Portada: La herida del tiempo. Agustín García Simón
Portadilla: La herida del tiempo. Agustín García Simón

 

Edición en formato digital: diciembre de 2017

 

En cubierta: montaje con fotografía de © Alberto García Gutiérrez

y © Francisco Javier Gil / Shutterstock.com

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Agustín García Simón, 2018

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

 

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17308-29-2

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

 

A Inmaculada y Manolo.

In memoriam

 

Hay que aprender a percibir lo que la

gente piensa, no lo que dice.

S. ANDERSON

Winesburg. Ohio

 

 

Todo era vasto, pero al mismo tiempo

era íntimo y, de alguna manera, secreto.

J. L. BORGES

«El Sur»

I

Heliodoro García Vallejo dormitaba. El espacio de la siesta había parado el tiempo, y afuera el aire abrasaba una calma cegadora. El silencio se espesaba en la penumbra de toda la estancia, un largo corredor entre el portal y la salida hacia el corral que atravesaba la planta baja de la casa y comunicaba todos los accesos. Dos franjas de luz declinaban paralelas desde sendas rendijas de la hoja superior de la puerta principal hasta iluminar el tablero de la mesa de roble, con sus patas labradas. Sobre ella cabeceaba Heliodoro, acodado y vencido sobre su mano izquierda, que abierta entre su sien y frente resbalaba una y otra vez por el peso de su cabeza. Sentado en su escaño, Heliodoro se reponía, y en el instante consciente del acto reflejo de vuelta a la duermevela y relajación apretaba el mango de alambre del matamoscas, una paleta de criba metálica que hacía de extensión de su mano en las sobremesas de verano. Del fondo del pasillo, que daba a la cocina, a la alcancía, cantarera y bodega, contiguas todas y abiertas frente a la mesa de Heliodoro, Juana trajinaba con soltura ciega y silenciosa, apareciendo y desapareciendo como una sombra doméstica. En los treinta años que llevaba de criada en la casa había hecho prenda intocable de su abnegación callada y asimilado como de su propia sangre la querencia hacia aquella familia que un día la rescató de la hambruna.

De la cocina a la semiinconsciencia de Heliodoro llegaba a veces un hilillo de voces apagadas, un cuchicheo refrenado. En esas horas de plenitud, un tono elevado era una transgresión intolerable, una violencia que había que sofocar de inmediato. Por alguna ley íntima y no escrita de generaciones, la brusquedad y el ruido eran vitandos en el tiempo muerto de la siesta, transcurso en el que el más leve roce delataba la acción. Solo de la cocina, en un primer momento, podía tolerarse el rumor de su inevitable tráfago y aun así sujeto siempre a una vigilada contención. Brígida, gobernanta de la casa, última de los siete hijos vivos de Heliodoro y su primera y única esposa, Amparo Estévanez del Olmo, reorganizaba la intendencia del fregadero con eficacia cargante y urgía a su sobrina Tanis para que recolocara el menaje con un susurro imperativo: «Vamos, hija, seca esos vasos con la rodilla... Los vasos y platos al vasar... ¡Ale, ale! Que parece que estás pensando en las paviotas»...

Separada e inquieta por una ya cercana pubertad, carnosa y colorada, Tanis obedecía maquinalmente a su tía con despreocupación y el candor de una sonrisa casi permanente. Sabía que el cariño que la profesaba se imponía siempre al armazón de su aspereza y la intercadencia gruñona de su temperamento. En el peor de los casos, sus regañinas podían incendiar el aire, pero tras una violenta combustión, sus palabras eran pavesas que caían suavemente sin apenas dejar rastro. Luego se atiesaba mucho, con la cara tirante y los labios apretados, faenando enloquecida, hasta que buscaba los ojos de su sobrina haciéndose la encontradiza. Tanis conocía muy bien aquellos momentos de tensión y su remedio más corto. Por frecuente experiencia, había visto y aprendido que en la casa de su abuelo cualquier protesta se complicaba mucho a la larga, mientras la sumisión y el silencio recogidos eran mano de santo. Así que en poco tiempo había desarrollado unas dotes de simulación cuya destreza apuntaba alto. Llegado el caso, asumía su papel con rara autenticidad: se cruzaba de brazos, bajaba la cabeza con la barbilla pegada al pecho y hacía pucheros, compungida. Tras el primer pronto de su tía, aguantaba sus envites impávida hasta que el silencio parecía imponer su tregua. Entonces alzaba sus párpados a golpes rápidos y repetidos, buscando el espacio y movimientos de su tía a la espera de una de sus miradas, como inminente anuncio de perdón. Había un tanteo mutuo en el cruce de sus ojos, antes de que Brígida decidiera la reconciliación, indefectiblemente acompañada de algunas palabras redentoras: «¡Vamos, hija!..., no seas boba, que no es para tanto. ¡Ale, ale! Que no ha sido nada».

Todo lo que en su tía era previsible, se volvía confusión impenetrable ante su abuelo Heliodoro. Y aquel contraste agitaba la mente de Tanis, que se hacía preguntas para las que no encontraba respuesta. Por entonces solo era capaz de constatar algunas apreciaciones, para ella bien ciertas, que al cabo de los años cobrarían sentido y explicación, aunque no despejaran nunca todo su secreto. La niña observaba cómo la sola presencia de su abuelo hacía girar en torno suyo las preocupaciones de cuantos habitaban la casa y, fuera de ella, de cuanto su hacienda abarcaba. La mera llegada de su abuelo a cualquier parte se anunciaba con el correr del mismo aire y todo se disponía ante su paso inminente. Pero Tanis se preguntaba sin encontrar motivo por qué su abuelo nunca se reía a carcajadas, ni alzaba la voz, ni decía una palabra más alta que otra, como sus padres y tíos, ni echaba regañinas como su tía Brígida... Su abuelo solo parecía tener un tono de voz para todo el día, firme, pero nunca elevado; como su mirada, fija, mantenida, con una intensidad concentrada, ante la que Tanis se sentía nerviosa, inerme y, de un tiempo a esta parte, desnuda. Era una sensación nueva, temida, que se aquietaba fuera de su presencia y cuando, estando cerca de él, lo veía enfrascado en las grandes páginas de El Noroeste Regional, o simplemente adormilado; como lo vio aquella tarde en la hora de la siesta, apenas franqueó la puerta de la cocina en dirección al vasar. Llevaba un pequeño rimero de platos apoyado en el pecho, pegado al delantal, que ceñía atado por la cintura un vestido de algodón azul turquesa por encima de las rodillas, fresco y escotado. Inopinadamente, Tanis se orilló demasiado junto a la pared sin dejar de mirar la figura entrevista de su abuelo, tras el delgado resplandor de las dos franjas de luz, cuando se dio con el hombro derecho con el saliente de la cantarera. Fue un desequilibrio suficiente para que en sus brazos bailaran los platos, sin que la sujeción y corrección reflejas impidieran que dos de la parte superior cayeran al suelo. El estrépito fue seco y estridente; una conmoción inaudita que a Tanis dejó aturdida y paralizada.

Heliodoro se sobresaltó desconcertado, apretando con fuerza el mango del matamoscas y, al punto, vio cómo Brígida y Juana se llevaban en vilo a su nieta hacia la cocina. Con el pulso acelerado, se recostó en el escaño, inspirando profundamente sin dejar de mirar hacia la puerta de la cocina, de donde llegaba el murmullo de un tumulto sordo, un precipitado susurro ahogado con destreza. Luego, despacio, avisada y reconvenida, Tanis apareció con badil y escoba, cuidando de no pisar los cachos de loza más grandes y, dirigiéndose a la entrada del portal, palpó sin mirar la llave de la luz retorciéndola. Los añicos se extendían por todo el pasillo y por debajo de la mesa, a los pies de su abuelo, a quien no pudo evitar dirigir una mirada temerosa, antes de agacharse por debajo del tablero para barrer suavemente los restos. En el encuentro de sus miradas, el abuelo movió repetidamente la cabeza, recriminándole su falta de cuidado, pero no dejó de observarla, mientras amontonaba lo barrido en medio del pasillo. Su cuerpo empezaba a estar a punto, del mismo modo que el cereal anunciaba su sazón a lo largo de junio, pensaba Heliodoro. El vuelco de la emoción estaba en esa señal primera e inequívoca de una buena cosecha, que desataba una firme esperanza y movía la ambición, como la transformación del cuerpo de su nieta desataba la codicia de sus ojos, fijos en aquella jovencita ya que a tres metros de él volvía a agacharse para recoger los restos del montoncito. Y al inclinarse para agarrar la escoba más corta y empujar con el badil, Heliodoro vio en un instante, que aceleró su corazón y el bombeo de su sangre, unas corvas tersas, con un dibujo perfecto en el arranque de los muslos, fuertes, torneados, y unas nalgas a ras del vestido que, en un momento fugaz, insinuaron la blancura de unas bragas. Todavía volvió Tanis sobre sus pasos para apagar la luz, una vez acabada la faena, y los ojos de Heliodoro la siguieron con un movimiento corredizo, reparando con sorpresa inadvertida en los senos incipientes de su nieta, que dio la vuelta en la penumbra con seguro sigilo.

El incidente había sacudido la duermevela de Heliodoro con un regusto contrariado pero no menos conocido. En los veinte años que llevaba de viudo había experimentado muchas veces esa ineluctable llamada, esa sensación imparable que incendia el deseo, pero tenía que remontarse muy atrás en el tiempo para recordar experiencias con cuerpos tan jóvenes. Su madurez fue orillando en él los sabores primerizos, tan vistosos de color como apetecibles, pero un tanto sosos al gusto por su excesiva pureza, todavía no enriquecida y equilibrada por la plenitud. «Las mujeres en agraz —se decía— son fruto prohibido, prohibido»... Y no lo eran tanto por motivo del pecado de incesto, ni siquiera por temor al escándalo, mucho más grave y de peores consecuencias que los pecados capitales en la sociedad rural, sino por el convencimiento profundo y temeroso que Heliodoro sintió muy pronto en esa materia, un tabú personal. Y ahora que lo pensaba, le parecía estar profanando algo intocable todavía. Desde su primera mocedad había visto en la infancia una carga tediosa, molesta, pero inevitable y, a su manera, sagrada. Los hijos daban emociones y alguna alegría en una carrera interminable de disgustos, pero sacarlos adelante implicaba una desagradable servidumbre y una vigilancia que en las niñas había que extremar hasta que se hicieran mujeres hechas y derechas. A partir de ahí la carga de conciencia disminuía un tanto y hasta el mismo incesto —pensaba Heliodoro— desaparecía como el freno de una mera convención ante una necesidad ineludible.

Pero Heliodoro estaba excitado. Se ahuecaba la bragueta con el mango del matamoscas, cuando vio que en la estrechez de la primera franja que iluminaba la mesa avanzaba una mosca hasta pararse justo en el límite oscuro. Miró de hito en hito el abdomen alado del insecto, levantó el matamoscas asegurando su control con el codo en la mesa y el puño apretado, y mantuvo la respiración. Tras lentos segundos, la mosca siguió su camino en la brevedad oscura de una y otra franja. Concentrado, Heliodoro pensaba, como tantas veces, que la precipitación era aliada del fiasco, sobre todo en asuntos poco apremiantes, a los que había que anteponer una frialdad absoluta, cuando apareció la mosca de nuevo iluminada en la segunda franja. Se paró un instante y dio un tirón con sus artejos hasta volverse a parar al cabo de la luz, con ese resabio ultrasensible que las caracteriza. Todavía arriesgó Heliodoro unos segundos antes de ejecutar su golpe con el placer tenso de quien decide el momento crítico. El restallido de la paleta sobre la mesa sobresaltó el adormilamiento de Brígida, recostada en el almohadón apoyado en el brazo del banco de anea de la cocina. Aquel latigazo rompía definitivamente la ceremonia de la siesta de aquella tarde. Algo se estaba cociendo, pensaba Brígida. La violencia de aquel golpe no era frecuente en la pericia de su padre matando moscas; un juego de muñeca rápido y un golpe seco, tan eficaz como discreto, con maestría. En esto, Juana apareció en la puerta de la alcoba abierta a la cocina con una mano sobre otra bajo su pecho y miró a Brígida moviendo ligeramente la cabeza. Esta arrugó los labios, pronunciándolos, y se enderezó en el banco, pensativa.

Después de observar la mosca espachurrada entre los cuadritos metálicos de la paleta, Heliodoro la sacudió de canto repetida y contundentemente hasta que los restos fueron desprendiéndose en diminutas masas informes. Los fue empujando, arrastrándolos, volviendo sobre ellos una y otra vez el canto de la paleta hasta tirarlos al suelo. Al lanzar el matamoscas sobre la mesa, Heliodoro se retrepó en el escaño estirando las piernas; inspiró más lenta y profundamente que de costumbre, con una expiración más rápida y se llevó la mano derecha a la portañuela en una exploración tan delicada como temerosa. Era la prueba más temida en los últimos años. La merma de su virilidad portentosa le angustiaba, le sumía a veces en un estado de enervamiento y miedo que le arrastraba ansiosamente hasta remontar en un nuevo lance exitoso, cura infalible que le devolvía la tranquilidad y la confianza. Venía ocurriéndole, sobre todo, después de sufrir un par de gatillazos que inopinadamente habían irrumpido en su vida como una catástrofe, luego de unos intentos algo forzados: ¡a los sesenta y cinco años! Pero el verano era un tiempo seguro, propicio, aunque en este particular, dadas las circunstancias, convenía una comprobación previa de la herramienta. El resto era una cuestión de estrategia y, en esos momentos, pensaba Heliodoro, el campo de actuación casi llamaba a una operación de saqueo. Hontanalta sesteaba en una penumbra de mujeres solas, y quizá el factor sorpresa pudiera llevar la victoria allí donde las derrotas habían sido más dolorosas. No fueron muchas, más bien contadas, pero la que le ocasionó Paula era la única que aún supuraba por una herida todavía tierna. Los otros reveses, pese a la obstinada negativa cosechada en algunos de ellos, fueron recursos de urgencia en lances precipitados, y los dos únicos que quedaron inéditos, fruto de una insistencia perversa.

De entre todas, Paula era otra cosa: la excepción; un dolor perenne, una afrenta provocadora ante la que su debilidad sucumbía. Hacía una semana que la había visto por última vez al paso de la procesión del día de la Magdalena, patrona de Hontanalta. Como en todas las grandes fiestas del año en que las campanas repicaban, Heliodoro se había levantado esa mañana en torno a las ocho, aseado por partes y desayunado con mucha calma en la misma cocina; solo, con su guardapolvo gris, sentado en medio del banco de anea, ante la mesa exclusivamente dispuesta para él, mientras Juana le hacía la cama y colocaba sobre la colcha de hilo y guarnición de ganchillo el traje negro de estambre, la camisa blanca de cuello mao, las botas negras más ligeras, bien lustradas, y la gorra nueva de fieltro, negra también. Había dejado que transcurriera el tiempo sin reparar en el ruido doméstico, ensimismado, a la espera de la llegada de sus hijos y jornaleros tras la mañanada de siega; más o menos cuatro horas desde las cinco de la madrugada que él sabía muy provechosas, porque la cercanía de la muda y el aliento de la fiesta alegraban los corazones de los labradores en julio, como una tregua en la guerra, y multiplicaban su fuerza con un impulso de euforia:

—Casi apañamos aquella cebada del Cabezo, padre —le dijo, zalamero, su hijo José, el mayor, adelantándose al tropel y bullicio de gentes que llegaban del campo y se agolpaban a la puerta, bajando de la galera—. Ha granado bien, los chochos muy gordos. Solo nos ha quedado el picón que mira al barco, pero ha cundido, ha cundido...

—¡Hala, hala! —respondió maquinalmente Heliodoro—, dad una vuelta al ganado y a mudarse para misa.

Y aguardó todavía un rato, sentado en el escaño del portal, con el periódico del día anterior abierto sobre la mesa, en su gran formato, por las páginas de mercados y precios. No importaba que casi se los supiera de memoria: la subida de los lechazos, el ligero incremento de la fanega de trigo, el mantenimiento del precio de la cebada... Volvía sobre ellos con una disimulada fruición y el convencimiento nervioso de una buena cosecha al alcance de la mano, luego de un invierno moderado y una primavera lluviosa hasta la misma primera mitad de junio. Se regodeaba en la perspectiva del otoño, en el numerario imaginado, ya depositado en su arca. Pero el aire de fiesta envolvía gradualmente la casa entera, un trasiego de nueras, yernos y nietos en una vaharada de colonia, que el calor hacía más penetrante; una alegría de comedido entusiasmo que aparcaba la cotidiana aspereza y afloraba sonrisas con el mejor de los vestidos, entre el correteo frenético de los niños y la disposición cauta y pasajera de los adultos... Un pequeño alboroto que, aunque le sacara de su ensimismamiento, a Heliodoro le agradaba sobremanera; porque la familia —pensaba— debía estar y mostrarse unida en todo momento, evitando la discordia y el más pequeño enfrentamiento que trascendiera de puertas para fuera, pues, además de minar la confianza interna daban oídos a sordos y voces al pregonero, y alimentaban el resentimiento de los otros, siempre numerosos y, como los enemigos, nunca pequeños. Era una reflexión recurrente, que con frecuencia hacía explícita como una admonición de principios; pero en aquella ocasión la abortó la aparición abrupta de Brígida que desde la cocina le enfiló decidida, con una salmodia algo subida de tono acerca de la pachorra de su padre con el periódico. Mirándola con pasmosa flema por encima de sus gafas de presbicia, Heliodoro simuló atención sin abandonar el hilo de su pensamiento, aunque de la retahíla le pareció entender que ya habían tirado los cohetes de la procesión y que él estaba sin vestir. Y una frase clara cuando llegando a su lado, Brígida le tomaba suavemente del brazo: «Mira que tiene que estar una en todo, ¡Dios bendito!»...

Le acompañó a su dormitorio, alcoba que se abría al luminoso comedor mediante dos altas hojas batientes, y por el otro lado comunicaba con la cocina a través de un estrecho pasillo. Y tras esperar un par de minutos, entró en el momento en que su padre se abrochaba el cinto. Le alcanzó la chaqueta y, mientras Heliodoro se la ponía, Brígida se acuclilló a sus pies levantándole la pernera del pantalón para tirar de los cintillos de las botas, comprobando su ajuste. Luego volvió a recolocar los pantalones por encima de las lengüetas. Un par de toques para que recuperaran la forma de su caída y se enderezó frente a él recolocándole las hombreras de la chaqueta, la holgura de su complexión, tirándole ligeramente de las solapas, y un remate de varios toquecitos con el envés de los dedos por los hombros y brazos: «Vamos, hombre, que siempre llega usted el último», le dijo con una mirada satisfecha de aprobación.

Heliodoro se caló la gorra ligeramente ladeada hacia la izquierda y se dirigió a la puerta de la casa, abierta de par en par en su hoja de arriba; apoyó sus manos en la de abajo y se asomó a la derecha, sacando medio cuerpo, para ver el fondo de la calle principal. La vanguardia de la procesión apareció desvaída y confusa por el movimiento y correr de la chiquillería, y a medida que la aglomeración se agolpaba en la calle fue apretándose como una masa semoviente y colorista. Un sonido lineal de dulzainas y redobles de tamboriles se elevaba sobre el murmullo de la multitud, hasta invadir gradualmente el aire que anunciaba el núcleo de la procesión, aparecida ante la vista de Heliodoro como espacio ralo, ordenado a su manera en medio de márgenes concurridos; un pequeño claro en el que destelleaba la cruz parroquial de plata repujada, flanqueada por otras dos más bajas y sencillas, entre un ramillete blanco de monaguillos y la mancha azabache del bonete de don José María, que precedía inmediatamente la talla de la Magdalena, llevada en andas por cuatro cofrades de la Santa Cruz, apoyados en sus varas. La escultura en madera policromada, una imagen gótica hispanoflamenca de poco más de un metro de altura, avanzaba escoltada por la corporación municipal en pleno, con paso envarado y pompa chusca, arropada por el despliegue más solemne que cerraban los estandartes eclesiásticos en torno al viejo y gran pendón de Hontanalta, espléndido terciopelo carmesí, con las armas acuarteladas de Castilla en brocados de oro y seda negra.

Todavía permaneció unos minutos viendo cómo la avalancha llegaba a su plazuela, antes de integrarse en ella, cuando Heliodoro sintió sobre él las primeras miradas de curiosidad, gentes dispersas que observaban y cuchicheaban con el desapego de la distancia y, poco a poco, las cabezadas de los labradores más cercanos, el golpe de ojos de algunos de sus iguales y allegados, la enfatizada indiferencia de los irreconciliables o la entrega servil de los rostros con que buscaban su saludable figura los afines. Desde el umbral de su puerta, dos peldaños de piedra labrados en pecho de paloma por encima del nivel del suelo de la calle, Heliodoro contempló con frialdad la efusión de las gentes, que ahora bailaban alrededor de la imagen retenida, sujeta en los gavilanes de las varas de los cofrades, y pensó que todo aquel montaje era necesario y efectivo. Pero su vista hizo varios barridos con avidez insatisfecha, descartando aquí y allá algunos semblantes de su secreto femenino, con ese descuido huidizo que elude a quienes la dependencia obliga. Buscaba otras sensaciones nuevas, quizá solo distintas, cuando vio cómo Leandro le saludaba en medio del gentío, levantando ligeramente la mano derecha. Y en el instante en que agarró y subió el picaporte para abrir la puerta y dirigirse hacia el amigo, localizó a Paula en la acera de enfrente, a la sombra, junto a dos amigas. Allí estaba, tocada de velo y alfiler, que recogía y sujetaba el tul sobre su pelo castaño por encima de las sienes, y una blusa blanca de organza, ceñida, a juego con una falda plisada; en realidad un señuelo que reconducía la vista de inmediato a la morenez todavía tersa de su cara, defendida del tiempo por una mirada profunda, alerta, con una punta de desafío.

A Heliodoro le llegó aquella presencia como un reclamo de urgencia. Paralizado en la puerta entreabierta, pasmado, pensó que aquella mujer le pertenecía y que, quizá, había dejado en barbecho durante demasiado tiempo un terreno que sin labrar reverdecía con renovada pujanza: «Las torres mal defendidas terminan por ceder al empeño del enemigo constante», se dijo a sí mismo Heliodoro. Y se abrió en su mente una prisa ansiosa, un deseo inmediato, desbaratado en su impaciencia por la imposibilidad. Caminó pensativo sin percibir que le cedían el paso hasta la altura de Leandro, quien apenas lo sintió a su lado, sin mirarlo pero ladeando su cabeza hacia la oreja derecha de Heliodoro, con voz muy baja, le dijo:

—Me he enterado ayer tarde de que han visto salir por la trasera del pajar de la Paula a Heriberto.

No hubo respuesta de Heliodoro, que mantuvo impasible su semblante y la mirada al frente, mientras contenía una violenta convulsión en sus entrañas. Y en todo el recorrido de la procesión y el transcurso de la misa solemne, no mediaron palabra alguna. Solo a la salida de la iglesia, caminando en medio de la plaza en dirección al grupo de contertulios habituales que esperaban a la sombra, le preguntó Heliodoro, también en voz baja:

—¿Quién te lo ha dicho?

—Pepe, el Pollero, que le vio salir sobre las diez y media de la noche, cuando iba al gallinero. Me ha dicho que te lo dijera de su parte. Y que queda a tu disposición.

En adelante ya no pudo dejar de rumiar el asunto. Su vecino y coetáneo Heriberto tenía rentas de tierras y solares suficientes para haber hecho de su vida una trayectoria tan errática como caprichosa y tranquila. Su habilidad con las manos le había llevado a montar un taller de carpintería del que salían los muebles más finos de Hontanalta, aunque con una discontinuidad que abonaba su veleidosa querencia y su informalidad. Había hecho estudios en la capital sin acabar nunca nada, para, al final, establecerse en la apatía de una cierta solvencia familiar; pero su mundo era un reino de celosa independencia, que despachaba el trato social con un educado cinismo y una acción silenciosa. Nunca llegó a hacer comparsa con Heliodoro, mucho menos con Victorino y Régulo, conocidos compadres en la clandestinidad mujeril de la comarca. Heriberto iba por libre, «como las culebras», pensaba Heliodoro, «y no había nido seguro cuando barruntaba el aire». Pero nunca hasta la fecha había invadido su terreno y su relación cordial, la amable atención que le dispensaba, pero, sobre todo, su posición y autonomía, no solo le hacían casi un igual, sino un temible rival sin flancos vulnerables. Se preguntaba Heliodoro si el despecho de Paula le habría llevado a insinuarse a Heriberto como una señal de advertencia, que le enviaba con indudable prepotencia y seguridad, pues Heriberto no se conformaba con cualquiera y siempre había picoteado en flores escogidas; o quizá, como se temía, más bien fuera una venganza definitiva a tantos años de espera. Había estado cavilando en los últimos días acerca de la conveniencia de hacer un último gesto de tanteo para una posible recuperación, aunque la perspectiva de la vuelta fuera incierta y, en el mejor de los casos, abriera caminos ya trillados, entre el bronco desencuentro y los arrebatos carnales, sin duda muy superiores a los comunes: Paula era enérgica para todo y decidida, y el recuerdo de su goce avivaba el deseo de Heliodoro y le ofuscaba.

Pero había otra razón todavía que aumentaba su pesadumbre en los últimos días y urgía su decisión: Heriberto pagaba mejor y Paula era interesada. Y ahora, inquieto y excitado tras el incidente de su nieta con los platos, Heliodoro pensaba en su escaño que la fama cierta que se le achacaba de tacaño con el dinero contante, no así en especie, le molestaba tanto como la imagen de hombre desprendido que se tenía de Heriberto; y que Paula, después de todo, era la experiencia sensual más intensa que había tenido en su vida; más perturbadora también, pero no menos gozosa, la única de tantas que había enardecido su entrega hasta el aturdimiento. Y aceleraba en su cerebro las imágenes más íntimas de su experiencia con ella, reteniéndolas a capricho en instantes obsesivos. Contra su costumbre y frialdad de estratega, obcecado, decidió adentrarse en un terreno que ya no controlaba de antemano. Se levantó decidido en dirección al perchero de la entrada, cogió su sombrero beige de fieltro, que iba ladeando ligeramente hacia la izquierda sobre su calva, cuando de la penumbra de la cocina, unos metros antes del patinillo que daba a la puerta del corral, oyó la voz retenida de Brígida que le dijo:

—Pero, padre, ¿adónde va usted con este calor? ¡Que le va a dar algo..., pero este hombre!...

Ni siquiera la miró. Abrió la puerta del corral despacio, subió el peldaño de piedra labrada que limitaba el umbral y cerró los ojos ante el golpe de luz abrasadora que invadió todo su cuerpo. El calor aplastaba la vida. Y en los setenta metros de la ele mayúscula al revés que dibujaba el corral hasta la trasera, la quietud absoluta parecía el único recurso de supervivencia. Solo la luz deslumbrante y el cielo azul, recortado por los aleros y cumbreras de los colgadizos, ponían el marco a una paralización extraña. Ningún relincho, rebuzno ni mugido en el aire espeso de las cuadras; ningún gruñido en la atmósfera fétida de las cochineras, ni el más leve hálito en el polvoriento remanso de los gallineros, de entre los vivares excavados en las conejeras... Todo era letargo en el silencio de las sombras, que Heliodoro rompía ahora muellemente a su paso sobre la paja descompuesta, ya parda basura, gigantesca capa de fermentación que aguardaba su derrame otoñal en las tierras de sementera. Poco antes del recodo de la ele que daba a la gran techumbre de la trasera, se orilló junto a la sombra de la pared de mampostería, a cuya vera se alzaba en piedra labrada el brocal del pozo, la pila y los abrevaderos escalonados. En el breve tránsito de tan adusto vergel, un reguero oxidado y teñido rojizo por la materia orgánica que con los años había dejado el curso del agua a lo largo de su seno y desagüe, sintió un ligero alivio en la temperatura, que volvió a golpearle bruscamente apenas salió al sol camino de la línea de sombra de la gran cubierta. Al entrar en ella, bajo su alta estructura a dos aguas, con pajeras en los desvanes gateros de sus flancos y una balumba de aperos por doquier, Heliodoro sintió un vahído de calor que le hizo pararse y buscar apoyo en la vara de un carro. Inspiró muy suavemente advirtiendo que se recobraba y fue a sentarse en una saca de paja orillada a la entrada de una de las cuadras. Estaba empapado. El sudor manaba literalmente bajo su sombrero y corría por su frente y sienes mojándole la cara y el cuello. Se destocó con la mano izquierda, que apoyó sobre la propia pierna. Buscó el pañuelo en su bolso derecho y se enjugó con él despacio, respirando acompasadamente. Se tomó unos minutos. El vaivén era un viejo conocido, pensó Heliodoro, y nunca había ido más allá; ahora tampoco iría, estaba convencido. Se recobraba, sin duda, y en su mente no había sitio más que para Paula: verla, tocarla, quizá poseerla; pero su callejón distaba todavía unos 150 metros, que habría de superar como su propia incertidumbre.

Ni un alma en todo el recorrido. Se había arrimado a la sombra estrecha de la pared de la calle, dura y polvorienta tierra grisácea que enfilaba hacia las eras. Al adentrarse en el callejón sintió que podían observarle. No le importaba. Era un riesgo asumible e inevitable. Corrió la cortina de percal rayado, y oculto entre ella y la puerta de dos hojas vio al punto que la de arriba estaba entreabierta. Se destocó de nuevo y volvió a sacar el pañuelo para enjugarse la calva, el rostro y el cuello. Volvió a recolocarse inspirando hondo. Metió la mano derecha con cuidado hasta agarrar el picaporte. Lo subió con suavidad y, sin soltarlo, con ayuda de la mano izquierda, empujó la hoja de abajo, mientras la mantenía en vilo para que no arrastrara. Un chirrido, no obstante, rompió el silencio del portal, cuya oscuridad le cegó por completo. Se mantuvo quieto hasta que su vista fue acomodándose, percibiendo con lentitud cómo asomaban los perfiles de los objetos e iban conformándose en su volumen y relieve. Del fondo del pasillo entraba ahora una tenue claridad que insinuaba el polvo del ambiente y rescataba el reflejo mate de algunas superficies. Dio unos pasos quedos, y en el marco de la puerta de la cocina, prefigurada en la penumbra, apareció Paula:

—¡Vete! —dijo secamente.

Heliodoro dejó transcurrir unos instantes y con voz sosegada contestó:

—Digo que podríamos hablar y tratar de arreglar un poco las cosas.

No hubo respuesta. Y a Heliodoro le pareció que el camino estaba expedito. Dio dos pasos en dirección a Paula y, al unísono, esta reculó al mismo ritmo hasta la encimera de la cocina, a la que se ajustó con su rabadilla. Sin perderle la cara, disimulando con entereza su estado de nervios, buscó con sus manos a la espalda el asa del cajón de los cubiertos. Sin control, frenética, los recorrió sin precisión, con sus dedos bailando sobre las cucharas y tenedores, para deslizarlos al fin por una superficie larga y plana, que sintió como una quemazón, luego palpó el mango de madera de un cuchillo. Lo agarró bien fuerte con su mano derecha, girando el brazo bruscamente frente a Heliodoro, que vio un fugaz reflejo plateado y se echó hacia atrás, sorprendido:

—¡Si das un paso más no respondo! —le dijo con el pulso desbocado y tragando saliva.

Heliodoro se quedó seco, inerte, y supo al instante que el riesgo cierto estaba en el aire, y que se imponía la prudencia, aunque fuera unida a la humillación. Se dio la vuelta con serenidad erguida y una conmoción de ira que contuvo con el instinto de un zorro: «Primero escapar —se dijo a sí mismo—, luego reponerse a la espera, observando emboscado al enemigo».

Cuando sonó la puerta que Heliodoro cerró sin estridencia, Paula dejó el cuchillo sobre la encimera y se llevó las manos a la cara con un sollozo. Sintió su propia sangre en el rostro y se miró asustada las palmas de sus manos. En la de la derecha tenía un corte considerable, cuya visión aumentó su conmoción y congoja.

Heliodoro volvió sobre sus pasos como un vencido, desolado y confuso. Se dirigió directamente al corral de las ovejas, a las afueras de Hontanalta, lejos de cualquier mirada. Hasta el regreso del rebaño, avanzada la tarde, estuvo rumiando aquel desafío desconocido en su vida. Ya nunca lo asimilaría. Aquella noche por demás calurosa, su desvelo tuvo un lastre recurrente en los límites de la realidad y los sueños: en una tarde muy fría, avanzaba una y otra vez por el camino curvo de un cerro hasta quedar paralizado ante la visión del crepúsculo, una franja anaranjada, nítida en un horizonte azulado de invierno, atractiva como un ascua que iba apagando lentamente el oscurecer.