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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Sherryl Woods

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Cuando florecen las azaleas, n.º 69 - noviembre 2014

Título original: Where Azaleas Bloom

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4905-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Nota de la autora

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

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Nota de la autora

 

Queridas amigas,

 

En los últimos años mucha gente se ha visto golpeada por una dura situación económica, pero me han afectado especialmente los casos de mujeres cuya situación financiera se ha visto vinculada a un divorcio.

Quería escribir sobre una mujer decidida a recuperar la estabilidad de su familia y sobre el héroe que está igual de decidido a mantenerse a su lado. Me pareció que ese tema era una historia digna de las Dulces Magnolias, un ejemplo de los períodos complicados en la vida de una persona en los que los buenos amigos pueden marcar una gran diferencia.

Cuando florecen las azaleas se centra en Lynn Morrow, vecina de Carter y Raylene. Muchas de vosotras habéis pedido leer más sobre ellos y sobre cómo les va desde su boda y ha sido genial volver a tenerlos en una posición destacada de la trama. Como suele suceder en mis libros, este dio un sorprendente giro al final, uno que no hace más que sumarse a las complicaciones a las que se tiene que enfrentar esta madre soltera.

Espero que Lynn y sus hijos os gusten y que os enamoréis un poco de Mitch Franklin, un hombre lo suficientemente sensato como para dejar que Lynn encuentre su propio camino, pero lo suficientemente fuerte como para estar a su lado si se derrumba. Las lectoras más observadoras recordarán que Mitch apareció en la primera entrega de las Dulces Magnolias, Desde el corazón. Es el constructor encargado de levantar el The Corner Spa.

 

Os deseo lo mejor,

Sherryl

 

Capítulo 1

 

Lynn Morrow estaba desesperada. Su diminuto escritorio encajonado en una esquina de la cocina estaba abarrotado de facturas y el increíble saldo de su cuenta era de veinticuatro dólares con treinta y cinco centavos. No veía un saldo tan aterrador desde que estaba en la universidad.

La nevera contenía medio cartón de leche, cinco huevos y una lechuga que se estaba pasando a gran velocidad. En el armario tenía una lata de tomates en dados junto con una caja de espagueti, un tarro casi vacío de mantequilla de cacahuete y unos cuantos Cheerios que no creía que le dieran más que para una taza. Eso también le recordaba a la universidad. Pero una cosa era ir tirando como podía a los diecinueve años y otra muy distinta intentar hacerlo pasados los cuarenta y con unos hijos que criar.

–Mamá, estoy hambriento –le dijo Jeremy al entrar por la puerta después del colegio. Eran las típicas palabras de su hijo de diez años–. ¿Qué puedo tomar?

Lexie, que lo seguía, miró a su madre y, al parecer interpretando por su gesto que estaba al borde de un ataque de pánico, se giró hacia su hermano y le dijo:

–No necesitas comida. Necesitas prácticas de sensibilidad.

A Lynn se le saltaron las lágrimas cuando Jeremy salió corriendo de la habitación. Últimamente, Alexis, que solo tenía catorce años, había pasado demasiado tiempo intentando proteger a su madre. Desde que se habían iniciado los trámites de divorcio, Lynn se las había visto y deseado para poder llegar a fin de mes. Ed y ella seguían pleiteando en los tribunales por temas como la custodia de los niños y la pensión. La orden temporal no les facilitaba mucho la cosas y a final de mes estaba tocando fondo económicamente, incluso con el trabajo a tiempo parcial que había logrado encontrar en la boutique de su vecina Raylene.

Suponía que algún día le daría las gracias a Ed por haberle proporcionado ese inesperado desafío en la vida, pero aún no había llegado a ese punto. Estaba que echaba humo, pero no porque él se hubiera marchado, sino por todo el trastorno que había dejado a su paso.

Se había esforzado mucho por evitar que sus preocupaciones salpicaran la vida de sus hijos, pero Lexie era una chica lista y enseguida se había dado cuenta de lo que estaba pasando. A veces su repentina transformación de adolescente despreocupada a adulta hastiada le partía el corazón porque su hija debería estar prestándoles atención a sus notas, o incluso a sus primeros enamoramientos, en lugar de intentar ser la salvadora de su madre.

Ahora que su hermano se había marchado tan indignado y enfadado, Lexie se acercó a Lynn y le dio un abrazo. Parecía saber de manera instintiva cuándo necesitaba uno desesperadamente.

–Papá vuelve a retrasarse con el cheque, ¿verdad? ¿Tan mal está la cosa?

Lynn intentó reconfortarla.

–Todo saldrá bien, cielo. No quiero que te preocupes por esto.

–Nada saldrá bien –le contestó Lexie furiosa–. ¿Cómo ha podido papá convertirse en un cretino tan grande?

Lynn se preguntaba lo mismo, pero por la razón que fuera, Ed se había convertido en un hombre al que no reconocía. Había llevado su crisis de los cuarenta a nuevas cotas. Se había vuelto egoísta, desconsiderado y ya solo pensaba en sí mismo.

Y mientras que su familia no llegaba a tener dinero suficiente para comer, por lo que había oído en una conversación dos días antes, él se había marchado a tomarse unas caras vacaciones en un complejo de golf por tercera vez en los últimos seis meses. Al parecer, la mujer de uno de sus socios no se había dado cuenta de que Lynn estaba cerca cuando había comentado la última juerga de Ed. O a lo mejor sí que se había dado cuenta, pensó Lynn cínicamente.

–No hables así de tu padre –reprendió a Lexie aunque no con muchas ganas. No quería que sus hijos empezaran a odiarlo, aunque tampoco es que estuviera dispuesta a alabarlo. Por su culpa cada día resultaba ser un intento de equilibrio entre sus inestables emociones y las necesidades de sus hijos y, por muy optimista que intentara mostrarse, últimamente parecía que no lograba engañar a nadie.

A Lexie se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque fue imposible saber si se trataba de una reacción ante la reprimenda o ante sus propios miedos.

–La cosa está muy mal, ¿verdad?

–Bastante –admitió Lynn con cautela y apretándole la mano–. Pero es un problema pasajero, cielo. Se solucionará. Te lo prometo.

–¿Tendremos que mudarnos? –preguntó Lexie poniéndole voz al que, obviamente, era su mayor temor.

A Lynn no le gustaba endulzar las malas noticias, pero sí que había esperado poder tener un plan antes de revelar la triste verdad.

–Es más que probable –respondió en voz baja.

Aunque había estado apoyándose en Helen Decatur-Whitney, que era brutal a la hora de conseguirles el mejor acuerdo posible a sus clientes, también sabía que ni siquiera ella podía obrar milagros. Aun así, intentó reconfortar a su hija.

–Con suerte, Helen podrá solucionar todo esto en los tribunales antes de que tengamos que llegar a eso, pero no quiero mentirte; tener que dejar esta casa es una posibilidad más que real.

–Pero me encanta estar aquí –protestó Lexie disgustada–. Es una casa genial y mi mejor amiga vive al lado –y viendo aparentemente algo en la expresión de su madre, se puso recta y añadió–: Pero todo saldrá bien –y lanzándole una mirada lastimera que terminó por hacerle pedazos el corazón, concluyó con un–: ¿Verdad?

–Con tal de que Jeremy, tú y yo estemos juntos, todo estará bien.

Haría todo lo que estuviera en sus manos para asegurarse de que así fuera, pero ahora mismo con tantas facturas sin pagar y tan poco dinero, se sentía impotente. Y esa era una nueva sensación para una mujer que siempre se había sentido segura de sí misma y que había tenido el control de su vida. Ya tenía algo más de lo que culpar a Ed.

 

 

El contratista Mitch Franklin llevaba semanas trabajando en una nueva ampliación para Raylene y Carter Rollins. Había empezado a finales de otoño, se había tomado un breve descanso por Navidad, y esperaba tener todos los detalles interiores listos y a tiempo para la fiesta del Día de los Caídos que la pareja celebraría para sus amigos. Por norma general, los inviernos en Serenity solían ser suaves con solo unos pocos días en los que el tiempo era demasiado malo para la construcción, pero ese año estaba siendo una excepción con un fuerte frío y más tormentas de nieve de las que podía recordar en toda su vida en Carolina del Sur. Y aunque la nieve y el hielo no solían durar mucho, ya iba con más retraso del que le gustaba.

Con otras obras finalizando, sobre todo trabajo de interior, Mitch estaba orgulloso de haber tenido a su plantilla trabajando lo suficiente para darles un sueldo todos los meses. Ahora, sin embargo, el problema era terminar ese añadido a tiempo. Para controlar costes, tenía a sus hombres empleados el número de horas habituales, pero él se había acostumbrado a hacer muchas horas extras. Era conocido por entregar todas sus obras a tiempo y no quería que esta fuera una excepción.

Por supuesto, había otras cosas que lo motivaban también. Por un lado, Raylene era una cocinera increíble y solía invitarlo a cenar con la familia si a la hora de la cena seguía allí trabajando. Por otro, su casa estaba muy vacía sin su mujer, a la que había matado un conductor borracho un año antes. Si ya lo había pasado mal teniendo a sus hijos estudiando fuera, ahora que Amy se había ido, no soportaba estar en su casa ni siquiera para dormir. La cama que había compartido con su esposa durante veintidós años resultaba demasiado fría y solitaria.

Sus hijos estaban donde tenían que estar, en la universidad y viviendo sus vidas, pero él estaba más solo de lo que le gustaría. Raylene, Carter y las hermanas pequeñas de este estaban llenando un enorme vacío en su vida y sospechaba que Raylene lo entendía.

Alzó la mirada cuando ella entró en lo que sería un nuevo salón con enormes ventanales y una espectacular chimenea de piedra.

–Creía que te había dicho que no entraras aquí sin casco –la reprendió inútilmente porque para consternación suya, esa mujer siempre hacía lo que quería. Había sido así desde que podía recordar, aunque parecía que ahora ese rasgo se había intensificado después de recuperarse de su agorafobia y de volver a salir de casa y por el pueblo. Le parecía que hasta se había vuelto un poco temeraria.

–No logro evitar pasar cada vez que puedo –dijo mirando a su alrededor y con gesto de deleite–. Estás haciendo unos progresos increíbles, Mitch, y va a quedar impresionante. Normalmente no me gusta adelantarme a las fechas, pero estoy deseando que llegue el Día de los Caídos para que venga todo el mundo.

Mitch no estaba acostumbrado a la gente que celebraba fiestas así, a la primera de cambio, pero se había fijado en que Raylene y su marido, el jefe de policía Carter Rollins, y sus amigos buscaban la más mínima excusa para reunirse.

–¿Te refieres a ese grupo de las Dulces Magnolias con el que te juntas? ¿No estuvieron todos por aquí justo antes de Navidad para celebrar una fiesta cuando se resolvió aquel problema de acoso escolar?

–¿Qué puedo decir? Me parece que han pasado siglos desde aquello y somos un grupo bastante curioso, así que puede que ya sea hora de que los vuelva a invitar para que echen un vistacillo. La otra vez era difícil ver qué estábamos haciendo, y todo estaba hecho un desastre con los materiales de construcción por todas partes. ¡Pero fíjate ahora! Ya se puede ver lo fantástico que va a quedar.

Mitch la miró con gesto serio.

–Prométeme que no les dejarás venir a fisgonear hasta que yo te haya dado el visto bueno y sepa con certeza que es seguro –insistió sabiendo que, probablemente, estaba malgastando saliva–. Aunque en ese momento mis chicos no estén trabajando, habrá cosas con las que la gente se pueda tropezar o que se le puedan caer a alguien en la cabeza. Y, además, al electricista aún le queda trabajo por hacer.

Ella se rio.

–Solo estaba bromeando. Sé cuánto odias que la gente merodee por tu obra, y me incluyo.

–Pues entonces, ¿por qué lo haces? ¿Solo por molestarme?

–No, pero es que considero que en realidad es «mi» obra y cuento con tener ciertos privilegios.

Él sacudió la cabeza.

–¿Sabes como quién hablas? Como Maddie Maddox. Te juro que esa mujer estuvo a punto de provocarme un infarto cuando estábamos haciendo las obras del The Corner Spa –miró a Raylene–. Sabes que lo hicimos nosotros, ¿no?

–Por supuesto. Maddie me recomendó que os contratara.

–Pues bueno, insistía en quedarse allí sentada, prácticamente en mitad del caos, todo el tiempo mientras estábamos trabajando. Decía que tenía que hacer cosas. No entiendo cómo podía concentrarse, y mucho menos trabajar, con tanto martilleo y jaleo. A mí me vuelve un poco loco y eso que estoy acostumbrado.

–Cuando Maddie se siente motivada con algo, sospecho que no hay mucho que se pueda hacer para disuadirla –dijo Raylene.

–Sí, es de armas tomar –contestó Mitch con un tono de respeto en la voz, muy a su pesar–. La verdad es que creía que trabajar para las tres, para Helen, Dana Sue y ella, iba a ser una pesadilla. Pensaba que sería imposible que tres mujeres se pusieran de acuerdo en algo, pero ¡cuánto me equivoqué! Maddie sabía lo que quería y las demás la dejaron hacerlo. Jamás pensé que Helen iba a permitir que alguien más se ocupara de algo.

–Forman un equipo genial. Son como una inspiración para mí y las mejores amigas del mundo.

–Sí, es cierto que los amigos son importantes. Yo debería haberme esforzado más por mantener el contacto con los míos, y ahora que Amy se ha ido y que los chicos están lejos, lo lamento de verdad. No es que me guste mucho salir con ellos y, sin embargo, han estado apoyándome desde que Amy murió. En este pueblo hay muy buena gente.

–Sí que la hay. Y nunca es demasiado tarde para recuperar a los viejos amigos o hacer unos nuevos. Yo saqué de mi vida durante demasiado tiempo a Annie Townsend y a Sarah McDonald y míranos ahora. Volvemos a ser uña y carne. Y es una de las mejores cosas de haber vuelto a Serenity –sonrió–. Eso, y casarme con Carter, claro.

–Claro –respondió secamente, sabiendo perfectamente bien que esos dos no podían quitarse las manos de encima.

Ella le lanzó una picarona mirada.

–¿Sabes? Serías un buen partido para alguna.

–Ni se te ocurra empezar a hacer de casamentera, ¿me oyes? Que bastante lo hacéis ya en este pueblo. Grace Wharton ha convertido mi vida social en su misión personal y no puedo entrar en Wharton’s sin que me lleve a rastras a conocer a una u otra mujer.

–¿Y no te ha interesado ninguna?

–Hasta ahora no, y tampoco creo que eso cambie –incapaz de contener un tono nostálgico, añadió–: Cuando un hombre ha tenido en su vida a una mujer como Amy, no es muy probable que vuelva a tener esa suerte.

Sin rendirse, Raylene dijo:

–Bueno, yo solo digo que eres un hombre muy guapo y también tienes algunos otros rasgos muy atractivos en los que me he fijado –sonriendo descaradamente lo miró de arriba abajo dejándolo desconcertado.

Mitch sintió cómo se le encendieron las mejillas ante el cumplido y ese insolente examen. Había estado casado con Amy veintidós años y había sido feliz cada uno de ellos. Antes de conocerse sí que había sido algo mujeriego, pero podía decir con sinceridad que desde el momento en que pronunció el «sí quiero», no había tenido ojos para otra. Ella había sido todo su mundo.

Ahora, a sus cuarenta y tres, sabía que existían posibilidades de que alguna mujer se cruzara en su camino, pero por el momento no le interesaba lo más mínimo. Tal como lo veía él, cada uno llevaba su luto a su manera, y la suya había sido sumirse en el trabajo más todavía.

Raylene lo miró con gesto de diversión.

–Vale, si dejo de picarte con lo de las citas, ¿te quedarás a cenar? Hoy las chicas me han pedido que hiciera lasaña, así que hay mucha.

Por muy tentado que estaba, preguntó preocupado:

–¿Qué va a pensar Carter por tenerme cenando aquí prácticamente cada noche?

–Cree que significa que terminarás la reforma mucho más rápido. Por favor, quédate. Ahora formas parte de la familia y sabes perfectamente bien que me encanta cocinar para las multitudes.

–Y tú sabes que no puedo negarme a tu lasaña –le respondió cediendo con demasiada facilidad–. Gracias, Raylene.

Cuando al final se sentaron a la gran mesa del comedor, se fijó en que no era el único invitado. Lexie Morrow de la casa de al lado parecía ser un accesorio de la mesa tanto como él. Esa noche la chica, su hermano y su madre estaban allí.

No pudo evitar observar a Lynn. Estaba más pálida de lo habitual y no había duda de que su expresión reflejaba preocupación. La conocía prácticamente desde el colegio e incluso había estado coladísimo por ella en séptimo, pero, incluso por aquel entonces, ella solo había tenido ojos para Ed. A lo largo de los años habían seguido cada uno con sus vidas y se habían visto apenas de pasada.

–¿Va todo bien, Lynn? –le preguntó en voz baja y acercándose para que los demás no lo oyeran.

Ella sonrió, aunque fue una sonrisa forzada. Recordaba cómo antes su risa le había recordado a un alegre campaneo. Sin embargo, hacía mucho tiempo que no oía ese sonido. Le parecía que últimamente no tendría mucho por lo que reír con el divorcio que, según había oído, seguía ahí pendiente.

–Todo va bien –respondió aunque, a pesar de sus esfuerzos, la mentira no resultó convincente.

Mitch miró alrededor de la mesa y se fijó en que tanto Lexie como Jeremy estaban comiendo como si no hubieran probado bocado en días. Volviendo a pensar en lo que suponía un divorcio, no pudo evitar preguntarse cómo de mala sería la situación por la que estaba pasando Lynn. Había oído muchos rumores sobre los viajes que estaba haciendo su marido cada pocas semanas y se preguntaba si eso estaría suponiendo un problema en su situación económica. Solo pensar en ese hombre pendoneando por ahí mientras su familia sufría fue suficiente para que se le revolviera el estómago, y se habría sentido del mismo modo aunque no hubiera guardado buenos recuerdos de esa mujer.

Pero claro, precisamente tal vez por esos recuerdos estaba viendo un problema donde no lo había. No sería la primera vez que su imaginación se había desbocado; parecía ser la clase de hombre que siempre estaba buscando alguien a quien ayudar.

Después de la cena se quedó un rato allí hasta que los Morrow estuvieron listos para volver a casa y se marchó con ellos. Fuera estaba muy oscuro y en su casa no había luz.

–¿Por qué no os acompaño hasta la puerta? –sugirió–. Aquí está muy oscuro.

–Ah, es que he olvidado dejar dada la luz de fuera –dijo Lynn a pesar de que el nerviosismo y la vergüenza que expresó su voz sugirieron lo contrario–. Aunque creo que, de todos modos, se ha fundido.

–Deja que eche un vistazo –se ofreció Mitch.

–No pasa nada. Además, me he quedado sin bombillas. Las tengo en la lista de la compra, pero se me olvidan siempre.

Sin embargo, a Mitch esa respuesta le pareció una mentira más para guardar las apariencias.

–No hay problema. Yo siempre llevo alguna de más en la camioneta –antes de que ella pudiera objetar, fue a la camioneta, sacó una del maletero y fue a la casa–. Si vais a salir por la noche, tenéis que tener luz fuera –dijo mientras cambiaba la bombilla vieja y enroscaba la nueva–. Hasta en Serenity es importante tomar precauciones.

–Lo sé –respondió Lynn. Y entonces, como si le estuviera suponiendo un gran esfuerzo, farfulló un–: Gracias.

–De nada. Si alguna vez necesitas que arregle algo por aquí, dímelo. Durante el próximo par de meses estaré en casa de Raylene todos los días, así que con mucho gusto te ayudaré, y sin cobrarte, por supuesto. Sería un simple gesto de vecinos entre viejos amigos.

Lynn le dirigió una lánguida sonrisa.

–Te lo agradezco, pero nos apañamos bien.

Mitch sabía demasiado bien lo que era el orgullo y se limitó a asentir.

–Bueno, la oferta está sobre la mesa, por si surge algo. No lo dudes, ¿de acuerdo?

–Gracias. Buenas noches, Mitch –vaciló y añadió–: Sé que debería habértelo dicho cuando sucedió el accidente, pero lamenté mucho lo de Amy. Perderla debe de haber sido terrible para tus hijos y para ti.

Él asintió.

–Era una buena mujer. No pasa un día sin que la eche de menos. Ya ha pasado un año y todavía hay noches que entro en casa y la llamo –se encogió de hombros–. Dicen que se me pasará.

Ella le tocó el brazo brevemente.

–Esos que lo dicen dirán muchas cosas, pero creo que lo dicen básicamente porque no quieren reconocer que las pérdidas de cualquier tipo son terribles.

–Sí, sí que lo son. Buenas noches, Lynn.

Los niños habían entrado y ella corrió tras ellos. Mitch se quedó donde estaba mirándola.

Ahí pasaba algo y cualquiera podía verlo, pero entendía el derecho de cada uno a reclamar su independencia e intimidad después de un duro golpe, y también sabía que era natural en una mujer proteger a sus hijos a toda costa. Si Lynn necesitaba ayuda desesperadamente para ellos, se la pediría a cualquiera que se ofreciera. Y si alguna vez le preguntaba, él estaría ahí mismo. Alguien tenía que acabar con ese inconfundible dolor y ese temor que nunca parecía abandonar su mirada.

Y él necesitaba un proyecto más de lo que había imaginado. A lo mejor era posible que se necesitaran el uno al otro.

 

 

–La lasaña de Raylene es la mejor –murmuró Jeremy adormilado cuando Lynn fue a verlo antes de que se fuera a dormir–. ¿Por qué tú ya no cocinas así?

–Porque no tengo tiempo.

–Pero Raylene también trabaja y la hace –insistió.

Sabía que su hijo de diez años no podía entender lo incómoda que la estaba haciendo sentir esa conversación, pero era complicado contener el deseo de contestarle:

–Dime qué es lo que más echas de menos y te lo prepararé pronto –le prometió.

–Entrecot y patatas asadas –respondió de inmediato–. También era el plato favorito de papá.

Y un plato que se salía mucho de su actual presupuesto, pensó Lynn con hastío. Sin embargo, como fuera, lograría dárselo.

–Veré qué puedo hacer.

–¿Mañana? –insistió el niño emocionado.

–Mañana no, pero pronto –le respondió con firmeza, suspirando ante la expresión de decepción de su hijo–. Y ahora a dormir. Mañana hay cole. ¿Has estudiado para el examen de Historia?

Él se encogió de hombros.

–Lo suficiente.

Lo cual, se temía, significaba que no. ¿Por qué no se había sentado con él nada más terminar de cenar para repasar la lección como siempre solía hacer?

Porque había estado ocupada intentando averiguar cómo hacer que esos veinticuatro dólares con treinta y cinco centavos le duraran, al menos, una semana más, pensó furiosa mientras su futuro exmarido seguro que estaría por ahí cenándose su entrecot.

–Te voy a despertar media hora antes para que podamos repasarlo juntos.

–¡Mamá! –murmuró con un dramático gruñido.

–Y ni se te ocurra fingir dolor de estómago o de garganta o de oídos, ¿entendido? –se inclinó para darle un sonoro beso que lo hizo reír a pesar de su típica protesta sobre lo mayor que era ya para esas muestras de afecto.

Tras dejar al pequeño en su habitación, llamó a la puerta de Lexie.

–¿Sigues estudiando?

Para su pesar, Lexie levantó la mirada del libro que había estado fingiendo que leía con las mejillas surcadas de lágrimas.

–Echo de menos a papá –susurró–. Lo siento, pero es así.

Lynn se sentó junto a ella en la cama y la abrazó.

–Nunca te arrepientas por echar de menos a tu padre –le aseguró.

–Pero tú debes de ponerte triste cuando lo digo –le respondió–. Sé lo mucho que te estás esforzando por hacer que todo parezca normal.

–Creo que es obvio que las cosas no son normales y por mucho que finja, nada de eso va a cambiar –posó un dedo bajo su barbilla–. Y ahora mírame. Quieres a tu padre y, a pesar de lo que ha pasado entre los dos, sé que te quiere. Jamás permitiré que eso se interponga entre vosotros dos.

–¿Pero entonces por qué hace tanto tiempo que no viene por aquí?

Lynn suspiró.

–Ojalá pudiera explicar los actos de tu padre, pero no puedo. A lo mejor tiene mucho trabajo.

–He probado a llamarlo al móvil, pero salta el buzón de voz y Noelle, de la oficina, me ha dicho que estaba fuera –dijo la chica demostrando que se había acercado a las fuentes de información pertinentes todo lo que había podido en busca de respuestas–. Parecía algo inquieta cuando he llamado, así que no creo que esté fuera por negocios. ¿Sabes adónde ha ido?

Lynn no quería contarle lo del viajecito a un complejo de golf porque bastante insignificante se estaba sintiendo ya la niña y, además, tampoco lo sabía con seguridad, ya que los rumores siempre se descontrolaban por Serenity y solo unos pocos demostraban ser verdad.

–Lo cierto es que no –le dijo a su hija, cuyas lágrimas ya se estaban secando, aunque la expresión de aflicción seguía ahí–. ¿Qué te parece si mañana intento enterarme para que sepas cuando volverá? ¿Te servirá eso?

Lexie asintió.

–¿Sabes qué no entiendo? ¿Que pueda seguir echándolo tanto de menos cuando estoy tan enfadada con él?

Lynn esbozó una pequeña y, en esta ocasión, sincera sonrisa ante la complejidad de la pregunta. ¿No se había preguntado ella lo mismo más de una vez? Por muy furiosa que estaba con Ed la mayor parte del tiempo, había momentos en los que pensar que no volvería a verse rodeada por sus brazos le daba ganas de llorar.

–Las relaciones son complicadas, cielo. El amor no desaparece solo porque alguien te haya decepcionado. Sabes cuánto me enfada que Jeremy beba leche directamente del cartón o que tú te dejes las toallas mojadas por todo el suelo del baño, ¿verdad? –preguntó haciéndole cosquillas–. Pero aun así os quiero.

–O como cuando me dices diez veces que recoja mi cuarto –comentó Lexie siguiéndole la broma–. Me cabreo, pero te sigo queriendo.

–O cuando me desobedeces por muchas veces que te diga que no puedes picar antes de cenar.

Por desgracia, eso hizo que la sonrisa de Lexie se desvaneciera.

–Ya, como si últimamente tuviéramos comida para picar.

De nuevo, Lynn sintió el peso de todas las secuelas del divorcio. Por un lado estaban las cosas graves, como que Ed no estuviera allí cuando los niños lo necesitaban o que no dejaran de retrasar una y otra vez los pagos de la hipoteca, y después las cosas aparentemente triviales como eso, que no hubiera comida para picar después de clase. Si lo juntaba todo se sentía como si les hubiera fallado a sus hijos y, por mucho que quisiera echarle toda la culpa a Ed, no podía hacerlo. Ella era su madre y debería estar encontrando el modo de mantener a sus hijos. Ponerse a trabajar para Raylene había sido un comienzo, pero no era suficiente obviamente, no cuando Ed no estaba cumpliendo con su parte.

Se juró en ese mismo instante que buscaría un segundo empleo, aunque fuera haciendo hamburguesas en el nuevo restaurante de comida rápida que habían abierto a las afueras del pueblo; lo que fuera con tal de ponerle fin al dolor de ver a sus hijos sufriendo por las decisiones que Ed y ella habían tomado.

–Lo siento –susurró Lexie–. No debería haber dicho eso. Ha sido muy cruel.

–Ha sido la verdad –respondió Lynn antes de añadir con determinación–: Pero no por mucho tiempo.

Lexie la miró esperanzada.

–¿Qué vas a hacer?

–Encontraré un empleo mejor, uno de más horas. O me buscaré otro a media jornada.

–Yo podría hacer trabajos de canguro –se ofreció la joven con entusiasmo.

–Agradezco que lo quieras hacer, pero me gustaría que fueras un poco mayor antes de tener esas responsabilidades. Ahora mismo tu trabajo es sacar unas notas geniales para poder ir a la universidad que quieras. Quiero que Jeremy y tú tengáis un futuro lo más brillante posible y para eso necesitaréis un título universitario.

–Siempre dices eso –protestó Lexie nada preocupada por la importancia de conseguir una beca si quería entrar en una de las mejores universidades. Ella solo estaba centrada en el presente–. Muchas chicas y chicos de mi edad trabajan de canguro. Tú me dejas quedarme con Jeremy.

–Tiene diez años y es tu hermano –le recordó Lynn–. No es lo mismo que cuidar de un bebé o de un niño pequeño.

–¿Y si voy a clases al centro cultural para conseguir el certificado de niñera? ¿Si hago el curso podría trabajar? –la miró suplicante–. Por favor, quiero ayudar.

–Si lo haces y apruebas el curso, entonces ya veremos. Pero el dinero será para tus ahorros y tus caprichos, ¿de acuerdo? No tienes que ser tú la que aporte dinero para los gastos de la casa.

Lexie la abrazó.

–¡Gracias, gracias, gracias! Mañana mismo me apunto. Ya sé de un montón de gente que necesita niñera, así que en cuanto apruebe el curso iré a repartir anuncios.

Lynn sonrió ante su entusiasmo, deseando poder reunir el mismo para buscarse otro trabajo.

–Muy bien, mi pequeña empresaria. Pero ahora vete a dormir. Te quiero.

–Te quiero, mamá.

Apagó la luz, pero en cuanto salió por la puerta, Lexie la volvió a encender. Lynn sonrió porque sabía exactamente qué haría. Estaba enviándole un mensaje a Mandy para comunicarle la gran noticia con la esperanza de que su mejor amiga se apuntara también al curso.

Cosa que Mandy probablemente haría. La una nunca hacía nada sin la otra, razón de más por la que haría todo lo posible por seguir en esa casa, para que su hija no se viera apartada de su mejor amiga, la amiga que le había ofrecido el mejor apoyo que se le podía dar a una chica de su edad.

 

Capítulo 2

 

Mitch se había acostumbrado a pasarse por Wharton’s para desayunar, algo que jamás se le habría pasado por la cabeza mientras Amy vivía, ya que ella siempre se había asegurado de que se marchara de casa con un copioso desayuno que lo mantuviera con energías toda la mañana. Ahora Grace Wharton lo cuidaba con la misma actitud protectora, aunque sus esfuerzos siempre iban acompañados de una buena dosis de fisgoneo.

–Estás trabajando demasiado –le dijo al dejarle delante una taza de humeante café.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–Porque estás aquí prácticamente antes de que me dé tiempo a preparar el café y porque sé que estás trabajando en casa de Raylene y Carter hasta la noche. A ver, ya que sé que jamás te fijarías en una mujer casada, ¿qué es lo que te atrae para estar allí? ¿No estarás pensando en reavivar algo con Lynn Morrow ahora que Ed y ella se van a divorciar, no?

Mitch se quedó pasmado de ver cómo había ido directa al grano antes de que él siquiera hubiera tenido la oportunidad de planteárselo.

–¿Qué hay que reavivar? –preguntó esperando disuadirla. Aunque ni siquiera un tren yendo hacia ella a máxima velocidad la haría vacilar una vez tenía una misión–. Lynn y yo nunca tuvimos nada.

Ya que acababa de amanecer y apenas había gente en la cafetería, Grace se sentó frente a él en el banco y le lanzó una de esas miradas de «a mí no me engañas».

–Te debes de pensar que tengo mala memoria, Mitch, pero puedo recordar perfectamente bien cómo la seguías a todas partes por el instituto con esa expresión de enamorado plantada en toda la cara. Si venía aquí a tomarse un refresco o un batido con sus amigas, nunca estabas demasiado lejos mirándola con adoración.

Se estremeció ante una descripción probablemente más que precisa.

–¿Tan patético era?

–No patético, solo un chico sufriendo por un amor no correspondido, al menos que yo sepa.

–Pues si sabías que no era un amor correspondido, entonces también sabrás que no hay nada que reavivar. Además, cuando estoy trabajando donde Raylene apenas veo a Lynn.

–A veces no hace falta ver nada cuando existe una posibilidad intrigante. A mí me parece que a ella le vendría muy bien tener a un hombre formal en su vida. Ed Morrow no es que fuera un chollo precisamente, y si nunca me había caído demasiado bien, ahora menos todavía –sus palabras tenían una rotundidad que parecía indicar que había oído cosas que tal vez otros desconocían. A pesar de lo que pensaba todo el pueblo, había cosas que Grace no compartiría con nadie, no si creía que podía hacerle daño a alguien contándolo.

Miró a Mitch directamente a los ojos.

–Y sabes que sigo pensando que ya es hora de que sigas adelante con tu vida.

Él se rio.

–Grace, es probable que sepas del amor mucho más de lo que yo sabré nunca, pero me parece que ser formal no es lo que hace exactamente que a una mujer le tiemble el pulso con un hombre.

–Sí que lo hace cuando esa mujer ha estado con un hombre como Ed. Y sabes exactamente a lo que me refiero, a un hombre con una brújula moral estropeada. Hazme caso. He oído cosas –dijo con rotundidad.

Mitch asintió.

–Y sospecho que más de las que necesitabas. Recordaré tu consejo por si algo cambia. Y ahora, ¿crees que me podría tomar mis huevos con jamón y sémola?

–Hoy, con el frío que hace, tomarás gachas de avena y después ya veremos –le respondió guiñándole un ojo.

–¿Cómo puede ser que sigas teniendo clientela cuando eres tan mandona con todos?

–¿Qué quieres que te diga? Tengo una personalidad con encanto y, además, siempre tengo los mejores cotilleos del pueblo.

Eso, para su pesar, era una gran verdad.

–Con tal de no ser tu tema del día hoy, me conformaré con las gachas.

–¿Y por qué iba a hablar de ti? Hasta ahora no has montado ni un solo escándalo –le gritó al alejarse–, lo cual es una pena.

Intentando imaginar qué pasaría si quebrantara alguna de las reglas con las que había vivido desde la muerte de Amy, rezó por tener fuerza para mantenerlas. Por mucho que le encantaran el descaro y la vivacidad de Grace, no estaba del todo preparado para aparecer en el menú del día junto con el sándwich de atún.

 

 

Satisfecha de haberle preguntado la lección lo suficiente para sacar un aprobado en el examen de Historia, Lynn mandó a su hijo al colegio y fue al pueblo. En la puerta de Wharton’s agarró el semanario local y fue a tomarse una taza de café que pretendía alargar todo lo posible. Grace solía rellenársela bastante, así que con eso tenía cafeína suficiente para pasar el día.

–Vaya, vaya, mira quién está aquí –dijo Grace bien alto cuando entró.

Únicamente entonces, Lynn se fijó en que Mitch estaba sentado solo en un banco. Él le lanzó una sonrisa nerviosa y señaló la mesa.

–¿Te sientas conmigo? –le preguntó con claro nerviosismo.

–¿Seguro? Parece que hayas terminado. ¿No tienes que estar pronto en casa de Raylene?

–Los chicos ya saben qué hacer si llegan antes que yo –le aseguró–. ¿Café?

–Sí –respondió entusiasmada justo cuando Grace llegó con una taza que llenó hasta el borde para a continuación rellenar la de Mitch con una sonrisita de satisfacción.

Lynn la vio alejarse.

–¿Estaba sonriendo?

Mitch suspiró.

–Sí. Hazme caso, no querrás saber por qué. ¿Te apetece comer algo? Yo invito.

–No, gracias –respondió aunque no pudo evitar mirar con anhelo un plato de tostadas francesas que Grace estaba llevando a otra mesa.

–¿Cuándo ha sido la última vez que te has tomado una tostada francesa de Grace? –le preguntó Mitch con una sonrisa.

–Hace bastante –admitió–, pero, de verdad, no tengo hambre.

–Nadie mira la comida como lo acabas de hacer tú a menos que sea una auténtica tentación –y llamó a Grace para decirle–: Una tostada francesa, y ponlo a mi cuenta.

–Hecho –respondió ella.

Lynn lo miró consternada.

–No tenías por qué hacerlo, de verdad.

–Pero quería. Tener a alguien que no sea Grace con quien charlar mientras me termino la segunda taza de café es todo un regalo.

–Lo he oído –señaló Grace al pasar por delante, aunque le guiñó un ojo a Lynn–. Este hombre está loquito por mí y no te pienses que no lo sé. Neville también lo sabe, pero mi marido dice que le da igual lo que haga con tal de que lo deje tranquilo.

Lynn se rio al ver el gesto afligido de Mitch.

–Ya sabes que no bromearía así contigo si no te adorara.

–Lo sé –se inclinó sobre la mesa y le confió–: Esta mujer me aterra. Si se sale con la suya, me casará antes de que haya terminado el verano, así que más te vale salir corriendo mientras puedas.

De nuevo, Lynn no pudo controlar la risa.

–Creo que eres mucho más duro que eso.

Él le lanzó una mirada que no llegó a interpretar del todo.

–Eso creía yo también –respondió de pronto con tono muy serio.

Antes de poder darse cuenta de qué había querido decir con eso, Grace colocó delante de ella un plato con dos gruesas tostadas doradas junto con una jarra de sirope de arce caliente, mantequilla y azúcar con canela.

–No estaba segura de cómo te gustaba. A mí me gusta el sirope, pero muchos prefieren la canela.

–A mí me gusta empaparlas en mantequilla y sirope –admitió Lynn que extendió la mantequilla, las cubrió con sirope y probó el primer bocado–. ¡Ay, Dios mío! –murmuró sacándole una sonrisa a Mitch–. ¿Qué?

–Recuerdo esa mirada. Se te puso la misma cara en Rosalina’s cuando probaste la pizza por primera vez.

–¿Cara de haberme muerto y haber subido al cielo? Eso seguro. Cuando se trata de ciertas comidas, es como si hablaran con alguna parte de mi alma.

–¿Eso hacen la pizza y las tostadas francesas? –le preguntó él divirtiéndose claramente–. ¿Y qué más?

–La tarta de chocolate. Es casi mejor que el sexo –en cuanto esas palabras salieron de su boca, sintió cómo se sonrojó brutalmente–. Lo siento. No debería haber dicho eso.

Él se rio.

–Pues no veo por qué no, si es la verdad. Tendré que recordar la gran opinión que tienes de esas cosas. Y ahora dime qué haces aquí tan temprano.

Ella le dio una palmadita al periódico que tenía delante.

–Buscando otro empleo.

Mitch frunció el ceño.

–Creía que estabas trabajando para Raylene.

–Pero solo a tiempo parcial. Necesito más horas.

–Pero ¿y los niños? –preguntó antes de añadir–: Lo siento, no es asunto mío. Supongo que daba por hecho que Ed os tenía que pasar la manutención.

–Y así es –respondió rápidamente.

Mitch la miró fijamente.

–¿Pero? Porque estoy seguro de que hay un pero.

–No es nada. No importa.

–¿Es que se retrasa con los pagos o algo?

Lynn se ruborizó.

–Mitch, no me siento muy cómoda hablando de esto –no quería que todo el pueblo se pusiera a especular sobre Ed y el modo en que se estaba comportando. Y no porque no lo estuvieran haciendo ya, pero no quería ni confirmar nada ni sumarse a las habladurías.

Sin embargo, estaba claro que Mitch no iba a echarse atrás. Con gesto lleno de preocupación, insistió:

–Creía que éramos viejos amigos. Si hay algún problema, a lo mejor puedo ayudar.

–Eres muy amable al ofrecerte, de verdad que sí, pero todo saldrá bien. Además, no me va a matar trabajar unas cuantas horas más a la semana y tampoco perjudicará a los niños –añadió a la defensiva.

–Sé que eres una gran madre, Lynn –le respondió con tono paciente–. No quería expresar lo contrario. Veo bastante a Jeremy y a Lexie por casa de Raylene como para saber que están muy bien educados y eso es gracias a ti.

Ella recibió la alabanza de buen grado. No era algo que hubiera escuchado demasiado de boca del que pronto sería su exmarido.

–Gracias por decirme eso. Son unos niños geniales y me preocupa muchísimo cómo los afectará el divorcio. Lexie está creciendo demasiado deprisa, eso seguro. Es una niña muy sensata y por mucho que me esfuerce en que mis problemas no la salpiquen, lo capta todo.

–A mí me parece que está bien –la consoló Mitch–. Deberías oírlas a Mandy y a ella en casa de Raylene. Puedo oír sus risas por encima de los martilleos y, lo que es más impresionante, por encima de la música que escuchan. A mí me parece que es una adolescente feliz y sana.

–Ojalá yo la hubiera oído reírse así –dijo con cierta nostalgia–. Últimamente Mandy y ella no quedan mucho en mi casa.

–A lo mejor es porque se siente culpable de divertirse cuando sabe que tú estás triste –apuntó Mitch sorprendiéndola con su perspicacia–. Los jóvenes son así. Los primeros meses posteriores a la muerte de Amy mis hijos fueron muy considerados cada vez que venían a casa y eso me sorprendió tremendamente. Nunca pensé que tuvieran una gota de sensibilidad en su cuerpo, pero los educó Amy, así que por supuesto que la tenían.

Lynn vio su mirada de anhelo y respondió con delicadeza:

–No hay duda de cuánto la querías, Mitch –por muy duros que fueran los trámites de divorcio, sabía que no eran nada comparado con la muerte de alguien a quien amabas tanto.

–E imagino que siempre la querré, aunque cada día que pasa se va haciendo un poco más sencillo.

De pronto pareció reaccionar y volver al presente.

–Bueno, será mejor que vaya a casa de Raylene porque se estará preguntando qué me ha pasado. Siempre me da una lista de cosas por hacer antes de irse al trabajo –se acercó y le confió–: No se lo digas, pero me las guardo en el bolsillo y no vuelvo a mirarlas.

–¿Y lo haces porque te importa un comino lo que quiera o porque tienes memoria fotográfica? –preguntó Lynn.

Él se encogió de hombros.

–A lo mejor un poco de ambas. Sé que al final lo haré todo. Si llevo tanto tiempo en este negocio es porque sé lo que hay que hacer y cuándo. Ya nos veremos, Lynn. Gracias por la compañía.

–Gracias a ti por el desayuno –le respondió y lo vio marcharse y subirse a su resplandeciente y nuevo cuatro por cuatro que tenía aparcado en la puerta. No pudo evitar preguntarse si un hombre que cuidaba tanto de su coche sería igual de atento y considerado con una mujer.

Justo en ese momento, Grace se acercó.

–Qué bien le sientan a ese hombre los vaqueros –dijo con un dramático suspiro y, dirigiéndose a Lynn, añadió–: Por si no te habías dado cuenta.

–Cuesta no darse cuenta –respondió y, mirando a Grace con gesto de reprimenda, añadió–: Pero no vayas a meterte ninguna idea rara en la cabeza, ¿eh? No estoy buscando un hombre y él dice que tampoco está buscando a nadie.

–Y a veces la gente se miente porque así se sienten más seguros.

Se marchó dejando a Lynn sola con la penosa y desalentadora lista de ofertas de empleo. Contemplar el sexy trasero de Mitch en unos vaqueros era mucho más fascinante que los escasos trabajos disponibles en Serenity.

Pero, tal como se dijo firmemente al forzarse a volver a mirar el periódico, comerse a un hombre con los ojos no le llevaría la comida a su mesa. Y eso era lo que necesitaba ese mismo día en lugar de la peligrosa y fugaz satisfacción de sentir cómo se le aceleraba el pulso por primera vez en mucho tiempo.

 

 

Lynn recurriría a su última posibilidad, un empleo de cajera en un pequeño supermercado en una zona algo peligrosa del pueblo. Incluso en una comunidad tranquila como Serenity había lugares que era mejor evitar. Por desgracia, estaba demasiado desesperada como para tenerlo en cuenta.

Para su disgusto, la estaba entrevistando una chica la mitad de joven que ella. Probablemente no pasaría de los veintiuno.

–¿Estás dispuesta a trabajar por las noches? –le preguntó Karena masticando chicle y con gesto de aburrimiento.

–¿De qué hora a qué hora exactamente? –preguntó Lynn estremeciéndose por dentro ante la idea de tener que dejar solos a los niños en casa por la noche.