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Título original: DIEU

© Éditions Robert Laffont, S.A., París, 2011

© de la traducción: Manuel Serrat Crespo

© de la edición en castellano:

2012 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien van Steen

Primera edición: Octubre 2012

Primera edición digital: Octubre 2012

ISBN-13: 978-84-9988-185-0

ISBN epub: 978-84-9988-210-9

ISBN kindle: 978-84-9988-211-6

ISBN Google: 978-84-9988-212-3

Depósito legal digital: B-30.373-2012

Todos los derechos reservados.

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Sumario

Prefacio

1. Prehistoria y chamanismo

2. Nacimiento de las diosas… y de los dioses

3. ¿Inventaron los judíos el monoteísmo?

4. Jesús: Dios es amor

5. La experiencia personal de lo divino

6. Lo Absoluto impersonal de las sabidurías orientales

7. El Dios de Mahoma

8. Fe y razón: los filósofos, la ciencia y Dios

9. El ateísmo

10. Violencia, misoginia, sexualidad reprimida: ¿Dios es fanático?

11. Cuando Dios habla al corazón

12. ¿Qué futuro tiene Dios?

Epílogo

Prefacio

Desde hace casi 30 años me intereso por la cuestión de Dios. Lo hago como filósofo, sociólogo e historiador de las religiones, es decir, de modo distanciado y desapasionado. Intentando no hacer a priori juicio alguno, positivo o negativo, sobre la fe, estudio el hecho religioso en sus diversas dimensiones y, especialmente, las representaciones que los hombres se hacen de una fuerza superior muy a menudo denominada “Dios”. He deseado sintetizar esas muy diversas investigaciones en esta obra accesible a los no especialistas. Publicada primero en Francia, en forma de libro de entrevistas con la periodista Marie Drucker, he vuelto a trabajarla pensando en una edición internacional expurgada de las preguntas. No obstante, ha conservado con frecuencia el tono vivaz de una conversación. Aunque el libro no tenga como objetivo defender o criticar la existencia de Dios, doy cuenta, sin embargo, al final de la obra, en un largo epílogo, de mi personal sentimiento sobre esta cuestión que se me plantea también íntimamente, como a cada uno de nosotros.

1. Prehistoria y chamanismo

Dios apareció bastante tarde en la historia de la humanidad. Aunque el ser humano existe desde hace varios millones de años, la arqueología muestra que las primeras representaciones de divinidades aparecen hace solo 10.000. Son, por lo demás, las diosas las que precedieron a los dioses. Por lo que se refiere a la noción de un Dios único, muy extendido en nuestros días por medio de los monoteísmos judío, cristiano y musulmán, ve la luz en Egipto, en el siglo XIV antes de nuestra era, bajo el reinado del faraón Amenhotep IV, que cambia su nombre por el de Akenatón, como referencia al culto solar del Dios único, Atón. Pero el politeísmo –la creencia en varios dioses– prevalece después de su muerte y es preciso aguardar hasta mediado el primer milenio antes de nuestra era para que el monoteísmo sea confirmado con certeza en Israel, con el culto a Yavé, y en Persia, con el culto a Ahura Mazda.

Los primeros rastros de religiosidad

No existen rastros arqueológicos precisos de la religión durante la prehistoria, al menos en el período que precede a la revolución del Neolítico, hace unos 12.000 años, cuando nuestros antepasados comenzaron a sedentarizarse y a construir aldeas y, luego, ciudades. Algunos indicios nos permiten, sin embargo, imaginar una religiosidad del hombre prehistórico. El primero es el de los rituales de la muerte, algo que ningún animal hace. Las tumbas más antiguas se han encontrado en Qafzeh, en el actual Israel. Hace unos 100.000 años, el antiguo homo sapiens depositó allí cuidadosamente cadáveres en posiciones fetales y los cubrió de color rojo. En un paraje próximo, hombres y mujeres fueron enterrados con cornamentas de cérvidos o mandíbulas de jabalí en las manos y también con ocre sobre o alrededor de las osamentas. Estas sepulturas atestiguan la existencia de un pensamiento simbólico que caracteriza al ser humano. Esos colores o esos objetos son los símbolos de una creencia. Pero ¿cuál? Nuestros antepasados creían probablemente en una posible supervivencia del ser después de la muerte, como atestigua la posición fetal de los cuerpos o la presencia de armas que pueden servir para cazar en el más allá. Aunque no podemos afirmarlo con certeza. Creo que estos primeros rituales de la muerte son una primera manifestación de religiosidad, de una probable creencia en un mundo invisible.

Las Venus prehistóricas

A imagen de la famosa Venus de Lespugue se han encontrado en Europa numerosas representaciones de mujeres con los atributos de la feminidad y, sobre todo, de la maternidad exaltados. Las más antiguas aparecieron hace unos 20.000 años. Algunos ven en ellas a las primeras diosas de la humanidad, e incluso el culto universal a una gran Diosa–madre. Me parece poco probable, pues no se les asocia ningún otro símbolo. Podemos ver en ellas, con seguridad, arquetipos de la feminidad y, sin duda, la veneración de la mujer como portadora y dadora de vida. Pero nada permite pensar que las representadas sean seres sobrenaturales. Algunos especialistas en arte prehistórico, como el profesor Le Roy McDermott, creen incluso que estas Venus son autorretratos de mujeres encinta, lo que explicaría a la vez sus deformaciones características y la ausencia de rasgos de los rostros.

Pinturas rupestres y chamanismo

¿Son las pinturas rupestres el testimonio de creencias religiosas? Estamos ante un debate abierto entre los especialistas de la prehistoria. Ya saben ustedes que la mayoría de estas pinturas representan a animales. Para algunos, se trata de gestos puramente artísticos: serían el nacimiento del arte por el arte. Pero esta tesis choca con varias objeciones. La principal es el propio lugar donde se realizaron estas pinturas: grutas sombrías y de acceso muy difícil. Cuesta imaginar por qué los artistas de la prehistoria iban a ocultarse en semejantes lugares para realizar sus obras. La mayoría de los especialistas se inclinan, pues, por otra hipótesis, la del arte mágico: al pintar escenas de cacería, el hombre captura la imagen de los animales antes de capturar a los propios animales. Yendo más lejos aún, algunos especialistas, como Jean Clottes y David Lewis–Williams, desarrollaron la hipótesis chamánica: a su entender, las pinturas no representan a los propios animales, sino el espíritu de los animales que los chamanes de la prehistoria invocaban y con los que se comunicaban a través de trances. Eso explicaría perfectamente la elección de grutas de difícil acceso, lugares favorables al aislamiento y al trance chamánico. Esta hipótesis, además, se ve confirmada por dos datos importantes. En primer lugar, el aislamiento de la mayoría de parajes de arte rupestre, alejados de grutas habitadas, y por lo tanto específicamente consagrados a esta actividad ritualizada. Luego, según las observaciones de los etnólogos sobre las últimas poblaciones actuales de cazadores–recolectores, los chamanes realizan pinturas sobre huesos, cornamentas o rocas para comunicarse con espíritus invisibles, especialmente con los de los animales que van a ser cazados.

Puede parecer insólito que algunas observaciones llevadas a cabo hoy sobre ciertos pueblos nos ayuden a conocer al hombre prehistórico. Es sorprendente, pero en absoluto absurdo si se sabe que ciertas tribus viven todavía como nuestros lejanos ancestros. Hoy tienden a desaparecer, pero numerosos etnólogos pudieron observarlos en el siglo XX, especialmente en América del Sur, en Australia, en Siberia o en ciertas regiones de Asia. Estos pequeños grupos nómadas o semi–sedentarizados no practican la agricultura ni la ganadería y viven de la caza y la recolección. Dan testimonio de lo que, probablemente, era la religión de la prehistoria, porque viven de acuerdo con el mismo modo de vida que el hombre prehistórico: en la naturaleza, con la subsistencia como principal búsqueda. Ahora bien, y eso es del todo apasionante, se advierte en toda la larga historia que las creencias y las prácticas religiosas evolucionan en función de los cambios del modo de vida del ser humano. Al igual que esos pueblos que viven insertos aún en el mundo natural, los hombres prehistóricos se sentían del todo insertos en la naturaleza. La religiosidad de esos pueblos nos muestra lo que pudo ser la religión de la prehistoria: una religión de la naturaleza, donde se considera que el mundo se compone de lo visible y lo invisible.

Un mundo poblado de espíritus

Cada cosa visible tiene un doble invisible con el que algunos individuos pueden comunicarse. A partir de la observación de los pueblos tunguses de Siberia, se dio, desde finales del siglo XVII, el nombre de “chamán” (en lengua tungús saman significa “danzar, brincar”) a las personas que la tribu había elegido para interceder ante los espíritus en su favor. Y se calificó de “chamánica” esta relación de la naturaleza que era, probablemente, la del hombre prehistórico del Paleolítico. Esta religión natural se basa en la creencia en un mundo invisible que rodea este mundo visible y en la posibilidad de comunicar con las fuerzas invisibles. Postula también la creencia en la supervivencia de una parte invisible del ser humano que se reencarna después de la muerte: el alma. Se caracteriza por prácticas de diálogos con los espíritus para ayudar a sobrevivir al grupo humano, curar a los enfermos y favorecer la caza. Antes de cada cacería, el chamán procede a un ritual que adopta por lo general la forma de una danza durante la cual entra en un estado modificado de conciencia: el trance, para convocar a los espíritus de los animales. Durante este trance brinca al son de los tambores –de ahí la etimología del nombre “chamán” que acabamos de mencionar–. Les propone un intercambio: «Tendremos que mataros para comer, pero, cuando muramos, entregaremos a su vez nuestro fluido vital a la naturaleza». Los chamanes son también terapeutas convencidos de que la enfermedad es el síntoma de un alma en mala situación o invadida por otra entidad.

Lo sagrado

¿Puede hablarse del chamanismo como de las primeras manifestaciones de espiritualidad? Por mi parte, definiría más bien la espiritualidad a partir de la dimensión de búsqueda individual. No puede afirmarse que, por aquel entonces, los individuos tuvieran una búsqueda espiritual personal, en todo caso en términos de elaboración intelectual. La espiritualidad como tentativa de respuesta al enigma de la existencia —¿cuál es el sentido de mi vida?— no existía sin duda por aquel entonces. Nos encontramos todavía ante una religiosidad colectiva. Todos comparten las mismas creencias, los mismos miedos y utilizan los mismos medios para exorcizarlos. El concepto de “sagrado” me parece más apropiado. Y diría, más concretamente, que experimentan lo sagrado. Lo sagrado es algo más universal y más arcaico que la búsqueda espiritual. El teólogo y filósofo alemán Rudolf Otto (1869–1937) definió lo sagrado como una especie de espanto y admiración ante el mundo. Los hombres sienten a la vez un grandísimo miedo, porque el mundo que les rodea es inmenso y les supera por completo, y al mismo tiempo se sienten admirados ante la belleza de este mundo. Es una experiencia que podemos hoy en día sentir perfectamente. Nos aterrorizan los excesos de la naturaleza: los ciclones, los terremotos, los maremotos. Pero nos conmovemos ante el océano, en el desierto, contemplando hermosos paisajes… Experimentar la inmensidad del cosmos y conmoverse es una experiencia de lo sagrado.

La religión: racionalización y codificación de lo sagrado salvaje

Lo sagrado, así definido, es una sensación, una experiencia espontánea, a la vez individual y colectiva, de nuestra presencia en el mundo. La religión es una elaboración social que llega más tarde. Podríamos decir que ritualiza y codifica lo sagrado. Las religiones existen para domesticar lo sagrado, hacerlo inteligible, organizarlo. Crean así un vínculo social, conectan a los hombres entre sí. Por lo demás, la palabra latina religio que dio origen a “religión” tiene dos etimologías. Según Cicerón procede de la palabra relegere que significa “releer”, expresión que puede remitir a la dimensión racional y organizadora de la religión o a su dimensión de transmisora de un conocimiento tradicional. Pero para Lactancio, la palabra religio procede de religare, “atar, sujetar”. De un modo vertical, los individuos están sujetos a una trascendencia, a algo que les sobrepasa, a una fuente invisible de lo “sagrado”. De un modo horizontal, esa experiencia y esa creencia comunes conectan entre sí a los individuos, creando un vínculo social en la comunidad. El fundamento del vínculo social más poderoso de una sociedad es, efectivamente, la religión. El escritor y mediólogo Régis Debray analizó muy bien la función política de la religión y mostró cómo toda sociedad necesita reunir a los individuos en torno a un invisible que los trascienda. Eso es cada vez menos cierto en Europa, pero se trata de una excepción. La creencia en Dios es compartida por el 93% de los americanos, sean cuales sean las confesiones religiosas, y la cohesión social es muy fuerte en los Estados Unidos; Dios es omnipresente, incluso en los rituales de la vida civil. La religión está igualmente presente y es fuente de cohesión social, en los demás continentes, en los países cristianos, musulmanes y budistas, pero también en la India e incluso, curiosamente, en China alrededor de tradiciones confucianas y del culto a los antepasados, que nunca desaparecieron a pesar del comunismo. Solo en Europa, casi, la religión ya no es la base del vínculo colectivo. De ahí esa permanente pregunta de las sociedades europeas: ¿cómo crear el vínculo social? Es la primera vez en la historia que una civilización intenta crear vínculo social al margen de la religión. A la crisis de las creencias religiosas, en los siglos XVIII y XIX, le sucedieron lo que se denomina religiones civiles, es decir, creencias colectivas, compartidas por todos, en torno a algo que nos trasciende y nos supera: el nacionalismo, por ejemplo. Durante los siglos XIX y XX, en Europa, era posible dar la vida por la Patria. ¡Era el vínculo con lo sagrado! Hoy, no hay ya sagrado.

Pero volvamos al nacimiento de la religión. Salvo en algunas tribus de cazadores–recolectores, no quedan ya muchas huellas de la religión natural de los hombres prehistóricos. De hecho, la religión natural se mezcló muy a menudo con las religiones ulteriores. Sigue siendo extremadamente vivaz en África, en Asia, en Oceanía y en América del Sur, incluso entre los cristianos, los musulmanes o los budistas. Por ejemplo, impregnó profundamente el budismo tibetano: el oráculo que regularmente consulta el Dalai–Lama entra en trance exactamente como en los rituales chamánicos tradicionales. Solo en Europa y en los Estados Unidos fue casi por completo erradicada por la cristianización. Pero en Occidente asistimos, desde hace unos 20 años, a un gran aumento del interés por el chamanismo. No obstante, mejor sería hablar de neo–chamanismo, pues quienes van a vivir algunas experiencias en Mongolia o en Perú junto a chamanes tradicionales no están ya insertos en la naturaleza. Una naturaleza que idealizan y re–hechizan de un modo imaginativo como reacción ante un modo de vida urbana y una religión cristiana demasiado cerebral que han apartado al hombre de su relación con el mundo natural.

2. Nacimiento de las diosas… y de los dioses

La religiosidad natural de los hombres de la prehistoria no había inventado aún los dioses. ¿Qué contexto histórico y social fue propicio a su creación? El eje se encuentra en el paso del Paleolítico al Neolítico. El modo de vida de los hombres cambia, se sedentarizan para posibilitar un mayor dominio de sus necesidades alimentarias. La agricultura y la ganadería reemplazan la caza y la recolección. Ese control cada vez mayor de los medios de subsistencia conduce a los hombres a reagruparse en poblados, que van a convertirse en ciudades. Con el nacimiento de las ciudades la región cambió profundamente.

El gran viraje del Neolítico

Las condiciones climáticas son ideales. La Tierra comienza a salir de un período glacial iniciado 100.000 años antes y los efectos del calentamiento se hacen sentir, primero, en esa zona geográfica situada entre el Egipto actual e Irak. Es un lugar fértil. El hombre abandona las grutas y comienza a construir al aire libre casas de tierra, madera, piedra. Para protegerse, se reúne y crea aldeas cada vez más grandes, rodeadas de cercas. Progresivamente, se vuelve ganadero y agricultor. Hace que sus pequeños rebaños pasten junto a la aldea, cultiva cereales, aprende a molerlos y a almacenarlos. El ser humano es entonces cada vez menos dependiente de la naturaleza. Controla sus medios de subsistencia. Asistimos así a una considerable revolución en la historia de la humanidad: por primera vez, el hombre ya no está del todo inserto en el orden natural. Entonces, su relación simbólica con el mundo se modifica también: ya no negocia con los espíritus de la naturaleza y de los animales. La figura del chamán tiende a desaparecer en las pequeñas ciudades que emergen, un poco por todas partes, en el Próximo Oriente desde el noveno milenio antes de nuestra era. Sin embargo, sigue necesitando creer en fuerzas superiores que le protejan de los caprichos de la naturaleza o de los demás grupos humanos amenazadores. Y entonces convertirá los espíritus del trueno, del agua, de la lluvia, en entidades divinas que se le parezcan. Es un proceso de antropomorfización. Durante varios miles de años, el hombre creará a su imagen entidades superiores, divinidades sexuadas, masculinas y femeninas: los dioses y las diosas a los que establece en el cielo. El vínculo no se edificará ya en el espacio horizontal de la naturaleza, sino entre la tierra, la ciudad, morada de los hombres, y el cielo, en adelante morada de los dioses. Por otra parte, la palabra “divinidad” procede de la lengua indo–europea y significa etimológicamente “luz”, “lo que brilla”… como una estrella en el cielo.

El culto a la Gran Diosa

Hacia 7.000 años antes de nuestra era aparecen en Anatolia altares domésticos y bajorrelieves de carácter explícitamente religioso que muestran figuras de mujeres dando a luz toros. Esta figura de la mujer y del toro se extenderá por toda la cuenca mediterránea y también por la India. Será objeto de un culto que los historiadores denominarán el culto a la Gran Diosa o a la Diosa–Madre, la que da la vida y vela por la fecundidad de la naturaleza, representada por el toro. Algunos ven también la fuerza masculina en la figura del toro. Es muy posible, pero lo interesante es que el toro está siempre sometido a la mujer puesto que se le representa constantemente en posiciones donde le es inferior, porque está representado de modo parcial (cráneo, cuernos) o porque le sirve de asiento o se tiende a sus pies.

El cazador nómada del Paleolítico veneraba los espíritus de los animales que eran necesarios para su supervivencia. El agricultor–ganadero sedentario del Neolítico venera el símbolo de la fecundidad y de la fertilidad: la mujer. Pero eso no durará mucho tiempo pues aparecerán los dioses masculinos y suplantarán muy pronto el culto de la Diosa–Madre.

De las diosas a los dioses masculinos

Con la sedentarización nacerá un nuevo clero: el sacerdote sucederá al chamán. Al revés que su predecesor, el sacerdote no siente ya lo sagrado, no lo experimenta ya en su cuerpo: lo realiza a través del ritual del sacrificio que, según se cree, mantiene el orden del mundo y atrae el favor de los dioses y de las diosas. Mientras los chamanes eran indiferentemente hombres y mujeres, la casta sacerdotal se vuelve con bastante rapidez casi exclusivamente masculina. En el seno de las nacientes ciudades, al hombre le gusta organizar, gestionar, dirigir. Y al igual que se atribuye las funciones administrativas del reino, se atribuye también las funciones sacerdotales. La evolución de la religión sigue, pues, la de las sociedades que van volviéndose, un poco por todas partes, patriarcales entre el tercer y el segundo milenio antes de nuestra era, cuando los pueblos crecen y se convierten en grandes ciudades, reinos y, muy pronto, imperios. Y desde el momento en que las sociedades se vuelven patriarcales, donde domina el hombre, donde los sacerdotes son mayoritariamente hombres, el cielo se masculinizará también. Aunque al principio ellas eran dominantes, las diosas se volverán secundarias, como en Mesopotamia. Estoy convencido de que muchas disfunciones de nuestras sociedades están directamente vinculadas al desequilibrio entre lo femenino y lo masculino en la humanidad. Lo masculino ha aplastado, durante demasiado tiempo, a lo femenino, y las religiones nacidas del modelo patriarcal desempeñaron un papel esencial en la transmisión de este desequilibrio. Las religiones no solo se volvieron muy masculinas hace 4.000 o 5.000 años, sino que, además, se volvieron misóginas…

Creo que una de las razones del éxito de la película Avatar es haber mostrado un mundo, Pandora, donde lo femenino ocupa un lugar importante. Por otra parte, su realizador, James Cameron, se documentó muy bien sobre las sociedades chamánicas que viven en simbiosis con la naturaleza. Su película muestra que lo que conduce a los humanos a su perdición y a la destrucción de los demás es la codicia, el deseo de poseer, de dominar… –comportamiento típicamente masculino–. Mientras que Pandora ofrece otro modelo de sociedad basado en la armonía, el intercambio, el respeto por la vida, valores más típicamente femeninos. Creo que el éxito de la película se debe a que nos hace entrever lo que habría podido ser la humanidad sin la sed de dominio. Es una metáfora de la occidentalización del mundo por la fuerza nacida de la tecnología, y un cuento filosófico sobre la belleza de otro mundo que no ha sido destruido todavía por la codicia del ser humano.

Nacimiento de los rituales de sacrificio

De lo femenino a lo masculino, del chamán al sacerdote, del trance al sacrificio: la historia de las religiones muestra que las creencias y los miedos se transformaron con el modo de vida de los hombres. Los peligros vinculados a la naturaleza no son ya los mismos: las tribus no tienen ya miedo de no encontrar caza o de que un oso las devore. Tienen miedo de que no llueva bastante para la agricultura o de que los cultivos sean devastados por una tormenta demasiado violenta; miedo de las tribus adversarias que pueden atacarlos. Esos pueblos sienten, pues, la necesidad de una presencia de fuerzas superiores que protejan el pueblo o la ciudad. Al ritual del trance chamánico le sucederá un nuevo ritual, el del sacrificio. A la figura del chamán, poseído por los espíritus de la naturaleza durante sus trances, le sucede la del sacerdote, que lleva a cabo sacrificios y se convierte en una especie de administrador de lo sagrado. Mientras que el chamán experimentaba lo sagrado, el sacerdote lo hace. La etimología de la palabra “sacrificio” significa precisamente “hacer lo sagrado”. El sacerdote no está ya poseído por una fuerza superior: realiza un gesto racional –el ritual del sacrificio– que según se supone garantiza el orden del mundo y protege al grupo.

Al principio, el hombre, por medio de los sacerdotes, ofrece a los dioses y a las diosas cereales o pequeños animales, es decir, lo que le es necesario para la subsistencia. Para comprender la lógica del sacrificio, hay que leer una obra fundamental del padre de la etnología francesa, Marcel Mauss (1872–1950). En su Ensayo sobre el don, Mauss muestra que el intercambio está en la propia base de las primeras sociedades humanas. Produce la abundancia de riquezas, pues invita al receptor a ser generoso, a su vez, con el donante. Ahora bien, Mauss muestra que lo que puede observarse en el seno de las tribus existe, también, en el nivel simbólico con las fuerzas superiores: cuanto más se da a los espíritus y, luego, a los dioses, más se cree que nos devolverán en beneficios. Por tanto, parece muy necesario hacer intercambios con las fuerzas invisibles que gobiernan el mundo y que proporcionan la subsistencia al grupo. Toda la lógica religiosa más arcaica de la humanidad está contenida en esta lógica del don mutuo: doy algo que me es muy valioso a las fuerzas superiores y, a cambio, estas me proporcionan subsistencia y protección. Eso es lo que expresa el ritual del sacrificio al que se entregan los sacerdotes a partir del Neolítico: ofrecen regalos a los dioses a cambio de su ayuda. Luego, con el transcurso de los milenios, se observa una delirante sobrepuja en el sacrificio. Una tablilla encontrada en la ciudad de Uruk, en Mesopotamia, y que data del tercer milenio antes de nuestra era, contabiliza un año de sacrificios en el gran templo del dios Anu: 18.000 corderos, 2.580 lechales, 720 bueyes y 320 terneros. ¡Todo eso para una ciudad cuya población no debía superar los 40.000 habitantes! En esa huida hacia adelante, se llegó luego, en efecto, a sacrificar a los dioses… seres humanos. Al principio se trataba de cautivos de otras tribus, luego se acabó sacrificando a los propios hijos para ir siempre más allá en la lógica del don más valioso. Los sacrificios humanos estaban bastante extendidos en diversas áreas geográficas durante el primer milenio antes de nuestra era y se encuentra una huella de ello en la Biblia, en la gesta de Abraham que se escribió en aquel período. Abraham recibe de Dios la orden de sacrificarle a su hijo Isaac. Pero, en el último momento, un ángel le conmina a renunciar al sacrificio y le proporciona un carnero para sustituir a Isaac. Podemos leer en este episodio de muy rico simbolismo la crítica a los sacrificios humanos tal como se practicaban aún por aquel entonces. La Biblia conmina a renunciar a eso, sin por ello prohibir los sangrientos sacrificios de animales, puesto que estos perdurarán hasta la destrucción del Templo de Jerusalén, en el año 70 de nuestra era, y se reanudarán luego en la tradición musulmana.

Deseo mimético y chivo expiatorio

Es importante decir algunas palabras acerca del famoso concepto del “chivo emisario” (o “expiatorio”). La expresión procede de una antigua tradición del pueblo judío: una vez al año, el sumo sacerdote ponía sus manos sobre la cabeza de un chivo para transmitirle todos los pecados cometidos por el pueblo, luego lo mandaba al desierto para que se perdieran allí esos pecados (Levítico, 16, 21–22). La expresión “chivo emisario” es la traducción latina de la versión griega de este texto de la Biblia, que podría más literalmente traducirse a partir del hebreo por “chivo que se marcha”. Los antropólogos y los sociólogos, como James George Frazer (1854–1941), mostraron luego que el fenómeno llamado del “chivo emisario” es un comportamiento observado en numerosas sociedades, donde el grupo elige a una persona o una comunidad minoritaria sobre la que arroja el mal o la culpabilidad nacida de un mal colectivo. Así, los judíos o las “brujas” han servido a menudo de chivos expiatorios en el seno de las sociedades cristianas: se los perseguía cuando se producía una calamidad natural o se había cometido un crimen atroz. Eran considerados como autores de la falta o, por su mera presencia, como responsables de las desgracias de la población. Uno de los pensadores que más popularizó esta expresión es René Girard. En sus trabajos sobre la violencia inherente a las sociedades humanas mostró que esta procede del deseo mimético: se desea poseer lo que el otro posee. El fenómeno del chivo expiatorio es en cierto modo la respuesta inconsciente del grupo para exorcizar su propia violencia vinculada al deseo mimético: se desea y se sacrifica colectivamente a un culpable para excluir del grupo la recurrente violencia interna. Se aparta así de forma provisional la violencia inherente a cualquier grupo proyectándola sobre una víctima que será sacrificada en una especie de ritual colectivo exutorio. En nuestros días, en numerosos países europeos, aunque “el judío” siga sirviendo como chivo expiatorio para algunos, son más bien los extranjeros, los gentiles, los árabes, los musulmanes quienes suelen ser designados por la extrema derecha y parte de la derecha a secas como chivos expiatorios de nuestros propios males. Aunque las consecuencias sean menos dramáticas que en el pasado, el mecanismo de chivo expiatorio sigue actuando así en nuestras democracias laicas.

La teoría de René Girard ha sido objeto, sin embargo, de vivas polémicas en el seno del mundo universitario. Más que su teoría de la violencia vinculada al deseo mimético y del fenómeno de la víctima expiatoria –en la que coinciden las observaciones de numerosos etnólogos y sociólogos–, lo que ha suscitado controversias es la sistematización de su teoría por el propio autor. En primer lugar, sistematización en todos los grupos humanos. Ahora bien, existen sociedades donde la teoría no es convincente. Sistematización como explicación global del fenómeno religioso, luego. En su más importante obra, La violencia y lo sagrado, René Girard afirma que la función fundamental de la religión es mantener la violencia al margen de la comunidad por medio de la perpetuación del mecanismo de la víctima expiatoria. Ahora bien, eso no solo no es aplicable a todas las religiones (piénsese en las sociedades budistas o confucianas, por ejemplo, que René Girard no ha estudiado), sino que estoy convencido de que el fenómeno religioso no puede ser reducido a la mera función de gestión de la violencia. Me he referido antes a la muerte y la experiencia de lo sagrado. Me parecen explicaciones muy decisivas del nacimiento y la perpetuación del fenómeno religioso.

El culto a los antepasados

Otra consecuencia de la sedentarización: el culto a los antepasados. Los seres humanos comenzaron a venerar las almas de quienes les habían precedido. Se han encontrado en Anatolia y cerca de Jericó numerosos cráneos pintados y adornados con conchas, que datan de unos 7.000 años antes de nuestra era y eran objeto de un culto doméstico. Esos cráneos expresan de modo sobrecogedor la presencia del ausente. Debían de considerarse como el soporte del espíritu del difunto que se veneraba y al que sin duda se pedía también ayuda. Eso corresponde a un cambio muy importante de las mentalidades vinculado a la transformación del modo de vida. Mientras que para las pequeñas tribus nómadas de cazadores los viejos eran un estorbo, con la sedentarización el anciano no es ya una carga para el grupo, sino que se convierte en un sabio, “el que sabe”, y, cuando muere, se le atribuye un estatuto casi divino, el de antepasado. Se advierte, sin embargo, que cuando las grandes ciudades crecen y se convierten en reinos, como en Mesopotamia o en Egipto, el culto a los antepasados tiende a desaparecer en beneficio únicamente del culto a los dioses. En cambio, subsiste en numerosos parajes de Asia, Oceanía o África, donde ha perdurado el sistema de pequeñas tribus sedentarias. La única gran civilización donde jamás ha desaparecido, y donde sigue estando muy vivo, es China.

3. ¿Inventaron los judíos el monoteísmo?

Hemos pasado, pues, de los espíritus de la Naturaleza a la Gran Diosa y, luego, a los dioses masculinos. Pero… ¿cómo pasamos de los innumerables dioses al Dios único? Entre el politeísmo y el monoteísmo existe, de hecho, una etapa intermedia: el henoteísmo. Se trata de la jerarquización de los dioses, que se hizo necesaria por las grandes conquistas. Mientras las ciudades son autónomas, cada una de ellas tiene su propio panteón, respondiendo cada dios a funciones concretas: diosa de la fecundidad, dios de la guerra, dios del agua, dios del trueno, etcétera. Luego, gracias a las conquistas, las ciudades se harán mayores y se convertirán en reinos e imperios. Eso se inicia hacia el 3.000 antes de nuestra era en Mesopotamia, en China, en Egipto y prosigue durante el primer milenio antes de nuestra era con los persas, los partos, los griegos y los romanos. Cada vez que un reino hace una nueva conquista integra en sus propios dioses los del reino conquistado e impone los suyos. Progresivamente, el panteón se vuelve pletórico y los imperios se ven confrontados a la abundancia de dioses. Se plantea entonces la cuestión de su jerarquía: ¿hay un dios superior a los demás?

Realeza celestial y realeza terrenal

Esta cuestión se plantea con mayor agudeza cuando los reinos terrenales, para mantener su unidad, necesitan un jefe único: el rey o el emperador. Se supone entonces que debe existir también en el Cielo un dios que gobierne a todos los demás. Y la estrecha relación, la filiación incluso, del soberano con esta divinidad suprema le da, más aún, fuerza y legitimidad. Así sucede con el faraón en Egipto o el emperador de China, que es hijo del cielo. Más tarde, los romanos retomarán a su vez el carácter divino del emperador. Hay, pues, colusión entre la cabeza del poder terrenal y la cabeza del poder celestial. La religión vive gracias a lo político y lo político obtiene su legitimidad de la religión: «Del Cielo, la realeza descendió sobre mí», hace grabar en una tablilla el rey de Ur a comienzos del segundo milenio antes de nuestra era. Es necesario, pues, distinguir un dios supremo con el que está estrechamente asociado el soberano, y al que todo el pueblo debe rendir culto. Será el dios Anu en Mesopotamia, Amón en Egipto, Zeus en Grecia, Baal en Fenicia, etcétera. Pero también están las divinidades locales, de modo que se establece progresivamente, a medida que van desarrollándose las ciudades–Estado que poseen una escritura (aparecida hacia 3.000 antes de nuestra era) y una administración central, una jerarquización de los dioses con, en la cima, una divinidad nacional. No puede hablarse aún de monoteísmo, puesto que esa divinidad suprema tolera la existencia de otras que le están sometidas. Se han inventado los nombres de “monolatría” y “henoteísmo” para calificar ese importante momento de la historia de las religiones, cuando numerosas civilizaciones pasaron de un politeísmo desordenado a un politeísmo organizado y jerarquizado, preludio del monoteísmo.

Hipótesis sobre las primeras formas de monoteísmo

Algunos autores afirman que el culto a la Diosa–Madre, que dominó todo el mundo mediterráneo, europeo e indio durante varios milenios antes de que se desarrollaran las grandes civilizaciones antiguas, es la expresión de una creencia monoteísta. Sin embargo, la ausencia de rastros escritos dificulta el conocimiento de este culto y, al parecer, no fue exclusivo, sino que cohabitó con otros cultos, como el de los antepasados y los espíritus naturales, antes de ser vencidos por el politeísmo más codificado de las ciudades–Estado.

Otros autores, más antiguos, formularon la idea de una creencia monoteísta universalmente extendida antes de la invención del politeísmo, en el Neolítico. Ya a finales del siglo XIX, varios misioneros cristianos observan que existe en numerosas religiones llamadas “primitivas”, en Asia, en América o en África, la huella de una creencia en un Dios único oculta tras el copioso culto a los antepasados y a los espíritus. Es el Gran Espíritu de los indios de América del Norte o la lejana divinidad, pocas veces nombrada, de numerosas etnias africanas. Según el lingüista y misionero católico Wilhelm Schmidt, que desarrolló esta tesis en El origen de la idea de Dios (1912), los hombres de la prehistoria habrían adorado todos a un Dios único antes de que este, al volverse demasiado abstracto y lejano, se esfumara ante el culto más accesible de los espíritus y los antepasados, de los dioses y diosas, luego, resurgiendo más tarde en forma de revelación en el antiguo judaísmo. Aunque esta tesis coincida con algunos mitos antiguos –como el del alejamiento del gran dios mesopotámico Anu, que a fuerza de rodearse de una numerosa corte de divinidades inferiores terminó siendo olvidado por los humanos–, se apoya en indicios demasiado débiles y parece en exceso inspirada por la propia creencia religiosa de sus partidarios para poder ser autoridad.

Mostrémonos, pues, muy prudentes y, en el actual estado de nuestros conocimientos, mejor pensar que el monoteísmo se remonta al decimocuarto siglo antes de nuestra era, a la breve experiencia del faraón Amenhotep IV, convertido en Akenatón. Aquella brutal revolución solo se mantuvo durante el reinado de aquel monarca. En cuanto falleció, su hijo, Tutankamón, por la poderosa presión del clero del dios Amón, regresó al henoteísmo y la experiencia monoteísta de su padre no dejó huella alguna en Egipto.

Moisés y los hebreos: entre mito e historia

¿Influyó esta experiencia en Moisés? El historiador nada cierto puede decir sobre Moisés, pues solo la Biblia, el libro santo de los judíos, habla de él. Ahora bien, la Biblia es un conjunto heteróclito –una mezcla de mitos, relatos históricos más o menos comprobados, poemas, plegarias, textos sapienciales y textos proféticos– y la crítica histórica moderna ha permitido establecer que la Biblia comenzó a escribirse hacia el siglo VII antes de nuestra era, a partir de tradiciones orales. Eso hace que resulte problemática la validez de personajes y acontecimientos históricos que habrían sucedido, según las cronologías bíblicas, seis siglos antes (historia de Moisés) o incluso doce siglos antes (Abraham). Lo que en nada disminuye la fuerza espiritual y simbólica de estos relatos. Pero tomárselos al pie de la letra es imposible desde un punto de vista histórico y racional. Sus personajes tal vez existieron, pero… ¿cuándo? ¿Y qué sabemos realmente de su vida?

La arqueología puede atestiguar con certeza la existencia de un reino de Israel gracias a una estela del faraón Meneptah, hacia el 1.200 antes de nuestra era, en la que se grabó: «Israel ha sido aniquilado y no tiene ya simiente». Luego, una estela aramea del siglo IX antes de nuestra era menciona «la casa de David», atestiguando así la existencia de la realeza davídica, lo que corresponde a las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo en Jerusalén que fechan la fundación de la ciudad de David en los aledaños del siglo X