Portada: El pequeño zoológico. Robert Walser
Portadilla: El pequeño zoológico. Robert Walser

 

Edición en formato digital: octubre de 2017

 

With the support of
the Swiss Arts Council Pro Helvetia

 

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Título original:

Der kleine Tierpark

En cubierta: Elefante africano (1886),

de Aloys Zötl del Bestiarium

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Suhrkamp Verlag Zürich, 2014

All rights reserved by and controlled
through Suhrkamp Verlag AG

© De la traducción, Rosa Pilar Blanco

© Ediciones Siruela, S. A., 2017

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid.

 

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17151-92-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

EL CISNE

TEATRO GATUNO

CUADRO VIVIENTE

UN ACTOR (I)

EL CHICO (I)

LA GATITA (I)

EL HOMBRE

EL CABALLO Y LA MUJER

EL PERRO DE CAZA

LOS HERMANOS TANNER

LAS OVEJITAS

NO TENGO NADA

HELBLING

QUERIDA Y DIMINUTA GOLONDRINA

EL RATONCITO

LA GATITA (II)

LA LECHUZA

LA ARAÑA VERDE

EL ELEFANTE

LA CIUDAD DE CUENTO

LA CIGÜEÑA Y EL PUERCOESPÍN

GATO Y RATÓN

RODJA

LA ALONDRA, POR MUY ALEGRE QUE SEA,NO PUEDE EVITAR QUE LE REPROCHEN LLEVAR UNA VIDA LICENCIOSA

YO, UN VIEJO BECERRO, JUGABA A LA PELOTA CON UN NIÑO

¿DE QUÉ MODO SE PUEDE HACER PROPAGANDA?

ARTÍCULO SOBRE LA DOMA DE LEONES

EL LEÓN Y LA CRISTIANA

EL CABALLO Y EL OSO

EL MONO

PUEDE OCURRIR QUE LOS CABALLOS, POR EJEMPLO, SEAN OBLIGADOS A TRABAJAR MÁS DE LA CUENTA

EL CERDO INMORTAL

AQUELLOS QUE LO HABITAN, QUE LE DAN NOMBRE, TIENEN ALGO HIRSUTO

EL MINOTAURO

HAY TIGRES Y OBRAS TEATRALES

FERRANTE

¿QUÉ ES LA SALUD? ¿QUÉ LA ENFERMEDAD?

DANIEL EN EL FOSO DE LOS LEONES

EL GATO Y LA SERPIENTE

SUCEDIÓ CON LOS RELATIVAMENTE SUBDESARROLLADOS

LA SEÑORA ORONDA DISFRUTABA DE UNA MAGNÍFICA POSICIÓN

AMA Y PERRITO FALDERO

UNA CERDA CEBADA

EL CANARIO

PARA EL GATO

YO ERA UN GORRIÓN

CERDO

EL GATO CON BOTAS

LA NOVELA

EL RATÓN AVENTURERO

EL CUERVO

 

 

Un gorrión escribe para el gato
Lucas Marco y Reto Sorg

Procedencia de los textos

EL CISNE

En una pequeña ciudad enclavada en un hermoso paraje natural crece, bajo amorosa custodia, un niño guapo y tierno al que todo el mundo le gustaría acariciar cuando lo ve pasear de la mano de su madre, de su padre o del preceptor. Uno supone que es hijo de padres adinerados y cultos; que recibe una educación acaso demasiado elitista, esmerada y ciudada, y que dispone de toda clase de juguetes, de todas las comodidades materiales que un niño pueda necesitar y de ropas bonitas. Las manos de adultos afectuosos juegan con sus suaves rizos rubios, y puede ser que unas tías mimen al pequeño. Detrás de la villa que habitan los padres, se extiende un precioso y antiguo jardín, con árboles cuyas ramas y hojas, que penden a gran altura, hay un pequeño estanque animado con exquisita gentileza por dos o tres cisnes. Como es natural, el niño adora esos cisnes, y suele acercarse hasta la primorosa orilla del agua para meditar con su mente infantil cómo será de profunda la misma. Al niño le fascinan sus propios pensamientos y consideraciones, y entregarse a ese embrujo denota que es ya más maduro de lo que él mismo presiente y más mayor de lo que aparenta ser. El agua verdoso-negruzca le produce una impresión insondable, y ante ella siente un leve escalofrío tan incomprensible como grato. Atrae a los cisnes a su lado con algo comestible. De paso, es preciso mencionar que el pintor ha vestido a sus personajes con los ropajes de la década de 1830, con lo que la escena se torna muy vistosa. El niño experimenta y contempla la misteriosa y lejana belleza de los cisnes, aunque percibe y ve más el objeto que su belleza. Lo ve y lo siente más. En realidad, el atractivo del paisaje aún debe de resultarle ignoto. Seguramente disfrute del terreno y del jardín paternos, pero de momento de una manera pueril. Su ojo ve escondrijos y lugares, luces y sombras. Va a la escuela y hace amistad con compañeros de la misma edad. Poco a poco va cambiando y deja de acudir a ver a los cisnes; otras cosas le atraen y le interesan: critica, lee libros, aprende idiomas. Recorre las calles de la ciudad convertido en un joven elegante, se aficiona en secreto a la animada vida de las oscuras tabernas, que provocan una extraña excitación en su floreciente fantasía. Mide sus fuerzas con las de sus compañeros de juegos y altercados, y en su momento aprende a distinguir entre simpatía y animadversión. En el colegio tiene éxito, pero muestra más talento que aplicación; en general confía en su buena cabeza vivaz, se acostumbra a cierto descuido generoso, cree poder desacreditar la laboriosidad tachándola de trivial pusilanimidad. En modo alguno considera feo o imprudente desdeñar las objeciones paternas; la petulancia y la temeridad le parecen admirables, y la conducta precavida y el esforzado afán, lo contrario de lo bueno.

TEATRO GATUNO

Un dormitorio

 

Pasa de la medianoche. En una cama duerme Michina, una gatita negra cual ala de cuervo, sobre cojines blancos como la nieve adornados con puntillas. Como suelen hacer los niños pequeños, Michina duerme con la boquita abierta. Coloca una de sus patas debajo de la cabeza, mientras la otra cuelga por encima del borde de la cama. Son las suyas unas patas pequeñas y lindas. En la habitación reina un silencio mágico, y de ella emana un aroma propio, parecido al de una cocina infantil en la que se preparan y asan viandas dulces y exquisitas. También emana de ella efluvios principescos hacia la sala de espectadores. Sobre una mesilla de noche arde una diminuta lamparita, parecida a una rutilante flor de cerezo, que difunde un tenue resplandor rojizo hacia la cama. Michina sueña —se nota pues a veces que contrae la pata y parpadea levemente—. Las ventanas de la habitación están densamente flanqueadas, cual si fuera nieve, por visillos y cortinas. También esto tiene rasgos párvulos y florecientes. Mesa, cómoda, butaca y ropero se distribuyen por la estancia de un modo agradable y sin afectación. Los vestidos de Michina reposan sobre una silla, junto a la durmiente. De pronto uno de los visillos se separa y un ladrón, es decir, un gato grande disfrazado de capitán de bandidos, sigiloso y acechando con cautela en todas direcciones, entra por la ventana. Calza botas altas de caña vuelta y lleva un sombrero alto y puntiagudo en la cabeza y armas al cinto. Su barba y sus ojos salvajes son espantosos, y sus movimientos son los de un compinche que ya haya terminado sus estudios. Se acerca a la cama, agarra por el pescuezo a la pequeña y desprevenida Michina, la saca de entre los cojines, la envuelve en un paño y a continuación introduce a la pobre criatura pataleante, que quiere gritar y no puede, en un enorme saco que trae preparado a tal efecto. Sonrisa sardónica y ronroneos de satisfacción. La orquesta toca una melodía ora lastimera, ora suave y bribonamente triunfal. Dentro, en otra habitación, resuena una voz: «¡Michina, Michina!». Esto suena como una canción muy prolongada. El bandolero gira sobre sus tacones con la soltura de un bellaco y escapa a toda velocidad por la ventana. Al instante siguiente se abre otra puerta y entra la niñera de Michina, vestida con un amplio camisón. Una especie de señora Wangel1 trasladada a lo gatuno. Se detiene, petrificada al ver que se han llevado a Michina, e intenta maullar. Pero al fin y al cabo es ya una gata vieja y el susto paraliza sus miembros y su voz. Entre muecas lastimeras se desmaya. Luego vuelve en sí y con un poderoso maullido, en realidad casi el grito de un ser humano, sale corriendo de la habitación.

 

 

Paisaje fluvial con torre

 

En la torre, arriba del todo, brilla una luz. Es de noche y ruge un viento tempestuoso. Aparece la niñera, con paraguas bajo el brazo. Tras dar unos pasos hacia el público se detiene, cansada por largas caminatas, según parece; saca del bolsillo de la falda un pañuelo moteado en rojo, y suelta un conmovedor y prolongado sollozo. Entre otras cosas se limpia su chata nariz de gata, como acostumbran a hacer las ancianas cuando lloran. Desde que se marchó de casa para buscar a la raptada Michina, han pasado ya cerca de diez años. Habla diez lenguas diferentes, pues ha recorrido otros tantos países extranjeros. En casa espera la distinguida madre de Michina, que casi no come ni bebe, porque no puede ni quiere acostumbrarse al dolor que le produce haber perdido a su única hija. Entonces también la niñera, sin torcer el gesto ni pronunciar una sola palabra superflua, se calza las toscas botas de campo y camina con sus viejas piernas hasta llegar a esa torre espeluznante, clamando por doquier: «Michina, Michina». A veces, presa de una angustia mortal, grita incluso: «Chita, chita, Michina, Michina», y parecidas expresiones de ternura, absurdas y bobas, sin recibir la más mínima respuesta. En diferentes ocasiones durante el viaje, en la posada, la niñera recibió propuestas de matrimonio de viudos ociosos, pero ella habría aceptado antes una bofetada que tan sucia petición de mano, que solo serviría para apartarla del magno cometido, dulce y triste a la vez, de su vida, es decir, la búsqueda de Michina. Ahí parada, expresa de manera elocuente esa pena suya; pero ahora se gira hacia la torre y repara en la pequeña luz en lo alto. Y un instante después se ve en la necesidad de proferir un fuerte maullido, que suena como si estuviera preguntándole algo a la misma luz. La luz se limita a parpadear; en definitiva, tampoco cabe esperar otra cosa de una luz semejante. «¿Está Michina ahí arriba?», pregunta la niñera. No hay respuesta. «Por favor, dime, querida luz, ¿sabes dónde está mi Michina?». No hay respuesta. Qué impertinencia no contestar a una niñera de buena casa. «¿Entonces no está?». No hay respuesta. La niñera se aleja de la torre. La tormenta apaga de un soplido la luz descarada, insensible. Las nubes cruzan por encima del escenario. Esto debe considerarse una imagen de la más estricta soledad. La niñera llora y se dispone a continuar su camino. Alza un pico de la falda y se limpia los ojos con él.

 

 

Un café cantante

 

En suma, esto es lo que ha conseguido Michina: que la hayan vendido a agentes de los teatros de varietés. Veamos. Es verdad, ahí está subida al escenario, con una miserable faldita de lentejuelas, zapatos altos de tacón y medias de un rojo vivo que se le ven hasta por encima de las rodillas, obligada a bailar para ganarse el jornal. Entretanto, se observa a simple vista que se ha puesto muy guapa, y además su número es también el mejor de todo el programa. Ella tiene un aire de elegancia, de orgullo, que solo puede deberse a su origen. Los gatos espectadores son unos tipos de aspecto plebeyo, con anchos hocicos y modales infectos. Cierran de golpe las tapas de las jarras de cerveza con las patas delanteras y se alegran de la embrutecida irrelevancia de sus actos. Miasmas perniciosas flotan por el local. Las camareras sirven deseando siempre beneficiarse. Michina baila, y en cuanto termina su danza, se sienta con las demás bailarinas en un banco tapizado en terciopelo para soportar, impasible, miradas insistentes y chanzas. Mantiene agachada la cabecita y, como absorta en intensos y dolorosos pensamientos, juega con sus patas con las puntas de su faldita de baile, que hacen frufrú. Sus ojos, cuando los abre, son grandes, tristes y bellos. Y amarillos. No ha de olvidarse que, en estas circunstancias, tal como están las cosas, son ojos de gata, pero de la variedad más fina y preciosa. En ellos parece arder una pena inextinguible vinculada a un recuerdo imborrable. En ese momento, desde abajo un tipo intenta agarrarle la pierna lozana, puaj, con sus patas de cerdo. Ella, con el afilado tacón de la bota, le propina un fuerte golpe en la ancha cara hocicuda, y él sale corriendo dando fuertes maullidos para denunciarla al posadero. Por desgracia se trata de un buen amigo de este. El posadero se abalanza hacia delante y abofetea a Michina, que rompe a llorar. Las camareras, deseosas de halagar al cliente, dicen que eso está bien, que es lo apropiado, que no hay como soltar un buen bofetón a tiempo, que eso es saludable para una pava arrogante como esa. Michina llora y tiene que bailar entre lágrimas, pero su baile es de tan dolorosa belleza que los puercos más disolutos, por alguna intuición íntima, dejan de importunarla. El brillo húmedo de los grandes ojos de Michina, pletóricos de energía, los ha intimidado. Los gatos gritan «¡Bravo!», aplauden con las patas y lamen la cerveza derramada en las mesas. El posadero, un animal gordo, muy chusco, pone cara de importancia con una expresión de infinita comicidad.

 

 

Calle elegante con verjas de jardín

 

Han pasado otros diez años. La gata niñera aparece, inclinada, sobre un bastón nudoso, medio ciega de tanto buscar: diez años, veinte años, y por entonces, cuando yacía en la camita, tenía cuatro años, uno más, y tendrá ya veinticinco, piensa ella intentando sonreír con su viejo hocico. ¡Oh, qué sonrisa viejísima, apergaminada, la suya! Se le desperdiga por la boca igual que un viejo muro de piedra resquebrajado. Es una luminosa mañana de domingo. Sobre los arbustos del jardín, brilla un sol deslumbrante. Tiene, si uno desea demostrar a todo trance que es culto, algo del impresionismo francés moderno. La anciana se ha sentado en una de las dos piedras, como las que se ven a veces delante de las puertas de jardín, y suelta una ligera tosecilla. Así sucede cuando uno es viejo: uno tose incluso en lo más caluroso del verano. Cuán libre de dolores está ahí sentada. La búsqueda se ha convertido para ella en una costumbre, valga la expresión, querida, imprescindible. Hace mucho que ya no rastrea para encontrar, sino por el placer de la prospección, del que ella misma no es consciente. Le basta con cumplir el último asomo de su obligación. Ya no espera. La esperanza hace mucho tiempo que se ha convertido para ella en una profanación. Tampoco se le da ya muy bien buscar; a andar y mirar un poco: a eso se dedica exclusivamente. Vieja, se ha hecho vieja y está tan cansada, tan débil, tan caduca, tan amortizada...; toda su vida gastada en el deber. Ahí está sentada, y la gente gatuna pasa a su lado distraída, creyendo que se trata de una mendiga perezosa. Todos le dedican una mirada de cierta insolencia. Las niñeras pasan balanceando los cochecitos para niños. Los obreros y caballeros con sombrero de copa, todos gatos, por supuesto. Pero lo gatuno y lo humano se confunden. Los caballeros se retuercen los bigotes que les llegan hasta detrás de las orejas. Como es lógico, todos caminan erguidos, más o menos tiesos. Pasa, raudo, el tranvía. Niños gatunos muy jóvenes juegan saltando por ahí, y el sol sonríe con inmensa amabilidad. Detrás de los arbustos del jardín señorial brilla el tejado de pizarra gris azulado de una casa, y ahora, vieja niñera, ¿qué va a ser esto? ¡No, no! No te duermas. ¿Es que no lo ves? Una mujer joven, de belleza celestial, envuelta en velos blancos, ha salido por la puerta del jardín. La anciana hace miau, miau... y se desploma, muerta de alegría. La hermosa aparición es Michina. Se ha convertido en una gata guapa y distinguida, esposa de un ministro. Al ver desplomarse a la anciana, le asalta un presentimiento. Se apresura a acudir junto a ella, la reconoce, se arrodilla a su lado, petrificada. No es de extrañar, pues ahora siente el asalto avasallador del mundo de la infancia.

1 Personaje de La dama del mar de Henrik Ibsen. (Todas las notas son de la traductora.)

CUADRO VIVIENTE