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www.editorialsirio.com

Título original: The Tao of Phisics

Traducido del inglés por Alma Alicia Martell Moreno

Diseño de portada: Editorial Sirio S.A.

Composición ePub por Editorial Sirio S.A.

Dedico este libro a:

Ali Akbar Khan

Carlos Castaneda

Geoffrey Chew

John Coltrane

Wemer Heisenberg

Krishnamurti

Liu Hsiu Ch’i

Phiroz Mehta

Jerry Shesko

Bobby Smith

Maria Teuffenbach

Alan Watts,

por haberme ayudado a encontrar mi camino,
y a Jacqueline,
que ha viajado conmigo por él la mayor parte del tiempo.

AGRADECIMIENTOS

El autor y los editores agradecen la autorización para reproducir las ilustraciones que figuran en las páginas si­guientes:

Pág. 49: foto de Gary Elliott Burke.

Págs. 95, 271 y 272: CERN, Ginebra (Suiza).

Pág. 99: reproducción de zazen por E. M. Hooykaas y B. Schierbeck, Omen Press, Tucson (Arizona).

Págs. 102 y 172: herederos de Eliot Elisofon.

Pág. 109: Gunvor Moltessier.

Pág. 112: The Evolution of the Buddha Image, por Benjamin Rowland Jr., The Asia Society, Nueva York.

Págs. 120, 136 y 219: Museo Gulbenkian de Arte Oriental.

Pág. 297: zen and Japanese Culture, de D. T. Suzuki, con permiso de Princeton University Press.

Pág. 157: Physics in the Twentieth Century, por Victor Weisskopf.

Pág. 168: Nordisk Pressefoto, Copenhagen (Dinamarca).

Pág. 228: Observatorios Hale, Pasadena (California).

Págs. 236, 260, 271, 274 y 306: Laboratorio Lawrence Berkeley, Berkeley (California).

Págs. 267 y 269: Laboratorio Nacional Argonne, Argonne (Illinois).

Pág. 280: reproducción de The Arts of India, por Ajit Mookerjee, Thames & Hudson (Londres).

Pág. 283: Clinton S. Bond/BBM.

Probablemente, una verdad muy general en la historia del pensamiento humano la constituya el hecho de que los más fructíferos descubrimientos tienen lugar en aquellos puntos en los que se encuentran dos líneas de pensamiento distintas. Estas líneas pueden tener sus raíces en sectores muy diferentes de la cultura humana, en diferentes épocas, en diferentes entornos culturales o en diferentes tradiciones religiosas. Por ello, si tal encuentro sucede, es decir, si entre dichas líneas de pensamiento se da, al menos, una relación que posibilite cualquier interacción verdadera, podemos estar seguros que de allí surgirán nuevos e interesantes descubrimientos.

WERNER HEISENBERG

PREFACIO A LA QUINTA EDICIÓN

Este libro fue publicado por primera vez hace veinticinco años y tuvo su origen en una experiencia que, como describo en el prefacio a la primera edición, data ya de más de treinta años. Por ello, me parece apropiado decir aquí algunas palabras a los lectores de esta nueva edición sobre las muchas cosas que durante estos años han sucedido –al libro, a la física y a mí mismo.

Cuando descubrí los paralelismos existentes entre la visión del mundo de los físicos y la de los místicos –paralelismos ya insinuados antes pero nunca explorados a fondo–, tuve la sensación de que simplemente estaba descubriendo algo que era totalmente obvio y que en el futuro sería del dominio público. Algunas veces, mientras escribía El Tao de la física incluso sentí que se estaba escribiendo a través de mí, más que por mí. Los acontecimientos posteriores confirmaron estas sensaciones. El libro fue recibido con gran entusiasmo en Inglaterra y en Estados Unidos. Pese a haber tenido una publicidad promocional mínima, su difusión fue muy rápida y hasta el día de hoy se ha editado en más de veinticinco países.

Como era de esperar, la reacción de la comunidad científica fue mucho más cautelosa, pero también en este campo el interés por las extensas implicaciones de la física actual es creciente. La aversión de los científicos modernos a aceptar las profundas similitudes existentes entre sus conceptos y los de los místicos no es una sorpresa, dado que el misticismo –al menos en Occidente– ha sido tradicionalmente relacionado –de manera totalmente equivocada– con principios vagos, misteriosos y en absoluto científicos. Por fortuna, esta actitud está cambiando. A medida que el pensamiento oriental ha comenzado a interesar a un número de personas cada vez mayor y al haber dejado de considerarse la meditación como algo ridículo o sospechoso, el misticismo se está empezando a tomar en serio, incluso dentro de la comunidad científica.

El éxito de El Tao de la Física tuvo un fuerte impacto en mi vida. Durante los últimos veinticinco años he viajado mucho, he dado conferencias ante neófitos y ante profesionales y he comentado las implicaciones de la «nueva física» con hombres y mujeres de todos los estratos. Al mismo tiempo, he explorado especialmente un tema: el cambio de visión que está ocurriendo a nivel mundial en la ciencia y en la sociedad, un cambio que no es más que el desarrollo de una nueva forma de ver la realidad, y también me he interesado por las implicaciones sociales que esta transformación cultural tendrá a partir de ahora.

He publicado los resultados de mis investigaciones en varios libros, algunos de ellos junto con otros colegas. En El punto crucial extendí el enfoque para abarcar otras ciencias además de la física, mostrando cómo la revolución ocurrida en este campo predijo las que iban a tener lugar en la biología, la medicina, la psicología y la economía, al igual que la transformación que se produciría en nuestra visión del mundo y en nuestros valores. Dos años después Charlene Spretnak y yo publicamos Green Politics, donde analizamos el surgimiento y los orígenes del Partido Verde alemán.

En Sabiduría insólita describí los diálogos y los encuentros que mantuve con algunos pensadores que me ayudaron a dar forma al tema desarrollado en El punto crucial. En Pertenecer al universo, exploro, junto con el hermano David Steindl-Rast, los paralelismos existentes entre el nuevo pensamiento científico y el cristianismo.

EcoManagement, en el que colabora Ernest Callenbach y otros colegas, promueve la dirección y la administración consciente de la ecología y el desarrollo sostenible. Steering Business Toward Sustainability, coeditado con Gunter Pauli, es una serie de ensayos escritos por hombres de negocios, economistas y ecologistas donde se destacan enfoques prácticos de un desarrollo sostenible tanto en el mundo de los negocios como en la sociedad, los medios de comunicación y la enseñanza.

En mi último libro, La trama de la vida, volví a la ciencia. Partiendo de la estructura conceptual presentada en El punto crucial, esta obra ofrece una síntesis de los descubrimientos recientes ocurridos en algunas de las áreas más avanzadas de la ciencia, incluyendo las teorías del caos y la complejidad. Confío en que esta síntesis se desarrollará hasta constituir una coherente nueva teoría de los sistemas vivos, que sirva como base conceptual de la visión ecológica de la realidad.

Durante los últimos veinticinco años me han preguntado con frecuencia acerca de la manera en que la exploración de los sistemas científicos ha llegado a afectar a mi punto de vista sobre la ciencia y el misticismo, y si voy a realizar algún trabajo más en este sentido. Trato de responder a estas preguntas en el apéndice titulado «El futuro de la nueva física»; además, quiero incluir algunos comentarios referentes a la relación existente entre ciencia y espiritualidad.

Cuando escribí El Tao de la física creía que la nueva física podía ser un modelo para las demás ciencias y para la sociedad en general, al igual que la antigua física newtoniana lo había sido durante siglos. Sin embargo, durante la década de los ochenta mi punto de vista sobre este asunto cambió totalmente. Me di cuenta de que la mayoría de cuanto existe en nuestro entorno está vivo. Al relacionarnos con los demás seres humanos, con la naturaleza que nos rodea, con las organizaciones sociales y con la economía, estamos siempre tratando con sistemas vivos. La física poco nos puede decir acerca de estos sistemas. Nos puede suministrar información sobre las estructuras materiales, sobre las energías, sobre la entropía, etc., pero la naturaleza de la vida misma es algo que se le escapa.

Así pasé a darme cuenta de que la ecología es realmente la estructura que mejor abarca a la nueva visión de la realidad. La ecología presenta múltiples manifestaciones que incluyen desde la ciencia de los ecosistemas hasta los estilos de vida ecológicos, los sistemas de valores, las estrategias económicas, la política y, finalmente, la filosofía.

Existe incluso una escuela filosófica conocida como «psicología profunda», que fue fundada a principios de la década de los setenta por el filósofo noruego Arne Naess. La psicología profunda no ve el mundo como una serie de objetos aislados, sino como una red de fenómenos interconectados y al mismo tiempo independientes. Reconoce el valor intrínseco de todos los seres vivos y considera que los humanos –según las palabras atribuidas al jefe Seattle– son simplemente una hebra más de la trama de la vida. Esta filosofía engendra un profundo sentimiento de conectividad, de contexto, de relación y de pertenencia.

En este profundo nivel la ecología se funde con la espiritualidad, pues la experiencia de estar conectado con toda la naturaleza y de pertenecer al universo es la esencia misma de la espiritualidad. En el otro extremo del espectro, la ecología está científicamente basada en la teoría de los sistemas vivos. Así, surge la pregunta: ¿qué puede decirnos la nueva teoría de los sistemas vivos acerca de la espiritualidad?

La ciencia de los sistemas poco nos aporta sobre la espiritualidad, pero es interesante ver que sí nos habla de la naturaleza del espíritu humano. Parte de la nueva teoría de los sistemas vivos es una nueva comprensión de la mente y la consciencia que ya comenté en La trama de la vida. Dicho brevemente, esta nueva teoría afirma que la cognición (el proceso de conocer) es idéntica al proceso de la vida en cualquier nivel de los sistemas vivos. Según esta teoría, denominada la teoría cognitiva de Santiago, la mente no es una cosa, sino un proceso. La mente es el proceso de la cognición, que no es más que el proceso de la vida, y la conciencia constituye una forma más elaborada de ese mismo proceso.

La teoría de Santiago nos da, a mi manera de ver, el primer marco científico coherente que soluciona el divorcio entre mente y materia. Mente y materia ya no son conceptos pertenecientes a categorías distintas, sino que representan dos aspectos complementarios del fenómeno de la vida: el aspecto proceso y el aspecto estructura. La mente es el proceso de la vida, el proceso de la cognición. El cerebro (y por supuesto la totalidad del cuerpo) es la estructura a través de la cual este proceso se manifiesta.

Este es un punto de vista profundamente nuevo y, al mismo tiempo, muy antiguo. Si nos volvemos hacia las culturas antiguas y sus tradiciones filosóficas espirituales –tanto orientales como occidentales–, vemos que la distinción original no era entre cuerpo y mente, sino entre cuerpo y alma o espíritu. Y si observamos los antiguos vocablos usados para «alma» y «espíritu» –el sánscrito atman, el latín anima y spiritus, el griego psyche y pneuma, el hebreo ruach–, vemos que todos tienen un significado común. Todos significan «aliento». Intuitivamente el espíritu fue concebido como el aliento vital.

Para mí esto es fascinante. Cuando los nuevos sistemas ven a la mente o cognición como el proceso vital y las tradiciones antiguas ven al espíritu como el aliento vital, en realidad están expresando la misma verdad –los primeros, en el lenguaje técnico de la ciencia; las segundas, en el poético y metafórico de la espiritualidad–. El espíritu es el aliento de vida. Nuestros momentos espirituales son los momentos en los que nos sentimos más vivos. En esos momentos somos también totalmente conscientes de nuestro entorno y tenemos la sensación profunda de pertenecer al Todo.

La presente edición de este libro ha sido actualizada, incluyendo resultados de las más recientes investigaciones realizadas en el campo de la física subatómica. Para ello he cambiado ligeramente algunos párrafos del texto a fin de sintonizarlos con las nuevas investigaciones, y también he añadido al final del libro un nuevo capítulo, al que he titulado «Vuelta a la nueva física», en el que describo con detalle los nuevos descubrimientos de la física subatómica. Para mí ha sido una gran satisfacción comprobar que ninguno de estos recientes ­descubrimientos ha invalidado nada de lo que escribí hace veinticinco años. De hecho, la mayoría de ellos se anticiparon ya en la versión original. Esto ha venido a reforzar la intensa creencia que me motivó a escribir este libro: que los temas básicos que utilizo en mi comparación entre la física y el misticismo serán confirmados, más que invalidados, por las futuras investigaciones.

Además, ahora siento que estoy pisando un terreno mucho más firme con mi tesis, pues los paralelismos con el misticismo oriental están apareciendo no solo en el campo de la física, sino también en la biología, en la psicología y en otras ciencias. Esta es una impresionante evidencia de que la filosofía de las tradiciones místicas, también conocida como «filosofía perenne», constituye una base filosófica muy consistente para nuestras teorías científicas modernas.

FRITJOF CAPRA

Berkeley, mayo de 1999

PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN

Una hermosa experiencia que tuve hace cinco años me situó en el camino que más adelante me llevaría a escribir este libro. Estaba yo una tarde de verano sentado frente al océano, con el sol ya declinando. Observaba el movimiento de las olas y sentía al mismo tiempo el ritmo de mi respiración, cuando de pronto fui consciente de que todo lo que me rodeaba parecía estar enzarzado en una gigantesca danza cósmica. Como físico, sabía que la arena, las rocas, el agua y el aire que había a mi alrededor estaban formados por vibrantes moléculas y átomos y que estos, a su vez, se componían de partículas que interactuaban unas con otras creando y destruyendo otras partículas. También sabía que la atmósfera de la Tierra es bombardeada continuamente por una lluvia de «rayos cósmicos», partículas de alta energía que sufren múltiples colisiones al penetrar en la atmósfera. Todo esto me resultaba conocido por mis investigaciones físicas en el campo de la alta energía, pero hasta aquel momento solo lo había experimentado a través de gráficos, diagramas y teorías matemáticas. Sin embargo, sentado en aquella playa, mis anteriores experiencias cobraron vida; «vi» cascadas de energía que llegaban del espacio exterior, en las que las partículas eran creadas y destruidas siguiendo una pulsación rítmica; «vi» los átomos de los elementos y los de mi cuerpo participando en aquella danza cósmica de energía; sentí su ritmo y «oí» su sonido, y en ese momento supe que aquella era la danza de Shiva, el Señor de los Danzantes adorado por los hindúes.

Hasta entonces había pasado por un largo entrenamiento en física teórica y había dedicado varios años a la investigación. Al mismo tiempo me interesé por el misticismo oriental y comencé a ver analogías entre dicho misticismo y la física moderna. Me sentí especialmente atraído por los enigmáticos aspectos del zen, que me recordaron los misterios de la teoría cuántica. Al principio, estas relaciones fueron un ejercicio puramente intelectual. Salvar el abismo entre el pensamiento racional analítico y la experiencia meditativa de la verdad mística fue, y todavía es, algo muy difícil para mí.

En un primer momento me ayudaron «centrales de energía» que me enseñaron cómo la mente puede fluir en libertad y cómo las evidencias espirituales llegan por sí mismas, sin esfuerzo alguno, emergiendo de las profundidades de la conciencia.

Recuerdo mi primera experiencia de este tipo. Después de años de pensamiento detallado y analítico, su llegada fue tan arrolladora que me hizo estallar en lágrimas, de un modo no distinto a Castaneda, y volqué seguidamente mis impresiones en un trozo de papel.

Más tarde me llegó la experiencia de la Danza de Shiva, que intenté captar en el montaje fotográfico que muestro al inicio del capítulo 15. A esta experiencia le siguieron otras parecidas que me ayudaron a darme gradualmente cuenta de que una nueva visión del mundo está comenzando a emerger desde la física moderna, en armonía con la antigua sabiduría oriental. Durante años tomé muchas notas y escribí algunos artículos sobre los paralelismos que iba descubriendo, hasta que finalmente resumí mis experiencias en el presente libro. Este va dirigido al lector interesado en el misticismo oriental, que no tiene necesariamente que saber nada sobre física. He intentado presentar los principales conceptos y teorías de la física moderna sin ningún tipo de matemáticas y en un lenguaje nada técnico; pese a ello, en su primera lectura algunos párrafos pueden parecer todavía difíciles al profano.

Los términos técnicos que me he visto obligado a citar están todos ellos definidos allí donde aparecen por primera vez.

Espero también que entre mis lectores haya físicos interesados en los aspectos filosóficos de esta disciplina que no hayan tenido todavía ningún contacto con las filosofías religiosas de Oriente. Hallarán que el misticismo oriental proporciona un consistente y hermoso esquema filosófico, en el que se pueden acomodar nuestras más avanzadas teorías sobre el mundo físico.

En relación con el contenido del libro, es posible que el lector sienta una cierta falta de equilibrio entre las presentaciones de los pensamientos científico y místico. A medida que avance en la lectura, su comprensión de la física deberá ser cada vez mayor, pero quizá no se dé una progresión semejante en su entendimiento del misticismo oriental. Esto es algo que parece inevitable, ya que el misticismo es, antes que nada, una experiencia que no puede aprenderse en los libros. Cualquier tradición mística solo podrá comprenderse en profundidad si uno se involucra totalmente en ella. Mi máxima aspiración en este sentido sería hacer que el lector llegara a considerar ese involucrarse como algo deseable y positivo.

Mientras escribía este libro, mi comprensión del pensamiento oriental aumentó considerablemente, gracias en gran parte a dos hombres procedentes de Oriente. Estoy profundamente agradecido a Phiroz Mehta, por abrirme los ojos a muchos aspectos del misticismo hindú, y a mi maestro de T’ai Chi, Liu Hsiu Ch’i, por introducirme en el taoísmo vivo.

Me es imposible mencionar los nombres de todos aquellos –cien­tíficos, artistas, estudiantes y amigos– que me ayudaron a formular mis ideas a través de estimulantes discusiones. Sin embargo, creo que debo una especial gratitud a Graham Alexander, Jonathan Ashmore, Stratford Caldecott, Lyn Gambles, Sonia Newby, Ray Rivers, Joël Scherk, George Sudarshan y Ryan Thomas.

Finalmente, siempre estaré en deuda con la señora Pauly Bauer-Ynnhof, de Viena, por su generoso apoyo financiero en el momento en que más lo necesitaba.

FRITJOF CAPRA

Londres, diciembre de 1974

I

El camino de la física

Cualquier camino es solo un camino y no es vergonzoso, ni para uno mismo ni para los demás, abandonarlo si así te lo dicta tu corazón [...] Observa detalladamente cada uno de los caminos. Ponlos a prueba tantas veces como creas necesario. Luego pregúntate a ti mismo, y solo a ti mismo, lo siguiente: «¿Tiene corazón este camino?». Si lo tiene, el camino es bueno; si no lo tiene, no sirve para nada.

CARLOS CASTANEDA,

Las enseñanzas de don Juan

1

LA FÍSICA MODERNA:
¿un camino con corazón?

La influencia que la física moderna ha tenido en casi todos los aspectos de la sociedad humana es notable. Se ha convertido en la base de las ciencias naturales, y la combinación de las ciencias naturales y las ciencias técnicas ha cambiado fundamentalmente las condiciones de la vida sobre la Tierra, tanto para bien como para mal. En nuestros días, apenas hay una industria que no utilice de algún modo los resultados de la física atómica, y la influencia que estos han tenido en la estructura política del mundo por sus aplicaciones en el armamento atómico es de sobra conocida. Sin embargo, la influencia de la física moderna va mucho más allá de la tecnología. Se extiende al campo del pensamiento y de la cultura, donde ha generado una profunda revisión de nuestros conceptos sobre el universo y de nuestra relación con él. La exploración de los mundos atómico y subatómico llevada a cabo durante el siglo xx ha puesto de manifiesto la antes insospechada estrechez y limitación de las ideas clásicas y ha motivado una revisión radical de muchos de nuestros conceptos básicos. Así, el concepto de materia en la física subatómica, por ejemplo, es totalmente diferente de la idea tradicional asignada a la sustancia material en la física clásica. Lo mismo ocurre con los conceptos de tiempo, espacio, causa y efecto. Y dado que nuestra perspectiva del mundo está basada en tales conceptos fundamentales, al modificarse estos, nuestra visión del mundo ha comenzado a cambiar.

Estos cambios originados por la física moderna fueron ampliamente comentados durante las últimas décadas tanto por físicos como por filósofos, pero en raras ocasiones se observó que todos ellos parecen llevar hacia una misma dirección: hacia una visión del mundo que resulta muy parecida a la que presenta el misticismo oriental. Los conceptos de la física moderna muestran con frecuencia sorprendentes paralelismos con las filosofías religiosas del Lejano Oriente. Aunque estos paralelismos no han sido todavía explorados en profundidad, sí fueron advertidos por algunos de los grandes físicos del siglo pasado, cuando con motivo de sus conferencias en la India, China y Japón, entraron en contacto con aquella cultura. Las tres citas siguientes son un ejemplo de ello:

Las ideas generales sobre el entendimiento hu­mano [...] ilustradas por los descubrimientos ocurridos en la física atómica, no constituyen cosas del todo desconocidas, de las que jamás se oyera hablar, ni tampoco nuevas. Incluso en nuestra propia cultura tienen su historia y en el pensamiento budista e hindú ocupan un lugar muy importante y central. Lo que hallaremos es un ejemplo, un desarrollo y un refinamiento de la sabiduría antigua.1

JULIUS ROBERT OPPENHEIMER

De un modo paralelo a las enseñanzas de la teoría atómica [...] al tratar de armonizar nuestra posición como espectadores y actores del gran drama de la existencia [tenemos que considerar] ese tipo de problemas epistemológicos, con los que pensadores como Buda y Lao Tse tuvieron ya que enfrentarse.2

NIELS BOHR

La gran contribución a la física teórica llegada de Japón desde la última guerra puede indicar cierta relación entre las ideas filosóficas tradicionales del Lejano Oriente y la sustancia filosófica de la teoría cuántica.3

WERNER HEISENBERG

La finalidad del presente libro es explorar esta relación existente entre los conceptos de la física moderna y las ideas básicas de las tradiciones religiosas y filosóficas del Lejano Oriente. Veremos cómo los dos pilares de la física del siglo xx –la teoría cuántica y la teoría de la relatividad– nos obligan a ver el mundo del mismo modo que lo ve un hindú, un budista o un taoísta, y también cómo esa similitud cobra fuerza cuando contemplamos los recientes intentos por combinar ambas teorías, a fin de lograr una explicación para los fenómenos del mundo submicroscópico: las propiedades y las interacciones de las partículas subatómicas de las que toda materia está formada. En este campo, los paralelismos entre la física moderna y el misticismo oriental son más que sorprendentes y con frecuencia tropezaremos con afirmaciones que será casi imposible reconocer si fueron efectuadas por físicos o por místicos orientales.

Cuando digo «misticismo oriental» me refiero a las filosofías religiosas del hinduismo, del budismo y del taoísmo. Aunque estas comprenden un vasto número de sistemas filosóficos y de disciplinas espirituales sutilmente entretejidas, los rasgos básicos de su visión del mundo son idénticos. Tal visión no está limitada a Oriente, sino que en algún grado podemos hallarla en todas las filosofías con una orientación mística. El argumento de este libro podría, entonces, ser expresado de una forma más general, afirmando que la física moderna nos lleva a una visión del mundo que es muy similar a la de los místicos de todas las épocas y tradiciones. Las tradiciones místicas están presentes en todas las religiones, y pueden encontrarse también elementos místicos en muchas escuelas filosóficas occidentales. Los paralelismos con la física moderna no solo aparecen en los Vedas, en el I Ching o en los sutras del budismo, sino también en fragmentos de Heráclito, en el sufismo de lbn Arabi y en las enseñanzas del brujo yaqui don Juan. La diferencia entre Oriente y Occidente se encuentra en que en este último las escuelas místicas siempre han desempeñado un papel marginal, mientras que en Oriente constituyen la corriente principal del pensamiento filosófico y religioso. Por lo tanto, para mayor sencillez, hablaré de la «visión oriental del mundo» y solo ocasionalmente mencionaré otras fuentes del pensamiento místico.

Al conducirnos hoy a una visión del mundo esencialmente mística, la física está de algún modo volviendo a sus comienzos de hace dos mil quinientos años. Es interesante seguir la evolución de la ciencia occidental a través de su camino espiritual, partiendo de las filosofías místicas de los antiguos griegos, elevándose y desplegándose con una evolución intelectual impresionante y separándose cada vez más de sus orígenes místicos hasta llegar a desarrollar una visión del mundo en total contraste con la del Lejano Oriente. Ahora, en sus etapas más recientes, la ciencia occidental está finalmente superando esta visión y volviendo a la de los antiguos griegos y la de las filosofías orientales. Esta vez, sin embargo, no se basa solamente en la intuición, sino en un riguroso y consistente formulismo matemático.

Las raíces de la física, como las de toda la ciencia occidental, se hallan en el primer período de la filosofía griega, en el siglo vi a. de C., en una cultura en la que no existía separación alguna entre ciencia, filosofía y religión. Los sabios de la escuela de Mileto no se preocupaban de tales distinciones. Su finalidad era descubrir la naturaleza esencial, la constitución real de las cosas, que ellos llamaron physis. El término «física» se deriva de esta palabra griega y, por lo tanto, inicialmente significaba el empeño por conocer la naturaleza esencial de todas las cosas.

Esta, desde luego, es también la finalidad central de todos los místicos, y la filosofía de la escuela de Mileto poseía ciertamente un fuerte aroma místico. Los de Mileto fueron llamados «hylozoístas» –los que creen que la materia está viva– por los griegos más modernos, porque no veían diferencia alguna entre lo animado y lo inanimado, entre espíritu y materia. De hecho, ni siquiera tenían una palabra para designar a la materia, pues consideraban que todas las formas de existencia eran manifestaciones de la physis dotadas de vida y de espiritualidad. Así, Tales declaró que todas las cosas están llenas de dioses y Anaximandro vio el universo como una especie de organismo sostenido por el «pneuma» o aliento cósmico, del mismo modo que el cuerpo humano se halla sustentado por el aire.

La visión monista y orgánica de los filósofos de Mileto se encontraba muy cercana a las antiguas filosofías de China e India, y estos paralelismos con el pensamiento oriental se acentúan todavía más en Heráclito de Éfeso. Heráclito creía en un mundo en perpetuo cambio, en un eterno «devenir». Para él todo ser estático estaba basado en un error de apreciación y su principio universal era el fuego, símbolo del flujo continuo y del cambio de todas las cosas. Enseñó que todos los cambios que se producen en el mundo ocurren por la interacción dinámica y cíclica de los opuestos, y consideraba que todo par de opuestos formaba una unidad. A esa unidad, que contiene y trasciende todas las fuerzas opuestas, la llamó el Logos.

Esta unidad comenzó a resquebrajarse con la escuela de Elea, que asumió la existencia de un principio divino que prevalecía sobre todos los dioses y los hombres. Inicialmente se identificó a este principio con la unidad del universo, pero luego se consideró que era un dios inteligente y personal que gobierna y dirige el mundo. Así comenzó una tendencia de pensamiento que llevó finalmente a la separación entre espíritu y materia y a un dualismo que se convirtió en la característica de la filosofía occidental.

Parménides de Elea, cuyo pensamiento era totalmente opuesto al de Heráclito, dio un paso decisivo en esa dirección. Llamó a su principio básico el Ser y sostuvo que era único e invariable. Consideró que el cambio era imposible y anunció que las modificaciones que creemos percibir en el mundo son meras ilusiones de los sentidos. A partir de esa filosofía, el concepto de una sustancia indestructible que presenta propiedades variables fue creciendo, hasta llegar a convertirse en uno de los conceptos fundamentales del pensamiento occidental. En el siglo v a. de C., los filósofos griegos intentaron superar el ­agudo ­contraste que existía entre las visiones de Parménides y Heráclito. A fin de reconciliar la idea del Ser inmutable (de Parménides) con el eterno devenir (de Heráclito), asumieron que el Ser se manifiesta en ciertas sustancias invariables y que su mezcla o separación origina los cambios que tienen lugar en el mundo. Esto los llevó al concepto del átomo, la unidad más pequeña de materia indivisible, cuya más clara expresión se halla en la filosofía de Leucipo y Demócrito. Los atomistas griegos trazaron una clara línea divisoria entre espíritu y materia, representando la materia como constituida por diversos «ladrillos básicos». Estos eran partículas puramente pasivas e intrínsecamente muertas que se movían en el vacío. No se explicaba la causa de su movimiento, pero se solía relacionar con fuerzas externas que se suponían de origen espiritual y que eran fundamentalmente diferentes de la materia. En siglos posteriores esta imagen se convirtió en un elemento esencial del pensamiento occidental, del dualismo entre mente y materia, entre cuerpo y alma.

Una vez que la idea de la separación entre espíritu y materia hubo arraigado, los filósofos, en lugar de hacia el mundo material, volcaron su atención hacia el mundo espiritual, hacia el alma humana y los asuntos de la ética y la moralidad. Estas cuestiones ocuparon el pensamiento occidental durante más de dos mil años, a partir de la culminación de la ciencia y la cultura griegas que tuvo lugar en los siglos v y iv a. de C. El conocimiento científico de la antigüedad fue sistematizado y organizado por Aristóteles, quien creó el esquema que serviría de base durante dos mil años a la concepción occidental del universo. Aristóteles creía que las cuestiones relativas a la perfección del alma humana y a la contemplación de Dios eran mucho más importantes que las investigaciones sobre el mundo material. La razón por la que el modelo aristotélico del universo permaneció incontestado durante tanto tiempo fue precisamente esa falta de interés en el mundo material, y también la gran influencia de la Iglesia cristiana, que apoyó sus doctrinas durante toda la Edad Media.

La ciencia occidental no alcanzó mayor desarrollo hasta la llegada del Renacimiento. Fue entonces cuando el hombre comenzó a ­liberarse de la influencia de Aristóteles y de la Iglesia, mostrando un nuevo interés en la naturaleza. El estudio del mundo natural con un espíritu realmente científico se llevó a cabo por primera vez a finales del siglo xv, cuando se efectuaron experimentos a fin de demostrar las ideas especulativas. Dado que este desarrollo se dio paralelo a un creciente interés por las matemáticas, finalmente condujo a la formulación de verdaderas teorías científicas basadas en la experimentación y expresadas en lenguaje matemático. Galileo fue el primero que combinó el conocimiento experimental con las matemáticas y es, por ello, considerado el padre de la ciencia moderna.

El nacimiento de la ciencia moderna fue precedido y acompañado por una evolución del pensamiento filosófico que llevó a una formulación extrema del dualismo espíritu-materia. Esta formulación apareció en el siglo xvii con la filosofía de René Descartes, quien basó su visión de la naturaleza en una división fundamental, en dos reinos separados e independientes: el de la mente (res cogitans) y el de la materia (res extensa). Esta división cartesiana permitió a los científicos tratar la materia como algo muerto y totalmente separado de ellos mismos, considerando el mundo material como una multitud de objetos diferentes, ensamblados entre sí para formar una máquina enorme. Esta visión mecanicista del mundo la mantuvo también Isaac Newton, quien construyó su mecánica sobre esta base y la convirtió en los cimientos de la física clásica. Desde la segunda mitad del siglo xvii hasta finales del xix, el modelo mecanicista newtoniano del universo dominó todo el pensamiento científico. Fue paralelo a la imagen de un Dios monárquico, que gobernaba el mundo desde arriba, imponiendo en él su divina ley. Así, las leyes de la naturaleza investigadas por los científicos fueron consideradas como las leyes de Dios, invariables y eternas, a las que el mundo se hallaba sometido.

La filosofía de Descartes no solo tuvo su importancia en el desarrollo de la física clásica, sino que además ejerció una influencia tremenda sobre el modo de pensar occidental, hasta nuestros días. La famosa frase de Descartes «cogito ergo sum» –«pienso, luego existo»– llevó al hombre occidental a considerarse identificado con su mente, en lugar de hacerlo con todo su organismo. Como consecuencia de esta división cartesiana, la mayoría de los individuos son conscientes de sí mismos como egos aislados, que existen «dentro» de sus cuerpos. La mente fue separada del cuerpo y se le asignó la fútil tarea de controlarlo, causando así un aparente conflicto entre la voluntad consciente y los instintos involuntarios. Cada individuo fue además dividido en un gran número de compartimentos separados, de acuerdo con sus actividades, sus talentos, sus sentimientos, sus creencias y así sucesivamente, generándose de este modo conflictos sin fin, una gran confusión metafísica y una continua frustración.

Esta fragmentación interna es un reflejo del «mundo exterior», percibido como una multitud de objetos y acontecimientos separados. El entorno natural es tratado como si consistiera en partes independientes, que existen para ser explotadas por diferentes grupos de interés. Esta visión fragmentada es acentuada todavía por la sociedad, dividida en diferentes naciones, razas y grupos religiosos y políticos. La creencia de que todos esos fragmentos –en nosotros mismos, en nuestro entorno y en nuestra sociedad– están realmente separados puede considerarse la razón esencial de la presente serie de crisis sociales, ecológicas y culturales. Nos ha alejado de la naturaleza y de nuestros congéneres humanos. Ha generado una distribución enormemente injusta de los recursos naturales, creando el desorden político y económico, una creciente ola de violencia –tanto espontánea como institucionalizada– y un feo y contaminado medio ambiente, en el que la vida se ha tornado a veces malsana, tanto física como mentalmente.

La división cartesiana y el concepto mecanicista del mundo han sido al mismo tiempo benéficos y perjudiciales. Fueron benéficos para el desarrollo de la física y de la tecnología clásicas, pero han tenido muchas consecuencias adversas para nuestra civilización. Es fascinante ver cómo la ciencia del siglo xx, que tuvo su origen en la división cartesiana y en el concepto de un mundo mecanicista y que realmente solo llegó a ser posible a causa de dicho concepto, supera ahora esa fragmentación y vuelve a la idea de unidad, tal como era expresada en las primitivas filosofías griegas y orientales.

Contrastando con el concepto mecanicista occidental, la visión oriental del mundo es «orgánica». Para el místico oriental, todas las cosas y los sucesos percibidos por los sentidos están conectados e interrelacionados, y no son sino diferentes aspectos o manifestaciones de una misma realidad última. Nuestra tendencia a dividir el mundo que percibimos en entes individuales y separados y a vernos a nosotros mismos como egos aislados se considera una ilusión, creada por nuestra mentalidad medidora y clasificadora. En la filosofía budista se la llama avidya o ignorancia, y es considerada un estado mental confuso que se debe superar:

Cuando la mente está confusa, se produce la multiplicidad de las cosas; sin embargo, cuando la mente está tranquila, desaparece la multiplicidad de las cosas.4

Aunque las diversas escuelas de misticismo oriental difieren en muchos detalles, todas ellas resaltan la unidad básica del universo, y esto constituye el rasgo central de sus enseñanzas. Para sus seguidores –ya sean hindúes, budistas o taoístas–, la meta más elevada es llegar a ser conscientes de la unidad e interrelación mutua de todas las cosas, trascendiendo la noción de ser un individuo aislado e identificándose a sí mismos con la realidad última. La aparición de esa conciencia –conocida como «iluminación»– no es solo un acto intelectual, sino que se trata de una experiencia que afecta a la totalidad de la persona y cuya naturaleza es definitivamente religiosa. Y ese es el motivo por el cual la mayoría de las filosofías orientales son esencialmente filosofías religiosas.

Desde el punto de vista oriental, la división de la naturaleza en objetos separados no es algo fundamental y cualquiera de tales objetos posee un carácter fluido y siempre cambiante. Así, el concepto oriental del mundo es intrínsecamente dinámico y entre sus rasgos esenciales se encuentran el tiempo y el cambio. El cosmos es considerado una realidad inseparable –siempre en movimiento, vivo, orgánico, espiritual y material al mismo tiempo.

Dado que el movimiento y el cambio constituyen las propiedades esenciales de las cosas, las fuerzas que causan el movimiento no están fuera de los objetos, como ocurría en la concepción de los clásicos griegos, sino que son una propiedad intrínseca de la materia. Del mismo modo, la imagen oriental de la divinidad no es la de un gobernante que dirige al mundo desde lo alto, sino la de un principio que lo controla todo desde dentro:

Aquel que habita en todas las cosas,
y sin embargo es diferente a ellas,
a quien ninguna cosa conoce,
cuyo cuerpo son todas las cosas,
que controla todo desde dentro.
Él es tu alma, el Controlador Interno,
el Inmortal.5

Los siguientes capítulos mostrarán que los elementos básicos de la concepción oriental del mundo son los mismos que se desprenden de la física moderna. En ellos, trato de sugerir que el pensamiento oriental, y de un modo más general todo el pensamiento místico, ofrece una base filosófica relevante y congruente con las teorías de la ciencia contemporánea, una concepción del mundo en la que los descubrimientos científicos pueden estar en perfecta armonía con las metas espirituales y las creencias religiosas. Los dos temas básicos de esta concepción son la unidad e interrelación de todos los fenómenos y la naturaleza intrínsecamente dinámica del universo. Cuanto más penetremos en el mundo submicroscópico, más nos daremos cuenta de que el físico moderno, al igual que el místico oriental, ha llegado a ver el mundo como un sistema de componentes inseparables, interrelacionados y en constante movimiento, en el que el observador constituye una parte integral de dicho sistema.

La concepción orgánica y «ecológica» del mundo que presentan las filosofías orientales es sin duda una de las razones que explican la inmensa popularidad que han alcanzado estas filosofías en Occidente, especialmente entre los jóvenes. En nuestra cultura occidental, cada vez más personas consideran que la todavía dominante visión mecanicista y fragmentada del mundo es la causa del descontento tan generalizado que se da en nuestra sociedad, por lo que pasan a adoptar –muchas de esas personas– las formas orientales de liberación. Es interesante, y quizá no demasiado sorprendente, que aquellos que se sienten atraídos por el misticismo oriental, que consultan el I Ching y practican yoga u otras formas de meditación, tengan en general una marcada actitud anticientífica. Tienden a ver la ciencia, y la física en particular, como una disciplina de estrechas miras, sin imaginación, y como la responsable de todos los males de la tecnología moderna.

Este libro pretende mejorar la imagen de la ciencia, mostrando la existencia de una armonía esencial entre el espíritu de la sabiduría oriental y la ciencia occidental. Trata de sugerir que la física moderna va mucho más allá de la tecnología, que el camino –o Tao– de la física puede ser un camino con corazón, un camino hacia el conocimiento espiritual y hacia la autorrealización.

Notas


1 J. R. Oppenheimer, Science and the Common Understanding (Oxford University Press, Londres, 1954), págs. 8-9.

2 N. Bohr, Atomic Physics and Human Knowledge (John Wiley & Sons, Nueva York, 1958), pág. 20.

3 W. Heisenberg, Physics and Philosophy (Allen & Unwin, Londres, 1963), pág. 78.

4 Ashvaghosa, The Awakening of Faith, D. T. Suzuki (Open Court, Chicago, 1900).

5 Brihad-aranyaka Upanishad, 3.7.15.

2

SABER Y VER

¡De lo irreal, llévame a lo real!

¡De la oscuridad, llévame a la luz!

¡De la muerte, llévame a la inmortalidad!

Brihad-aranyaka Upanishad

Antes de estudiar el paralelismo existente entre la física moderna y el misticismo oriental, hemos de abordar la siguiente cuestión: ¿cómo es posible efectuar algún tipo de comparación entre una ciencia exacta, que se expresa en el lenguaje altamente sofisticado de las matemáticas modernas, y unas disciplinas espirituales basadas principalmente en la meditación y que, además, insisten en que sus vivencias no pueden ser comunicadas verbalmente?

Lo que vamos a comparar son las afirmaciones efectuadas por científicos y por místicos orientales acerca de su conocimiento del mundo. A fin de establecer un esquema adecuado que nos permita llevar a cabo esta comparación, debemos antes que nada preguntarnos a nosotros mismos a qué tipo de conocimiento nos estamos refiriendo. Al usar la palabra conocimiento, ¿quiere decir lo mismo un monje budista de Angkor Wat o de Kioto que un físico de Oxford o de Berkeley? En segundo lugar, ¿qué clase de afirmaciones vamos a comparar?, ¿qué vamos a seleccionar de los datos experimentales, de las ecuaciones y las teorías por un lado y de las escrituras sagradas, de los antiguos mitos y de los tratados filosóficos por otro? Este capítulo intentará aclarar estos dos puntos: la naturaleza del conocimiento que se va a comparar y el lenguaje en el cual ha sido expresado dicho conocimiento.

A lo largo de la historia, se ha considerado que la mente humana es capaz de dos tipos de conocimiento, o dos formas de conciencia, a las que con frecuencia se ha denominado racional e intuitiva y que tradicionalmente se han asociado respectivamente con la ciencia y la religión. En Occidente, el tipo de conocimiento intuitivo y religioso con frecuencia es devaluado para favorecer el conocimiento racional y científico, mientras que la actitud tradicional oriental es justamente la contraria. Las siguientes afirmaciones sobre el conocimiento, procedentes de dos grandes mentes de Occidente y de Oriente, pueden servir de ejemplo a ambas posiciones. Sócrates, en Grecia, pronunció su famosa frase: «Solo sé que no sé nada», mientras que Lao Tse, en China, afirmó: «Es mejor no saber que se sabe». En Oriente, los valores atribuidos a ambos tipos de conocimiento nos son claramente indicados por los nombres que se les da: los Upanishads, por ejemplo, hablan de un conocimiento superior y de un conocimiento inferior y relacionan el segundo con las diversas ciencias y el primero con la conciencia religiosa. Los budistas hablan de «conocimiento relativo» y «conocimiento absoluto» o de «verdad condicional» y «verdad trascendental». La filosofía china siempre ha señalado la naturaleza complementaria de lo intuitivo y lo racional, representándolos con la pareja arquetípica yin y yang, que constituyen la base del pensamiento chino. Del mismo modo, se desarrollaron en la antigua China dos tradiciones filosóficas complementarias –el taoísmo y el confucionismo–, a fin de tratar con ambos tipos de conocimiento.

El conocimiento racional se forma con las experiencias que tenemos con los objetos y los sucesos de nuestro entorno diario. Pertenece al reino del intelecto, cuya función es la de discriminar, medir, comparar, dividir y categorizar. De este modo, creamos un mundo de distinciones intelectuales, de opuestos, que solo pueden existir en ­relación unos con otros, y esta es la razón por la que los budistas llaman a este conocimiento «relativo».

La abstracción es el rasgo crucial de este tipo de conocimiento, pues para comparar y clasificar la inmensa variedad de formas, estructuras y fenómenos que nos rodean, nos es imposible tener en cuenta todos sus rasgos; por ello hemos de seleccionar unos pocos de los más significativos. De este modo construimos un mapa intelectual de la realidad, en el que las cosas están reducidas a sus rasgos más generales. El conocimiento racional constituye así un sistema de conceptos y símbolos abstractos, caracterizado por una secuencia lineal y secuencial, típica de nuestro modo de pensar y de nuestro hablar. En la mayoría de los idiomas esa estructura lineal se evidencia en el uso de alfabetos que sirven para comunicar experiencias y pensamientos mediante largas líneas de letras.

Por otro lado, el mundo natural es un mundo de infinitas variedades y complejidades, un mundo multidimensional que no contiene líneas rectas ni formas absolutamente regulares y donde las cosas no suceden en secuencias sino todas juntas, un mundo –como nos dice la física moderna– en el que incluso el espacio vacío es curvo. Es evidente que nuestro sistema abstracto de pensamiento conceptual nunca podrá describir ni entender por completo esta realidad. Al pensar en el mundo nos enfrentamos al mismo tipo de problema que afronta el cartógrafo que trata de cubrir la superficie curvada de la Tierra con una serie de mapas planos. Con tal procedimiento podemos solo esperar una representación aproximada de la realidad, y por ello todo el conocimiento racional estará necesariamente limitado.

El reino del conocimiento racional es, por supuesto, el reino de la ciencia que mide, cuantifica, clasifica y analiza. Las limitaciones de cualquier conocimiento obtenido con estos métodos se han hecho cada vez más evidentes en la moderna ciencia y en particular en la física moderna, la cual nos enseña que «toda palabra o concepto, por claro que pueda parecernos, tiene solo un limitado margen de aplicabilidad».1

Para la mayoría de nosotros resulta muy difícil ser conscientes de las limitaciones y de la relatividad del conocimiento conceptual. Dado que nuestra representación de la realidad es mucho más fácil de captar que la realidad misma, tendemos a confundir una con la otra y a tomar nuestros conceptos y nuestros símbolos como la realidad. Una de las principales metas del misticismo oriental es liberarnos de esa confusión. Los budistas