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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Katherine Garbera

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Indiscreciones amorosas, n.º 111 - noviembre 2014

Título original: A Case of Kiss and Tell

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4897-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

 

Conner Macafee estaba acostumbrado a que los periodistas anduvieran siempre indagando en su familia. Su tío abuelo había sido hombre de confianza de John F. Kennedy, y su familia era considerada el equivalente a la realeza del país, tanto en política como en los negocios.

Pero Nichole Reynolds, periodista de sociedad que trabajaba en el periódico de ámbito nacional America Today, hacía su trabajo de un modo completamente distinto. Se había colado en la fiesta que su familia había organizado para celebrar el Día del Cuatro de Julio en Bridgehampton, haciendo todo cuanto había podido para no desentonar, pero por el momento no lo había conseguido. Además, sabía por qué estaba allí Nichole: porque él había rechazado sus peticiones de entrevistarle, tanto las de la periodista como las de sus jefes. Sabía que era amiga de Willow Stead, la productora de Sexy and Single, el programa de televisión patrocinado por su empresa, Matchmakers Inc. Estando como estaba el programa en antena, Nichole quería escribir una serie de artículos sobre el servicio de búsqueda de pareja que había fundado su abuela. Pero no confiaba en los periodistas, y nunca concedía entrevistas. Para eso tenía en nómina a un director de marketing.

–¿Quién es, Conner? –le preguntó su madre, Ruthann Macafee.

–¿A quién te refieres, madre? –le preguntó él, apartando la vista de Nichole. La miraba constantemente solo porque pretendía tenerla controlada, nada más. Ni su impresionante melena pelirroja, que le caía en ondas hasta más abajo de los hombros, ni el increíble vestido blanco ceñido que llevaba suscitaban su interés

–A la mujer a la que estás mirando embobado. No la conozco, así que supongo que no pertenece a nuestro círculo.

Su madre tenía sesenta y cinco años, pero parecía ser por lo menos quince años más joven gracias al estilo de vida que llevaba. Jugaba al tenis y organizaba actos benéficos. Incluso cuando un accidente de avión segó la vida de su padre y dejó al descubierto un escándalo que habría destrozado a otras mujeres, ella se enfrentó a todo con su modo de hacer fuerte y discreto.

–Nichole Reynolds, una periodista –le informó.

–Ay, Dios. Me pregunto qué hará aquí.

Conner le pasó un brazo por los hombros.

–Ese programa de la tele en el que estoy participando… quiere entrevistarme por eso.

–¿De verdad? ¿Y vas a concederle la entrevista? Siempre me ha parecido de muy mal gusto hablar de la vida privada de las personas.

–Soy consciente de ello –contestó Conner, besándola en la frente–. Creo que lo mejor será que nos deshagamos de ella antes de que pueda comprometernos.

–Buena idea. ¿Quieres que le pida a Darren que la acompañe a la salida? Y, por cierto, ¿cómo ha conseguido entrar?

–No hay por qué molestar al jefe de seguridad con algo así –respondió. Él llevaba ocupándose de mujeres de esa clase desde los catorce años–. Seguramente ha venido como acompañante de alguien.

–El año que viene me aseguraré de que las invitaciones sean más restrictivas –contestó su madre–. No quiero que puedan colársenos más de su clase.

–¿De la clase de quién? –preguntó Jane, su hermana, que acababa de llegar junto a ellos.

Jane era una mujer elegante y moderna que tenía su propio programa en televisión de cocina y tendencias. No rehuía a los medios como él y su madre, pero era porque ella apenas había sufrido el mazazo de la infidelidad de su padre.

–De una periodista.

–El azote de Dios –bromeó Jane, guiñándole un ojo–. ¿Dónde está? Ya me ocupo yo de ella.

–Yo lo haré –intervino Conner, intentando cortar por lo sano la conversación.

–¿Quién es?

–La pelirroja –contestó su madre.

–Ah… ya veo por qué quieres ocuparte tú. A por ella, hermanito.

–Mamá, creo que a esta niña deberías haberle aplicado más disciplina cuando era pequeña

–Es perfecta –contestó su madre, tras lo que Jane le sacó la lengua a su hermano.

Moviendo la cabeza, se alejó de ambas y fue abriéndose paso entre los asistentes a la fiesta.

Ella lo miró al verlo acercarse y en sus ojos vio aflorar la culpabilidad un instante, antes de que la ocultara tras una brillante sonrisa.

–Conner Macafee –exclamó, quizás con demasiado entusiasmo–. El hombre al que quería ver.

–Nichole Reynolds –le contestó él imitando su energía–. La mujer a la que no recuerdo haber invitado.

–Si hubiera tenido que esperar a recibir una invitación de tu parte, nunca habría tenido la oportunidad de hablar contigo en persona.

–Eso es porque no concedo entrevistas.

Su padre había estado metido en política, e incluso después de abandonar esa actividad, sus negocios requerían de la prensa, para lo que los periodistas debían tener libre acceso a su vida. Ya con quince años, Conner había sido fotografiado y entrevistado por todas las revistas del corazón, y detestaba vivir en una pecera. Entonces se juró que no permitiría que le ocurriera lo mismo cuando fuese adulto.

La verdad era que se le había dado bastante bien, teniendo en cuenta que llevaba una vida social bastante activa e incluso tenía fama de ser un mujeriego; nunca concedía entrevistas y rara vez conseguían captarlo los objetivos de los paparazzi.

–Creo que estás reaccionando así por alguien del pasado –dijo ella, una vez estuvieron algo alejados de la gente, y se soltó de su brazo–. Prometo que será indoloro.

–A lo mejor lo que me gusta es el dolor –respondió Conner, principalmente para no morder su anzuelo, pero también porque a veces tenía la sensación de que sentir dolor era el único modo de recordar que estaba vivo.

–¿Me responderías a unas cuantas preguntas?

–No.

–Estoy dispuesta a hacer lo que sea para conseguir esta entrevista, Conner.

Su determinación le sorprendió. Hacía mucho tiempo que no se encontraba con alguien tan decidido a conseguir algo de él.

–¿Lo que sea?

–Sí. Todo el mundo sabe que siempre consigo contar la historia que quiero contar, y me estás haciendo quedar mal en el trabajo.

–Y eso no podemos permitirlo, ¿verdad? –le preguntó él, poniendo con suavidad las manos en sus hombros.

Era alta para ser mujer. Debía de rondar el metro setenta y seis. Aun así solo le llegaba a la altura del pecho y le gustó la sensación de poder que le otorgaba mirarla desde arriba.

–Sabes que no concedo entrevistas.

–Pero esto es distinto. Ahora tienes un programa de televisión.

–Yo no. Mi empresa. Es muy diferente.

–Tu padre no lo entendía del mismo modo. Prácticamente vivía en las páginas del Post.

–Yo no soy mi padre. Mi respuesta sigue siendo no.

–Por favor… –insistió ella, echando hacia atrás la cabeza con un mohín en los labios.

Tenía una boca tan sensual que Conner deseó gemir en voz alta, y sintió un latigazo de lujuria.

–Podría llegar a hacerlo, pero el precio sería alto.

–Fíjalo tú.

Con dos dedos tomó un mechón de su pelo y se lo enrolló en el índice, ante lo cual ella se sonrojó. Tenía la piel clara con algunas pecas poco marcadas, y Conner la sintió suave bajo su mano. La deseaba.

Pero sabía que nunca podría estar con ella. No podía estar con una mujer en la que no confiaba y cuya lealtad acabaría estando siempre con su periódico. Pero tampoco quería dejarla marchar sin robarle al menos un beso

–Sé mi amante durante un mes, y contestaré a todas tus preguntas.

Nichole clavó la mirada en los ojos más azules que había visto nunca e intentó comprender lo que acababa de oír. No se había imaginado que un hombre tan… conservador pudiera excitarla tanto. Vivían en mundos diametralmente opuestos, y sabía que estaba jugando con ella.

Estaba acostumbrada a hacer lo que fuera necesario para conseguir una historia, pero aquello era… arriesgado, y el problema era que deseaba contestar que sí. Pero su sentido de la ética la empujaba a dar un paso atrás, aun a sabiendas de que la estaba poniendo contra las cuerdas a propósito.

–¿Un mes? Pero ¿qué clase de secretos guardas? Solo tenía pensado preguntarte acerca de Matchmakers, pero por ese precio, tendrías que darme acceso hasta el último rincón de tu persona.

Sabía que no estaba dispuesto a negociarlo. ¿Por qué iba a estarlo? Había leído lo que publicó la prensa tras la muerte de su padre, los detalles de la otra familia que Jed Macafee había mantenido oculta, y fotos de Conner y su hermana, Jane, abandonando el país en el avión de un millonario griego, los dos con un aire de infinita tristeza donde antes todo eran sonrisas.

Conner jamás permitiría que le entrevistara. Desde el primer momento sabía que sería una carambola, pero había decidido intentarlo de todos modos. Su padre siempre decía que había que romper un montón de huevos para hacer una tortilla.

–No. Si accedes, seré yo quien especifique los parámetros, y, si traspasas un solo límite establecido, te marcharás y no volverás a molestarme.

–Si accedo, cerraremos un acuerdo que nos parezca interesante a los dos. ¿Cómo se te ha ocurrido proponerme algo así?

–Porque sé que me vas a decir que no –respondió él, con la confianza de un hombre convencido de tener todas las cartas en la mano–. Aunque la verdad es que me gustaría mucho besarte.

–¿Un beso, una pregunta? –sugirió Nichole.

Él la miró enarcando las cejas.

–¿Y eso va a ser suficiente para ti?

–¿Y para ti lo va a ser un beso? –contraatacó ella. Era la primera vez que sentía un deseo tan repentino por un hombre. Al menos, un hombre en la vida real, porque tenía que reconocer que la primera vez que vio a Daniel Craig haciendo de James Bond había sentido deseo al instante.

–No –admitió Conner.

–Bien. Entonces, ¿seguimos con lo de una pregunta, un beso?

–Un beso es todo lo que quiero. Un poco más, y tendrás que acceder a ser mi amante.

«Su amante». Sonaba fascinante. Siempre había deseado secretamente poder ser Gigi y que su Louis Jourdan la mirara y sintiera el zarpazo de la pasión de inmediato, pero ¿sería capaz de hacerlo?

–Quiero hacer una serie de entrevistas sobre las relaciones entre hombre y mujer, y cómo imperan en nuestra sociedad servicios y páginas web como Matchmakers Inc. No había pensado preguntarte nada personal, Conner.

–¿No me habrías preguntado si he recurrido alguna vez a esos servicios?

–Bueno, admito que seguramente te habría hecho alguna pregunta personal. Soy una buena periodista.

Se moría por saber si la familia secreta de su padre era la razón por la que él continuaba soltero, y sabía que, si conseguía sonsacarle la respuesta, podría ponerle el precio que quisiera a la entrevista y venderla al mejor postor. Pero el precio a pagar era elevado. ¿Podría mirarse al espejo a la mañana siguiente si accedía a semejante acuerdo?

Los periódicos compraban toda clase de entrevistas de continuo, pero pagar con su cuerpo… en fin, que no le parecía bien. ¿Sabría cómo engatusarlo y hacerle creer que se acostaría con él, y alimentar mientras su lujuria con besos para conseguir lo que quería de él?

Conner le estaba pidiendo algo que no le había entregado antes a ningún otro hombre: control sobre su cuerpo. Pero le estaba ofreciendo a cambio algo que nunca le daría a otra mujer: acceso a su vida privada.

–Ya me lo imaginaba. Entonces, ¿qué decides, Nichole? ¿Quieres venirte conmigo y ser mi amante, o le pido a alguien de seguridad que te acompañe a la puerta?

Ladeó la cabeza mientras sopesaba el asunto. Debería decir que no, eso estaba claro. El buen juicio era lo que pedía. Pero ser razonable no era su prioridad en aquel momento.

Sentía mucha curiosidad y se dio la vuelta para que la acompañase a sentarse en un banco rodeado de setos, donde pudieran tener un poco de intimidad.

Seguía teniendo las manos sobre sus hombros, el calor que desprendía su cuerpo la quemaba, y el perfume de su loción era de lo más tentador. Un beso era lo mínimo que podía desear.

–No puedo decidir hasta que nos hayamos besado –le dijo.

–¿Por qué?

–Porque necesito saber exactamente dónde me estoy metiendo. La química sexual no es exacta como las matemáticas.

Deslizó una mano por su brazo y llegó a su cintura, y la acercó hacia él, mientras con la otra buscaba su nuca. Estaba ligeramente desequilibrada y tuvo que sujetarse en él antes de mirarle a los ojos, tan azules.

Él bajó la cabeza muy despacio, sin dejar de mirarla un instante, y ella se humedeció los labios, que se le habían quedado secos. Pero Conner no se apresuró. Tenía unas gruesas pestañas negras, tan negras como su pelo, y le parecieron preciosas, aunque, a decir verdad, todo en él le gustaba.

Sintió su aliento en la boca poco antes de que la rozara con aquellos labios húmedos, duros y perfectos. La caricia de sus bocas fue liviana, y dejó sus labios temblando. Ladeó la cabeza y ella sintió la punta de su lengua colarse entre ellos.

Frotó su lengua con la de ella y Nichole se olvidó de respirar mientras el temblor que se le había iniciado en los labios le bajaba por el cuello y llegaba al pecho. Donde quiera que la tocara se generaba un fuego, una sensación intensa, y se apoyó más aún en él para saborear el interior de su boca.

Conner se separó pero no la soltó. Sabía que lo razonable era alejarse de él, pero su cuerpo le pedía lo contrario, sentía los senos llenos y anhelaba poder frotarlos contra su pecho. Él la miraba fijamente y percibió un brillo de indecisión en sus ojos.

Con eso bastó para confirmarle que él estaba tan desorientado por aquella súbita acometida de deseo como ella. Le besó una vez más antes de separarse.

–Bueno. Ha llegado el momento de la pregunta, ¿no?

–Sí. Y eso ya cuenta como pregunta.

Demonios… debería haberse imaginado que jugar con él no era fácil y que ganarle no iba a ser tan sencillo.

–Hablemos. No pensé que fueras a ser tan tramposo.

–Esta noche, no. Tengo que volver a la fiesta.

De ningún modo iba a permitir que se marchara, y menos así, de modo que puso la mano en su brazo cuando ya se daba la vuelta para marcharse y, sosteniendo su cara entre las manos, lo besó con todo su ardor.

Él la sujetó por la cintura y se fundieron en un beso descarado y apasionado, terrenal y sensual.

–¿Es eso un «sí» a ser mi amante? –preguntó con arrogancia.

–No tan deprisa. Tengo una pregunta que hacerte y no me vas a engañar como antes.

–¿Por qué quieres hacerme otra pregunta?

–Porque necesito estar segura de que la información que vas a darme vale el precio que estoy pagando.

–Muy bien, pregunta.

–¿Por qué sigues soltero siendo el propietario de un servicio de búsqueda de pareja que funciona a las mil maravillas?

–Porque lo prefiero.

–Eso es trampa.

–¿Trampa? ¿Por qué?

–Porque eso no es contestar.

–Es que es la única respuesta que tengo. Bueno, ¿sigues interesada o no?

–Quizás. Pero tus respuestas tendrán que ser mejores.

–Soy yo quien tiene todas las cartas.

–¿Seguro? –le preguntó, porque sabía que la deseaba. Se acercó de nuevo a él, pero no lo besó, sino que se aproximó cuanto pudo a su cuerpo, hasta tocarlo. Sus pechos se rozaban con él cuando se acercó a decirle al oído:

–Creo que tengo algo que tú quieres.

Conner la agarró por la cintura para tirar de sus caderas y que sintiera su erección. Nichole se estremeció.

–Trataremos los detalles mañana por la mañana –dijo–. En mi oficina, a las ocho.

Ella asintió, pero él ya se alejaba, y lo único que pudo hacer fue ver cómo se iba. No obstante, había conseguido una victoria, más o menos.

Ya no tenía objeto permanecer allí, de modo que echó a andar hacia su coche. Sabía que estaba corriendo un serio riesgo, pero decidió aceptar; conseguiría la historia, y al hombre.

Capítulo Dos

 

A la mañana siguiente, Nichole se vistió para matar en su apartamento del Upper East Side de Manhattan. El ascensor con paredes de espejo le devolvió su imagen y el silbido de alguien que pasaba al tiempo que ella subía a un taxi le confirmó que estaba perfecta.

Le dio al taxista la dirección y se relajó en el asiento, pero por dentro iba hecha un lío de besos y preguntas. Quería ser como Ann Curry, la afamada periodista: abierta y sencilla, pero capaz de hacerle preguntas difíciles que no quisiera contestar.

Tenía que mostrarle que estaba allí dispuesta a triunfar, que era una periodista seria… aunque el hecho de haber vendido una pregunta por un beso lo podía echar a perder. Pero de alguna forma necesitaba abrir la puerta.

El taxi se detuvo ante su edificio y pagó al taxista antes de bajar. Respiró hondo y se encaminó hacia la puerta giratoria. Sin dudar, entró con paso firme al vestíbulo.

Sonrió al guardia de seguridad al darle su nombre y el hombre se puso tan nervioso que se le cayó el bolígrafo. Empezaba bien. El guardia le entregó la identificación de visitante y le indicó dónde estaban los ascensores. Subió sola, y, cuando las puertas se abrieron, se encontró ante un enorme rótulo que decía Macafee International.

Una recepcionista anotó su nombre y la invitó a tomar asiento en la sala de espera.

–Señorita Reynolds, sígame, por favor –le dijo la recepcionista un par de minutos después.

Tomaron un largo pasillo hasta llegar a una puerta con el nombre de Conner en ella. Estaba abierta y entró. Lo primero que le llamó la atención fue el tamaño del despacho. Era grande, con una pared de cristal que daba al centro de la ciudad, y ella permaneció quieta casi un minuto, con el sol a espaldas de Conner, de modo que no pudo distinguir cuál fue su reacción.

Él se levantó y bordeó la mesa para ofrecerle la mano.

–Buenos días, señorita Reynolds.

–Creo que a estas alturas podemos dejarnos de formalidades, Conner. Llámame Nichole, por favor.

–Directa como siempre.

–¿Creías que iba a haber cambiado desde anoche? A ver si no vas a ser tan listo como yo creía.

Él se echó a reír, y ella sintió deseos de sonreír también. Parecía un hombre divertido. Si se hubieran conocido en otras circunstancias… quizás. ¿Quizás, qué? Nunca se habrían conocido si su amiga Gail Little no hubiera decidido acudir a su empresa de búsqueda de pareja, y no hubiera accedido después a que se grabara un programa de televisión que diera cuenta de sus citas.

Gail había decidido probar con su empresa después de no haber podido encontrar un hombre que le interesara de verdad. Como dueña a su vez de una empresa de relaciones públicas, estaba siempre muy ocupada y no tenía tiempo, y, cuando se lo contó a ella y a su otra amiga, Willow, a esta se le ocurrió de inmediato la idea de grabar un programa para la televisión con su experiencia.

–Creo ser capaz de sorprenderte aún –dijo él.

Seguro que sí.

–¿Has decidido rendirte y concederme la entrevista? Imagínate lo tranquilo que te quedarías después.

–Siéntate, por favor –la invitó–. Creo que debes de estar un poco mareada si de verdad piensas que sería liberador para mí conceder una entrevista.

Se acomodó en el sofá de cuero colocado frente a su escritorio, se recostó y cruzó las piernas, todo bajo su atenta mirada. Deliberadamente dejó que el borde de la falda se le subiera un poco por las piernas para ver su reacción.

Las pupilas se le dilataron y se inclinó hacia delante, apoyando los codos en el escritorio. Ahora sabía que no se había imaginado la atracción que había sentido entre ellos la noche anterior. Había sido tan fuerte, tan intensa, que casi se había temido que fuera un sueño.

–¿Has meditado la proposición de convertirte en mi amante? –le preguntó.

–Creía haberte dejado claro que no iba a hacer tal cosa. Esperaba que hubieras recuperado la cordura.

–A mi buen juicio no le pasa absolutamente nada. Simplemente soy un hombre que persigue lo que desea, Nichole, y siempre lo consigo.

–Pues en ese caso, te has encontrado con la horma de tu zapato, porque yo nunca pierdo.

–¿Nunca?

No, a menos que tomara en consideración su infancia, pero nunca lo hacía. Formaba parte del pasado, y entonces era demasiado pequeña para saber cómo enfrentarse a ello.

–En los últimos años, no. Estoy segura de que podremos encontrar la fórmula para…

–Yo ya la tengo. Yo te deseo, y tú a mí. Los dos tenemos algo que el otro quiere. Ahora solo falta dilucidar hasta dónde estamos dispuestos a llegar cada uno para conseguirlo.

Sabía que hablaba en serio. Podía leerlo en su mirada.

–Yo estoy dispuesta a seguir con lo de un beso por pregunta.

–Pues yo no. Y no me puedo creer que tú lo estés. No soy la clase de hombre que pueda hacer algo así. Cuando te tenga en mis brazos te garantizo que no podrás pensar en preguntar nada.

Un cálido estremecimiento le recorrió la espalda. Quería estar en sus brazos y sabía que a él le costaría muy poco hacer lo que decía. Bien pensado, podía renunciar a la entrevista y tener una aventura con él. Sería como un rayo que cae en la tierra seca con todo su fuego, provocando un incendio que abrasaría el control hasta dejarlo inutilizable.

Luego él seguiría su camino y ella se quedaría sola. Cambió de postura, descruzando y volviendo a cruzar las piernas, porque con ello sabía que él se distraería y ganaría algo de tiempo para pensar. Pero el tiempo no le dejó más claro el camino a seguir, porque ella quería algo más que una aventura.

Encontrar sexo era fácil, pero la oportunidad de aquella entrevista se presentaba solo una vez en la vida, y dudaba que Conner fuese a llegar mucho más allá si se rendía sin más. Iba a hacer que le costara trabajo conseguirla.

–No creo, Conner. Tú me pareces un hombre muy competente, y estoy segura de que, si te pones a ello, podrías responder fácilmente a mis preguntas, a menos que tengas miedo a revelar más de lo que querrías si bajas la guardia.

Vio que sus palabras habían acertado en la diana porque la miró en silencio cruzando los brazos y apoyando la espalda en el respaldo de su butaca. Un momento antes estaba inclinado hacia delante, intentando convencerla, pero ahora era como si se hubiera interpuesto una barrera entre ambos. Allí estaba el Conner Macafee que ella se había esperado encontrar.