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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Lynda Stone

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La búsqueda, n.º 298 - junio 2014

Título original: The Quest

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4344-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Uno

 

Costa occidental de Escocia, 1340.

 

Al desembarcar, Henri Gillet pensó que su llegada a aquella orilla no amortiguaba en nada la amargura de su primera derrota. Arrastró sus largas piernas por el agua, que le llegaba hasta el muslo y gritó por encima del hombro:

—Paga a ese hombre, Ev.

El escudero arrojó una bolsa pequeña de monedas al pescador y avanzó por el agua congelada hasta donde esperaba Henri, en la orilla cubierta de rocas.

—¿Dónde estamos, señor? —preguntó temblando de frío.

Aunque se esforzaba por que su voz sonara tranquila, Henri sabía que seguramente el muchacho temía lo que los aguardaba. Y a decir verdad, a él le sucedía lo mismo, aunque no por las mismas razones.

Necesitaba llegar a un lugar seguro para que el muchacho pudiera tener posibilidades de sobrevivir. Y por el momento no estaba seguro de conseguirlo. Colocaba con terquedad un pie delante del otro y procuraba combatir el dolor. Después de todo, la herida sangrante justo debajo de las costillas dolía menos que la herida del corazón. Lo había perdido todo.

Si moría, tendría que dar cuentas a Dios. Y si vivía, a su padre. Para él no había mucha diferencia. No porque esperara dureza en ninguno de los dos casos, ya que ambos lo habían tratado con benevolencia hasta el momento y volverían a hacerlo. Y eso sería mucho peor que cualquier castigo que pudieran infligirle. La derrota era, en verdad, un amargo brebaje.

Él no la había causado. De hecho, había hecho todo lo posible por impedirla. Y sin embargo, se sentía de algún modo responsable por perder lo que le habían confiado. Las vidas de los que lo habían seguido cuando los llamaron a la guerra. Se habían ahogado todos excepto el joven Everand.

—Conozco este terreno, no estamos perdidos —tranquilizó al escudero. Sintió una punzada de culpabilidad por haber arrastrado a aquel joven tan lejos de su hogar en Sarcelles para luchar contra los ingleses. Y a punto había estado de terminar en una tumba marina cuando se hundió su barco cerca de la costa de Portsmouth. Aun así, el chico de catorce años alargaba el paso para no quedarse atrás y se mostraba todavía tan deseoso de complacer a su amo como un cachorro canino. Henri movió la cabeza ante el entusiasmo de la juventud.

—Deberíais descansar, milord. Vuestra herida me preocupa —el escudero no dijo que Henri había empezado a tambalearse y daba muestras de debilidad. Y este pensó que Everand Mercier era la personificación de la compasión y la lealtad. Por eso había elegido al chico, el hijo más joven de un difunto mercader de ropa, para servirlo. Sabía que un día sería un buen caballero a pesar de su estatura.

—Creo que hay una aldea no muy lejos, costa arriba —dijo—. Pararemos allí y enviaremos recado a mi familia.

—Nos quedan pocas monedas para pagar a alguien que haga eso, milord —le informó Everand—. ¿No tendría que cruzar casi toda Escocia?

Henri se detuvo y sacó la cadena de plata que llevaba en torno al cuello. Se quitó también el anillo que llevaba en el dedo meñique y entregó ambas joyas al escudero.

—Si la muerte se apodera de mí, usa la cadena para pagar a alguien que nos lleve en carro hasta el castillo Baincroft, en Midlothian. El barón de allí, lord Robert MacBain, avisará a mi padre y se ocupará de tu futuro.

Everand no discutió ni se molestó en argumentar que era imposible que muriera; sabía que podía ocurrir. Se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Y el anillo, milord? —preguntó.

Henri sonrió y colocó una mano en el hombro del muchacho.

—El anillo es para ti. Diles a lord Robert y a mi padre que eres mi hijo.

Everand se ruborizó y rio con incredulidad.

—¿Yo, milord? ¡Miradme bien! Soy tan rubio como vos moreno. Aparte de eso, jamás creerían que vos hubierais engendrado a alguien así aunque hubierais sido lo bastante mayor para ello. Y no lo erais —añadió con sequedad—. Dudo de que fuerais... lo bastante alto entonces.

—¿Lo bastante alto? —rio a su pesar Henri, que sentía la cabeza ligera como el aire. Ev siempre podía arrancarle una carcajada, aun en la hora más oscura.

Aunque sabía que faltaba todavía para la noche, el paisaje parecía oscurecerse y temblar contra el horizonte. Henri se dejó caer de rodillas y se sentó en los talones.

—Díselo de todos modos. Lord MacBain lo aceptará. Es un hermano para mí aunque no compartimos vínculos de sangre.

—Pero señor, yo no puedo engañar a vuestra familia y hacerles pensar que soy vuestro bastardo —argumentó Ev.

—Por supuesto que no. Jamás creas que yo te pediría que negaras tu legitimidad, Ev, ni al buen hombre que te engendró. Pero es mi intención adoptarte aquí y ahora si tú no tienes nada que objetar. Aunque nunca podrás ser heredero de mi título, sí heredarás una parte de mi riqueza personal. Y te lo mereces por todo lo que has hecho por mí.

—En ese caso os doy las gracias, señor. Aunque sois demasiado generoso.

Henri respiró con fuerza.

—Temo que tenías razón en una cosa, Ev. Creo que se impone un descanso —se tocó el costado y sintió la humedad pegajosa calentarle la palma. Pensó que, después de días así, debía estar ya casi desangrado.

Dio lo que temía que podía ser su última orden.

—Ve a buscar la aldea y consigue un carro, Ev. Yo te esperaré aquí.

Se tumbó sobre el lado bueno y observó a Everand correr costa arriba en busca de ayuda. Cuando el chico se convirtió en un punto distante, Henri musitó una plegaria, cerró los ojos y dio la bienvenida al sueño. Por el tiempo que durara.

 

 

—¡Largo de aquí y déjame en paz!

A pesar de la curiosidad que sentía Iana por el chico que llevaba media hora atormentándola, no estaba dispuesta a largarse con él en una misión de misericordia. Llevaba todo el día preparándose para dejar Whitethistle y no tenía tiempo para aquello.

Colocó el hatillo donde dormía la niña en una posición más cómoda en la espalda, bajó el cubo al pozo y esperó a que se llenara. Si lavaba la ropa en ese momento, se secaría antes de que cayera la noche y podrían salir de la aldea antes de amanecer.

La compasión por el chico la impulsó a hablar mientras sacaba el cubo de agua.

—Creo que hay una curandera a una legua al norte de aquí. Dile que vaya contigo.

—Tenéis que venir vos —insistió el chico, cambiando con impaciencia el peso de un pie al otro—. Hasta ahora sois la única persona que he visto que entiende lo que digo. ¿Vuestro marido también habla mi lengua? Yo le explicaré lo que ocurre para que os permita venir. Le alegrará contar con nuestra recompensa, ¿no?

—Yo no tengo marido —repuso ella—. Ni tampoco tengo tiempo que perder con un vagabundo herido. Y ahora largo de aquí —levantó el cubo y se volvió para marcharse.

—No somos vagabundos, os lo juro. sir Henri morirá si no le llevo ayuda. Por favor.

Iana sabía que era cierto que allí nadie hablaba francés. Y aunque el chico consiguiera hacerse entender, nadie se fiaría de él. ¿Y qué mujer en su sano juicio lo seguiría por una playa desierta donde podía tener amigos mayores esperando a violarla?

Sin embargo, podía ver por sí misma que el muchacho no era un mendigo ni parecía un bandolero. Su ropa, a pesar de estar arrugada y rota, tenía una riqueza desconocida en aquellas partes.

Su habla indicaba una cierta educación y sus modales hablaban de gentileza. No dudaba de que era lo que afirmaba ser, el escudero de un caballero.

Dejó el cubo de agua en el suelo y lo miró con los brazos en jarras. Le preocupaba pensar que podía salvar a alguien con unos momentos de su tiempo y un puñado de hierbas y no hacerlo.

—¿A qué distancia has dejado a ese amo tuyo?

—Cerca de aquí —le aseguró el chico.

Iana sabía que mentía. Lo veía en sus ojos. Lo miró con dureza.

—Está bien —corrigió él, avergonzado—. Hay dos horas de camino.

—¿Dos horas? —Iana levantó las manos al cielo y puso los ojos en blanco—. ¿Por qué yo? ¿Qué te hace pensar que sepa algo de curaciones?

El escudero se colocó las manos en las caderas y adoptó un aire de superioridad.

—Muchas damas aprenden ese arte, ¿no? ¿De qué otro modo iban a cuidar de la gente a su cargo? Por favor, señora. No os lo pediría si no estuviera tan mal. Os pagaré bien.

La mujer lo miró con astucia.

—Tú me llamas dama. Si me crees una dama, ¿por qué piensas que necesito tu moneda?

El chico la miró de arriba abajo con aire especulador.

—Vuestro comportamiento y forma de hablar traicionan vuestra cuna, aunque vuestro vestido sea poco mejor que el de una campesina —observó.

Miró las chozas de ramas y adobe que había cerca.

—Y vivís aquí. Yo diría que la fortuna os ha sido adversa. Aunque no por culpa vuestra, estoy seguro —se apresuró a añadir.

Sus últimas palabras dejaban entrever sus dudas a ese respecto, y evitó mirar o mencionar a la niña dormida. Ella le había dicho que no tenía marido. Seguramente pensaba que se había deshonrado con un hombre y su familia la había arrojado de su seno a causa de ello. E Iana admitió que, aunque se equivocaba en el motivo, no andaba muy desencaminado con la consecuencia.

—Sir Henri y yo recompensamos las buenas obras, os lo aseguro.

Si conseguía algunas monedas, sería más fácil salir de aquella maldita aldea donde la había dejado Newell debido a su rebeldía. Y ya hacía días que pensaba que cualquier lugar excepto el infierno sería preferible a Whitethistle. Aunque no tenía adónde ir ni cómo llegar allí, la desesperación la empujaba a marcharse ya.

Sabía que, si no lo hacía, tendría que renunciar a la pequeña Tam. Newell jamás le permitiría quedársela y ninguno de los aldeanos la acogería. Tal vez Dios había enviado a aquel muchacho para darle los medios para huir.

—¿Cuánto me darás? —preguntó, procurando no parecer avariciosa.

El chico sacó una cadena de plata fina del interior del chaleco y se la mostró.

—Esto —dijo de mala gana—. Era para financiar nuestro viaje al Este, pero supongo que no nos servirá de nada si sir Henri muere de su herida. Curadlo y será vuestra.

Iana abrió mucho los ojos al contemplar aquella riqueza. Podía separar fácilmente los eslabones y mantener a Tam y a sí misma durante meses. Tomó una rápida decisión.

—Antes tenemos que volver a mi choza a buscar mis cosas. ¿Has dicho que su herida es un corte?

El chico la miró aliviado.

—Sí. Aunque él dice que no es muy profundo. Lo vendamos, pero no ha dejado de sangrar a ratos desde hace casi una semana. La pérdida de sangre y la fiebre lo han debilitado, pero no tiene el hedor de estar corrompido —hizo una mueca—. Todavía.

Iana asintió con la cabeza y echó a andar hacia su choza. Por suerte, ninguno de los aldeanos andaba por allí. Los hombres estaban ocupados con la pesca y las mujeres preparando la comida de esa hora del día. Hasta los más jóvenes tenían alguna tarea. Y ella prefería que nadie la viera marcharse con aquel desconocido.

No tardaría mucho en reunir sus artículos de costura y algunas cosas que no podía dejar atrás. Tam se despertó cuando entraban, así que la sacó del hatillo y le dio de comer el último trozo de pan y la última leche. La depositó luego en un barreño de barro y el chico se apresuró a salir de la choza y esperar fuera.

—Eso es, tesoro —musitó—. Esa es mi Thomasina. Eres una chica estupenda, ¿verdad? —la lavó con una tela y el agua que acababa de sacar y le puso un vestido de lino limpio.

Los ojos marrones de la niña la miraban con tal confianza que Iana sintió que los suyos se llenaban de lágrimas. Pasó la mano por los rizos oscuros de Tam.

—Nadie nos separará si de mí depende —le aseguró—. Ya has perdido demasiado estos últimos meses, y yo también. Y ahora vamos allá, querida —colocó a la delgada niña en la tela que la sujetaba antes y se la colgó a la espalda. Su carga se había convertido en un auténtico consuelo para Iana en las dos últimas semanas, algo de calor en su frío aislamiento.

Su madre había muerto de tosferina, no sin antes suplicarle que se llevara a la niña y la ayudara a sobrevivir. La pequeña Tam estaba también al borde de la muerte, pero de hambre, no de la enfermedad que se había llevado a su madre.

Lo único que sabía Iana de ellas era el nombre de pila de la niña y que la madre se había visto obligada a dejar la aldea unos meses atrás. Encontró a las dos en el bosque cuando recogía hierbas. Ninguno de los aldeanos hablaba de la madre y evitaban a la niña como si tuviera la lepra.

La niña no causaba más molestias que la ligereza de su peso en la espalda. Comía cuando le daban algo, se aliviaba cuando Iana la ayudaba y no lloraba nunca. A juzgar por sus dientes, debía tener unos dos años, aunque por su tamaño aparentaba la mitad y no andaba. La primera noche, cuando Iana la tomó en sus brazos, la niña levantó una mano, le tocó la mejilla y lanzó un maullido pequeño, como una gatita. Sí, Tam era ahora suya.

Levantó la vista y vio al chico entrar de nuevo en la choza.

—Harina de avena —murmuró. Tomó el sacó que contenía su suministro—. Y whisky —pasó la jarra al escudero. El alcohol serviría tan bien como cualquier medicamento que pudiera pedir a los vecinos.

Allí nadie apreciaba mucho las hierbas que usaba Iana para tratar heridas y enfermedades. Confiaban más en partes de animales y en viejos remedios druidas. Y en el bosque abundaban cosas mejores. Iana metió en el saco lo que creía que iba a necesitar. La vieja sanadora de Ochney había sido una buena maestra, aunque a Iana le hubiera gustado poder permanecer allí después de la infancia para haber aprendido más de ella.

Colocó la poca ropa que poseía dentro de su chal y ató juntos los extremos. Después de coser la herida de aquel caballero, se iría inmediatamente a Ayr, el puerto grande más cercano. Unos eslabones de plata de la cadena servirían para pagarse un pasaje en el primer barco que saliera de Escocia. Tal vez a la isla de Eire. Había oído decir que era un lugar hermoso de habitantes amistosos.

Le daba igual adonde la llevara el destino siempre que fuera lejos de allí. Si su hermano descubría que su exilio no le había enseñado la lección y hecho cambiar de idea sobre casarse con Douglas Sturrock, Iana no dudaba de que recurriría a medidas más drásticas. Le había advertido que no deseaba tener que ganar su aquiescencia a golpes. No sabía él el poco efecto que tendría aquello. ¡Como si por pegarle una vez pudiera hacerle aceptar una vida entera de palizas! Newell tenía menos cerebro que un sapo. Las cosas que su esposa le había contado de él sugerían que se había vuelto casi tan mezquino como había sido su propio esposo. A Iana le costaba trabajo creerlo de su hermano, pero sus acciones daban peso a las palabras de Dorothea.

Casarse con Sturrock ofrecía tanta promesa como su primer matrimonio. Iana tal vez pudiera sobrevivir, si Newell forzaba la boda, pero la pequeña Tam no lo consguiría. La huérfana indefensa sería abandonada y moriría sola y ahora Iana tenía el modo de evitar eso, una posibilidad de que ambas pudieran salvarse.

Esa idea le hizo apretar el paso hasta que el chico tuvo que correr para no quedarse atrás.

—¿Y dices que hubo una batalla en Portsmouth? —preguntó ella con curiosidad—. ¿Los franceses habéis invadido ya Inglaterra? ¿Dónde está esa ciudad?

—En la costa sur, señora. Habíamos prendido fuego al lugar y volvíamos a casa cuando el barco empezó a hacer aguas. Hicimos señas al más cercano de nuestros barcos, pero no respondieron. El barco se volcó de lado y muchos cayeron por la borda. Luego se hundió como una roca.

Hizo una pausa para respirar hondo.

—A sir Henri lo hirió un mástil roto —continuó—. Cayó sobre él cuando soltaba los barriles atados en la cubierta. Pensamos que todos los usarían para flotar, aunque no vimos hacerlo a nadie más. Creemos que murieron los treinta hombres, que solo nos salvamos nosotros.

Iana movió la cabeza y chasqueó la lengua con simpatía. Carecía de ideas políticas, pero le parecía una lástima que muriera tanta gente por ninguna causa.

Escocia siempre había estado al lado de los franceses, por supuesto. El rey David había buscado asilo en Francia cuando Bailliol, amigo del rey inglés, usurpó la corona escocesa.

Allí, en el territorio occidental, importaba poco quién gobernara. La vida seguía como siempre. Pero ella se iría de allí antes de que terminara el día y se forjaría su propio destino en el mundo.

En el castillo Ochney nadie sabría adónde había ido. Newell llegaría tres días más tarde para preguntarle si estaba dispuesta a rendirse en el tema del matrimonio. Y la idea de que descubriría su misteriosa desaparición le hizo sonreír de satisfacción.

Llevaban algún tiempo andando cuando Everand la adelantó corriendo.

—¡Ahí! ¡Ahí está! ¡Venid deprisa, señora! ¡Rápido!

Lo miró arrodillarse al lado de su amo y colocar con ternura la cabeza del hombre en sus rodillas. Se acercó a ellos y observó al herido.

No era un hombre mayor, como había imaginado.

Calculó que tendría unos treinta años, tal vez alguno más, pero no muchos. Era un hombre grande, moreno y atractivo. La pérdida de sangre explicaba la palidez enfermiza de su piel debajo de la barba corta y espesa. Un lado de sus rizos morenos estaba lleno de arena. Parecía inconsciente, o tal vez había muerto ya.

—Apártate —le dijo al escudero al arrodillarse. Desató la tela de la espalda y depositó a la niña en la arena a su lado—. Cuida de la niña —dijo al escudero.

Apartó la ropa empapada en sangre y empezó a tirar de la tela que cubría el torso del hombre.

—¡Dios tenga misericordia! —murmuró al ver la herida. Volvió a hablar al muchacho—. Trae leña y haz un fuego. Parece que estaremos aquí un buen rato —aunque sabía que sería más inteligente marcharse pronto, no podía decidirse a abandonar a aquel caballero ni a precipitar sus cuidados.

El herido abrió los ojos, pero estaba claro que no enfocaba bien, probablemente por la fiebre.

—Llevad al chico a Baincroft. Tendréis lo que queráis —musitó él en el mismo idioma de ella.

—¿Y dejaros aquí así? —preguntó ella con sequedad—. No creo que vuestro escudero lo permitiera.

El herido parpadeó con fuerza; levantó los labios en una mueca de dolor, o quizá una sonrisa.

—No, supongo que no —musitó—. Tenía poco acento, pero no había duda de que era francés—. Gracias por vuestra... ayuda —cerró los ojos.

Iana rio sin humor.

—Quizá debáis retrasar vuestra gratitud, señor. Estoy a punto de causaros más dolor del que habéis soportado ya.

Cuando volvió el chico con la leña, hizo fuego con el pedernal y la cuerda y después sacó un cuenco de metal de sus pertenencias y se lo tendió al escudero.

—Llénalo de agua del mar.

Se sentó entonces a esperar, con la silenciosa Tam abrazada a su costado.

 

 

Henri luchaba por mantener la vista fija en el rostro de la mujer que trabajaba en él y que le había quitado ya la túnica y lavado el cuerpo con el agua de mar que le había llevado Ev.

El escozor de la limpieza le preocupaba poco más que el dolor constante que llevaba días soportando. Ella le miró la cara y Henri consiguió sonreír, sabedor de que así lo consideraría valiente y estoico. Le complacía que una mujer tan bella pensara así de él cuando la verdad era que se encontraba ya medio muerto y habituado a la agonía del moribundo. Pero se iría sin quejas ni lamentos.

Ella levantó un recipiente pequeño y echó un líquido sobre la herida. La quemazón intensa que le produjo le arrancó un gemido.

—Habéis sentido eso, ¿eh? —musitó ella—. Pues aún será peor.

Henri apretó los dientes para contener la blasfemia que había estado a punto de salir de ellos. No le gustaban nada las palabras de la mujer.

Ella acercó la jarra con el mismo líquido a sus labios y le ordenó beber. Lo hizo más de una vez, ya que se dio cuenta en el acto de que se trataba de la famosa agua de vida de los escoceses. Le quemaba en la garganta casi tanto como en la herida, pero lo había probado antes y sabía que lo atontaría, que le induciría una borrachera de la que quizá no despertara nunca.

—Tardará unos momentos en afectar a vuestros sentidos —dijo ella. Dejó la jarra a un lado y sacó una aguja de la longitud de su dedo meñique. Pasó un hilo por su agujero.

—¡Por todos los santos! —murmuró él—. ¿Pensáis coserme con una aguja y cáñamo?

—Sí, y os alegraréis de ello —musitó ella—. Aunque no todavía —añadió.

La languidez causada por el alcohol empezaba a envolverlo en su cálido capullo. El sol se ponía ya en el horizonte. Veía los últimos rayos bailar sobe las olas. Se preguntó si volvería a verlo salir, pero no importaba.

—Haced lo que deseéis, señora.

Sus ojos se cerraron solos, aunque él tenía la vaga esperanza de morir mirando los hermosos rasgos de ella. Los abrió con un esfuerzo para ver si había imaginado su belleza. Era real.

Extraño encontrar a alguien así en aquellas tierras. Aunque en sus tiempos había visto una buena parte de Escocia, nunca había llegado tan al Oeste. Por alguna razón, pensaba que solo habría doncellas altas y rubicundas, de cabello sin lustre y extremidades gruesas y fuertes. Raza vikinga combinada con el fiero espíritu guerrero de los antiguos.

Pero esa mujer parecía casi delicada, de movimientos tan gráciles como los de un cervatillo ágil. Su piel hacía pensar en la leche fresca que reflejaba la luz del fuego. Cada vez que sus ojos se encontraban, en los oscuros de ella brillaban chispas. ¡Cómo le hubiera gustado verle el pelo! Lo imaginaba suave, sedoso y largo hasta la cintura, aunque lo llevaba tan bien cubierto que ni siquiera podía adivinar su color. Oscuro, seguramente, igual que sus cejas.

Volvió la cabeza y vio a Ev, sentado con las piernas cruzadas al lado del fuego. En su regazo estaba una criatura pequeña, delgada, etérea, que lo miraba con curiosidad con ojos del tamaño de nueces. ¿Una niña? ¿De dónde había salido?

Parecía irreal, con ojos de vieja, boca fruncida y un cuerpo minúsculo. Al verla daban ganas de abrazarla y protegerla. Everand pareció leerle el pensamiento y la estrechó contra sí. El acto del chico reconfortó a Henri como ninguna otra cosa habría podido hacerlo en ese momento. Pensó una vez más que algún día sería un buen caballero.

Miró de nuevo a la mujer y se preguntó si las dos serían producto de su imaginación. Pensó que la fiebre nublaba su cerebro, produciéndole visiones de esperanza y desesperación. La de esperanza le parecía más real, más sana, y decidió aferrarse a ella.

Dejó caer los párpados una vez más, contento de retener aquella imagen mientras le funcionara la mente. No le parecía mala idea entrar en el olvido con aquella visión en la cabeza.

De pronto levantó un brazo y lanzó un grito.

—¡Por todos los santos!

La mujer se apartó con rapidez del brazo levantado con la aguja en la mano.

—Tenéis que estaros quieto —dijo con firmeza.

Henri siguió el hilo tenso con la vista y vio que estaba unido a su piel. Si no se estaba muriendo ya, ella seguramente lo mataría en el acto.

—Yo lo sujetaré —oyó decir a Everand con voz profunda, como si fuera un hombre adulto y fuerte como un roble.

Henri estuvo a punto de echarse a reír al pensar en el pequeño Ev sujetándolo inmóvil. Levantó la jarra y vació el resto del brebaje fuerte que prometía alivio a aquella tortura. Estaba ya borracho, pero no lo suficiente.

—Adelante —dijo a su sanadora—. Everand me sujetará. Tiene más fuerza de lo que hace pensar su tamaño.

Sabía que debía permanecer inmóvil o pondría a Ev en evidencia. Al menos uno de los dos debía conservar cierta dignidad delante de su encantadora benefactora y Henri sabía que él ya había perdido toda la suya.

—He terminado —anunció ella al fin.

Henri saboreó la sangre de su boca, donde se había mordido el interior de la mejilla. Volvió la cabeza y escupió en cuanto Ev le soltó los brazos.

Vio de nuevo a la niña etérea, la que había imaginado antes. Estaba sentada en la arena, chupándose un dedo en silencio y con sus ojos grandes y tristes fijos en él, llorando hacia adentro sin ruido y sin lágrimas. ¿Era un espíritu que esperaba la liberación de su alma?

La mujer le acercó un trapo húmedo y frío a la cara y lo movió con gentileza mientras hablaba.

—Ahora debéis dormir. Volveré pronto con una camilla y os llevaré a algún refugio. Es probable que llueva esta noche.

—¿Viviré? —preguntó él. Dudaba de que ella pudiera salvarlo ya. La fiebre había empezado dos días atrás y empeoraba a medida que pasaban las horas. Ahora le hacía ver niños fantasmas y pensar que la muerte podía ser bienvenida, después de todo.

La mujer no vaciló en mostrarse sincera.

—Todo es posible —dijo—. Yo he hecho todo lo que puedo. El resto depende de Dios y de vos.

Henri le tomó la mano y apretó sus dedos con toda la fuerza de que fue capaz.

—¿No nos dejaréis?

Ella lo miró indecisa; su expresión se volvió resignada.

—No, no lo haré. Vuestro escudero me ha prometido la cadena de plata a cambio de cuidar de vos.

—Vivo o muerto. Esa tenía que ser la oferta —dijo Henri con voz pastosa—. Tendréis que dejarme en casa de mi hermano... de un modo u otro —vio que parecía a punto de protestar—. Es mucha plata para unas cuantas puntadas y un trago de alcohol. Sed justa.

La mujer pensó un momento en sus palabras y luego asintió con la cabeza. Metió sus instrumentos en la bolsa y tiró del cordón que la cerraba.

—Si vivís, os cuidaré hasta que podáis valeros solo. Si no os recuperáis, os transportaré al lugar al que deseáis ir. Vuestro escudero me mostrará el camino, ¿no?

Henri oyó el sonido de protesta que emitió Ev y se volvió hacia él, aunque habló también en beneficio de la mujer.

—Id al Este y cruzad el precipicio de Clyde. Cuando paséis las colinas del lado más alejado, preguntad por la dirección a Baincroft o al castillo de Trouville.

—Así lo haremos —declaró ella. Soltó su mano y se levantó.

—Un momento, señora —musitó Henri—. Quiero saber vuestro nombre.

Ella lo miró.

—Iana de Ayr —dijo después de una breve vacilación.

—¿Una mujer libre? —preguntó él, aunque no pensaba retirar su oferta si no lo era. Solo quería saber si los perseguiría algún señor feudal airado empeñado en recuperar a su sanadora.

—¿Libre? —preguntó ella, confusa; en sus ojos se hizo una luz—. Sí, lo soy, libre como un pájaro. Y tengo intención de seguir siéndolo toda mi vida. Os llevaré a ese lugar llamado Baincroft y vuestra familia me recompensará dándome trabajo allí.

Henri, que sabía ya que dejaba a Everand en manos capaces, se rindió a sus sueños enfebrecidos.

Dos

 

Iana pidió al escudero que cuidara de Tam y se perdió en la noche. Le había advertido que el destino de su amo dependía de lo bien que cuidara de la niña. Su buena predisposición a hacerlo la sorprendió y la hizo sentir culpable por su mentira. Odiaba mentir.

Pero no había mentido al decirle al caballero que era libre. Su oferta le había otorgado esa libertad y él no tenía por qué saber que su liberación era reciente.

Estaba bastante segura de que podía mantenerlo con vida y confiaba en poder lograrlo. La herida no era profunda ni estaba corrompida. Sin embargo, la pérdida de sangre o la fiebre podían llevárselo, a menos que le diera hierbas y lo tuviera caliente y seco unos días antes de intentar viajar.

Desde luego, sería más ventajoso para ella no llegar a casa del hermano del herido con un cadáver. Además, le gustaba Everand, el muchacho que cuidaba de su amo y era bueno con Tam y no quería verlo sufrir.

No era posible llevar al hombre a su choza del borde de la aldea, ya que podían descubrirlo. Y si se sabía que tenía a un hombre en su casa, su hermano haría algo más que pegarle. Y si permanecían allí hasta que el caballero pudiera viajar, Newell los alcanzaría. Solo disponían de tres días para alejarse todo lo que pudieran.

Lo mejor sería ir a una cueva cercana y ella conocía una que podía servirles. Era allí donde había pensado ir con Tam a esconderse de su hermano hasta que este abandonara la búsqueda. El problema era llevar allí al caballero. No podía andar y ella no tenía animales que lo trasladaran. Su único recurso era buscar uno.

¿O por qué no tres? Si la pillaban, el castigo sería el mismo por uno que por tres. Solo podían ahorcarla una vez. Además, no le gustaba la idea de atravesar Escocia con Tam colgada a la espalda y tirando del caballero en unas parihuelas con la única ayuda de un muchacho.

La aldea más cercana a Whitethistle estaba al menos a dos leguas. La conocía bien, ya que se hallaba dentro de las propiedades de su difunto esposo, el viejo demente que lo único que le dio antes de morir fueron dos años de miseria abyecta.

La familia de él le quitó todas sus joyas y se quedó también con la dote, por lo que Iana consideraba que sus hijastros, fruto de un matrimonio anterior del viejo, estaban en deuda con ella por haber soportado a su padre sin protestar. Y seguro que había tres monturas en alguno de los establos.

Se subió las faldas y apretó el paso. Si iba a convertirse en ladrona, sería mejor hacerlo antes de que se impusiera el sentido común.

 

 

Henri abrió los ojos en medio de una oscuridad completa. No había luna, no había nada. Por un momento creyó que la muerte había acabado con todo excepto con el dolor, siempre presente. Percibió que estaba en algún sitio cerrado, no al aire libre y oyó cerca el ronquido casi inaudible de Everand, mezclado con el suave relincho, más lejano, de un caballo. ¿Estaba en un establo?

—¿Ev? —susurró.

Una mano fría tocó su frente. La mujer. Inhaló su aroma a hierbas dulces y la esencia propia de su sexo.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—En una cueva —repuso ella, con voz melodiosa y consoladora. Le acercó algo a los labios—. Masticad esto. Os ayudará a descansar y bajará la fiebre.

Henri aceptó la hierba, que estaba amarga, pero teniendo en cuenta que ella le había cosido la herida y lo había resguardado de los elementos, le debía al menos aquella confianza. Masticó unos momentos y escupió luego los restos amargos.

—Por la mañana nos vamos de aquí —dijo.

—¡Qué impaciente! —rio ella—. Temo que pasará al menos un día más antes de que podáis montar, mi buen señor.

—He navegado por toda Inglaterra en peor estado. Y creo que unos días a caballo no me matarán ahora.

—Como deseéis, pues —repuso ella con suavidad—. Pero ahora tenéis que dormir, señor.

—Henri —susurró él. Tanteó en busca de la mano de ella hasta que la encontró y le apretó los dedos—. Mi nombre es Henri.

Comprendió que debía tener más fiebre de la que creía para mostrarse tan informal con una mujer. Ni siquiera sus amantes lo llamaban por su nombre de pila, y él nunca había alentado nada parecido. No obstante, ella parecía creer que era un simple caballero. Y la mayoría del tiempo él prefería ser un caballero entre muchos y no el heredero de la dinastía Trouville. Le permitía más libertad y camaradería.

—Yo soy Iana —dijo ella.

—Lo recuerdo. Iana —repitió él para probar el sonido del nombre en su boca—. Y supongo que tu padre se llamaba Ian.

—Mi abuelo —repuso ella.

—Yo conozco a un Ian —dijo él—. Y es un sinvergüenza.

La mujer se echó a reír.

—Descansad ahora... Henri —le aconsejó con suavidad.

Su dolor se había adormecido un tanto y el frío de la palma de ella parecía llevarse parte de su calor.

—Mágico —sonrió él en la oscuridad.

Escuchó, y le pareció oír los latidos del corazón de ella, o tal vez eran los suyos. Un caballo relinchó otra vez y Ev emitió un sonido de protesta en respuesta a un sueño. Por primera vez en semanas, Henri se sentía lo bastante seguro y lo bastante bien para abrazar el sueño sin pensar en la muerte.

—¿Los caballos son vuestros, señora? —preguntó Everand. Acarició el cuello del más pequeño, una yegua nerviosa.

—Ahora sí —contestó Iana.

El chico sonrió.

—Los habéis robado, ¿verdad? Lo supe cuando volvisteis con ellos. ¿Matasteis a alguien por ellos?

—Por supuesto —se burló ella, arrugando la nariz. Sujetaba con fuerza la soga atada al caballo más grande, dejándole solo espacio suficiente para bajar el cuello y beber del arroyo—. La verdad es que dejé un eslabón de plata en pago.