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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Elizabeth Lane

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Amor salvaje, n.º 350 - marzo 2015

Título original: Wyoming Wildcat

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6054-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Epílogo

Publicidad

Uno

 

 

Territorio de Wyoming

12 de junio de 1866

 

Molly Ivins revoloteaba por entre la alta hierba de la pradera. Sus piernecitas de siete años golpeaban contra los bajos de su falda de algodón estampado. Los dos cachorros de coyote corrían delante de ella. En sus aullidos juguetones no había rastro de miedo. Ambos parecían saber, igual que Molly, que la caza era sólo un juego.

Sus trenzas doradas flotaban detrás de ella mientras corría. Era maravilloso estar lejos del polvoriento y destartalado carromato aunque sólo fuera un ratito. Molly sabía que debería lamentarse de que la rueda de atrás hubiera perdido una tuerca con la consiguiente rotura del radio, y que eso hubiera obligado a su familia a quedarse rezagada del resto de la caravana mientras su padre la reparaba. Sabía que tendrían que viajar de noche, solos por la pradera, antes de alcanzar la seguridad del campamento. Pero hacía un día tan soleado y caluroso, y la pradera tenía un aspecto tan maravilloso a alfombra cuajada de flores silvestres, que Molly no era capaz de lamentarse. Sentía como si pudiera correr sin cesar hasta llegar a Oregón.

Los dos cachorros de coyote se habían escapado. Molly se detuvo y comenzó a inspeccionar por la hierba en su busca, pero lo único que alcanzó a ver fue el vuelo de una langosta. Suspiró. Se sentía húmeda y sudorosa bajo el calor de verano. La intención de Molly no había sido hacer ningún daño a los cachorros, sino sólo jugar con ellos. Pero era hora de regresar al carromato antes de que sus padres empezaran a preocuparse.

La niña se dio la vuelta y comenzó a caminar, pensando en recoger restos fecales de búfalo por el camino para alimentar el fuego de la hoguera. Si regresaba con el mandil lleno, tal vez su madre no la regañara.

Atravesó la hierba en zigzag zag con la vista clavada en el suelo, y cuando por fin la levantó con la esperanza de encontrarse delante del carromato, descubrió que no estaba.

Molly parpadeó y se frotó los ojos. Estaba completamente segura de que había ido por ahí. Pero daba igual: Volvería sobre sus pasos hasta regresar al lugar en el que había perdido de vista a los cachorros. Desde allí no tendría problemas para volver.

Sintiendo un creciente desasosiego, la niña buscó sus propias huellas por el suelo. Pero parecía como si la hierba, antes combada, se hubiera puesto tiesa con el paso de sus pies. Lo único que le resultaba familiar era el sol que brillaba sobre su cabeza.

Con el corazón latiéndole muy deprisa, Molly se quedó donde estaba y giró lentamente en círculo. La pradera se extendía por todas direcciones como un mar ondulado sin fin. Y ella, Molly Ivins, no era más que un punto en aquella vasta superficie, no era más que un conejo, o que un pájaro, o que un insecto. Incluso cuando gritó con toda la fuerza de sus pulmones, su voz se perdió en la inmensidad, como el aullido de un perro de la pradera.

—¡Mamáaaaa! ¡Papáaaaaa!

Gritó hasta que se quedó sin voz. Sólo entonces lo escuchó. Era el sonido inconfundible de un arma al dispararse.

A Molly le dio un vuelco al corazón. Salió corriendo en dirección a aquel sonido. No pasaba nada. Su padre sabía que se había perdido. Y había disparado el rifle para guiarla de vuelta hacia el carromato.

Pero mientras corría, supo que algo no iba bien. Se escuchaban demasiados disparos, y la diferencia de tonos le dijo que provenían de más de un arma.

¿Indios?

Muerta de miedo, aceleró la marcha, tropezando una y otra vez con los bajos de aquella falda que le quedaba tan larga. Los disparos habían cesado, y una terrible calma se había apoderado de la pradera. Incluso los pájaros habían enmudecido. Molly metió el pie en una madriguera de tejón. Soltando un grito de dolor, cayó de rodillas sobre la hierba. Antes de que consiguiera ponerse de pie escuchó el sonido de unas voces. Voces masculinas. Riendo.

¿Los indios se reían? Molly se arrastró por el suelo con el corazón latiéndole a mil por hora. A través de la hierba distinguió la lona desteñida que cubría el carromato. Unas sombras oscuras se movían a su alrededor. Eran cuatro o cinco hombres desmontando de sus caballos con las pistolas todavía calientes. Y no eran indios, descubrió Molly apretando con más fuerza el estómago contra la hierba. Llevaban pantalones largos y sombreros de vaquero. Y tenían los caballos ensillados. Eran hombres blancos.

Molly sintió una punzada de dolor en el estómago cuando vio salir a un hombre del carromato con el baúl de su madre. Riéndose, arrojó los vestidos y la ropa interior al suelo y la revolvió, metiéndose en el bolsillo las pocas cosas de valor que encontró. Alguien de la caravana había comentado que en aquella zona había bandidos que asaltaban a los viajeros solitarios. Pero, ¿por qué habrían de molestar a su familia? John y Florence Ivins eran buenas personas y tenían muy pocas cosas de valor.

¿Dónde estaban sus padres? En cuanto aquel pensamiento cruzó por la cabeza de Molly, escuchó el grito desgarrado de su madre y el sonido de una risa tosca al otro lado del carromato. Los gritos y las carcajadas continuaron como el eco de una pesadilla. Molly se tapó los oídos con las manos y apretó la cara contra la hierba fresca.

— Por favor, que pare. Por favor, que pare. Por favor…

Se escuchó el sonido de un disparo y los gritos cesaron de golpe.

—¡Larguémonos de aquí!

El bandido más alto había desatado los caballos y les había echado una cuerda por el cuello. Los demás se llevaron todo lo que pudieron meter en sus alforjas: Harina, café, beicon, mantas y un poco de ropa. Uno de los hombres agarró el rifle de su padre. Otro, advirtió Molly, se había puesto su viejo sombrero de fieltro. Su padre estaba guapísimo con aquel sombrero. Sus ojos azules destacaban bajo el ala ancha. La oleada de rabia que atenazó la garganta de Molly estuvo a punto de dejarla sin respiración.

Los bandidos subieron a sus monturas. El que estaba más cerca del carromato arrancó unas cuantas hojas de la Biblia familiar, les prendió fuego con una cerilla y arrojó los papeles ardiendo al carromato. En cuestión de segundos estaba en llamas.

Mientras el humo gris se elevaba hacia el cielo, salieron corriendo con sus cabalgaduras dejando tras de sí una estela de polvo. Molly se quedó completamente quieta, sin atreverse apenas a respirar hasta que los jinetes desaparecieron en el horizonte. Entonces, lentamente, se puso de pie y se obligó a sí misma a caminar hacia el carromato. Pie izquierdo, pie derecho… Cada paso era un acto de voluntad. El olor acre de la lona quemándose hizo que le escocieran los ojos. A través del humo distinguió a su padre tumbado de espaldas bajo el carromato en llamas. Tenía la camisa teñida de rojo a la altura del lugar donde había impactado la bala. El cuerpo de Florence Ivins, tendido en el campo abierto, parecía un montón de enaguas arrugadas y sangrientas. Tenía las piernas desnudas y en posición extraña. Molly se puso de cuclillas a su lado y tocó la huella de una suela de bota desgastada. No fue capaz de atreverse a mirar lo que quedaba del hermoso rostro de su madre.

Se le había revuelto completamente el estómago. Doblándose por la cintura, Molly volvió a la hierba, se inclinó todavía más y vomitó hasta que no quedó nada en su interior. Quería llorar. Pero llorar era cosa de bebés. Papá y mamá la estaban mirando ahora desde el cielo, y les gustaría que fuera valiente.

Molly se incorporó, se limpió la boca con la manga y se giró hacia la senda que habían marcado las ruedas de la caravana. Para entonces las demás familias estarían ya muy lejos, pero si seguía andando tal vez conseguiría llegar al campamento antes del amanecer. Allí encontraría al señor Campbell, el jefe de la caravana, le contaría lo que había ocurrido y le pediría que enviara a alguien para que enterrara a sus padres.

Caminar por la senda era más sencillo que hacerlo por entre aquellas hierbas que le llegaban a la altura de las rodillas. Cegada por las lágrimas que no había llegado a derramar, Molly caminó con dificultad bajo el abrasador sol de mediodía. Cuando su blanca piel comenzó a quemarse, se levantó la parte de atrás de la camisa y se la colocó por encima de la cabeza como si fuera la capucha de un capa. Se le pasó por la cabeza que mamá la regañaría por haberse dejado el sombrero en el carromato… Pero no. El carromato estaba reducido a cenizas y su madre no volvería a regañarla.

El sol brillaba con fuerza en el cielo. El calor le atravesaba incluso la tela de algodón de la falda. Molly no había llevado consigo agua, y la sed se apoderó de su pequeño cuerpo. Durante horas obligó a sus pies a seguir andando. Ni siquiera se dio cuenta de que sus pasos vacilantes habían abandonado la senda y vagaban sin rumbo por la pradera. El sol había alcanzado su punto más alto en el cielo. Su claridad le cegaba los ojos. Enferma, mareada e incapaz de seguir viendo, Molly se tambaleó. Tenía que seguir andando, tenía que llegar al campamento antes de que…

Aquel pensamiento se evaporó al tiempo que las piernas le fallaban. Su cuerpo fue a dar contra la hierba. Durante un instante el aroma a tierra dulce le inundó los sentidos. Luego la oscuridad de cernió alrededor de ella como una mano cariñosa.

 

 

Molly se quejó y se agitó, luchando contra los lazos del sueño. Le pareció notar una humedad fría en la parte de atrás del cuello, una humedad que parecía acariciarle el cabello apelmazado por el sudor. ¿Estaba lloviendo? ¿Se trataría de algún animal que la lamería por curiosidad? ¿O sólo estaba soñando?

Soltando un gemido, Molly se giró y se puso boca arriba. El sol abrasador había desaparecido y se dio cuenta de que el cielo tenía el azul profundo del anochecer. Un coro de grillos cantaba a su alrededor.

Sólo cuando escuchó el sonido de un poni cercano giró los ojos en dirección hacia aquel sonido. Sus labios resecos se entreabrieron al ver a una figura de cuclillas sobre la hierba, cerca de ella.

En un principio, su mirada nublada sólo distinguió una forma oscura. Luego el rostro se le hizo visible. Era el rostro de un hombre, tan oscuro y lleno de arrugas como una nuez, un rostro fiero de nariz aguileña y ojos de rapaz que parecían observarla desde profundidades insondables. Parecía de la edad de su abuelo, y cuando habló su voz sonó como el viento atravesando la hierba de la pradera.

Molly movió la boca e hizo un esfuerzo para hablar, pero de su garganta reseca sólo emergió un quejido débil. Las manos del hombre se movieron hacia el rostro de la niña, acariciando sus mejillas encendidas y sus labios dolorosamente secos. Las palabras del hombre adquirieron un tono de advertencia cuando le levantó la cabeza y le acercó el borde de una bolsa de piel llena de agua a la boca. Molly tuvo la impresión de que la estaba advirtiendo para que no bebiera demasiado rápido o se pondría mala. Lo mismo que su padre le había dicho una vez. La niña se esforzó en dar sorbos pequeños. El hombre la recompensó con un breve asentimiento de cabeza.

Volvió a hablarle en susurros, como si estuviera tranquilizando a un animal asustado. Deslizó suavemente las manos entre los hombros y las piernas de la niña, la levantó y la apoyó contra su pecho mientras avanzaba hacia su poni. Olía a madera, a caballo y a hierba de la pradera.

Demasiado cansada para asustarse, Molly apoyó la cara contra su suave camisa de pelo de caballo y cerró los ojos.

 

Dos

 

 

Montañas de Absaroka, Wyoming

Noviembre de 1882

 

Ryan Tolliver maldijo entre dientes mientras trataba de comprender las marcas en aquel mapa arrugado y desteñido. Unos copos fríos de nieve le golpearon en la cara, conducidos por un viento ululante que amenazaba con arrancarle el papel de las manos. ¿Para qué le servía, de todas maneras? Había seguido el flanco del cañón equivocado, y ahora se había perdido. No había nada que pudiera hacer excepto encontrar refugio y esperar a que pasara aquella maldita tormenta.

Con un gruñido de protesta, Ryan dobló el mapa y volvió a guardarlo en el bolsillo de su zamarra de piel de oveja. Debió sufrir un ataque de locura cuando accedió a llevar cabo el absurdo plan de Horace Mannington. La recompensa de cinco mil dólares que el anciano ofrecía desde hacía mucho por recuperar a su nieta perdida le había parecido en San Luis una fortuna. ¡Pero no había dinero que pagara el soportar el frío helador de las tormentas de nieve de Wyoming!

El caballo relinchó bajo su cuerpo, sacudiéndose la nieve de la montura mientras Ryan la guiaba por la traicionera pendiente del cañón. Más abajo, a lo lejos, un arroyuelo estrecho descendía por el cañón como un lazo de plata enroscado. Qué demonios, habría podido jurar que conocía aquel país como la palma de su mano. ¡Pero con aquella tormenta no podría haber dicho el nombre de aquel arroyo ni del maldito cañón ni por todo el licor y las mujeres bonitas de Laramie!

Habría dado cualquier cosa por estar en aquellos momentos allí. O mejor todavía, en el rancho familiar, con su hermanastro Morgan, su pelirroja y pizpireta esposa, Cassandra y los tres hijos de la pareja. Las noches de invierno en aquella casa ruidosa estaban siempre repletas de calor, risas y la mejor tarta de manzana del lugar.

Pero no estaba en el rancho. Ni tampoco en Laramie. Estaba en medio de la nada buscando a una joven de cabello claro que algún trampero solitario había visto con una banda de rebeldes cheyene que no habían querido ir a la reserva, como había hecho el resto de su tribu.

Ryan se había enterado de lo que había visto el trampero y, como sabía que Horace Mannington, un acaudalado especulador de tierras de San Luis, ofrecía una generosa recompensa a quien le devolviera a su nieta desaparecida, él, que conocía las montañas y hablaba cheyene de forma pasable, se había puesto en contacto con Mannington. Los dos habían llegado a un acuerdo: Quinientos dólares si la búsqueda fracasaba después de tres meses, cinco mil si devolvía a Molly Ivins viva a casa.

Mannington le había contado la historia con lágrimas en los ojos. Florence, su única hija, había sido una belleza que tenía a todos los solteros de oro de San Luis a sus pies. Pero ella los rechazó a todos y se fugó para casarse en secreto con John Ivins, un maestro de escuela sin un penique en el bolsillo. Los Mannington, sintiéndose ultrajados, la habían desheredado y le cerraron la puerta a la joven pareja.

Armándose de valor, los recién casados se mudaron a Kentucky, donde Florence dio a luz a una niña. Siete años después se marcharon rumbo a Oregón en busca de una vida mejor pero fueron asesinados en el camino. Una cuadrilla de trabajadores del ferrocarril encontraron los cuerpos de Florence y de John al lado de su carromato quemado. Pero la pequeña Molly había desaparecido sin dejar ni rastro.

Ryan pensó en el pequeño retrato con marco de plata que Mannington le había dejado y que llevaba cuidadosamente envuelto en un pañuelo rojo dentro del abrigo. Florence Mannington había sido una princesa rubia de cuento de hadas de facciones hermosas y ojos dulces. Si Molly Ivins había sobrevivido y se había hecho adulta, había bastantes probabilidades de que se pareciera a su madre en la actualidad. Excepto en una cosa, recordó Ryan. Él había visto a mujeres blancas que vivían entre los indios. Las duras condiciones de vida y el trabajo convertían a la mayoría de ellas en ancianas antes de cumplir los treinta, sobre todo si tenían hijos.

Las mujeres rescatadas de su cautiverio tenían un algo triste y roto en ellas. Aunque sus familias las aceptaran, muy pocas eran capaces de acostumbrarse a la vida del hombre blanco. Ryan no le haría a Horace Mannington ningún favor llevándole a su nieta a San Luis. La pobre criatura sería seguramente una carga y una vergüenza para la familia durante el resto de su vida.

Pero daba igual. Cinco mil dólares podían comprar muchos sueños. Sus sueños.

Londres, París, Roma, Egipto, África… Ryan se moría por conocer todos aquellos sitios desde que tuvo edad suficiente para colocarse un libro en el regazo y mirar las fotos. Pero la riqueza de la familia Tolliver estaba en las tierras y en el ganado, no en dinero. Los beneficios del ganado se reinvertían en el rancho para pagar la mano de obra, comprar más cabezas, mantener los corrales y las construcciones en buen estado y expandir los límites de la propiedad en cuanto cualquier terreno se ponía a la venta. Para propósitos tan frívolos como viajar, Ryan era consciente de que tendría que conseguir su propio dinero.

Si pudiera encontrar a Molly Ivins, ella sería su pasaje para las maravillas del mundo.

La nieve caía ahora con más fuerza. Daba la impresión de que la tormenta iba a empeorar. Tenía que encontrar refugio de inmediato, mientras todavía pudiera ver.

A través de la nieve cegadora se vislumbraba a lo lejos un conjunto de ramas caídas de los árboles que se habían apilado contra los álamos, formando una especie de refugio de troncos y ramas. Con suerte habría suficiente espacio para acomodarse debajo. No eran un lugar tan seguro como Ryan habría deseado, pero en aquel momento no estaba en condiciones de escoger.

A lo lejos, el arroyo resbalaba contra su cama de piedra. Había mucha caída hasta el fondo del cañón, se recordó Ryan mientras guiaba al caballo por aquel estrecho desfiladero. Si un hombre cometía la torpeza de caer tendría suerte de sobrevivir con unos cuantos huesos rotos. Pero seguramente se congelaría hasta morir.

Ahora podía ver claramente el refugio de ramas, un amasijo cubierto de nieve. Antes de intentar llegar a él, tendría que encontrar un lugar seguro para que su caballo no vagara bajo la tormenta.

En aquel momento un búho asustado surgió de entre las ramas. Sorprendido por la presencia de hombre y montura, el pájaro voló directamente hacia la cabeza del caballo.

El caballo relinchó, saltó y perdió pie. Ryan tiró de las riendas en un esfuerzo titánico por recuperar el control del animal, pero no sirvió de nada. El mundo blanco y giratorio de la tormenta pareció envolverlos mientras ambos se precipitaban pendiente abajo.

Atrapado en un amasijo de piernas y patas, Ryan trató de sacar los pies de los estribos antes de que el caballo vacilante rodara sobre sí mismo y lo aplastara. Retorciendo sus torturadas articulaciones, consiguió sacar un pie. Pero para el otro era demasiado tarde. El movimiento del caballo lo hizo saltar de la silla. Atrapado por una pierna, Ryan se precipitó por la pendiente rocosa. Ryan escuchó el aullido mortal que soltó el caballo al golpearse contra las piedras afiladas. Un segundo más tarde su cuerpo corrió la misma suerte. Cuando su cabeza chocó contra la primera roca, sintió como si algo se le clavara en la parte de atrás de la cabeza. Ryan gimió, fue a dar al fondo y allí se quedó quieto.

Mientras el día daba paso a la noche, la nieve lo rodeó y lo cubrió como si fuera una esponjosa manta blanca.

 

 

Halcón de Luna estaba bajando un caballo joven desde la parte superior del cañón. Tras atarlo a una plataforma con cuerdas, lo guiaba perezosamente por el margen del arroyo en dirección al campamento de invierno cuando se topó con los cuervos.

Aquellos pájaros negros y ruidosos estaban picoteando un montículo. Al parecer se trataba de algún animal cubierto por la nieve caída durante la tormenta del día anterior. Fuera lo que fuera, los cuervos se las habían arreglado para dejar al descubierto un poco de pelo oscuro y tiraban de él con sus picos.

Halcón de Luna dejó la plataforma al lado del arroyo y se acercó un poco más para investigar. Se avecinaba la estación dura, y cualquier tipo de carne sería bien recibida por los Tse Tse Stus, el pequeño grupo al que ella consideraba su familia. Si el animal había muerto limpiamente y el frío había evitado que se pudriera la carne, valdría la pena avisar a las mujeres para que fueran a trocearlo.

Cuando ella se aproximó, los cuervos huyeron precipitadamente y se posaron en las ramas de un viejo pino. Esperaron con impaciencia a que Halcón de Luna se inclinara para apartar más nieve con sus guantes de piel de nutria. La nieve crujía bajo las gruesas suelas de piel de sus mocasines.

La joven había esperado encontrar un alce bajo el manto blanco. Pero cuando su mano rozó la dureza de una silla de montar, se quedó paralizada y abrió los ojos azules de par en par.

Allí había muerto un caballo. Un caballo montado por un Ve hoe, los hombres araña. Seguramente habría caído por uno de los flancos superiores. Pero cómo había muerto era la última de las preocupaciones de Halcón de Luna en aquel momento. Si había una silla de montar, tenía que haber un jinete. Y si había un jinete, probablemente habría más. Tal vez muchos más.

¿Soldados? Con el corazón acelerado, Halcón de Luna apartó más nieve. ¿Los habrían encontrado finalmente los Casacas Azules? ¿Estaría su pequeño grupo rodeado, y se vería obligado a ir a la reserva de River Tongue, donde habían enviado hasta al más bravo de los guerreros Tse Tse Stus? Recordó a los grandes jefes: Cuchillo Desafilado, Pequeño Lobo, Caballo Americano y tantos otros que ahora vivían como ganado encerrado. Ella sabía que si los miembros de su grupo se vieran obligados a hacer lo mismo no sobrevivirían.

Y lo peor de todo fuera tal vez su propio destino. Cuando los soldados vieran su cabello rubio y sus ojos azules la llevarían de regreso al mundo de los Ve hoe. Y no volvería a ver a su querida gente.

Halcón de Luna aparto más nieve y dejó al descubierto la silla, la manta que tenía debajo y el rifle metido en su funda de cuero. Sintió cómo su respiración se tranquilizaba al darse cuenta de que ni la silla ni el arma eran de los que utilizaban los Casacas Azules. Pero el rifle…

Lo sacó de la funda y contuvo una exclamación de euforia. Era un arma estupenda, bastante mejor que el arco y las flechas que ella utilizaba para cazar. Cuando aprendiera a disparar, sería capaz de traer mejores presas. ¡Tal vez incluso búfalos! Ningún miembro del grupo pasaría hambre aquel invierno.

Balas. Las necesitaría. Tendrían que estar allí, tal vez en las alforjas. Estaba metiendo las manos más profundamente cuando algo le llamó la atención. Algo de color marrón que sobresalía sobre la nieve, justo bajo el vientre del caballo. Halcón de Luna tiró.

Era una bota de montar de hombre, con tacón diseñado para sujetarse al estribo. La joven agudizó todos sus sentidos para examinarla. El tamaño de la bota le decía que su dueño no era ningún niño. Y las suelas gastadas daban a entender que había caminado con los pies, como hacían los Tse Tse Stus. Pero, ¿había sido joven o viejo? ¿Amigo o enemigo? La bota no respondía a ninguna de las dos preguntas.

 

 

Halcón de Luna escuchó un sonido al lado del arroyo que la obligó a girarse. Con la mano enguantada acarició el filo de su cuchillo de esquilmar. Aguantando la respiración, escuchó. ¿Habría sido sólo el viento susurrando en las copas de los árboles? ¿Se trataría del espíritu del dueño de la bota? Halcón de Luna dejó la bota a un lado y se dirigió al lugar de donde había provenido el sonido.

Volvió a escucharlo cuando se acercó al arroyo. Era un gemido. El sonido de un ser humano sufriendo.

Con el cuchillo en la mano, se acercó un poco más. Un hombre herido podía llegar a ser tan peligroso como un animal herido. No podía permitirse el lujo de que la pillara desprevenida.

Había una fina capa de nieve entre dos pedruscos elevados. Los ojos escrutadores de Halcón de Luna captaron un leve movimiento ascendente y descendente, como si se tratara de una respiración. Allí había algo. Algo alto y grande.

Sin apartar los ojos de la nieve, Halcón de Luna agarró una rama desnuda que había caído de un árbol. Manteniendo la distancia, hundió la parte puntiaguda en la nieve. Hubo un movimiento convulsivo y se escuchó un sonido que podría haber sido una leve protesta. Ella dio un salto hacia atrás sin dejar de apretar el cuchillo.

—¿Quién eres?

Halcón de Luna todavía hablaba un inglés fluido gracias a un hombre de las montañas muy instruido que se casó con una mujer de su tribu y permaneció con ellos tres inviernos antes de morir de neumonía, cuando Halcón de Luna tenía catorce años. Él la había animado a que practicara su lengua materna para que algún día pudiera hablar en nombre de su pueblo. Aquel día no había llegado aún.

—¡Contesta! ¿Quién eres? —repitió con tono exigente.

No hubo respuesta de la capa de nieve.

Repitió la pregunta en cheyene, pero el silencio sólo fue interrumpido por el graznido de un cuervo. Los ojos de Halcón de Luna no detectaron ningún movimiento bajo la nieve. Ni siquiera un cauteloso pinchazo fue capaz de despertar la vida que había allí debajo.

Un lento temor comenzó a formarse en el estómago de Halcón de Luna, subiéndole hasta la garganta, explotando con una intensidad que la llevó a entrar en acción.

Sus manos enguantadas rascaron la nieve con desesperación. Emergió un hombro cubierto por un grueso abrigo de piel que estaba congelado hasta el punto de rigidez. Una mano desnuda descansaba sobre la pechera del abrigo, una mano muy masculina con el dorso cubierto de una suave capa de vello rubio congelado. Tenía los dedos arañados. La sangre se le había congelado por el frío.

Halcón de Luna envainó el cuchillo y se inclinó para apoyar el rostro sobre la mano. La carne estaba casi tan fría como la nieve que la cubría.

«Déjalo como está», le susurró una voz interior, advirtiéndola. «Es uno de los ve hoe. Sea cual sea la razón que lo ha traído hasta aquí, no puede tratarse de nada bueno. Será mejor que muera y deje a tu gente a tu paz».

Pero mientras aquel pensamiento se le cruzaba por la mente, Halcón de Luna apartó la nieve del rostro del desconocido. Las facciones que surgieron bajo su guante eran fuertes y armónicas: Pestañas doradas congeladas, mejillas pálidas, labios azules del frío… Por la frente le caían unos mechones helados.

Era un hombre joven, fuerte y guapo, y estaba helado.

«Déjaselo a los cuervos. Este hombre es un ve hoe. Y aunque sea inofensivo, has llegado demasiado tarde para salvarlo».

Ignorando los avisos de su mente, Halcón de Luna abrió la parte delantera del abrigo del joven y apoyó la oreja contra su pecho. Al principio no escuchó nada y el corazón le dio un vuelco. Luego, apretándose contra él, sintió un latido débil bajo la gruesa camisa de algodón. Eran tan leve que al principio pensó que lo había imaginado. Pero no, allí estaba otra vez. Estaba vivo, pero a menos que pudiera llevarlo al campamento no duraría mucho tiempo.

Halcón de Luna retiró frenéticamente la nieve que rodeaba sus extremidades. Aunque no sintió que tuviera ningún hueso roto, podía estar malherido. Moverlo era un riesgo, pero no tenía elección. El desconocido estaba ya demasiado débil como para resistir el frío durante mucho más tiempo. Si lo dejaba allí, entre aquellas rocas, moriría.

Tenía uno de los pies cubierto por una bota igual a la que ella había encontrado. Pero la otra, cubierta sólo por un calcetín oscuro, podría estar ya congelada. Haría lo que pudiera por devolverle la circulación sanguínea. Y luego intentaría colocarlo sobre la plataforma de madera.

Halcón de Luna se quitó los guantes y colocó el pie del desconocido entre las palmas de sus manos, calientes y desnudas.

Aquel contacto sorprendentemente íntimo provocó una oleada de sensaciones en su cuerpo. Cinco inviernos atrás, tras la muerte del guerrero que había sido su esposo, Halcón de Luna se había anudado entre los muslos el cinturón de castidad de cuero y había renunciado a su vida como mujer. Su gente había alabado su decisión y ella no se lamentaba de haberla tomado, excepto durante algunas noches oscuras, cuando se quedaba tendida sobre las mantas de piel de búfalo, contemplando en silencio la oscuridad, soñando despierta con aquello que apenas había tenido tiempo de conocer.

Ahora, bajo la potente luz de un día frío de invierno, sentía el mismo deseo.

Su respiración húmeda se condensaba al aire gélido mientras masajeaba vigorosamente el pie. Poco a poco la carne comenzó a suavizarse y a entrar en calor, pero sentía el pulso del desconocido muy débil bajo sus dedos. Necesitaba hacerle entrar en calor, hacer que se moviera.

El gemido de dolor que surgió de su garganta la sobresaltó. Halcón de Luna alzó la vista y observó su rostro contraído por el esfuerzo de volver al mundo. La joven dejó por un momento el pie para masajearle las mejillas y la frente. Luego le apartó cuidadosamente el hielo de las pestañas. Con un esfuerzo que parecía sobrehumano, el desconocido parpadeó, cerró los ojos y después los abrió completamente.

Se quedó mirando fijamente el rostro de Halcón de Luna, pero no parecía estar viéndola de verdad.

—¿Quién eres? —le preguntó ella en un susurro—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

Durante unos instantes el hombre guardó silencio. Varias emociones se dibujaron en su rostro: Frustración, dolor y miedo, el miedo asombrado de un niño que acabara de darse cuenta de que se había perdido. Aquél era un miedo que Halcón de Luna conocía muy bien.

—¿Quién eres? —le volvió a preguntar, esta vez con más dulzura.

—Yo… No lo sé —consiguió decir la boca del hombre, que tembló con cada palabra que consiguió pronunciar—. Que Dios me ayude. No lo sé.

El hombre cerró los ojos, dejó caer la cabeza sobre el hombro y se quedó inerte.

 

Tres

 

 

Ryan se vio arrastrado a una espiral de dolor. Durante los momentos de lucidez fue consciente de que estaba en movimiento, del sonido de la plataforma arrastrándose y de la presión de las cuerdas con las que iba sujeto al caballo. Escuchó el sonido de unos mocasines de invierno pisando la nieve y la respiración regular y profunda de la mujer que iba tirando trabajosamente de la plataforma.

Ryan se dio cuenta entre nebulosas de que era una carga muy pesada y que debería ofrecerse a ponerse de pie y caminar al lado de ella, pero por mucho que quisiera era incapaz de mover ni un dedo. Ni siquiera podía afrontar el esfuerzo de abrir los ojos. Y el hecho de pensar parecía estar también fuera del alcance de su cerebro. Cada percepción se veía nublada por el dolor que sentía en la cabeza, como si le estuvieran martilleando el cerebro.

¿Quién era él? Aquella pregunta parecía burlarse de él. No era nada ni nadie. Un pájaro moribundo. Una luz en la cuneta. Había perdido la memoria.

Lo único que parecía sólido y real era aquella mujer. Su rostro parecía flotar en medio del vacío. En el recuerdo le parecía muy llamativa: Nariz recta, pómulos altos, boca sensual y aquellos ojos violeta que le resultaban vagamente familiares. Se quedó con cada detalle de su rostro: La cicatriz que recorría en zigzag el camino desde la sien hasta la ceja izquierda, el pequeño lunar marrón al lado de la boca. Llevaba el cabello escondido bajo la capa de piel de castor con la que se protegía del frío. ¿Sería rubia o morena? En cualquier caso, razonó Ryan, era muy hermosa.

No era ninguna niña. Le calculó veintitrés o veinticuatro años, tal vez un poco más. Y aunque no había podido comprobar su altura tenía la sensación de que era alta e inusualmente fuerte para una mujer. Lo suficientemente fuerte como para cargar su cuerpo inerte en la plataforma y arrastrarlo por la nieve.

«¿Quién eres?», le había preguntado primero en inglés y después en cheyene. Curiosamente, Ryan había comprendido ambos idiomas. ¿Qué estaba ocurriendo allí? Ella no era india. Y él tampoco. Nada parecía tener sentido.

El sol se fue ocultando poco a poco tras la cima del cañón, dando paso a un cielo gris plomizo. Empezó a nevar de nuevo con fuerza. Los copos caían violentamente. Ryan sentía la espalda y el trasero doloridos de frío. En las piernas había perdido toda sensibilidad. Quería gritarle a aquella mujer que se detuviera y lo dejara descansar, pero no fue capaz de reunir suficiente fuerza como para hablar.

Tenía tanto frío que comenzó a sentirse deliciosamente caliente y adormilado. A ratos se dejaba llevar y parecía a punto de caer en unos sueños plácidos y dulces en los que no había dolor, ni frío ni peligro. Ryan luchó contra aquellos sueños con todas sus fuerzas, porque sabía que perderse en ellos significaría la muerte.

 

 

—¡Despierta!

Halcón de Luna estaba arrodillada al lado de la plataforma, agitando con sus manos enguantadas el hombro del desconocido. Él tenía los ojos cerrados y apenas se le escuchaba respirar.

La tormenta había amainado, dejando tras de sí un frío cristalino que atravesaba los huesos. Ella lo sintió penetrar a través de su vestido de piel de ciervo. Mientras se movía y tiraba de la plataforma había conseguido mantener el calor en su cuerpo. Pero al detenerse para comprobar cómo estaba el desconocido, los dientes habían empezado a castañetearle.

—¡Despierta! —exclamó tomándolo de las manos, escondidas bajo una piel de búfalo con la que lo había tapado.

Halcón de Luna se las frotó para calentárselas, pero el hombre no se movió. Desesperada, le apretó el pecho y le sacudió las piernas y los brazos.

Nada.

«No es demasiado tarde para abandonarlo», le dijo la voz interior. «Si muere en el campamento la gente lo verá como un mal presagio. Tal vez hablen incluso de marcharse. Y ya sabes lo que eso significaría para los más ancianos con este tiempo».

Esta vez el argumento fue tan convincente, tan persuasivo, que Halcón de Luna dejó las manos en alto. El pequeño grupo de ancianos, viudas y niños que cinco inviernos atrás estaban demasiado débiles como para hacer el largo viaje hacia territorio indio era su responsabilidad. Era ella la que les proveía de caza, la que vigilaba constantemente para protegerlos del mundo exterior.

Durante años habían evitado los ojos de los Casacas Azules. Incluso cuando instalaron una nueva reserva para los Tse Tse Stus en el norte, en Tongue River, la gente de Halcón de Luna había decidido permanecer libre y vivir a la antigua usanza. Ya que no eran lo suficientemente fuertes como para luchar ni tan rápidos como para correr, su única defensa consistía en permanecer tan ocultos como la guarida de un águila entre las montañas.

Y ella mejor que nadie debería conocer el riesgo de introducir en el grupo a un desconocido, sobre todo a un hombre blanco.

Pero mientras vacilaba, otro recuerdo, tamizado por el tiempo, le acarició el corazón como el leve roce del ala de un pájaro. Vio a un hombre mayor con el rostro surcado de arrugas y ojos fieros y oscuros que miraban a una niña pequeña aterrorizada antes de levantarla con sus brazos. Pluma de Cuervo debió darse cuenta de que la presencia de una niña blanca sería un peligro para su gente. Seguramente, igual que le ocurría ahora a ella, la voz de la sabiduría le susurraría que debería dejarla morir en la pradera. Pero Pluma de Cuervo había seguido los dictados de su corazón.

Obligada a tomar una decisión todavía más importante, Halcón de Luna supo que debía hacer lo mismo.

Agarró al desconocido por los hombros con más fuerza que antes, y al ver que no respondía alzó la mano y le abofeteó el rostro con tal fuerza que estuvo a punto de dislocarse el codo.