cover.jpg

portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Diane Perkins

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una reputación en peligro, n.º 561 - octubre 2014

Título original: A Reputation for Notoriety

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4899-3

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Nota de la autora

 

Una reputación en peligro es el primero de los dos libros del Club de la Máscara, una serie en la que las identidades están ocultas y los deseos al descubierto. El Club de la Máscara es un garito de juego, un establecimiento lúdico del Londres del período de la Regencia, de aquellos en los que muchos caballeros -y también damas- perdían grandes fortunas jugando a las cartas o los dados.

Mi historia personal con las cartas no es tan impresionante. De niñas, mis hermanas y yo jugábamos con una ruleta de juguete y fichas de póquer. Aprendimos a jugar al veintiuno y a una especie de póquer primitivo. Aquellos juegos, sobre todo cuando se practicaban con apuestas imaginarias, fácilmente podían durar un día entero, y a menudo ocupaban buena parte de nuestras vacaciones de verano.

Mi padre no tenía interés alguno por las cartas, pero a mi madre y a mi tía (la tía Loraine de mi dedicatoria) les encantaba. Cada vez que nos reuníamos con su hermana y nuestras primas, nos moríamos de ganas de jugar.

Solíamos jugar al Shanghái, un complicado juego de naipes que adaptamos para hacerlo todavía más excitante. Nos jugábamos dinero. Quince céntimos era la postura inicial, pero también se podía ganar (o perder) monedas de mayor valor. Aquellos juegos eran ferozmente competitivos y de una alegría desenfrenada. Incluso ahora, cuando vemos a nuestras primas, sacamos la baraja y jugamos al Shanghái.

Los garitos de juego del tiempo de la Regencia no se parecían en nada, me atrevo a asegurarlo, a las partidas de Shanghai con mis primas. Pero me gusta pensar que no nos diferenciábamos tanto de Jane Austen y de las protagonistas de sus novelas, que pasaban tantas tardes jugando a juegos como el Loo, el Comercio o el Casino.

Espero que disfrutéis con el Club de la Máscara, con Celia y con Rhys, el dueño del club.

Prólogo

 

Londres, junio de 1819

 

Rhys se fijó en la mujer tan pronto como apareció en la puerta de la casa de juego. De mayor estatura que el canon que dictaba la moda, mantenía la cabeza bien alta mientras inspeccionaba el salón. Llevaba el rostro medio cubierto por una máscara que le recordó aquellas que había visto en Venecia, coronada por plumas y pintada con filigranas doradas. Una gran piedra de granate brillaba entre los agujeros de los ojos. Sus labios llenos sí que resultaban visibles, pintados y tentadores.

Vestía de un tono bermellón oscuro que combinaba tan bien con los rojos, verdes y dorados del salón de juegos que el propio Rhys no habría podido elegirlo mejor. Vio que atravesaba la estancia con paso elegante, deteniéndose de cuando en cuando como si no supiera bien dónde situarse. ¿Tendría intención de jugar a los dados, o al algún otro juego? Quería que aquella mujer admirara lo que había hecho con aquel garito del juego y disfrutara con él.

Quería que volviera.

Rhys anhelaba hacer de aquella casa de juego un auténtico éxito. No se conformaría con nada que no fuera convertirla en la mejor de todo Londres, un establecimiento frecuentado tanto por caballeros como por damas. Y no por el beneficio que pudiera reportarle, sino para demostrar a todo el mundo que podía ser el mejor en cualquier campo que se le antojara.

El desafío lo estimulaba, y de una manera que no había vuelto a experimentar desde la excitación que había sentido cuando luchó en la guerra. Solo que esa vez no iba a dejar ninguna carnicería detrás.

Esa vez una hermosa mujer había acudido a su local con intención de disfrutar, y su trabajo consistía precisamente en conseguir que lo hiciera.

Al ver que se detenía en el centro de la sala, se apresuró a acercarse a ella.

—Buenas tardes, madame —le hizo una reverencia—. Soy el señor Rhysdale, propietario de este establecimiento. Será un placer asistiros. ¿Qué clase de juego deseáis probar?

Alzó la mirada hacia él. Al otro lado de la negra máscara, Rhys pudo ver que sus ojos eran de un misterioso color verde. El cabello, de un tono castaño oscuro veteado de oro, lo llevaba recogido en un moño en lo alto de la cabeza.

¿Quién sería?

—Señor Rhysdale —pronunció con una voz sorprendentemente suave y reservada, inclinando la cabeza—. Me agradaría jugar al whist, pero no tengo pareja.

Nada le habría gustado más que hacer de pareja suya, pero nunca jugaba en su negocio. Tendría que encontrarle un caballero, tarea que no iba a ser de su gusto.

Su amigo Xavier jugaría con ella si él se lo pedía, pero las mujeres sucumbían con demasiada facilidad a sus atractivos rasgos. No, no pensaba ponerla en manos de Xavier.

La quería para sí mismo.

Uno

 

Londres, mayo de 1919, un mes antes

 

Rhys y su amigo Xavier se hallaban sentados en el comedor del Hotel de Stephen. Acababan de servirles cuando Rhys dirigió la mirada al umbral.

Había dos hombres allí, contemplando la sala.

Rhys los conocía desde la infancia. El vizconde Neddington, nacido William Westleigh, y su hermano Hugh, los hijos legítimos del conde Westleigh. Sus hermanos.

Volvió a concentrarse en su comida.

Xavier dejó caer bruscamente su tenedor sobre el plato.

—¿Qué diantre…? —señaló el umbral con la cabeza—. Mira quién está ahí.

Rhys alzó la vista.

—Están buscando a alguien.

El hotel de Stephen servía habitualmente a oficiales en activo o antiguos oficiales del ejército, como Rhys o Xavier. No era un terreno frecuentado por los Westleigh.

Rhys esperó el inevitable momento en que alguno de los Westleigh lo reconociera y se apresurara luego a desviar la mirada como si no existiera. A lo largo de los años, Neddington y Hugh siempre se habían comportado con él como si nunca hubiera existido. Y ese habría sido ciertamente su deseo.

Ned, el mayor, el más alto de los dos, volvió en ese instante la cabeza hacia Rhys. Sus miradas se encontraron, pero esa vez Ned no desvió la suya. Esa vez dio un suave codazo a su hermano y los dos se dirigieron directamente hacia su mesa.

—Vienen hacia aquí —le dijo Rhys a Xavier.

Su amigo soltó un suspiro.

—Que me aspen si…

Rhys continuaba sosteniendo la mirada de Ned. Nunca se dejaba intimidar por los Westleigh.

Se detuvieron ante la mesa.

—Rhys —Ned lo saludó con una inclinación de cabeza, en un esfuerzo, o eso al menos suponía Rhys, por parecer cordial.

—Caballeros —antes se dejaría morir que saludarlos por su nombre, fingiendo una intimidad que nunca había existido. Señaló a Xavier—. Mi amigo, el señor Campion.

—Nos conocemos —volvió a inclinar la cabeza Ned.

—Ciertamente que sí —el tono de Xavier era sarcástico.

Rhys cortó otro pedazo de carne.

—¿Pasabais por aquí y me habéis presentado vuestros respetos, o me estabais buscando?

—Te estábamos buscando —respondió Hugh con voz tensa y nerviosa.

Xavier miró a uno y a otro, evidentemente curioso por el objetivo de aquella visita tan poco habitual.

Rhys adoptó una expresión indiferente. Sus muchos años de jugar a los naipes le habían enseñado a disimular sus pensamientos y emociones. Ciertamente no tenía intención alguna de revelar nada a los Westleigh. Se llevó el pedazo de carne a la boca.

—Disculpa la interrupción —el tono de Ned era conciliador, aunque algo tenso—. Necesitamos hablar contigo.

¿Que necesitaban hablar con él? Aquello sí que era extraordinario.

Rhys mantuvo deliberadamente fija la vista en el plato, pero señaló las sillas vacías de la mesa.

—Tomad asiento.

Hugh, el más pequeño e impulsivo, profirió una exclamación indignada.

—Preferiríamos hablar en privado —Ned parecía deseoso de evitar ofender a Rhys de alguna forma.

Xavier se irguió. Si su amigo hubiera portado espada en ese momento, Rhys sospechaba que ya la habría desenfundado.

Rhys miró a los dos hombres, viendo en ellos únicamente a los dos muchachos que habían sido. El amargo recuerdo de su primer encuentro, cuando Rhys tenía nueve años, relampagueó en su mente. Se había presentado ante ellos con la evidencia de lo que él mismo acababa de descubrir: que compartían un mismo padre.

Aquel episodio, al igual que tantos otros de su infancia, había terminado en puñetazos y narices rotas.

Rhys miró fijamente aquellos ojos idénticos a los suyos. De color castaño oscuro, enmarcados por largas pestañas. Como el suyo, el corto cabello de Ned y de Hugh era casi negro. Rhys era más alto y corpulento, pero puesto al lado de aquellos dos hombres, ¿quién podría negar que eran hermanos?

Cruzó una mirada con Xavier, cuyos labios se apretaron en un gesto de recelo.

Rhys se encogió de hombros.

—Esperadme en el salón contiguo. Iré tan pronto como termine de comer.

Ned respondió con una seca inclinación de cabeza y Hugh lo miró ceñudo, pero ambos se retiraron.

Xavier se quedó observándolos mientras se alejaban.

—No confío en ellos. ¿Quieres que te acompañe?

Rhys negó con la cabeza.

—Hasta el momento siempre he podido con los dos.

—De todas formas, esto no me gusta nada —replicó Xavier—. Traman algo.

Rhys se llevó otro pedazo de carne a la boca.

—Oh, por supuesto. En eso estamos de acuerdo. Pero me entrevistaré a solas con ellos.

Su amigo le lanzó una mirada escéptica.

Rhys se tomó su tiempo en terminar de comer, pese a que había perdido el apetito. Probablemente aquella sería una desagradable entrevista. Todos los encuentros con Ned y Hugh lo eran.

Xavier le palmeó un hombro antes de separarse de él a la salida del comedor.

—Ten cuidado, Rhys.

Rhys entró en el salón y ambos hermanos se volvieron hacia él. Habían estado esperando de pie.

—Hablaremos en mis aposentos.

Subieron dos pisos de escaleras hasta sus habitaciones. La puerta se abría directamente a un salón y, tan pronto como Rhys los hizo entrar, apareció su ayuda de cámara.

—Tráenos algo de brandy, MacEvoy.

MacEvoy enarcó las cejas. Hombre con una historia todavía más turbia que la de Rhys, había sido su asistente durante la guerra. Obviamente había reconocido a Hugh Westleigh del campo de batalla.

—Por favor, sentaos —Rhys señaló un juego de sillas. Se alegró perversamente de que su mobiliario fuera de la más alta calidad, incluso aunque varias de las piezas hubieran sido adquiridas a cambio de deudas de juego. Se notaba que le estaba yendo muy bien, aunque eso no había sido siempre cierto.

MacEvoy sirvió el brandy y se retiró. Rhys bebió un sorbo.

—¿A qué se debe que deseéis hablar conmigo ahora? Durante años habéis hecho todo lo posible por evitarme.

Ned desvió la mirada, como si estuviera avergonzado.

—Puede que no hayamos… hablado contigo, pero nos hemos mantenido informados de tus actividades.

Ned estaba mintiendo, Rhys habría apostado toda su fortuna a que aquellos dos nunca se habían molestado en averiguar lo que había sido de él después de que su madre muriera y su padre le hubiera negado apoyo alguno. El conde lo había dejado solo y sin un penique a la tierna edad de catorce años.

—Me halagáis.

—Tienes un admirable historial militar —añadió Ned.

Esa vez fue Hugh quien desvió la mirada.

—Sobreviví a la guerra —dijo Rhys.

Hugh también había estado en la guerra. Los dos antiguos oficiales habían coincidido en varias ocasiones en España, Francia y finalmente en Waterloo, aunque Hugh había servido en un prestigioso regimiento de caballería, el de Dragones Reales. Rhys había terminado alcanzando el grado de capitán en el regimiento 44 de infantería. Después de la desastrosa carga de caballería de Waterloo, Rhys había sacado a Hugh del barro y lo había salvado del golpe mortal de un sable francés. No se dirigieron la palabra en aquella ocasión, y tampoco pensaba ahora Rhys hablar de ello. El momento había sido fugaz, pasajero. Uno de tantos en aquel horripilante día.

Ned se inclinó hacia delante.

—¿Te ganas ahora la vida con los naipes, verdad?

—Esencialmente, sí —admitió Rhys.

Había aprendido a jugar a los naipes en el colegio, como cualquier estudiante que se preciara, pero se había convertido en jugador en las calles de Londres. El juego había sido su manera de sobrevivir. Había desarrollado sus habilidades por pura necesidad. Ahora que la guerra había terminado, sus ganancias le habían permitido hacerse con una respetable fortuna. Nunca más volvería a ver tener vacíos los bolsillos y a dolerle el estómago de hambre. Triunfaría en… todo lo que se propusiera. Todavía no sabía exactamente en qué. La industria manufacturera, quizá. Crearía algo útil, algo más importante que una mano ganadora de naipes.

Hugh resopló de disgusto.

—Ve al grano de una vez, Ned. Deja de dar rodeos.

Hugh siempre había sido especialista en lanzar el primer puñetazo. Ned miró a Rhys directamente a los ojos.

—Necesitamos tu ayuda, Rhys. Necesitamos de tu talento.

—¿En los juegos de naipes? —aquello le parecía improbable.

—Es una manera de hablar —Ned se pasó una mano por la cara—. Tenemos una propuesta que hacerte. Una propuesta de negocios. Una que pensamos redundará también en beneficio tuyo.

¿Lo tomaban por estúpido? Transcurrirían siglos antes de que entrara en negocios con un Westleigh. Se acaloró de furia.

—No necesito recibir de vosotros propuesta alguna de negocios. Me las he arreglado bastante bien... desde que me quedé solo.

—Déjame a mí, Ned —dijo Hugh, todo colorado, y se volvió hacia su Rhys—. Nuestra familia está al borde del desastre y…

Ned lo interrumpió con un tono más tranquilo y mesurado:

—Nuestro padre se ha mostrado bastante…descuidado… con sus apuestas en el juego, sus dispendios…

—¡Ha sido un irresponsable! —alzó Hugh las manos—. Nuestra familia está endeudada hasta las cejas por su culpa.

¿El conde Westleigh tan endeudado? Eso sí que era algo extraordinario.

Aunque los aristócratas altamente endeudados seguían teniendo bastante más dinero que los pobres de las calles. Ned y Hugh nunca experimentarían lo que sabía Rhys del hambre, la soledad y la desesperación.

Se obligó a expulsar de su mente el recuerdo de aquellos días, no fuera a revelarles lo cerca que habían estado de acabar con él.

—¿Qué puede tener que ver todo esto conmigo? —preguntó con tono tranquilo.

—Necesitamos dinero, mucho… y lo más rápidamente posible —dijo Hugh.

Rhys se rio ante la ironía de la situación.

—¿El conde Westleigh desea pedirme dinero a mí?

—No dinero prestado —aclaró Ned—. Ayúdanos a hacer dinero.

Hugh hizo un gesto de impaciencia.

—Queremos que nos montes una casa de juego. Que la regentes tú. Y que nos ayudes a sacar grandes beneficios con rapidez.

El tono razonable de Ned crispó los nervios de Rhys. Y los de Hugh también.

Ned continuó:

—Nuestro razonamiento es este: si nuestro padre puede perder una fortuna en garitos de juego, nosotros deberíamos poder hacer otra fortuna regentando otro. Solo que no podemos dejar que nos vean hacerlo, incluso aunque supiéramos cómo. Que no es el caso, por supuesto. Ello despertaría las sospechas sobre nuestra situación, con lo que los acreedores se tornarían aún más impacientes —sonrió a Rhys—. Pero tú sí podrías hacerlo. Tienes la experiencia necesaria y… no habría consecuencia negativa alguna para ti,

Excepto el riesgo de ser detenido, pensó Rhys.

Aunque podría cobrar matrículas de ingreso a los clientes. Como si fuera un club. Entonces sí que sería legal….

Interrumpió de pronto aquellas reflexiones. Él no iba a dirigir ningún garito de juego de parte de los Westleigh.

—Te necesitamos —insistió Hugh.

¿Acaso estaban locos? Durante toda su vida lo habían escarnecido. ¿Y esperaban ahora que los ayudara? Apuró el contenido de su copa y miró a uno y a otro.

—Vosotros me necesitáis a mí, pero yo no os necesito a vosotros.

Hugh medio se levantó de su silla.

—Nuestro padre te mantuvo a ti y a tu madre. Estás en deuda con él. Te envió a la escuela. ¡Imagina lo que habría sucedido si no lo hubiera hecho!

Rhys lo fulminó con la mirada.

—Imagina tú la vida que habría podido llevar mi madre si el conde no la hubiera seducido.

Habría podido casarse. Habría encontrado respeto y felicidad, en lugar de arrostrar la carga de un hijo nacido fuera del matrimonio.

Y a esas alturas habría estado viva. Intentó sofocar el dolor que sentía por su madre. Un dolor que casi nunca lo dejaba en paz.

Pero Ned insistía.

—Rhys, entiendo que desprecies a nuestro padre o a nosotros, pero no es nuestro bienestar lo principal. Incontables personas, algunas conocidas tuyas, dependen de nuestra familia para su supervivencia. Los criados. Los arrendatarios y aparceros. Los trabajadores de los establos y las cuadras. El pueblo y toda su gente dependen, en alguna medida, de que la propiedad Westleigh genere beneficios. Muy pronto no seremos capaces ni de cubrir los gastos de siembra. Como un castillo de naipes, todo corre peligro de colapsar y será la gente de Westleigh la que sufra las consecuencias más graves.

Rhys cerró los puños.

—No carguéis sobre mis hombros el daño causado por el duque. Esto nada tiene que ver conmigo.

—Tú eres ya nuestro último recurso —imploró Hugh—. Hemos intentado arrendar la propiedad, pero en estos tiempos tan difíciles que corren, nadie se ha mostrado dispuesto.

La agricultura estaba pasando momentos duros, eso era cierto. La guerra no había dejado más que apuros económicos a su paso. Reinaba la inquietud en el campo y cundían las protestas porque las llamadas Leyes del Maíz mantenían muy altos los precios.

Mayor razón, en todo caso, para que el conde hubiera practicado la prudencia y el ahorro en lugar de la dilapidación.

—Dejadme fuera de esto.

—¡No podemos dejarte fuera! —Hugh se levantó por fin y se puso a pasear por la habitación—. Te necesitamos. ¿Acaso no has escuchado nada de lo que te hemos dicho? ¡Tienes que hacer esto por nosotros!

—Hugh, no estás siendo de gran ayuda… —Ned también se levantó.

Rhys se levantó finalmente para encararse con los dos.

—Os repetiré las palabras que una vez me dirigió nuestro padre: «no estoy obligado a hacer nada por ti» —les dio la espalda y se alejó hacia la licorera de brandy para servirse otra copa—. Esta conversación ha terminado.

Pero no oyó ningún movimiento de marcha a su espalda. Girándose, volvió a encararse con ellos.

—Marchaos ya. Si no lo hacéis, os advierto que soy bien capaz de echaros por la fuerza.

Hugh dio un paso hacia él.

—¡Me gustaría verlo!

Ned se apresuró a hacerlo a un lado.

—Ya nos marchamos… Pero te suplico que reconsideres tu decisión. Podrías ganar una fortuna. Y tenemos fondos suficientes para empezar. Lo único que necesitamos es…

Rhys bajó la voz:

—Idos los dos de una vez.

Ned arrastró a su hermano hacia la puerta. Recogieron sus guantes y sombreros y abandonaron los aposentos.

Rhys permaneció mirando la puerta un buen rato después de que sus pasos se apagaran en el corredor. MacEvoy reapareció.

—¿Necesitáis algo, señor?

Rhys negó con la cabeza.

—Nada, MacEvoy. No le necesito, gracias.

MacEvoy volvió a marcharse y Rhys se acabó su brandy. Se sirvió otro vaso, respirando tan aceleradamente como si acabara de correr una legua.

Casi deseó que Hugh lo hubiera pegado. Le habría encantado descargarle un puñetazo en la cara. Una cara inquietantemente similar a la suya.

De repente se oyeron unos golpes en la puerta y Rhys casi corrió para abrirla de par en par.

—¡Os dije que…!

—¡Cuidado! —Xavier levantó las manos—. Ya se han ido.

Rhys se hizo a un lado para dejarlo pasar.

—¿Qué estabas haciendo? ¿Acechando en el pasillo?

—Precisamente —Xavier entró en el salón—. No podía esperar ni un momento más para enterarme de lo que querían.

Rhys sirvió otra copa de brandy y se la entregó a su amigo.

—Toma asiento. No te lo vas a creer, te lo aseguro…

 

 

Despedir a los Westleigh debería haber puesto punto final a aquello. Aquella noche Rhys debería haberse concentrado en sus cartas, en lugar de observar la mecánica de cierto garito de Saint James Street. Y debería haber dormido bien, en lugar de pensar tanto.

Durante los días siguientes, sin embargo, visitó la mayor cantidad posible de establecimientos de juego. Sin dejar de jugar a las cartas, pero examinando durante todo el tiempo los arreglos de las mesas, la calidad de las comidas, la aparente rentabilidad de los diversos juegos.

—¿A qué viene este recorrido por las casas de juego? —le preguntó Xavier cuando se disponían a tocar a la puerta de otro establecimiento de Saint James Street—. ¿Una diferente cada noche? Tú no tienes esa costumbre, Rhys.

—No hay ninguna razón en especial —se encogió de hombros—. Llámalo un capricho.

Pero su amigo parecía sospechar algo.

Rhys no deseaba reconocer ni siquiera para sí mismo que estaba considerando la oferta de sus hermanastros. Y no dejaba de pensar en toda aquella gente del pueblo que se había portado bien con su madre. Casi podía visualizar su sufrimiento si Westleigh Hall se arruinaba. Casi podía sentir su hambre.

Cuando dejaba de ver aquellos rostros, era la cantidad de dinero que podría llegar a ganar lo que ocupaba sus pensamientos. Serían los Westleigh quienes asumirían el riesgo, que no Rhys. Para él sería una apuesta segura.

Habría aceptado sin dudar… si la oferta hubiera partido de cualquier otro.

Rhys golpeó la aldaba de la puerta de una casa de aspecto perfectamente inofensivo. Abrió un criado grande como un oso, ataviado con una colorida librea. Hacía cerca de un año que no pisaba aquella casa, pero nada parecía haber cambiado.

—¿Qué tal, Cummings? Hacía tiempo que no venía por aquí.

—Buenas tardes, señor Rhysdale —respondió Cummings con su tono de voz monocorde y saludó a Xavier con una inclinación de la cabeza—: Señor Campion.

Cummings podía actuar de mayordomo, aunque la palabra que mejor le describía era portero: con derecho a permitir la entrada a ciertos clientes y a arrojar de la casa a aquellos que se volvían agresivos o revoltosos.

Se hizo cargo de sus guantes y sombreros.

—Nada ha cambiado aquí. Excepto alguna de las muchachas. Van y vienen. El salón de juegos está en el primer piso. El mismo de siempre.

Rhys no estaba interesado en las muchachas, que a menudo vendían sus favores por su cuenta.

Paseó la mirada por el vestíbulo. Nada parecía haber cambiado.

Tres años atrás había sido un cliente habitual de aquel lugar. Él, como tantos otros caballeros de aquel tiempo, se había sentido intrigado por una mujer enmascarada que acudía a jugar a las cartas y que lo hacía además muy bien. Su carácter misterioso había acentuado su atractivo. Muy pronto los hombres empezaron a hacer apuestas sobre con cuál de ellos se acostaría primero, todas ellas convenientemente registradas en el libro correspondiente. Pero Rhys no había estado interesado en seducir a una mujer simplemente para ganar una apuesta.

Sacudió la cabeza. No había vuelto a pensar en la mujer de la máscara en años. Se preguntó quién habría ganado la apuesta.

—¿Y madame Bisou? —preguntó volviéndose hacia Cummings—. ¿Está aquí esta noche?

Madame Bisou era la propietaria del establecimiento.

—Sí. Debería estar en el salón de juegos —Cummings se alejó hacia el guardarropa.

Rhys y Xavier subieron las escaleras y entraron en el salón de juegos, que bullía de actividad conforme se acercaba la medianoche. La mesa del juego de azar se alzaba en el centro de la estancia, rodeada de clientes. El familiar sonido del cubilete de dados y los gritos de «¡siete!» llegaban hasta los oídos de Rhys, seguidos del rodar de los dados por el tapete verde y más gritos. Una y otra vez un cliente podía ganar grandes cantidades, pero las probabilidades favorecían siempre a la banca, al igual que ocurría en los juegos del faro y de rouge et noir. Las dos mesas de faro se arrimaban contra una pared, casi oscurecidas por los jugadores; al otro lado de la sala estaban las de rouge et noir. Rhys evitaba todos aquellos juegos en los que los ganadores eran completamente dependientes de la suerte. Él se reservaba para los juegos de talento.

—Creía que habías venido a jugar a las cartas —le dijo Xavier.

—Así es —repuso—. Pero hacía un año que no pisaba este lugar. Me estoy familiarizando con el salón.

En aquel momento, una mujer de busto generoso y cabello color rojo fuego se acercó apresurada a ellos.

Monsieur Rhysdale, monsieur Campion… Qué alegría veros de nuevo por aquí. Trop longtemps, no?

Rhys sonrió tanto por el placer de verla de nuevo como por su pésimo acento francés.

—¡Madame Bisou! —se inclinó para darle un beso en la mejilla antes de susurrarle al oído—: ¿Qué tal estás, Penny?

Très bien, mon cher —respondió ella, aunque su sonrisa parecía algo tensa. Y se volvió para saludar a Xavier antes de que Rhys pudiera preguntarle más.

En aquellos difíciles días de la juventud de Rhys en Londres, madame Bisou había sido Penny Jones, diez años mayor que él e igual de decidida a liberarse de los grilletes de la miseria.

Ambos se habían servido de aquello de lo que les había dotado Dios: Rhys, de su talento para las cartas; Penny, de su cuerpo. Pero ella no se gastó todo el dinero que había ganado en ginebra, como tantas otras muchachas. Había ahorrado e invertido para, finalmente, comprar aquel lugar, que llevaba regentando desde hacía casi diez años.

—¿Cómo es que has tardado tanto tiempo en volver? —le preguntó en ese momento a Rhys, tomándole una mano y apretándosela.

—Yo mismo me he estado haciendo esa pregunta —le sonrió, genuinamente contento de ver a una vieja amiga.

De repente la mujer adoptó un tono de negocios, profesional:

—¿Qué es lo que os apetece hacer hoy, caballeros? ¿Deseáis una mujer? ¿O un juego de azar?

Fue Xavier quien le respondió:

—Una partida de whist.

Rhys habría preferido simplemente seguir contemplando el salón durante un rato más, pero Penny les consiguió enseguida dos parejas de juego.

Cuando terminaron de jugar, Rhys y Xavier recogieron sus ganancias, más modestas que la mayoría de las noches debido a la distracción del primero. Se trasladaron al comedor. Una de las muchachas empezó a flirtear con Xavier. Rhys descubrió a Penny sentada en un apartado rincón.

Se acercó a ella.

—Es raro verte sentada aquí sola, Penny. ¿Te pasa algo? ¿Puedo ayudarte?

La mujer soltó un suspiro de cansancio y, por un momento, aparentó muchos más años de los cuarenta que tenía.

—He perdido la ilusión por todo esto, Rhys. Ojalá pudiera dejarlo todo…

A Rhys se le aceleró el corazón, expectante.

—¿Estás pensando en vender el negocio?

—¿Y cómo podría hacerlo? Anunciarme es imposible —su garito de juego era ilegal—. Y estoy demasiado cansada hasta para intentarlo.

Aquello no era propio de ella. Penny siempre encontraba una manera de salirse con la suya.

Rhys podía oler el aroma de la oportunidad. El destino le estaba señalando un rumbo a seguir. Él sería la solución a los problemas de Penny. Él podría salvar a su antiguo pueblo. Y llenar al mismo tiempo sus arcas.

Lo único que debía hacer era vender su alma al diablo.

A su padre.

 

 

Al día siguiente Rhys se presentó en la casa de los Westleigh en la capital. No había anunciado sus intenciones a Xavier, ya que sabía que a su amigo no le gustaría que lo dejara al margen de aquello.

Era demasiado temprano para la hora establecida de las visitas, mucho antes de que Ned o Hugh se hubieran levantado. Eran las nueve y media, hora a la que los hombres y mujeres trabajadoras llevaban ya un buen rato ocupados, mientras los ricos dormían. Pero Rhys necesitaba actuar ya o corría el riesgo de cambiar de idea.

El criado que abrió la puerta lo hizo pasar a un salón contiguo al vestíbulo. Desafortunadamente, la habitación estaba dominada por un enorme retrato del conde. Pintado con los brazos cruzados, la imagen del conde Westleigh parecía mirarlo desde lo alto con expresión severa y, al menos eso imaginaba Rhys, desaprobadora.

Pues que lo desaprobara aquella imagen. Rhys conocía su propia valía. Y estaba decidido a que el mundo se enterara muy pronto.

Aun así, la presencia del conde en aquella casa le ponía los nervios de punta. ¿Se incorporaría a la entrevista con Ned y Hugh? Rhys medio lo esperaba. Le encantaría poder mirar por encima del hombro al hombre que antaño había tenido tanto poder sobre su vida.

Pero era bastante más que probable que el conde hiciera todo lo posible por evitar a su hijo bastardo.

Para sorpresa de Rhys, sus hermanastros no le tuvieron esperando mucho tiempo. Escuchó sus pasos apresurados y sus voces apagadas antes de que entraran en el salón.

Ned se acercó a él como para tenderle la mano, pero se detuvo en el último momento. En lugar de ello, le señaló una silla.

—¿Nos sentamos?

Hugh se mantuvo callado, muy serio.

Rhys miró tranquilamente a uno y a otro.

—Creo que me quedaré de pie.

Su respuesta tuvo el efecto deseado. Ambos hermanos se removieron incómodos.

—Tu presencia aquí… ¿hemos de interpretarla como que has reconsiderado nuestra oferta? —le preguntó Ned.

Rhys reprimió una mueca. ¿Era así como lo calificaba Ned?

—He venido a retomar la discusión sobre si estoy o no dispuesto a rescataros a vosotros y a nuestro padre de la miseria.

—¿Por qué? —inquirió Hugh con voz acalorada—. ¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea?

—Llámalo un ataque de lealtad familiar, si quieres. Pero yo no he dicho que haya cambiado de idea.

Ned le puso a Hugh una mano en el brazo con gesto tranquilizador mientras preguntaba a Rhys:

—¿Qué es lo que estás dispuesto a discutir?

Rhys se encogió de hombros.

—Bueno, para empezar, se requiere una gran capital para abrir un establecimiento de juego. ¿Esperáis acaso que invierta mi propio dinero? Porque yo no prestaría mi fortuna en un negocio tan arriesgado.

—¿Arriesgado? —exclamó Hugh—. La banca de una casa de juego siempre lleva ventaja. Tú lo sabes perfectamente.

—La casa puede quebrar —replicó Rhys—. Eso siempre es una posibilidad.

—Pero poco probable —replicó Hugh.

Ned lanzó una mirada de advertencia a su hermano antes de volverse de nuevo hacia Rhys:

—La inversión financiera correrá de nuestra parte —bajó la voz—. Para nosotros es ahora o nunca, Rhys. Hemos arañado los últimos restos de nuestra fortuna para esta empresa. Lo único que queremos, o que necesitamos de ti… es que la dirijas.

Debían de estar muy desesperados para haber diseñado un plan semejante, sobre todo cuando lo involucraba a él. O desesperados, o locos de atar.

—Una casa de juego no rendirá mucho dinero en un primer momento a no ser que se dote rápidamente de una reputación. Deberá distinguirse de cualquier otra. Dar a los clientes una buena razón para que la visiten —se interrumpió—. Porque querréis atraer a jugadores de gama alta para que se dejen sus buenos dineros allí.

—Deberá ser una casa honrada —le espetó Hugh—. Nada de dados trucados. Ni cartas marcadas.

Rhys le lanzó una mirada despreciativa.

—¿Pretendes insultarme, Hugh? Si no me tienes por un hombre honesto, ¿por qué me pides que regente tu casa de juego?

Hugh desvió la vista.

—No habrá trampas de ningún tipo —insistió Rhys—. Y prostitución tampoco. No toleraré ninguna de las dos cosas —mantendría empleadas a las muchachas de madame Bisou, pero su nuevo trabajo no tendría nada que ver con vender sus favores.

—Ciertamente, estamos de acuerdo con todo lo que has dicho —le aseguró Ned.

—Pero dentro de los cánones de la honestidad —continuó Rhys— deberé tener rienda suelta a la hora de regentar la casa.

—Por supuesto —aceptó Ned.

—Espera un momento —Hugh lo fulminó con la mirada—. ¿Qué quieres decir con eso de «rienda suelta»?

—Quiero decir que yo decidiré cómo gobernarla. Mis decisiones no serán contestadas por nadie.

—¿Qué es lo que pretendes hacer? —quiso saber Hugh.

—Convertiré esa casa en la única que todo aristócrata o comerciante acaudalado querrá frecuentar. Y quiero atraer a ella no solo a caballeros ricos, sino a damas ricas también.

—¡Damas! —Hugh parecía consternado.

—Todos conocemos a damas que gustan de jugar tanto como los caballeros, solo que ellas se arriesgan a ser censuradas por ello, así que propongo dar a la casa un aspecto de fiesta de máscaras. Cualquiera podrá entrar disfrazado o enmascarado. De esa manera las damas podrán jugar sin arriesgar su reputación —era ese el recurso que había utilizado la mujer enmascarada que había acudido a la casa de madame Bisou y que tanto revuelo había causado años atrás. Nadie había llegado a descubrir quién era.

Rhys lo había pensado todo muy bien. Llevaba dándole vueltas en la cabeza desde que Ned y Hugh le ofrecieron por vez primera la posibilidad de regentar una casa de juego. Tenía ya hasta el nombre: el Club de la Máscara. Los miembros ingresarían previo pago de una tarifa. Podrían lucir máscara y disfraz siempre y cuando apostasen con dinero de su propio bolsillo. Pero si pedían crédito o se veían obligados a formar algún pagaré, deberían revelar su identidad.

Continuó explicándoles sus intenciones.

—Este es mi plan. No está abierto a discusión. Si se me ocurre alguna idea mejor, la pondré en práctica sin consultarla antes con vosotros.

—¿Cómo? Yo me niego a… —empezó Hugh.

Pero Ned lo interrumpió con un gesto.

—Déjalo, Hugh. Siempre y cuando sea honesta y nos proporcione beneficios, ¿qué nos importa a nosotros cómo sea gobernada la casa? —se volvió hacia Rhys—. ¿Algo más?

—Quiero la mitad de los beneficios.

—¿La mitad? —gritó Hugh.

Rhys volvió a encararse con él.

—Vosotros arriesgáis dinero, pero yo arriesgo mi reputación. Podemos imponer una tarifa nominal y llamarlo un club de juego, pero seguiremos corriendo el riesgo de que lo declaren ilegal. Y yo exijo una compensación por ese riesgo —además de que pretendía entregar a Penny una parte de los beneficios, como parte de la venta, y también a Xavier, si acaso se mostraba dispuesto a ayudarlo.

—Creo que tus términos son aceptables —respondió Ned—. ¿Hablamos ahora de la cantidad de dinero que necesitarás para empezar?

Rhys asintió, pero en seguida se llevó un dedo a los labios, pensativo.

—Tengo una pregunta.

Ned lo miró receloso.

—¿Cuál es?

—¿Sabe el conde que vosotros queréis que yo haga esto?

Los hermanos cruzaron una mirada.

—Lo sabe —contestó Ned.

Y no debía de estar muy contento al respecto, adivinó Rhys. De alguna manera, había contado con ello. Además de ganar dinero, Rhys quería y esperaba que la casa de juego le reportara otro beneficio. Quería pasarle por la cara al conde el hecho de que había sido su hijo bastardo quien había terminado librándolo de la ruina. Rhys deseaba vengarse así del hombre que lo había engendrado sin llegar a reconocerlo nunca, y que lo había abandonado además dejándolo sin un solo penique, sin que le importara lo más mínimo su destino.

Tamborileó en el respaldo de la silla con los dedos.

—Muy bien, hermanos míos —pronunció con tono sarcástico—. Acepto regentar vuestra casa de juego.

Los dos hombres que tanto se le parecían se relajaron visiblemente.

—Pero con una condición más —añadió Rhys.

Hugh puso los ojos en blanco. Ned se mostró nervioso.

—Nuestro padre —Rhys subrayó la palabra con un sarcasmo todavía mayor—, esto es, el conde Westleigh, deberá reconocerme públicamente como hijo suyo. Seré aceptado por la familia como uno de vosotros, en calidad de un miembro más. Me incluiréis en los actos sociales y celebraciones de la familia. Seré tratado, en suma, como un miembro de la misma.

¿Qué mejor venganza que aquella?

Ned y Hugh se lo quedaron mirando con sendas expresiones de horror. Aparentemente la idea de aceptarlo como hermano les parecía tan injuriosa como se lo parecería al conde.

—Esa es mi condición —reiteró Rhys.

Ned desvió la vista y un tenso silencio se cernió sobre ellos.

Finalmente miró a Rhys.

—Bienvenido a la familia, hermano.