde estás? –llamó al gato.

Ya había amanecido, pero las nubes de tormenta que estaban arremolinándose en el cielo tapaban el sol. El viento también anunciaba lluvia, y hacía bastante frío.

–¡Hulk!, ¡sabes que odio mojarme! Venga, sal de donde estés –gritó.

Pero el animal no apareció por ningún lado.

Aunque en algunos aspectos no podían ser más opuestos, tenía gracia lo parecidos que Cole y ella eran en otros, pensó. La mayoría de la gente no se llevaba a sus mascotas cuando iban de viaje de negocios, pero ellos sí. A no ser, se dijo, que le hubiera mentido y no se hubiese ido de viaje por asuntos de negocios.

No, imposible, se replicó sacudiendo la cabeza. Cole tenía sus defectos, montones de defectos y algunos muy feos, pero, a menos que hubiese cambiado mucho, solía jugar limpio: siempre iba con la verdad por delante, y nunca recurría a trucos sucios para conseguir sus propósitos. Además, no se imaginaba a su madre mintiendo para cubrirlo, pensó con una sonrisa mientras recorría los viñedos.

Aunque Caroline Ashton Sheppard había inculcado a su hijo algunas concepciones bastante irritantes acerca del sexo femenino, le caía bien. Si hubiera nacido unos tres mil kilómetros más al Este habría sido una gran belleza sureña: amable, educada, de voz suave, y con un sentido innato del buen gusto y una voluntad de hierro.

También el padrastro de Cole, Lucas Sheppard, le caía bien. Era un buen tipo, la clase de hombre capaz de devolverle la fe en el género masculino a las mujeres desencantadas como ella, recordándoles que no todos los hombres eran unos sinvergüenzas, unos inmaduros, o unos idiotas.

Ésa era otra cosa que Cole y ella tenían en común: que ninguno de los dos había crecido con su padre biológico a su lado. Claro que el caso de Cole era peor; al fin y al cabo su padre no había planeado morir y dejarla, mientras que el de Cole lo había abandonado intencionadamente.

No sabía aquello por Cole, lógicamente. No, él jamás le habría contado eso; había sido Mercedes. Cuando Cole tenía ocho años, su padre los había abandonado para casarse con su secretaria, le había robado a su esposa la mitad de su herencia, y nunca había vuelto la vista atrás.