Portada: Uno de los nuestros. Tawni O'Dell
Portadilla: Uno de los nuestros. Tawni O'Dell

 

Edición en formato digital: diciembre de 2017

 

Título original: One of Us

En cubierta: fotografía de © Tim Robinson/Arcangel Imágenes

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Tawni O’Dell, 2014

All rights reserved.
Published by arrangement with the original publisher,
Gallery Books, a Division of Simon & Schuster, Inc.

© De la traducción, Eugenia Vázquez Nacarino

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

 

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17308-31-5

 

Conversión a formato digital: María Belloso

 

A mi madre

Un recuerdo

Danny

 

—¡Ven, rápido, antes de que le dé por empezar a buscarte! —me llamó mi abuelo con un susurro angustioso desde debajo de la ventana de mi cuarto, encaramado en una carretilla puesta del revés y estirando los brazos, mientras mi padre rugía borracho en la planta de abajo.

Nada más alcancé a distinguir sus enormes manos tendidas hacia mí en la oscuridad, con las palmas llenas de surcos negros y cicatrices azuladas. Cerré los ojos, trepé al alféizar de la ventana y me descolgué hasta sentir que me sostenía y estaba a salvo.

—¡Silencio! —chistó mi abuelo sin ninguna necesidad, antes de que cruzáramos a toda prisa el patio trasero y echáramos a correr calle abajo hasta dejar atrás la hilera de casas silenciosas idénticas a la mía, ocupadas por inquilinos que desde hacía mucho preferían ignorar esos extraños rituales nuestros y la causa que había detrás.

Siempre me olvidaba de ponerme los zapatos, incluso en pleno invierno, y llegaba a casa de Tommy con los calcetines húmedos y los pies helados. En verano acababa con las plantas doloridas y llenas de arañazos. Ya en el porche de la entrada, todavía resoplando y jadeando, Tommy y yo nos deteníamos un momento a mirar desde lo alto de la colina el tejado distante de la casa de mi padre y la ventana oscura de la derecha. La misma ventana por la que un rato antes se veía la luz rojiza de la lámpara de mi cuarto, tamizada con un pañuelo estampado de flores, el favorito de mi madre. Así era como avisaba a mi abuelo las noches en que a mi padre, por lo general incapaz de reparar en mí, se le metía en la cabeza la idea, espoleada por el alcohol, de que no debería haber nacido.

Pasábamos con cautela entre las estanterías y las pilas de libros de la pequeña sala de estar, presidida por el retrato de mi tatarabuela Fiona, que me seguía a todas partes con su mirada turbadora, y una cornamenta de ciervo mezclada con toda clase de quincalla, hasta la cocina, donde finalmente nos permitíamos encender una luz y respirar aliviados.

La cocina de Tommy no era más grande ni estaba más limpia que la de la casa de mi padre y la comida tampoco era mejor. Siempre había una mezcolanza de olores, pero ninguno de los que abren el apetito. Los más penetrantes eran el tufo a quemado y los vapores de un fuerte jabón de sosa popular entre los mineros y los mecánicos, que me irritaban los ojos y la garganta. A pesar de esos inconvenientes, sin embargo, era mi lugar favorito del mundo entero.

Sin decir una palabra todavía, mi abuelo sacaba la botella de leche de la nevera y llenaba un cazo abollado que había siempre encima de un fogón. Tarareando por lo bajo, lo vigilaba hasta que alcanzaba la temperatura justa y luego lo servía en dos tazones. El mío lo llenaba hasta arriba y le añadía un buen chorro de sirope de chocolate Hershey. El suyo lo llenaba solo hasta la mitad y compensaba la diferencia con whisky y una cucharada de sirope de arce.

Esa noche, después de ponerme delante la taza de cacao caliente, me contó una historia que nunca he olvidado. Seguro que no era la primera vez que la oía. De hecho estoy seguro de que mi abuelo me la contaba ya cuando estaba en el útero de mi madre, cuando me sostenía en brazos de bebé, cuando se sentaba en una silla del jardín con una cerveza en la mano, vigilándome mientras jugaba delante de casa con mi coche de carreras... Pero esa noche fue la primera vez que escuché de verdad. La primera vez que se grabó en mi memoria.

—Solo eran unos chicos. Un hatajo de críos. No mucho mayores que tú, el día que los colgaron —empezó.

Supe que se refería a los Nellie O’Neills. Pensar en hombres ejecutados en el centro de nuestro pueblo era horrendo, pero imaginar a un puñado de colegiales ahorcados mecidos por el viento fue demasiado para mí.

—¿Tenían seis años? —exclamé.

Al verme alarmado, me tranquilizó con una palmada en la mano.

—Perdona, Danny. A mi edad, un muchacho de veintidós años parece un chiquillo. Eran hombres jóvenes. Muy jóvenes.

—¿Como Rafe?

—Como Rafe.

Tomó un sorbo de su taza y continuó.

—Así que allí estaban, de pie en el cadalso, con la cabeza gacha y mojándose bajo la llovizna con las manos esposadas, mirando de vez en cuando hacia el mar negro y agitado de paraguas bajo los que se guarecían los espectadores que habían acudido a verlos morir. Gente decente, definieron los periódicos a los curiosos, ciudadanos de bien que rezaban sus oraciones, que pasaban estrecheces por ahorrar unos peniques y hacían la vista gorda ante los padecimientos de cualquiera que no fueran ellos mismos.

»Casi doscientos de estos ciudadanos respetables vestidos con sus mejores galas, ropa oscura como mandaba la ocasión, se apiñaban en el patio de la cárcel junto a decenas de reporteros y los familiares de los condenados, mientras al otro lado de los muros se agolpaban varios miles de personas en una masa harapienta y lerda, calada de curiosidad malsana y sed de sangre.

—¿Qué es lerda? —le interrumpí.

—Estúpida, como las vacas.

—¿Qué es calada?

—Empapada de agua, como las vacas.

Suspiró.

—Oye, hijo, no voy a hablarte como a una criatura ni a usar palabras tontas, pero no puedes cortar a cada momento a un hombre cuando está contando una historia.

Asentí y prometí no hacer más preguntas. Anotaría mentalmente las palabras y al día siguiente las buscaría en el diccionario de la escuela.

—Ocurrió hace casi ciento cuarenta años. El Gobierno había abolido las ejecuciones públicas, pero todavía se permitían si eran privadas. Banqueros, comerciantes, abogados, políticos y hombres de negocios de toda especie, acompañados por sus mujeres y sus hijas, asistieron solo por invitación, con los boletos que todo el mundo había intentado conseguir. Eran unas papeletas de color azul claro, adornadas con un pequeño sello dorado y firmadas de puño y letra por el propio Walker T. Dawes.

Todo el mundo conocía a Walker Dawes. Era el dueño de todas las minas y vivía en una colina a las afueras del pueblo, en una mansión con un sinfín de ventanales que relucían los días soleados como si la tierra se hubiera abierto en un tajo revelando una veta de cristal, en lugar del habitual carbón negro.

A mí me costaba entender que Dawes estuviera vivo cuando los Nellies andaban por ahí y aún siguiera vivo, pero lo atribuía a la longevidad sobrehumana de los villanos de los cuentos de hadas y los genios malignos de las historietas.

—La horca era la forma más cruel de matar a alguien. Muchas cosas podían salir mal. No era como estar ante un pelotón de fusilamiento, donde la víctima podía consolarse en la certeza de que al menos una de las balas lo matara en el acto, o incluso en la guillotina, donde su destino no dependería de la eficacia de una soga anudada por las manos inseguras de otros hombres, sino de la precisión infalible de una cuchilla.

»A los Nellies les dijeron que, con suerte, se les partiría el cuello, perderían la conciencia y no asistirían a su propia muerte. Con mucha suerte, morirían del susto en el momento en que la trampilla se abriera y no tendrían que soportar ni siquiera esa agonía. En cambio, si no tenían tanta suerte, morirían estrangulados lentamente mientras su corazón seguía latiendo y se darían cuenta de todo, y la suerte era algo que no les había acompañado en los últimos tiempos.

Se calló de pronto. A mí se me había acelerado el corazón y estaba totalmente absorto en sus palabras. Nadie contaba esa clase de cosas a los niños pequeños, salvo que lo hicieran otros chicos más grandes, y los de por aquí eran demasiado zafios para inventar un relato tan emocionante.

—¿Sabes por qué los iban a colgar? —me preguntó Tommy.

Eso fue mucho antes de que yo leyera sobre los Nellie O’Neills en los libros de historia, antes de que visitara su museo en el desván de Nora Daley, antes de que sus presuntos fantasmas aparecieran en programas de sucesos paranormales por televisión, pero viviendo en Lost Creek era imposible no saber algo de ellos aun siendo un crío. En el pueblo quedaban muchos de sus descendientes y la horca donde los habían ejecutado seguía todavía en pie junto a la pequeña cárcel de ladrillo donde pasaron sus últimos días. Aunque yo nunca había estado en el patio de la cárcel, los travesaños de madera del cadalso asomaban amenazantes por encima del muro de piedra medio derruido y, a pesar de no tener una idea clara de lo que significaban, me infundían un gran temor. Igual que la primera vez que vi a mi madre de pie junto al fregadero de la cocina con una mirada tan vacía como la de un cadáver, apuñalando suave y metódicamente un pedazo de carne cruda para el asado con un destornillador, supe que debía tener miedo, aunque no supe por qué.

—Asesinaron a alguien —contesté.

—Asesinaron a dos personas —me corrigió—. A dos de sus jefes. Y a un hombre le cortaron una oreja y a un cura le arrancaron la lengua, y además iban por ahí dando palizas a diestro y siniestro.

—¿Por qué hacían esas cosas?

—En aquellos tiempos, las condiciones de trabajo en las minas eran espantosas. Más de lo que hoy podamos imaginar.

Una mano viscosa e invisible empezó a treparme desde el nacimiento de la columna hasta la nuca, donde me agarró y comenzó a oprimirme la garganta lentamente hasta dejarme sin aire. Las minas me aterrorizaban mucho más que la horca. Era claustrofóbico y me daba miedo la oscuridad, y la idea de trabajar en túneles opresivos en las entrañas de la tierra me provocaba terribles pesadillas. Nunca le había contado a Tommy lo que soñaba porque me daba vergüenza, pero solía compartir esos sueños con mi madre. Ella procuraba consolarme diciéndome que yo no tendría que trabajar en las minas, porque era inteligente, y los chicos inteligentes podían ir a la universidad y conseguir un buen empleo. Yo me aferraba a ese consuelo, pero a la vez no acababa de convencerme del todo. Tommy era listo y había trabajado en las minas toda la vida.

—Los Nellies eran un grupo de mineros que intentaron que las condiciones de trabajo en las minas mejoraran, pero tuvieron que medirse con uno de los hombres más ricos y poderosos del país, que no quería que nada cambiara. Al principio trataron de ir por las buenas, pero la discusión degeneró en una escalada de violencia. Hay quien dice que los Nellies hicieron bien en actuar como lo hicieron. Hay quien dice que se equivocaron. Algunos los consideran santos, los primeros mártires del movimiento obrero en los Estados Unidos. Otros piensan que eran matones, sindicalistas descastados que recurrieron al asesinato para dar más fuerza a su causa.

—¿Y quién tiene razón? ¿Los Nellies eran buenos o malos?

Tommy se encogió de hombros.

—El que es héroe para uno para otro es un terrorista. Eso tendrás que decidirlo por ti mismo algún día cuando seas mayor.

—Pero asesinaron a gente. Tenían que pagar por sus crímenes —señalé.

Sus ojos azules centellearon como siempre que Tommy guardaba un secreto, e inesperadamente un destello de juventud iluminó sus facciones curtidas, igual que un objeto que brilla de repente en el margen de una vieja carretera de tierra.

—Sí, pero no todos eran asesinos. Diez hombres fueron ejecutados. Solo dos eran culpables.

—Entonces, ¿cómo pudo pasar lo que pasó?

—Walker Dawes lo controlaba todo. La policía, los tribunales, la prensa, algunos dicen que incluso al gobernador. Podía hacer lo que se le antojaba y nadie podía impedírselo. Matando a todos aquellos hombres sin ni siquiera probar su culpabilidad demostró a todo el mundo cuánto poder tenía y se aseguró de que nadie volviera a plantarle cara en adelante.

»James Prosperity McNab, Peter Tully, Kenny Kelly y Henry Footloose McAnulty fueron los primeros en irse aquel día. ¿El apellido McNab te suena de algo?

Me faltó rapidez para contestar.

—Es mi apellido —continuó Tommy—. James McNab era mi abuelo. ¿Entiendes lo que eso significa? Que era tu tatarabuelo. ¿Comprendes?

Echó una mirada hacia la sala de estar. Entendí lo que significaba. Fiona era la mujer de Prosperity McNab.

Era demasiado para poder asimilarlo de golpe. Tommy pareció darse cuenta y se metió de lleno en su historia, sin darme tiempo a empezar a lanzarle las decenas de preguntas que se me agolpaban en la cabeza.

—Llevaban trajes negros y crucifijos. Peter Tully, que era el más joven, solo tenía diecinueve años, llevaba además un pañuelo bordado que su madre le había hecho y le había dado la noche anterior, cuando se despidió de él.

»Se pusieron de rodillas y el padre Daley leyó las oraciones para los sentenciados, haciéndose oír entre los sollozos de las madres, mientras los padres estrujaban el sombrero con sus manos sucias y dejaban vagar la mirada hacia cualquier sitio que no fuera la horca. El cura ponía la mano en la cabeza de los muchachos cabizbajos, bendiciéndolos y absolviéndolos uno por uno, y luego les ordenó ponerse en pie. Siguieron rezando mientras les colocaban la soga al cuello y les cubrían la cara con capuchas, y aún continuaban rezando cuando la tarima de madera se abrió bajo sus pies. La gente vio que movían los labios por debajo de la tela de la capucha.

»Mi abuelo todavía estaba vivo cuando cortaron la soga y lo bajaron. Eso no era nada del otro mundo. De los diez que colgaron aquel día, cuatro tuvieron la suerte de desnucarse cuando se abrió la trampilla. Los otros seis siguieron balanceándose, moviendo las manos esposadas y pataleando con los pies, mientras las sogas los estrangulaban poco a poco hasta arrancarles la vida.

»El corazón de Prosperity todavía latía al cabo de veinte minutos, duró más que ninguno. Cuando tendieron su cuerpo en el suelo mojado y el comisario le quitó la capucha, dicen que tenía los ojos desencajados y la lengua le asomaba de la boca, para terror de los supersticiosos irlandeses que se amontonaron a su alrededor. Algunos dijeron que sus labios hinchados se movían como si intentara hablar. Otros aseguraron que habló. Algunos le oyeron decir «Fi», otros escucharon «venganza», una palabra que probablemente él no conociera en inglés. Comoquiera que fuese, si es que llegó a hablar, así nació la leyenda de que Prosperity McNab no había muerto... del todo.

»Fiona asistió a la ejecución e hizo que su hijo, Jack, la acompañara. Todo el mundo le aconsejó que no lo llevara, porque era muy niño, pero ella insistió en que debía conocer la verdad en toda su crudeza. Debía presenciar el asesinato de su padre para no olvidarlo nunca.

—¿Cuántos años tenía? —pregunté.

—Bueno —contestó Tommy, apuntándome con un dedo—. Tenía tu edad y ya era picapedrero. Apenas unos meses antes, Prosperity lo había llevado por primera vez a la planta donde se picaba el carbón y lo sentó entre una treintena de chicos mugrientos que separaban en silencio el carbón de la pizarra que caía en un arroyo negro de una tolva. Cómo debió de partirle el corazón ver qué futuro le esperaba a su hijo... Sabía que entre aquellos niños nunca mediaría una sonrisa o una palabra mientras cribaban la piedra para ganarse su pequeño sustento, encorvados hasta que la espalda les quedara contrahecha y sus dedos empezaran a parecerse a las garras de un cuervo. Nunca tuvieron la oportunidad de ir a la escuela o saber nada del mundo. No conocían ningún juego. Nunca se divertían. Cuando acababan la jornada, estaban demasiado cansados hasta para eso. Se dedicarían en cuerpo y alma únicamente a distinguir la pizarra del carbón.

Aparté la mirada, intentando hacerme a la idea de esa última revelación. Jack y yo teníamos la misma edad, y además los dos habíamos perdido a alguno de nuestros progenitores. Mi madre aún vivía, pero no importaba mucho, porque estaba encerrada. Había días en que me asaltaba la idea de que tanto daría que estuviera muerta, pero sabía que no era verdad, porque entonces no tendría que preocuparme por ella a todas horas. Mi dolor sería menos agudo e insoportable, estaría limado por la pérdida irreparable en lugar de asediado por los bordes filosos de la posibilidad.

—Después de que cortaran la soga y bajaran a Prosperity —continuó Tommy—, Fiona se dio la vuelta y fue hacia un grupo de hombres con sombreros de copa y abrigos negros con ribetes de terciopelo que permanecían un poco apartados detrás de la horca. Se acercó hasta un hombre en concreto, que llevaba una pequeña rosa blanca en el ojal y un gemelo con un rubí en la pechera, y lo miró fijamente cara a cara.

—Walter Dawes —susurré.

—El gesto de Fiona habría sido impensable para la mayoría de los que estaban allí, pero aquel día ya habían ocurrido muchos sucesos impensables y ella era una mujer que sacaba fuerzas de flaqueza cuando la situación lo requería.

»Empujó al pequeño Jack hacia delante. Él estaba aterrorizado y tenía un nudo en el estómago, pero avanzó. Echó la cabeza atrás y escrutó la figura alta y oscura de aquel hombre imponente que lo miraba sin piedad, sin compasión o sin siquiera la ternura instintiva que suelen despertar los niños en los adultos. Muchos años después, me diría que, el día en el que había visto ahorcar a su padre, Walter Dawes lo miró con sorna.

—¿Hablaste con Jack? —le pregunté, confundido y un poco entusiasmado ante la idea.

Alargó el brazo desde el otro lado de la mesa y me revolvió el pelo.

—No siempre fue un niño pequeño. Creció. Jack McNab era mi padre.

—¿Intentó vengarse?

—No. Nada de eso. Al contrario, trabajó para la compañía Carbones y Carburantes Lost Creek el resto de su vida. Era Fiona la que siempre hablaba de venganza. Según ella, Prosperity nunca mató a nadie ni cometió ningún delito, tal y como se entendía el delito en este país o en cualquier otro. Ella siempre pensó igual, de principio a fin: su marido le había plantado cara a Walker Dawes y por eso lo mataron. Más allá del pecado mortal y la iniquidad legal, Fiona no era del tipo de mujer que permitía que nadie tocara a los suyos.

»La mayoría de la gente con el tiempo acabó por considerar sus amenazas como los desvaríos de una vieja chiflada, pero algunos se tragaron la historia de que Fiona había pactado con el diablo para conseguir sus propósitos y que se había convertido en una poderosa bruja.

—¿Lo era? ¿Era bruja?

—A decir verdad, la única magia negra que practicó fue quemar el estofado todos los domingos, y aun así yo confiaba en sus predicciones. Estaba convencido de que la injusticia sería vengada. Pero no porque creyera en maldiciones o en el destino.

—¿En qué creías?

—Durante mucho tiempo no lo supe. No podía ponerle un nombre. Era solo el presentimiento de que nuestra familia recuperaría algún día algo de lo que le correspondía. Ahora, sin embargo, sí lo sé.

Se levantó de la mesa y salió por la puerta de la cocina al porche trasero. Era una noche cálida de finales de septiembre, apenas empezaba a atisbarse el frescor otoñal en el aire. Fui tras él y seguí su mirada más allá de los tejados de la hilera de casas, hacia las montañas erosionadas que se agazapaban en el horizonte. Pronto habría un derroche de color con el cambio de estación. Esa noche, bañadas por el resplandor de una luna llena, las hojas eran del intenso morado oscuro de un hematoma reciente.

Era una historia increíble, atroz y maravillosa a la vez, como el amor de mi madre, como esas montañas preciosas, envenenadas, que eran la fuente de nuestra subsistencia y de nuestra ruina. No quería que se acabara.

—¿En qué, Tommy? —pregunté otra vez—. ¿En qué crees?

No se volvió a mirarme, sino que habló escrutando el cielo.

—Creo en ti, Danny.

1

Observo al celador de la cárcel apostado de espaldas al otro lado de la mampara de plexiglás que rodea la sala de entrevistas. La mano derecha le cuelga rozando el frasco de gas lacrimógeno y de vez en cuando sus dedos se flexionan con el temblor que sacude las patas de un perro cuando sueña que caza un conejo. Me pregunto si está dormido.

A lo largo de los años he tratado con un sinfín de individuos bajo la custodia de la ley, un fenómeno que empezó la primera vez que encarcelaron a mi madre. He ido adquiriendo un gran respeto por algunos, pero la mayoría han resultado ser variaciones de un mismo tema, versiones adultas de los niños que me torturaban de pequeño, con el mismo cogote de bulldog comprimido entre la cabeza y el torso, el mismo ademán tenso y aun así desenvuelto que les permitiría partir unos cuantos cráneos y luego irse a casa a comer un sándwich de mortadela.

—Pareces distraído —me dice Carson Shupe—. ¿Estás pensando en tu viaje?

Aparto la atención del guardia y me centro en el asesino convicto de cuatro chicos jóvenes sentado frente a mí al otro lado de la mesa.

—Hablemos de ti. ¿Cómo te sientes? —le pregunto.

—Estoy bien. Todo en orden.

Me observa con sus extraños ojos castaños biliosos, del color de un caldo de ternera aguado, y como de costumbre no encuentro nada fuera de lo normal en su mirada. A pesar de lo que ha hecho, eso siempre ha sido un alivio para mí, porque confirma mi fe en los enfermos mentales. Rara vez son violentos. Por el contrario, el deseo de hacer daño a los demás está profundamente arraigado en la psique de las personas cuerdas. Todos somos capaces de matar a alguien, aunque no todo el mundo es capaz de matar a cualquiera.

Carson desenlaza los dedos y levanta las manos abiertas en un gesto de aceptación hasta tensar la cadena de las esposas atornillada al tablero de la mesa.

Alcanzo a ver las puntas mutiladas de sus dedos, la piel brillante y rosada de los pequeños muñones. Desde niño, mucho antes de que emprendiera su inefable carrera de crímenes, ha estado obsesionado con borrarse las huellas dactilares. Ha intentado rascárselas con papel de lija, aplicarse una capa de Krazy Glue y arrancárselas, cortarlas con una cuchilla. Incluso aquí, en una cárcel de máxima seguridad, ha conseguido hacerse con cerillas y mecheros para quemárselas. Las pocas veces que ha estado incomunicado, él mismo se ha roído las yemas de los dedos. Esa compulsión no tiene nada que ver con un intento de ocultar su identidad, sino que se origina en el deseo de borrar el único rasgo propio que lo distingue del resto y lo hace único. Carson siempre ha querido desesperadamente ser como los demás.

—¿Vas a venir? —me pregunta en un tono despreocupado, gentil, como si me invitara a cenar con él en lugar de a su ejecución.

—¿Quieres que vaya?

Se encoge de hombros.

—Estaría bien ver a un amigo ahí dentro.

Retrocedo mentalmente de nuevo a mi infancia al oír la palabra «amigo» y recordar que yo no tenía ninguno. Para ser justo con los chicos que se metían conmigo, diré que no podían evitarlo. Era prácticamente de rigor que me acosaran. Yo era un chico alto, flaco y con patas de araña, asustadizo y pálido, un ratón de biblioteca, con una mata de pelo negro y unos ojos igual de oscuros subrayados por el cansancio con un cerco morado que le daba a mi cara una apariencia espectral.

Los chicos, si se dignaban a mencionarme, me llamaban Fantasma. Me gustaba pensar que el apodo era un halago a mis proezas como atleta, una alusión a mi habilidad para desaparecer en una carrera campo a través tanto como a mi palidez, pero sabía que no era el caso. Les inspiraba miedo. El asesinato formaba parte de mi presente y de mi pasado, y en el futuro decidiría convertir su estudio en mi profesión.

—Haré lo posible —le digo—, pero no prometo nada. No sé cuánto tiempo voy a estar fuera.

—Ese abuelo enfermo al que vas a ir a cuidar... ¿es el mismo que vio cómo ahorcaban a su padre?

—Fue su padre quien vio morir ahorcado a su abuelo.

—Supongo que una inyección letal es mejor que la horca. Y cualquier cosa es mejor que morir ahogado —añade al ver que no comento nada.

Sé de dónde viene esa observación. Cuando tenía diez años, Carson encontró a su madre borracha y sin conocimiento en la bañera. Ese hecho por sí solo no lo traumatizó tanto como la decisión de no intentar ayudarla. Bajó las escaleras del edificio donde vivían, salió a la calle bochornosa de Miami y se fue en autobús hasta la playa más próxima, donde se sentó en la arena abrasadora y observó el ir y venir de una masa de agua mucho más grande que traía peces muertos a la orilla.

Recordó a su madre como la había dejado y se sorprendió de cuánto se parecía a ellos: su boca abierta colgando y su minúsculo vestido de lentejuelas pegado a la piel mojada, dándole el mismo brillo opalino que las escamas. Sabía que cuando volviera a casa quizá la encontrara en la cocina, empapada y temblorosa, envuelta en una toalla de baño turquesa descolorida y raída, preparando un Bloody Mary; o quizá la hallara sumergida en la bañera, con la mirada vidriosa e hinchada como los peces. De cualquier manera había tomado la decisión de no interferir. Dejarla sola en la bañera había sido su contribución a la selección natural. Desde entonces se ha obsesionado con la idea hasta convencerse de que no sirve de nada.

Sus pensamientos siguen por el camino predecible.

—¿Has conseguido ponerte en contacto con mi madre, por casualidad? —me pregunta.

—Me temo que no.

—Tiene que haber una dirección adonde su editora le manda los cheques de los royalties.

—Al parecer el dinero se transfiere telemáticamente a una cuenta a su nombre, pero ya no vive en la última dirección que dejó.

Une las yemas de los dedos y aprieta, doblándolos como un fuelle.

—¿Quieres que ella esté presente? —le pregunto.

—No. Si está ahí, me sentiré incómodo.

—Entonces, ¿por qué insistes tanto en que la busque?

—Quiero que lo sepa. Solo eso. Quiero que se acuerde.

Me resulta difícil hacer la pregunta, pero siento que debo formularla, tanto por él como por mí.

—¿La culpas?

Sus labios tiemblan ligeramente mientras sopesa mi pregunta, los frunce y los relaja como si estuviera haciendo un anillo de humo. Es un hombre tranquilo y silencioso, inteligente, afable, conciso, pulcro en su aspecto y casi mojigato en su actitud ante la vida; la clase de persona a quien sus vecinos defenderán en las noticias de las seis incluso después de que los sucesos empiecen a salir a la luz.

La aflicción le nubla el rostro y se inclina hacia mí desde el otro lado de la mesa. Sus ojos se oscurecen y baja la voz hasta convertirla en un susurro astuto que me eriza el vello de la nuca.

—Todo lo malo que ocurre en este mundo es culpa de la madre de alguien —dice.

—Se ha agotado el tiempo, doctor —anuncia el guardia, entrando en la sala acompañado de una versión prácticamente idéntica de sí mismo—. Ha de irse.

Me pongo en pie y también lo hace Carson, que aguarda pacientemente mientras le aflojan las esposas de la mesa y los grilletes del suelo. Sus labios empiezan a temblar de nuevo con nerviosismo. La piel sudorosa brilla bajo la coronilla calva y su cabeza parece demasiado pesada para el cuello delgado que nace de unos hombros blandos y encorvados cubiertos por el mono color carne de la cárcel, que de alguna manera consigue mantener impecable y sin arrugas. A la luz cruda del fluorescente del techo, proyecta la patética sombra de una tortuga asomando del caparazón.

Me detengo delante de él. Inclina bruscamente la cabeza hacia mí. Antes de que el guardia intervenga y lo aparte de un empujón, consigue soplarme en el hombro.

—Una hilacha —dice.

—Gracias —contesto, cepillándome con la mano la manga de la chaqueta del traje, un Ralph Lauren azul marino que estrené en mi primera aparición televisiva, en el programa Larry King Live, cuando el juicio al Asesino de la Espoleta estaba candente. Desde entonces lo he relegado a las visitas de la cárcel y a bodas de gente que apenas conozco.

—Eres el único ahí fuera que no cree que estoy loco —añade—. Eso lo aprecio.

Uno de los guardas me mira de reojo con una mueca.

Entiendo que el comentario pueda parecer chocante, considerando que mi testimonio en el juicio y mi diagnóstico de que este hombre se halla en perfecto control de sus facultades mentales son dos factores que lo están llevando directamente a la muerte.

Los abogados montaron una sólida defensa basada en la enajenación mental, pero Carson nunca puso mucho de su parte. Si hubieran conseguido convencer a un jurado de que había perdido la cabeza, habría podido seguir vivo y cumplir la condena en una unidad psiquiátrica penitenciaria, pero yo enseguida vi claro que Carson prefería morir antes de que se dudara de su cordura.

Sé por qué se siente así. Mi madre también está loca.

Uno de los funcionarios escolta a Carson a su celda. El otro me acompaña a la salida.

Mientras se aleja, no puedo evitar cierta sensación de desamparo. Admito que he acabado por depender de nuestras charlas. Me resulta más fácil hablar con él que con cualquier otra persona que conozco, y sus sugerencias para hacer frente a mis problemas han demostrado ser sagaces y valiosas. Aun así, dudo que alguna vez llegara a sentirme cómodo contando con un asesino en serie como asesor personal.

—¿Va a venir para el gran día? —me pregunta el guardia que me acompaña.

Miro de reojo la placa con su nombre: Pulanski. Le recuerdo. La última vez que estuve aquí quiso mi opinión sobre la legitimidad del trastorno bipolar de tipo 2. Su mujer había empezado a padecerlo de repente en medio del proceso de divorcio, y le servía como argumento para no trabajar y reclamar apoyo económico conyugal. El hombre quería saber si era un trastorno parecido a la diabetes de tipo 2 y desaparecería si la mujer perdía peso.

—No lo sé —contesto.

—¿Alguna vez ha visto una?

—¿Una ejecución? No.

—¿Y alguna vez ha sido responsable de que ejecutaran a alguien?

—Si se refiere a si este es el primer caso en que he trabajado en el que alguien ha sido sentenciado a muerte y ha agotado sus recursos de apelación, la respuesta es sí —replico—. Pero yo no soy responsable.

—Los muchachos dicen que va a escribir otro libro y que por eso ha pasado tanto tiempo con Shupe.

—No tengo intención de escribir un libro sobre él. Ya lo hizo su madre.

—Sí, ya lo sé. ¿Lo ha leído?

—Sí.

—¿Qué era lo que decía de usted?

Me mira de reojo, y por su expresión de regocijo mal disimulado sé que lo sabe perfectamente, solo quiere oírmelo decir en voz alta.

—Me llamaba bufón pedante y charlatán acaparador de los focos.

Su cara se parte en una ancha sonrisa antes de volver inmediatamente a adoptar la máscara inexpresiva que exige su profesión.

—Nunca la he conocido en persona —le digo—. Nunca he hablado con ella. Y estoy seguro de que no sabe qué significan esas palabras. Sin duda, el libro se lo escribió un negro.

—Quizá el negro fuera alguna ex suya, ¿no?

Sonrío, pero es poco más que un tic nervioso. Se está burlando de mí. Mis recursos para hacer frente al acoso no han evolucionado desde que era pequeño. Sea un ataque verbal o físico, mi instinto es siempre huir.

Carson me asegura siempre que es una reacción muy sana, y probablemente una de las razones por las que he superado tantos reveses, pero no es factible en todas las circunstancias: no sería muy apropiado echar a correr con los faldones de la chaqueta aleteando y las suelas rígidas de mis zapatos resonando en el pasillo estéril de la cárcel, mientras los presos aúllan agarrados a los barrotes y me animan a escapar.

Pasamos un control de seguridad. El pánico desaparece en cuanto veo mi iPad, mi BlackBerry, mi bufanda de cachemira burdeos pulcramente doblada, el destello dorado de mi credencial expedida por la oficina del fiscal general de Filadelfia y un ejemplar en rústica del último libro firmado con mi nombre, doctor Sheridan Doyle, en letras al fin más grandes que las del título, todo dispuesto a buen recaudo en mi maletín.

Antes me empeñaba en que la gente me llamara Sheridan en lugar de Danny, no porque el diminutivo me disgustara, sino para que me tomaran en serio y a la vez como un modo de distanciarme de mi propio pasado. Sin embargo, después de años soportando comentarios de que me habían llamado así por el Sheraton Inn (del tipo: «Ja, ja, ¿fue en ese hotel donde te concibieron?»), al final desistí.

Al salir al frío día de enero, una ráfaga de nieve me azota la cara. Ya he cargado en el coche el ordenador portátil, ropa, neceser, equipo para correr y una bolsa con varios trajes y chaquetas. Los trajes no me harán falta, pero siempre me gusta llevar alguno por si acaso, vaya donde vaya.

Cuando el médico llamó para decirme que iban a dar de alta a Tommy después de que haya estado hospitalizado con neumonía, la conversación fue como una bofetada. Ni siquiera sabía que estuviera enfermo. Nunca consideré la posibilidad de que mi abuelo pudiera morir. Aunque pase de los noventa, sigue fuerte como un toro, y si algún día empezara a faltarle la salud, siempre he confiado en que su testarudez lo mantendría con vida. Su padre y su abuelo murieron jóvenes y en circunstancias trágicas, y a menudo he pensado que su longevidad se debe en buena medida a su convicción de que la Muerte está en deuda con él.

Todavía debo pasar por mi despacho a recoger la documentación de varios casos y a mantener una última reunión con mi secretario, Max.

Ya he cerrado mi apartamento. Es una vivienda espaciosa de dos dormitorios, decorada con unos pocos muebles bien escogidos e incluso menos efectos personales. Me gusta pensar que esa decoración es un estudio de minimalismo exquisito, pero no todo el mundo lo ve igual. La mujer que viene a limpiar lo llama el Panteón.

He vivido en Filadelfia más de veinte años, desde que vine a estudiar a la Universidad de Pensilvania, y, salvo por el tiempo que estuve en Yale para hacer el trabajo final de carrera, nunca he residido en otro sitio. No sé bien por qué. No siento una gran lealtad o un apego especial por esta ciudad en concreto, pero me gusta mi barrio. Es una zona elegante y de moda, pero no demasiado de una cosa ni de la otra. Las casas de ladrillo remodeladas se alternan con restaurantes de cocina de autor y boutiques caras donde apenas caben más de dos clientes a la vez para echar un vistazo a una única estantería de ropa mientras una dependienta los ignora escribiendo mensajes en el móvil. Pero también hay una sórdida tienda de ultramarinos en la esquina donde atracan cada semana y un salón de tatuajes enfrente de mi casa que atrae a mujeres con el pelo despeinado y llenas de piercings a las que nunca me acercaría, pero que me encanta ver entrar y salir en un constante desfile de cuero ceñido, vaqueros rasgados y escotes irredentos.

Como psicólogo forense, la mayor parte de mi trabajo lo hago fuera de mi despacho, llevando a cabo entrevistas clínicas y exámenes psicológicos en cárceles, hospitales psiquiátricos y despachos de fiscales y abogados criminalistas. También paso bastante por el juzgado y los estudios de televisión, sentado en butacas incómodas de falsas salas de estar con cabezas parlantes maquilladas que sostienen tazas de café y me piden que comente casos sobre los que nunca se molestan en documentarse.

Podría prescindir fácilmente de un despacho propio, pero me gusta poder decir que dispongo del mío. Años atrás, cuando contraté a Max, también creía que no necesitaba un secretario, pero de nuevo quería poder decir que tenía uno en nómina.

Cuando lo conocí, era una mujer de treinta y tantos años y se llamaba Stacy. Estaba dopada en una cama de hospital, con la cara llena de hematomas y completamente desfigurada, un brazo fracturado en dos puntos y tres costillas rotas. El inspector que le tomó declaración me acababa de decir que probablemente se presentarían cargos contra ella por el homicidio de su novia lesbiana, con la que vivía, a la que acababa de matar tras apuñalarla en el cuello con unas tijeras, alegando que había sido en defensa propia.

Cuando le dije que era psicólogo, le arrebató al policía el bolígrafo y se escribió «Que te jodan» en el dorso de la mano, antes de levantarlo en alto con el puño cerrado.

Después de que recuperara la movilidad de la mandíbula, la entrevisté una vez. Por imposible que pareciera, tenía aún peor aspecto que justo después de la paliza. Era un saco de huesos frágil y tembloroso, con unas greñas de mechones rubios y negros, los ojos apagados y hundidos en las cuencas, y apresando en los labios agrietados una sucesión de cigarrillos que no se le permitía encender. Su caso no llegó a ir a juicio. No se presentaron cargos. Apenas me acordaba de ella cuando volvió a ponerse en contacto conmigo, casi ocho años después.

Accedí a tomar un café con ella y me quedé estupefacto al ver su transformación. Un hombre bien hablado, elegantemente vestido y cara ahuevada, con la mirada y la serenidad implacable de un búho, me saludó. Toda su apariencia me recordó a la del ave: pelo de punta rojizo, gafas grandes de montura redonda, una chaqueta entallada de terciopelo con estampado gris de cachemira. Llevaba un brazalete de cuentas de cristal y plumas.

Me explicó que cuando aún era una mujer y estuvo al filo de la muerte, y más allá del filo de un amor malogrado, hizo lo que muchas mujeres en esos casos hacen cuando no se vuelcan en la religión: se volcó en los carbohidratos.

Me enseñó una fotografía de una mujer gordísima. Me dijo que así fue como se puso. Había perdido treinta kilos. Todavía tenía que bajar quince más.

Entonces pasó a contarme que lo que finalmente le hizo reconducir su vida, no solo para dejar todos los comportamientos adictivos, sino también para volver a estudiar y sacarse un título en la universidad y además cambiar de sexo, fue una cita que había leído en uno de mis libros.

Me quedé más que sorprendido. No escribo libros de autoayuda, ni nada que pueda considerarse inspirador o motivar a la superación personal. Escribo sobre asesinos.

—«Lo que está a nuestro alcance hacer está a nuestro alcance no hacerlo» —me recitó mientras tomaba un café con leche desnatada—. Eso incluye aceptar nuestro género sexual —añadió.

Le comenté que la frase era una cita de Aristóteles, no mía.

Dijo que no le importaba; la había encontrado gracias a mí.

Hoy parece un ave distinta. Con el pelo esculpido con laca en una cresta en el centro de la cabeza, los ojos perfilados de negro y un traje pantalón satinado de color celeste, es la personificación de un arrendajo azul.

Intercambiamos unas frases triviales antes de ponernos manos a la obra. Max se sienta en la esquina de mi escritorio y abre una agenda forrada de ante rojo que lleva la palabra «vida» escrita en la tapa con cristales diminutos.

—Podríamos haber resuelto esta conversación por teléfono —me dice.

—Lo sé.

—Querías despedirte de tu despacho.

Miro alrededor. A diferencia de mi casa, este despacho revela un poco más de personalidad, aunque no sea mío en sentido estricto y ni siquiera sea un reflejo completo de la identidad que me he forjado desde que abandoné el pueblo donde nací y me abrí camino en la vida.

Las paredes son de un tono azul pastel, que elegí porque ofrecen el fondo ideal para mis dos dibujos de Velázquez y el Seurat, así como los dos bosquejos en carboncillo de ángeles vengadores que imitan el estilo de Miguel Ángel, junto a mis diplomas y fotografías enmarcadas donde aparezco con Larry King; Nancy Grace; Matt Lauer; el gobernador Corbett; el Asesino de la Espoleta; Liza Minnelli; Johnnie Cochran; el senador Casey, Bombardero de Scranton; Kelly Ripa; media docena de coristas deslumbradas cubiertas de plumas (conferencia en Las Vegas); Siegfried y Roy (la misma conferencia); Jane Fonda; el doctor Phil; el doctor Drew; la doctora Ruth; el doctor Oz; el doctor Sussmann (mi internista), y Earth, Wind & Fire.

El sofá y mi butaca están tapizados en un cálido tono ocre. Mi escritorio es una reproducción de un mueble del siglo XVIII, monstruoso y viril, pero reducido a escala para poder pasar por la puerta del despacho. Una figura de porcelana de un pastor escocés preside la mesa al lado de mi lámpara de oficina retro, un recuerdo del perro que nunca tuve.

Hay una extravagancia en la decoración que a la gente que viene aquí le da que pensar, en caso de que tengan necesidad de pensar algo de mí.

—Qué cosas tan raras dices.

Max me mira enarcando las cejas.

—No te has escuchado hablar estos últimos días. Cualquiera diría que te vas a la guerra.

—Es territorio hostil.

Max prefiere dejar el tema. Sabemos lo suficiente de nuestras respectivas vidas para darnos cuenta de que no queremos ahondar más.

—Asegúrate de ponerte en contacto con tu agente publicitaria —me recuerda—. Quiere repasar algunos detalles de la promoción de tu nuevo libro y empezar a concertar entrevistas. Llama también a tu editora para decirle que te ha encantado la cubierta.

—No estoy seguro de que me guste.

—Eso no importa. Dile que sí. Al menos tu foto está bien.

—Parezco soberbio.

—Eres soberbio. Por fin tenemos una fecha de rodaje para el episodio de Sangre, mentiras y coartadas. También te han pedido que participes en la tertulia de un episodio de Asuntos letales. Una bailarina de un club de alterne que hizo que su novio matara al marido y luego que otro novio matara al primer novio. Quieren a un experto que explique que no era una sociópata, simplemente una chica que quería atención constante y no era capaz de resolver sus propios problemas.

—Acabas de describir a cualquiera que esté en Facebook —le digo.

—Y te han llamado para hacer un episodio de Mujeres que matan. —Hace una pausa—. Pero me adelanté y ese lo dejé pasar.

Asiento con la cabeza. Un tema menos en el que entrar.

—Tienes tres casos abiertos en este momento. Las notas de los historiales, los resultados de las pruebas psicológicas, las copias de las declaraciones policiales, etcétera, está todo aquí. —Da una palmada en las carpetas apiladas a su lado en el escritorio—. Te he mandado por correo electrónico las citaciones, las fechas...

Mueve la mano en el aire como diciendo «más etcétera» antes de seguir.

—He revisado el correo de tu página web y te he reenviado las consultas de unos cuantos estudiantes. Ya me he ocupado de las mujeres y los chiflados, como siempre.

Cierra la agenda de golpe y se pone de pie, indicándome que es hora de que me vaya. Tiene razón, no habría hecho falta que nos viéramos en persona. Podríamos haber mantenido esta conversación por teléfono.

—¿Te las arreglarás? —me pregunta.

—Claro que me las arreglaré.

—Necesitas una novia.

—Nadie necesita una novia.

—Necesitas un amigo.

—Tengo amigos.

—Amigos a los que veas de verdad.

—Mis amigos no son imaginarios.

—No me refiero a eso. ¿Y por qué no te haces con una mascota?

—Ya tengo a Sal.

—Sal es tu sastre.

Me ayuda a ponerme el abrigo. La intención del gesto es femenina, pero la fuerza con que me sube la prenda hasta los hombros es masculina. Esta dualidad es un reflejo de la androginia de Max. La gente cuando lo conoce nunca sabe bien si es una mujer recta de cintura y manos de carnicero, o un hombre con sonrisa de chica y una pasión desmedida por las texturas.

—Estoy bien —le digo.

Se entretiene un momento escribiendo algo en el dorso de la mano con un rotulador, igual que hizo el día en que nos conocimos. Es una broma privada entre nosotros, que Max repite siempre que salgo de viaje.

Levanta el puño en alto.

Por primera vez desde que inauguramos esta tradición, las palabras me sobresaltan. Ya no son una broma, sino el consejo de alguien que ha comprendido el hecho de que mi mayor miedo y mi mayor deseo son una y la misma cosa.

«VUELVE», ha escrito.

 

 

Quizá debería haber alquilado un todoterreno. Las carreteras pueden ser traicioneras en esta época del año, pero no soportaba la idea de hacer el trayecto de cuatro horas en cualquier vehículo que no fuera mi Jaguar, cómodo como un guante de piel y tan silencioso que parece sellado.

Dejo atrás el viento y la nieve. La carretera interestatal está despejada de hielo y por momentos el sol aterido destella fugazmente a través de las nubes. Mientras me aproximo a las estribaciones onduladas e impasibles de las montañas de mi infancia, el paisaje me reconforta de un modo extraño y las hileras de los árboles pelados que brotan de la tierra pálida me recuerdan a la barba descuidada de un rostro viejo.

Hasta que salgo de las carreteras principales y tomo el desvío no señalizado de la ruta 56 entre Hellersburg y Coulter no empiezo a sentir que la desazón me hace mella. Paso a toda velocidad varios grupos de casas decadentes a pie de carretera con las banderas negras y amarillas de los Acereros de Pittsburgh antes de adentrarme en un páramo silencioso y lúgubre, e inmediatamente anhelo cualquier indicio de presencia humana, aunque sea una heladería King Kone con los postigos cerrados.

Los árboles se ciernen demasiado sobre la franja de asfalto que se desmorona en los bordes. La luz parece menguar. Las montañas se agolpan tan cerca que me siento acosado. Aun sabiendo que es una idea absurda, me gustaría que retrocedieran un poco.

Un poco más adelante los bosques empiezan a hacerse menos densos, hasta que dan paso a laderas salpicadas de granjas en diversas fases de deterioro. Algunas conservan todas las edificaciones en pie. Otras, solo una casa y el esqueleto de un granero antiguamente pintado de rojo. Y aun hay otras que no son más que un sótano invadido por la maleza o una chimenea solitaria rodeada de marañas de alambre de espino.

Después de una curva muy cerrada y peligrosa señalada con pequeñas cruces y ramos de flores de plástico, se alcanza a ver un conjunto de casas al final de una carretera serpenteante y llena de parches. Los adjetivos con que se suelen describir los pueblos situados en el fondo de un valle —acurrucados, enclavados, protegidos, encajados— no parecen oportunos. Más bien da la impresión de que a este pueblo lo hubieran escupido ahí.

Solía ser un sitio bien cuidado cuando las minas todavía estaban en funcionamiento. En una época llegó a albergar dos mil habitantes; ahora residen aquí poco más de doscientos, que ni siquiera bastarían para llenar uno de los pabellones de la cárcel que acabo de visitar.

Veo casas destartaladas que necesitan una mano de pintura. Las ventanas rotas están tapadas con trapos y en los senderos hay chasis de coches viejos sobre bloques de hormigón. Los jardines están sembrados de toda clase de chatarra y porquería imaginable, desde lavadoras averiadas y bastidores de bicicletas, hasta colchones viejos y bolsas de basura llenas a reventar de latas de cerveza vacías. Al fondo se alzan las montañas vigilantes, abiertas en canal por el tajo de la mina que las atraviesa en horizontal. Equipos colosales de excavación siguen instalados allí, a pesar de que llevan años en silencio, un recordatorio constante de que incluso se puede vencer a las máquinas más grandes.

La historia de toda la región resumida en una sola mirada: el hombre arruina la naturaleza; la naturaleza arruina al hombre.

Empiezo a descender la montaña hacia un pueblo cuya infamia hace que el alegre saludo de un cartel de bienvenida parezca superfluo y un tanto cruel. El alivio que un visitante siente cuando se marcha es la mejor prueba de que ha estado en Lost Creek.