{Portada}

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Susanne James. Todos los derechos reservados.

ESCRITO EN EL ALMA, N.º 2130 - enero 2012

Título original: Buttoned-Up Secretary, British Boss

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-396-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

SABRINA atravesó aquellas calles desconocidas con el pulso acelerado. Si no fuera por el dinero que ofrecían por ese puesto, de ninguna manera se habría presentado. Pero la situación apretada en que se encontraban en ese momento, no le dejaba elección.

La mayoría de las casas en esa parte del norte de Londres eran bastante grandes, observó Sabrina, aunque también un poco descuidadas. Cuando llegó a la que estaba buscando, en el número trece de la calle, se percató de que era diferente de todas las demás. Era de esperar, teniendo en cuenta quién vivía allí. La puerta principal estaba recién pintada de azul. Su picaporte de bronce relucía impecable bajo la soleada mañana de septiembre.

Sabrina llamó una vez al timbre y esperó, intentando imaginar qué aspecto tendría su posible jefe, el famoso escritor. Por supuesto, había visto fotos suyas en los periódicos, pero se preguntaba cómo sería en carne y hueso.

De pronto, el hombre en cuestión abrió la puerta. Sabrina lo reconoció de inmediato. Debía de tener unos cuarenta años. El pelo, oscuro y revuelto, había empezado a ponérsele gris en las sienes y su atractivo rostro tenía algunas arrugas en el entrecejo. Sus penetrantes ojos negros miraban con gran intensidad. La observó con gesto un tanto serio.

–Ah. ¿Eres Sabrina Gold? –preguntó él y, cuando ella sonrió asintiendo, añadió–: Soy Alexander McDonald. Entra. Has encontrado la casa sin problemas… es obvio.

Su tono de voz era formal, fuerte y resonante. Sabrina no pudo evitar sentirse un poco impresionada mientras la guiaba por las escaleras alfombradas a la primera planta. Al seguirlo, admiró su cuerpo atlético y masculino. Sin duda, debía de hacer ejercicio a diario, pensó.

Percatándose de que apenas había abierto la boca desde su llegada, Sabrina se aclaró la garganta.

–La verdad es que no conocía esta parte de la ciudad. Pero no me ha costado encontrar la casa. Y el paseo desde el metro ha sido bastante agradable, sobre todo, con este sol.

Alexander volvió la cabeza para mirarla, contento con la primera impresión que la chica le había causado. Iba vestida con vaqueros y una camiseta color crema. Tenía el pelo largo y recogido y un rostro bastante normal, sin gota de maquillaje. Pero tenía unos ojos verdes enormes y expresivos, con una atractiva forma almendrada.

Cuando llegaron a la primera planta, Alexander abrió una puerta y la invitó a entrar delante de él. Cuando ella pasó, percibió su aroma, un suave perfume nada más. Bien, pensó él. No le gustaban las mujeres que se bañaban en densas esencias. Y, ya que la persona que ocupara el puesto de su asistente personal debía compartir el espacio con él durante varias horas al día durante los próximos meses, era indispensable que su compañía le resultara soportable. La señorita Gold ya era la sexta aspirante que veía, caviló. ¿O la séptima? Había perdido la cuenta.

Sabrina miró a su alrededor. Era una habitación grande, con techos altos y ventanas de cuerpo entero que permitían que la luz llegara a todos los rincones. Una gran alfombra persa cubría buena parte del suelo de madera de roble y las paredes estaban llenas de estanterías con libros. Una gigantesca mesa de caoba, repleta de cosas, ocupaba la mayor parte del espacio. Tenía un ordenador, un teléfono y pilas de papeles. A su lado, había otra mesa más pequeña con otro ordenador… sin duda, era el lugar reservado para su asistente personal. También había un par de sillas y una chaise longue de terciopelo marrón con varios cojines.

Alexander sacó una silla.

–Siéntate… Sabrina –invitó él, esforzándose en recordar su nombre. Se sentó detrás de su escritorio.

Haciendo lo que le decía, Sabrina lo miró a los ojos, recordándose a sí misma la razón que la había llevado allí. Necesitaba ese empleo y, sobre todo, su generoso sueldo. Y lo conseguiría, si la suerte estaba de su lado.

Alexander fue directo al grano.

–Veo aquí que estás licenciada en Psicología –señaló él, bajando la vista a su currículum–. ¿Estás segura de que este empleo es lo que quieres? ¿Hasta dónde crees que puedes… involucrarte? –quiso saber, esbozando una fugaz sonrisa.

Su pregunta sorprendió a Sabrina. Pero decidió ser sincera en su respuesta y acabar cuanto antes.

–Creo que lo que usted quiere saber es por qué no utilizo mi licenciatura para conseguir trabajo –indicó ella–. La respuesta es que, con esta crisis, es difícil encontrar algo decente en mi campo de especialidad. Me despidieron el año pasado, junto con muchos otros desafortunados. La razón es que estaba demasiado cualificada y no podían pagarme acorde con ello… Yo no quise aceptar el puesto, bastante denigrante, que me ofrecieron en lugar del mío –explicó ella, y tras un momento, añadió–: El sueldo que, según la agencia, usted ofrece por el empleo me animó a presentarme –confesó y tragó saliva, dándose cuenta de que aquello había sonado fatal, como si fuera una avariciosa–. No es que quiera el dinero –trató de puntualizar en voz baja–. Lo necesito. Y he decidido que tengo que apuntar alto para conseguirlo –aclaró, pensando en la casa nueva que acababan de comprarse, después de haber vivido años en alquiler.

Alexander hizo una pausa, fijándose en el rubor de las mejillas de ella, enternecido por sus palabras. Apreciaba la honestidad en una mujer… y en cualquiera. Y ella había sido sincera, quizá de forma un poco ingenua. Podía haberse inventado cualquier excusa sobre querer probar algo diferente o algo así. Él bajó la mirada otra vez al currículum.

–Veo que tienes todos los conocimientos empresariales que necesito y que sabes manejar el ordenador –comentó él–. Eso es un requisito esencial, pues las máquinas y yo no solemos llevarnos muy bien. Por lo general, a mí me basta con tener un cuaderno y un bolígrafo pero, por desgracia, mi agente y mi editor me piden que trabaje en un soporte informático… y más legible.

Presintiendo que la entrevista iba bien, Sabrina se relajó un poco.

–Se me da bien manejar casi toda la maquinaria de oficina, señor McDonald, aunque me gustaría tener una idea más precisa de en qué consistiría el trabajo.

Hubo un silencio. Sabrina bajó la vista a la alfombra, esperando una respuesta.

–¿Estás casada? –preguntó él sin más, mirándola a los ojos–. ¿Tienes hijos?

–No estoy casada –contestó ella–. Vivo con mi hermana. Las dos solas. Y el año pasado decidimos… comprarnos una casa, que no quiero perder.

Alexander asintió.

–¿Tu hermana trabaja?

Sabrina apartó la mirada un instante.

–Bueno… no todo el tiempo. Siempre ha sido un poco frágil y sucumbe ante los contratiempos todo el tiempo. Cuando se siente bien, da clases de aeróbic y de baile –explicó ella y tragó saliva. No iba a contarle al señor McDonald que su hermana era una excelente cantante y bailarina y que había hecho audiciones dos veces para el hermano de él, sin éxito.

Alexander la había estado observando con atención mientras hablaba, percibiendo las fugaces expresiones que delataban sus pensamientos. Se incorporó en la silla, de pronto.

–Lo que busco es una asistente personal –informó él–. Y tengo que advertirle que la jornada laboral no siempre acaba a las cinco. Si tengo que entregar algo que me está costando terminar, espero que mi asistente se quede hasta más tarde. Ya sabe a qué me dedico. Escribo libros sobre toda clase de temas –añadió y se recostó en el asiento, pasándose una mano por el pelo–. Mi última asistente, que llevaba conmigo muchos años, acabó admitiendo la derrota y dimitió.

Alexander levantó la vista al techo un momento.

–Ahora se pasa todo el tiempo en su jardín, cuidando gallinas. Al parecer, era algo que quería hacer desde hacía tiempo –explicó él y meneó la cabeza, como si no dejara de sorprenderle la excentricidad humana–. Ahora mi sistema de archivos es un caos y necesito a alguien que sepa leer, que sepa corregir, alguien lo bastante fuerte como para lidiar conmigo cuando me siento frustrado. Necesito a alguien que escriba a máquina por mí cuando a mí no me apetece, alguien que se ocupe de todas las llamadas de teléfono y que encuentre las cosas que yo pierdo –continuó e hizo una pausa–. Me temo que, a veces, estar cerca de mí puede ser un infierno. ¿Crees… crees que eres capaz de reunir todos esos requisitos?

Sabrina sopesó sus palabras durante unos instantes y sonrió. A pesar de sí misma, Alexander McDonald estaba empezando a gustarle.

–Señor McDonald, creo que puedo encargarme de todo sin problemas –afirmó ella, con ese tono de voz tranquilizador que solía utilizar con sus pacientes.

Él se puso en pie y salió de detrás de su escritorio, extendiéndole la mano.

–Trato hecho –dijo él, mirándola con gesto solemne–. ¿Puedes empezar la semana que viene?

Sabrina aminoró el paso mientras se acercaba a su modesta casa en las afueras de la ciudad. Se sentía emocionada y molesta después de su encuentro con Alexander McDonald. No se podía negar que era un hombre muy guapo, pensó. ¿De veras quería ella trabajar de cerca con alguien así? ¿Podía arriesgarse a que sus sentimientos se encendieran de nuevo? Porque, si era honesta consigo misma, tenía que admitir que existía la posibilidad de que se enamorara de él… algo que prefería evitar.

Cuando entró en casa, su hermana estaba bajando las escaleras, vestida para salir.

–Hola, Sabrina. ¿Has tenido suerte en la entrevista?

–Umm, bueno, sí –respondió Sabrina con cautela–. Pero, tal vez, sea sólo temporal, para unas semanas. Depende de cómo nos llevemos mi nuevo jefe y yo. Es escritor –añadió, sin molestarse en mencionar su nombre. Se dirigió a la cocina a prepararse un té–. ¿Vas a tu clase de aerobic?

–Sí. Y esta mañana me han llamado para pedirme que dé dos clases más de baile. La chica que suele hacerlo se ha puesto enferma. Así que no volveré a casa hasta las ocho.

Las dos mujeres no se parecían demasiado. Melinda era alta, con pelo oscuro, ojos castaños y rasgos muy marcados. Sabrina sólo medía un metro sesenta, su cuerpo era más fino y unos grandes ojos verdes le ocupaban casi todo el rostro.

–Prepararé algo para cenar –señaló Sabrina, sirviéndose una taza de té–. ¿Te parece bien lasaña y ensalada?

–Genial –respondió Melinda y salió, dando un portazo tras ella.

Mirando absorta por la ventana mientras se bebía el té, Sabrina dejó su mente vagar hacia la entrevista de la mañana y hacia su nuevo jefe. En su opinión, era el típico hombre seguro de sí mismo, muy masculino y algo despiadado. También tenía cierto toque misterioso, como si tras esos ojos negros y magnéticos ocultara un secreto que nunca había compartido con nadie.

Ella no sabía nada de su pasado, ni si estaba o había estado casado alguna vez. En la prensa, nunca lo había visto fotografiado junto a una mujer. Por el contrario, su hermano Bruno, también famoso, parecía ser un experto en compañías femeninas.

Con los ojos entrecerrados, Sabrina siguió dándole vueltas al tema y llegó a la conclusión de que Alexander McDonald debía de tener una personalidad con muchos matices y que no iba a ser fácil lidiar con él. Sin embargo, el dinero que ofrecía sería un poderoso incentivo para callar y obedecer, se dijo, encogiéndose de hombros.

Más tarde, cuando estaba preparando la lasaña, sonó su teléfono. Frunciendo el ceño, fue a responder. Rezó porque no fuera su hermana Melly, llamándola porque se hubiera metido en algún lío.

–¿Sabrina Gold? –dijo una voz masculina y sensual al otro lado del auricular–. Aquí Alexander McDonald. Estaba pensando si, como todavía quedan dos días laborables para terminar la semana, podrías empezar un poco antes. ¿Qué tal mañana?

–Sí… creo que sí –repuso ella, sin pensárselo–. De acuerdo, señor McDonald –repitió, omitiendo el detalle de que había pensado ir de compras para renovar su vestuario antes de empezar a trabajar. Sin embargo, él tendría que aceptarla tal cual, vestida a la moda de hace un par de años.

–Bueno. Quedamos, entonces, a las nueve. O más temprano, si quieres –propuso él y colgó.

Sabrina se quedó mirando el teléfono un momento. Había sido una conversación breve y directa donde las hubiera.

En su casa, Alexander se apoyó en su escritorio con un vaso de whisky en la mano. No podía explicar por qué, pero su nueva empleada le había causado muy buena impresión. Había algo en ella que le gustaba, además de su físico, pensó, recordando sus cándidos ojos verdes, su pulcro peinado, sus uñas cortas y sin pintar… Y el tono suave y agradable de su voz… una voz que no le pondría nervioso.

De todas maneras, lo que de veras importaba era si ella podía satisfacer sus expectativas en el trabajo y si estaba preparada para trabajar todo el día cuando fuera necesario.

Rumiando su entrevista con Sabrina Gold, Alexander llegó a la conclusión de que iba a ser muy diferente de Janet. Para empezar, Janet era una abuela obsesionada con su familia y sus nuevos nietos, mientras que Sabrina era joven y, por lo que había deducido, no tenía ataduras emocionales. Eso tenía que ser algo positivo, caviló. Así, nada se interpondría en su relación profesional.

Sintiéndose inquieto, como siempre le ocurría al comienzo y al final de una novela, Alexander decidió ir a dar un paseo antes de sentarse para seguir escribiendo.

Disfrutó de la tarde cálida y agradable mientras caminaba hacia el parque y, de pronto, recordó con nostalgia su casa de Francia. Con un poco de suerte, podría arreglárselas para estar allí a finales de octubre. Sólo había conseguido ir dos veces ese año y habían sido muy rápidas. Tal vez, podría intentar pasar allí la Navidad. El plan le apetecía mucho, pues así podría evitar a la familia y el maldito espíritu navideño que tanto le fastidiaba. Podía inventarse la excusa de que tenía que escribir un nuevo libro y precisaba soledad y silencio.

No podía quitarse de la cabeza su lujosa casa francesa. Era un gran establo reformado, en medio de viñedos y campos de olivos. En su ausencia, sus vecinos, Marcel y Simone, se encargaban de cuidársela. Tenía una gran piscina en el jardín donde, en las noches de verano, compartía cenas y el buen vino de la tierra con sus amigos.

Ya había oscurecido y Alexander seguía vagando por el parque, perdido en sus pensamientos. Estuvo a punto de tropezarse con una pareja que estaba besándose, tumbados en el césped. Se disculpó a toda prisa y se alejó. Sin embargo, ellos apenas repararon en él.

Por alguna razón que no podía explicarse, una profunda tristeza lo invadió durante unos segundos. Recordó su juventud y las mujeres que había habido en su vida. ¿Por qué nunca había querido comprometerse? ¿Por qué no podía recordar más que una interminable lista de aventuras? ¿Acaso su fracaso sentimental con Angelica le había traumatizado para siempre? Casi habían pasado diez años desde entonces…

Al llegar a casa, Alexander se sirvió otro vaso de whisky y se tumbó en la cama. Diez minutos de descanso le sentarían bien, pensó, así se despejaría la mente y podría terminar mejor el capítulo que se le estaba atragantando.

Casi de inmediato, cayó profundamente dormido. Y comenzó a soñar.

Estaba tumbado desnudo junto a una hermosa mujer. Ella respondía a su contacto con pasión y lo animaba a acariciarle las piernas, los pechos… Al mismo tiempo que la poseía, ella le entregaba su boca, cálida y húmeda…

De pronto, Alexander se despertó. Se incorporó de golpe, empapado en sudor. ¿Qué diablos? ¿Por qué había soñado algo así? No recordaba cuándo había sido la última vez que se había dejado envolver por sensaciones tan eróticas y apasionadas.

Se levantó de la cama, se quitó la ropa y entró en el baño. Lo que necesitaba era una larga ducha de agua fría, se dijo.

En el sueño, la mujer con la que había hecho el amor había sido alguien que conocía. Una joven no muy alta, con pelo largo liso, uñas sin pintar y ojos enormes de gato.

Capítulo 2

A LAS OCHO en punto a la mañana siguiente, con pantalones negros y una blusa de rayas grises y blancas, Sabrina se presentó delante del número trece. Justo cuando iba a tocar el timbre, la puerta se abrió y se encontró de frente con una mujer de mediana edad que salía de la casa con un par de bolsas en las manos.

–Hola –saludó Sabrina.

–¿Señorita Gold? –dijo la otra mujer, haciéndose a un lado para que pasara–. El señor McDonald me ha dejado una nota avisándome de que vendría. Soy María, su asistenta –indicó y sonrió–. No lo he visto esta mañana. Todavía no se ha levantado… ¡Es probable que haya pasado una mala noche!

–Entiendo –repuso Sabrina, un poco intimidada. Por la conversación telefónica del día anterior, había sospechado que sería un hombre madrugador.

–Puedes subir al estudio –señaló María–. Creo que ya sabes dónde está. No creo que tarde mucho en levantarse. Por cierto, la cocina es la primera puerta a la derecha. ¿Por qué no tomas un poco de café? –invitó y sonrió de nuevo–. ¡Como si estuvieras en tu casa! ¡Y buena suerte!

Acto seguido, María se fue, dejando a Sabrina con la sensación de ser una especie de intrusa.

La casa estaba en absoluto silencio y, por alguna razón, Sabrina se sintió incómoda al imaginarse a su jefe en la cama. Mientras subía las escaleras, se preguntó cuál sería su dormitorio. Intentando contener sus pensamientos, entró en el estudio.

El lugar estaba hecho un caos. La alfombra estaba arrugada en un lado y había tres tazas vacías manchadas de café en el suelo. Las dos papeleras junto a la mesa estaban repletas de bolas de papel arrugadas y había polvo por todas partes. Haciendo una mueca, Sabrina pensó que era obvio que aquella habitación estaba fuera de la jurisdicción de María. Hacía mucho calor allí dentro y olía a cerrado, así que abrió una de las ventanas para que entrara el aire.

–Buenos días.

La inesperada voz de Alexander McDonald la hizo girarse de inmediato. Con el pulso acelerado, lo miró. Llevaba unos pantalones anchos y una camisa negra, con el pelo revuelto y todavía húmedo de la ducha. No estaba afeitado. Se acercó y la miró con aquellos seductores ojos oscuros durante un momento.

–Siento no haberte podido recibir –dijo él y tragó saliva. El recuerdo de su fantasía de la noche anterior seguía fresco en su memoria. ¿Cómo podía olvidarse de ella y actuar con normalidad?, se preguntó y enderezó los hombros–. No me acosté hasta muy tarde anoche. Bueno, en realidad, me acosté temprano esta mañana –señaló–. Lo que pasa es que, cuando estoy trabajando, no puedo dejarlo hasta que no quedo satisfecho con lo que he hecho, no me importa la hora que sea. Aunque la verdad es que anoche no quedé nada satisfecho…

Sabrina frunció el ceño, sin saber qué decir. Se apartó un poco de él, hacia su mesa.

–Bueno, igual un nuevo día le traiga nuevas ideas –sugirió ella. Sin poder evitarlo, se había sonrojado. De pronto, se dio cuenta de que iba a estar a solas con uno de los hombres más deseados de Londres, durante muchas horas.

La amenaza de sentirse atraída por un miembro del sexo opuesto alarmó a Sabrina. No iba a dejarse atrapar por aquello de nuevo. Ya había sufrido bastante la crueldad del destino y el dolor de tener el corazón hecho pedazos.

Si no hubiera sido por aquel trágico accidente, ella estaría casada con Stephen. Pero su prometido había perdido la vida en un partido de rugby. Nunca había recuperado la conciencia después de haber sufrido un golpe en la cabeza.

Sabrina se había sentido la mujer más feliz del mundo cuando Stephen le había pedido que se casara con él. No sólo porque era el hombre más guapo del mundo para ella, sino porque era divertido, leal y de buen corazón. Le había prometido a Sabrina que Melly podría quedarse en casa con ellos, siempre que lo necesitara. Había sido todo demasiado bonito para ser verdad. No era común que un hombre comprendiera su sentido de la responsabilidad hacia su hermana. Su padre las había abandonado hacía mucho tiempo y su madre, Philippa, se había vuelto a casar cuando ellas habían sido adolescentes. Philippa vivía en Sídney con su esposo y apenas iba a verlas a Londres. Por eso, ella se creía en la obligación de atender a su hermana. Se había convencido a sí misma de que el amor no volvería a formar parte de su película y de que no necesitaba a ningún hombre a su lado.

Sin embargo, la excitación que invadía sus sentidos decía otra cosa. Era innegable que Alexander McDonald le atraía. El hombre no tenía la culpa, pero la situación se prestaba a todo menos a tener una aséptica relación profesional…

Alexander sacó su silla y se sentó, posando la mirada en el caos de su escritorio.

–Al menos, debí haber retirado las tazas antes de irme a la cama –comentó él y miró a Sabrina–. Siéntate.

–De acuerdo, señor McDonald.