Listado de series

  1. Yo soy mas de series
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Introducción: tengan cuidado ahí fuera, Fernando Ángel Moreno
  6. PRIMERA PARTE: DRAMA
  7. Carnivàle
  8. House M.D.
  9. House of Cards
  10. En terapia
  11. The L Word
  12. Mad Men
  13. Masters of Sex
  14. Mujeres desesperadas
  15. Nip/Tuck
  16. Queer as folk
  17. A dos metros bajo tierra
  18. El ala Oeste de la Casa Blanca
  19. Treme
  20. Urgencias
  21. SEGUNDA PARTE: GÉNERO NEGRO
  22. 24
  23. Breaking Bad
  24. Canción triste de Hill Street
  25. Dexter
  26. Homeland
  27. Roma criminal
  28. Sherlock
  29. Sons of Anarchy
  30. The Shield
  31. Los Soprano
  32. True Detective
  33. The Wire
  34. Twin Peaks
  35. TERCERA PARTE: COMEDIA
  36. The Big Bang Theory
  37. Boston Legal
  38. Doctor en Alaska
  39. Frasier
  40. Friends
  41. The IT Crowd
  42. El príncipe de Bel-Air
  43. The Office
  44. Entourage
  45. South Park
  46. CUARTA PARTE: GÉNERO FANTÁSTICO
  47. American Horror Story
  48. Babylon 5
  49. Battlestar Galactica
  50. Doctor Who
  51. Embrujada
  52. Firefly
  53. Juego de Tronos
  54. Ghost in the Shell
  55. Perdidos
  56. El ministerio del tiempo
  57. Paranoia Agent
  58. Penny Dreadful
  59. Robot Chicken
  60. Star Trek y secuelas
  61. The Walking Dead
  62. Utopia
  63. Expediente X
  64. QUINTA PARTE: GÉNERO HISTÓRICO
  65. Los Borgia
  66. Deadwood
  67. Spartacus
  68. Roma
  69. Yo, Claudio
  70. Hermanos de sangre
  71. EPÍLOGO
  72. ¿Son las series arte contemporáneo?
  73. ÍNDICE DE AUTORES
YO SOY MÁS DE SERIES
Fernando Ángel Moreno (coord.)
Víctor Miguel Gallardo Barragán (coord.)
YO SOY MÁS DE SERIES

60 series que cambiaron
la historia de la televisión

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{Colección ETCÉTERA}
The L Word: lujuria, lesbianas, liberación

Gabriella Campbell




Entre el 2004 y el 2009 se emitieron en la cadena estadounidense Showtime seis temporadas de una serie llamada The L Word, que narraba las aventuras y desventuras de un grupo de amigas en Los Ángeles. En España dicha serie se emitió en Canal+ y en Divinity con el título de L; en los países hispanoamericanos Warner Channel conservó el título original, mientras que Fox le añadió la traducción: «La palabra L».
Showtime, un canal de televisión por suscripción (o, más bien, toda una red de canales) se había ganado fama de atrevida e innovadora con series como Queer as Folk y en los años siguientes mantendría esa imagen: Dexter, Weeds, Californication y United States of Tara contribuyeron al perfil rompedor de la cadena. Fiel al carácter siempre original de esta, lo que diferenciaba a The L Word de otras tragicomedias de enredos amorosos que bebían del éxito de Sexo en Nueva York y similares era que las glamurosas protagonistas estaban más interesadas en enredarse entre ellas que con el galán de turno. Había aparecido la primera producción para la pequeña pantalla que intentaba reflejar la vida de un grupo de personajes femeninos que no encajaban en el discurso heteronormativo. Lesbianas, bisexuales, transgénero: todas se daban la mano, con mayor o menor éxito, en un cóctel explosivo de representaciones novedosas.


Nombre y antecedentes

El título de The L Word proviene de la costumbre anglosajona de utilizar la inicial de una palabra para hacer referencia a un término políticamente incorrecto o malsonante (el ejemplo más conocido es «the N word», para referirse al muy despectivo «nigger»). Se trata además de un juego de palabras, ya que en la cultura popular y los medios de comunicación se usa también «the L word» para referirse a «love». El título de la serie bailaba no solo con una palabra aún incómoda para muchos: «lesbiana», sino también con esa otra palabra, «amor», que parece ser igual de incómoda en según qué situaciones (tanto en el mundo de la ficción como en el real). De esta forma, se unen dos conceptos, amor y lesbianismo, los dos pilares maestros de la serie.
En la canción de cabecera (el tema The Way That We Live de Betty) y en gran parte de la promoción de la serie, se jugaba con estas palabras «L»: live, long, lust... Todos términos relacionados con el carácter pasional de los personajes y del guion.
Aunque la temática de The L Word era revolucionaria, acompañada de un tratamiento visual del sexo entre mujeres impensable hasta entonces para una serie de televisión, sería ingenuo pensar que se abrió camino por sí sola. Podríamos hablar de los antecedentes, de películas como Personal Best o Go Fish (cuya directora fue también directora, y actriz, en The L Word); de la influencia de Ellen DeGeneres y de su serie Ellen; de los primeros besos entre mujeres que aparecieron en cine y televisión; de las libres interpretaciones de los espectadores ante programas tan populares como Xena, la princesa guerrera, que jugaba de forma consciente con la relación nunca definida de sus protagonistas; incluso de películas tan antiguas como la alemana Mädchen in Uniform (1931). Pero hubo una serie en particular que sirvió como detonante para el proceso imparable de la visibilidad homosexual en televisión. Hablamos, cómo no, de Queer as Folk, primero en su versión británica y más tarde en su reinterpretación estadounidense. La polémica y la euforia que acompañaron a esta serie sirvieron como precursoras para todas las emociones que experimentaron los televidentes cuando, en los primeros episodios de The L Word, el personaje de Jenny Schecter, interpretado por Mia Kirshner, decidía serle infiel a su prometido con Marina Ferrer, interpretada por Karina Lombard, en varias escenas tórridas que no dejaron a nadie indiferente. La temática no era innovadora: el adulterio es una de las herramientas más comunes para crear tensión dramática, pero aquí el juego era bien distinto. Jenny se enfrenta no solo al dilema de la infidelidad, a la ruptura de la estructura monógama de la sociedad en la que se mueve, sino también a la idea preconcebida de que lo decente, lógico y natural es tener relaciones con miembros del sexo opuesto. El mundo de Jenny se abre de forma inesperada al conocer a sus vecinas, Bette y Tina, pareja estable de largo recorrido, y a las amigas de estas. Es este nuevo tipo de mujer el que sirve como punto de partida para Jenny para empezar a conocerse a sí misma y explorar su propia sexualidad, un proceso que durará toda la serie.
Las actrices que interpretaban a Jenny y a Marina no eran casuales: The L Word no era una puesta en escena angelical de dos mujeres asexuadas; ni el romance vengativo de una psicópata, de una femme fatale fuera de la ley y del orden. Nos ofrecía un encuentro apasionado entre dos personajes complejos interpretados por dos mujeres que entraban de cabeza en el canon occidental de belleza. En menos palabras: eran personajes interesantes y además las actrices eran guapas. Y se besaban como si realmente quisieran besarse.
Las diferencias entre The L Word y Queer as Folk eran notables. El guion de Queer as Folk era más crudo, las escenas de sexo eran más explícitas, la fotografía y la escenografía eran bien distintas: donde Queer as Folk disfrutaba con la iluminación estroboscópica de los clubs y un uso de la cámara a veces cercano al videoclip, The L Word prefería ambientes más domésticos y una fotografía más conservadora, si bien hacía uso frecuente de formatos divertidos y dinámicos, como en el capítulo «Luck Be a Lady», en el que parte del episodio se desarrolla como conversación telefónica entre diferentes personajes, en pantallas partidas; no podemos olvidar tampoco la presencia continua del diagrama de Alice, un símbolo de los momentos más cómicos de la serie, donde las relaciones entre mujeres son calibradas y evaluadas y estudiadas en nombre del cotilleo más científico.
Había diferencias también en los espectadores: mientras Queer as Folk tenía su seguimiento acérrimo entre hombres no heterosexuales y mujeres jóvenes de cualquier sexualidad, The L Word sedujo a un público más diverso: hombres heterosexuales, en principio atraídos por la promesa de sexo lésbico, que poco a poco se veían atrapados por la intriga narrativa; hombres no heterosexuales que agradecían la representación de un círculo gay-friendly, y mujeres de todas las edades, de cualquier sexualidad, que disfrutaban de los giros argumentales y de la presencia de personajes femeninos que seguían patrones sexuales diferentes a los que acostumbraban a verse en televisión. Muchos de los elementos supuestamente subversivos de la serie no eran más que maquillaje y efectos especiales, que adecuaban la sexualidad lésbica a patrones socialmente aceptables (la monogamia y la culpa asociada al adulterio, por ejemplo, eran tratados como en un culebrón cualquiera a través de la relación conflictiva de Tina y Bette; la triste decadencia del personaje donjuanesco de Shane parecía un castigo por su libertinaje; el personaje de Kit, una mujer que pesaba, como mínimo, diez kilos más que sus compañeras, nunca aparecía en escenas sexuales explícitas...), pero incluso ese maquillaje era de un color que no solía verse en televisión y, sobre todo en las primeras temporadas, supo captar a seguidores fieles y entusiasmados. Por otro lado, y esta es una de las críticas más frecuentes, aunque Queer as Folk permitió a una parte de la comunidad gay masculina verse reconocida (aquí ayudaba la diversidad social, cultural y de personalidad de sus protagonistas), pocas mujeres no heterosexuales podían verse representadas en el hipersexualizado y estético mundo del elenco L.
Queer as Folk y The L Word también tenían semejanzas de gran importancia: ante todo, la oportunidad de dedicar una serie de televisión a un sector poblacional hasta entonces casi ignorado (y mal representado) en la pantalla, y un agradable cuidado por la forma y la presentación. Otro punto donde coincidían era en la relevancia de la música: las bandas sonoras salían directas del ambiente, de los locales y conciertos del público gay. The L Word lanzó a varios pequeños grupos indie, conocidos sobre todo en la escena lésbica, al tiempo que reforzaba el éxito ya consolidado de artistas como Tegan and Sara o K. D. Lang.


Recepción en EEUU y significado para la comunidad homosexual. Críticas.

The L Word fue, casi desde el principio, mucho más que una serie de televisión para Norteamérica (no olvidemos que fue una coproducción estadounidense-         -canadiense, y que muchas de sus escenas se filmaron en Vancouver). Su recepción, en principio muy positiva, fue similar en otros países (España entre ellos). La comunidad homosexual le dio la bienvenida con grandes vítores; tras una vida entera de ver programas protagonizados por personajes heterosexuales, con algún secundario gay, por fin tenían ante sí a un grupo de mujeres que compartían sus dificultades e intereses. No solo esto, eran mujeres que se alejaban de los personajes planos y tópicos que habían aparecido hasta entonces como norma en representación de la comunidad LGBT. La mujer lesbiana (o bisexual, mujer aún menos representada en el mundo del cine y la televisión) tendía a aparecer como contrapunto cómico o como antagonista. Durante mucho tiempo fue raro dar con un personaje lésbico (o con implicaciones lésbicas) que no fuera una asesina en serie, una obsesiva peligrosa o una loca que simplemente no había encontrado al hombre adecuado. El personaje de la lesbiana terminaba, casi siempre, muerto o desaparecido, suicida o asesinado. Desde la Carmilla de Le Fanu, hemos visto a esta lesbiana depredadora, contra natura, en todo tipo de medios, tanto literarios como audiovisuales, hasta el punto de aceptarlo como un estereotipo inevitable.
El problema de ser una creación revolucionaria está, cómo no, en la responsabilidad que conlleva. Del mismo modo que Martin Luther King le rogó a Nichelle Nichols que permaneciera en su papel de Uhura en la serie Star Trek, por la necesidad de tener personajes negros protagonistas en la televisión estadounidense, muchas de las actrices de The L Word fueron conscientes del significado que su trabajo tenía para el mercado televisivo y para la cultura estadounidense en general. Sin embargo, la creadora y última responsable de la serie, Ilene Chaiken, dejó claro desde el principio que The L Word no podía convertirse, por mucho que lo intentara, en un parangón del mundo lésbico. En sus propias palabras, citada por el New York Times:

I do want to move people on some deep level. But I won’t take on the mantle of social responsibility. That’s not compatible with entertainment. I rail against the idea that pop television is a political medium. I am political in my life. But I am making serialized melodrama. I’m not a cultural missionary.1

Las palabras de Chaiken tienen sentido: sobre sus hombros caía la pesada tarea de mantener el interés del espectador sin traicionar a su comunidad. Pero sus intenciones comerciales se mezclaron, según las malas lenguas, también con su vida personal, y el personaje principal de Jenny Schecter, que tenía tintes autobiográficos, se convirtió en una entidad cada vez más errática, en un extraño calamar caótico de tentáculos argumentales sin sentido. Para cuando comenzó a emitirse la sexta y última entrega, el New York Times empleaba la expresión «Sapphic Playboy fantasia» (una fantasía sáfica de Playboy) para referirse a la serie, que llevaba ya un par de temporadas en severo proceso de descarrilamiento, con tramas cada vez más absurdas. Aun así, los aficionados seguían atentos a la pantalla, y el visionado de cada capítulo de The L Word se convirtió, al igual que ocurrió con otras series de seguimiento fidelísimo como Lost o Battlestar Galactica, en un evento social. Grupos de amigos y amigas se reunían en lugares públicos y privados para disfrutar y comentar la emisión de cada semana. Eran frecuentes los artículos, podcasts y redes sociales que realizaban seguimiento, en vivo o diferido, de cada capítulo. El más conocido fue, sin duda, el de Afterellen.com, la popular página web estadounidense de análisis cultural centrada en el mundo lésbico.
La palabra «visibilidad», por sí sola, es la más importante en cualquier escrito, conversación o reseña sobre la serie. Pese a un guion irregular y un aire a telenovela cada vez más acentuado, la importancia de que reflejara ante un público heterogéneo a una serie de personajes de sexualidades consideradas «alternativas» era indiscutible. Era ingenuo, eso sí, asumir que dichos personajes representaban un estilo de vida realista: casi todos eran mujeres de alta condición social y económica, con la posible excepción de Shane, cuyo origen dudoso se ve compensado por una confianza sexual y estética que le otorga una corona propia. Eran todas, además, tremendamente atractivas, lo que restaba credibilidad a la serie: incluso en la glamurosa Los Ángeles era poco probable que uno diera con un grupo de mujeres tan hermosas, cultas, refinadas y sáficas en cualquier cafetería de barrio.
Esto intentó solucionarse con la introducción de personajes como Max y Tasha. Tasha era una mujer de carácter fuerte, militar por vocación, que lidiaba con la homofobia del don’t ask, don’t tell del ejército estadounidense. Su personalidad seria contrastaba con el ánimo burlón de los personajes habituales, pero el desencuentro más notable surgió con la aparición de Max, una mujer en proceso de convertirse en hombre, que provenía de un entorno mucho más pobre e ignorante que sus glamurosas amigas. Max parece ser, de primeras, un experimento más de Jenny Schecter, una aventura estrafalaria más que tachar de su lista, pero pronto se integra (o lo intenta, ya que la diferencia social es evidente y crea fricción) en el grupo de protagonistas. El complejo viaje de Max de mujer a hombre lo convirtió en un personaje a menudo agresivo y siempre a la defensiva, que no terminó de cuajar ni de convencer a los espectadores, o por lo menos no al mismo nivel que sus compañeras. Aun así, la presencia de un elemento fuera del tradicional binomio hombre-mujer, como personaje completo y no como mero instrumento cómico o lacrimógeno, sentaba un precedente muy positivo.
Max fue uno más de los tipos que The L Word intentó ofrecer a sus espectadores, en un claro intento de ser lo más inclusiva posible (por desgracia, este intento era cada vez más evidente y artificial). La mayoría de los personajes eran homosexuales, pero se insistía en la bisexualidad de uno de los personajes favoritos, la muy cómica Alice, aunque casi todas sus parejas en la serie fueran mujeres. También destacaba una protagonista heterosexual, Kit Porter, interpretada por la fantástica Pam Grier, y una fila constante de secundarios masculinos con todo tipo de tendencias y afectos. Pero no solo intentaron ofrecer variedad en lo sexual: uno de los personajes que más peso tomó en la serie, ya en las últimas temporadas, fue Jodi Lerner (Marlee Matlin), una escultora y profesora sorda. Del mismo modo, la comunidad hispana formaba parte del escenario y de la acción, gracias a los personajes de Carmen y Papi.
Las críticas a The L Word, que al inicio fueron muy positivas debido a su impacto social, fueron cambiando conforme avanzaban las emisiones. Lo que al principio parecía una serie original y comprometida, que no temía enfrentarse a temas peliagudos como el abuso a menores, la violación, la homofobia o la represión, se convirtió poco a poco en una triste parodia de sí misma, culminando en un final que dejó a sus espectadores decepcionados por completo.


Spin-offs, derivados y herencia

El final abierto e inesperado de The L Word dejó muchas preguntas en el aire. Pronto comenzaron los rumores de spin-offs, continuaciones y series derivadas. El piloto de The Farm (La granja) presentaba a Leisha Hailey de nuevo en el papel de Alice, esta vez en un entorno presidiario, y parecía ofrecer algún tipo de explicación, resolución o continuación para los fans, pero no fue aprobado por Showtime y nunca llegó a emitirse. Sí tuvo mejor suerte The Real L Word, una suerte de reality que examinaba el día a día de un grupo de amigas reales de Los Ángeles, como respuesta tal vez a las críticas cada vez mayores al carácter irreal de la serie original.
Independientemente de sus fallos y defectos, que no eran pocos, The L Word abrió una puerta que, por fortuna, sigue sin cerrarse. La serie dio lugar a una mayor libertad a la hora de representar la sexualidad no solo lésbica, sino femenina, en pantalla. A raíz de esto, nacieron series aún más inclusivas, con una profundidad mayor, como la más reciente Orange Is the New Black, de Netflix, donde se ofrece una visión más completa de los diferentes tipos de color, forma y sexualidad del acervo femenino. Películas como Besando a Jessica Stein o Salvando las apariencias ya ofrecían visiones más complejas de la sexualidad de la mujer y hemos llegado a un punto afortunado en el que no es raro encontrar en muchas series de televisión algún personaje femenino no heterosexual con personalidad propia, que no ha sido insertado en la producción simplemente como tentación para televidentes masculinos o como maniobra publicitaria. Diríase que esta tendencia es cada vez más evidente en tantos otros textos culturales, que aprovechan determinadas piedras de toque en la comunicación audiovisual para salir del armario. The L Word fue una de esas piedras.
Sigue habiendo una clara explotación del tópico de la mujer hipersexualizada y bisexual/lesbiana de instintos asesinos (la mujer súcubo de Jennifer’s Body, The Roommate o Chloe, por ejemplo), pero por suerte son cada vez más las voces que condenan este tipo de abuso, y la fórmula es ya tan evidente que resulta cansino para muchos espectadores. Pero no nos engañemos, un beso lésbico entre dos actrices de buen ver sigue siendo una manera bastante eficiente de atraer a la audiencia. Y eso The L Word supo hacerlo mejor que nadie.
GABRIELLA CAMPBELL (Londres, 1981) es licenciada en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la UGR, con un experto en Comunicación, escritora, correctora, asesora literaria y mercenaria de las letras en general. Cofundó la editorial Parnaso. Fue secretaria varios años de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror y tiene varios premios Ignotus. Aparte de un par de libros de poesía, tiene publicada una novela de fantasía oscura/ci-fi a medias con José Antonio Cotrina, El fin de los sueños, y un libro de relatos, Lectores aéreos. Ha sido colaboradora de la web de literatura Lecturalia.com, del proyecto de cultura digital LEKTU y es conocida sobre todo por su web enfocada a escritores: gabriellaliteraria.com.
1 «Sí que quiero afectar a la gente a un nivel profundo. Pero me niego a aceptar el peso de la responsabilidad social. Eso no es compatible con el entretenimiento. Estoy en contra de la idea de que la televisión popular sea un medio político. Yo soy política en mi vida. Pero aquí estoy haciendo melodrama en forma seriada. No soy una misionera cultural.»
Mad Men o Así habló Zaratustra
cuando todo el mundo tuvo televisión

Antonio Sánchez Domínguez



Mad Men se hace pasar por una serie sobre un grupo de publicistas en la avenida Madison, pero está bastante fuera de cuestión que es en realidad una historia sobre el fin del mundo, una nota a pie de página del último cuento de la Biblia o una precuela muy bien hecha de The Walking Dead. No creo que a nadie le quede duda del género de la obra: apocalíptico. A veces los guionistas ponen mucho empeño y para poder vender esta obra de la AMC a un público educado por la HBO no dudan en disfrazar la serie con cosas típicas del realismo o con un agradable filtro amarillo sepia de época. Pero no engañan a nadie.
De anunciar el apocalipsis se ocupan a lo largo de la historia tres profesiones y cada una de estas profesiones suele englobar y conservar parte de la profesión anterior. Primeramente tenemos los clérigos, luego tenemos los poetas (y en especial, dentro de éstos, los malditos) y finalmente tenemos los publicistas. Los poetas conservan bastante de los clérigos, por ejemplo la mitad de las obsesiones semánticas con lo suprasensible. Nadie dejará de ver en San Juan de la Cruz a un poeta, pero también bastante de santo o de cura o de las dos cosas. Por su parte, los publicistas conservan cosas propias de los poetas malditos: incomprensión hacia su obra, tendencia a la soledad y al alcoholismo, y obsesión con la fugacidad. Es decir, si uno mira a un publicista en Mad Men verá un poco de Mallarmé, de Baudelaire o de Rimbaud. Un poeta maldito, un tipo incomprendido cuya obra es incomprendida por los empresarios que quieren que venda su producto; y este esquema da forma a los capítulos. La propuesta de anuncio que hace el publicista es primeramente incomprendida, luego el publicista hace publicidad de la propia publicidad y finalmente el publicista es visto como aquél con visión capaz de atravesar tierra y carne, y, por tanto, se le concede el don de publicitar un objeto, que normalmente, eh, es una banalidad.
La cosa va de anunciar el apocalipsis o hacer anuncios al capitalismo, al abismo del liberalismo salvaje. Las penas se entierran en un vaso de whiskey, el poeta no se rehabilita, es la clásica historia de yo me hundiré, pero el mundo se hundirá conmigo. ¿Cómo describir ese combate? ¿Cómo obviar que el héroe americano cae durante el opening de la serie en un vaso de whiskey del que nunca se le ve salir? No se obvia; hemos dicho que esta es una historia sobre el Apocalipsis, que es a la vez una historia sobre aquél que no va a alcohólicos anónimos. Y ese aquél a veces es Donald Draper, pero a veces es simplemente América.
Donald Draper, el protagonista, mira al abismo, el abismo le devuelve la mirada y luego Draper le hace un anuncio allá donde un poeta le habría hecho un poema. Para vender el sueño americano tal y como hace Draper tienes que sumergirte en el sueño, conocer su barbarie y convertirla en deseo. Pobre Nietzsche. Pero sigamos. Los publicistas miran a la bestia capitalista, personificada en Hilton o en una marca de tabaco. Se hacen dueños de aquello que desprecian (¿o acaso no odia Draper a todos los empresarios que pasan por allí?) y lo promocionan. Y el anuncio es el centro, mientras lo anunciado es el marco. Es como si el marco de la Mona Lisa fuese más importante que la Mona Lisa misma. El marco está ahí para anunciar que en el centro hay algo importante, un cuadro, pero si el marco es suficientemente bueno o grande a lo mejor hasta nos olvidamos de que en el centro hay una obra, de que en el centro hay un cuadro, o un producto. Mad Men cuenta entonces la historia de una publicidad que toma consciencia de que, en lugar de ser el marco de la obra, es ella la obra misma. Si el anuncio es más importante que el producto, y por tanto más producto que el producto mismo, ¿qué es lo que nos queda? No se sabe, pero en ese mundo, América, o el sueño americano, solo puede ser el tráiler, el anuncio, de una película muy mala que siempre decepciona.
Algo similar pasó con Francia. ¿Qué se pensaban? La República siempre fue un tráiler muy bueno de una película mediocre con muy buenos publicistas, muy buenos escribas y algún buen político. Pero, ¿quién ha hecho más por la república francesa? ¿Los políticos o los publicistas; a saber, aquellos mismos publicistas que nos han vendido el tráiler cinco veces (¡cinco repúblicas van ya!) haciendo incluso olvidar a los extranjeros que la república francesa es en realidad la quinta y no la primera? Cinco intentos, señoras y señores, y todavía algunos nos creemos lo de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Es Publicidad y no Ley.
Así pues, ¿quién ha hecho más por el sueño americano? ¿El New Deal o los publicistas de la Madison Avenue? ¿Para qué mostrar el funcionamiento legal de América cuando puedes mostrar el funcionamiento del sistema publicitario que hace que el sistema legal no sea necesario o se olvide?
En fin, Mad Men es también una serie en la que todo el mundo vota a Nixon, en la que se celebra su victoria incluso antes de que gane, en la que el hecho de que Nixon pierda pasa como un momento de incomprensión generalizado. Tal vez único momento, junto con el de la muerte del ganador, Kennedy, en el que aparece algo así como un sentimiento colectivo. Por lo demás, los marxistas, los homosexuales y, en general, las mujeres, son silenciados y silenciadas. Esto no significa que sean vejados de manera directa; el silencio de lo otro ya es violencia. Es decir, el silencio de lo otro que no es la intimidad burguesa heterosexual y blanca, de lo otro que no vota a Nixon, es violencia. Mad Men es entonces una serie sobre la muerte, que es lo mismo que una serie sobre la ausencia. Porque todo lo que no sale en Mad Men es todo lo que está siendo aplastado, que es, una vez más, la institución pública; una vez más, la mujer libre; una vez más, el otro, o, una vez más, el destino de un Occidente con marco, publicidad, pero sin obra, sin ley. Un Occidente como un lobo con piel de cordero, y la idea de la piel de cordero para explicarlo es cosas de publicistas o de sus antecesores, los poetas, que, como hemos dicho, tienen como antecesores a los clérigos.
Uno podría preguntarles a los guionistas, siguiendo por esa línea, por qué no se muestran exteriores en la serie, con lo bonito que tendría que ser el Nueva York de la época. El mal guionista te respondería que es por una cuestión presupuestaria; el buen guionista te diría que, por su parte, basta con mostrar la muerte de Kennedy para justificar el abrazo a los hijos, el nuevo Cadillac y la huida de la esfera pública hacia el calor neoliberal de la intimidad. Mad Men no es una serie de exteriores, porque el Mad, el loco, y la locura, es una cosa de paredes, es una cosa de intimidad, es una cosa propia de y similar a, como dijera el primer Hegel, la propiedad privada. Por ello mismo los exteriores en Mad Men son escasos, como lo es la vida institucional. La intimidad de ese pasado, o futuro, o lo que sea, se convierte en la única cosa importante; una mercancía de la que el ama de casa es la reina. Una mercancía que no necesita plaza, solo ágora, y de esta última solo la parte en la que se compra, no en la que se habla. Una mercancía que hace que toda mujer en la serie padezca en mayor o menor grado de bovarismo, porque la mercancía no satisface ningún anhelo, porque la huida siempre parece imposible, porque las miradas perdidas de las miles de secretarias que vemos en la serie nos recuerdan en todo momento que este no es un país para mujeres. Así no.
Por eso el capítulo de la muerte de Kennedy canta que es el final del mundo, o así lo canta Skeeter Davis para cerrarlo, pero la gracia es, como dice la canción, que sí, que es el final del mundo, pero lo es, no porque haya muerto Kennedy, sino porque tú no me amas más. Uno ya no puede saber por qué es el final del mundo; sabe que dos cosas se dan de la mano: un magnicidio y un divorcio. El «It’s the end of the world» puede referirse a cualquiera de las dos. Podríamos decir que la esfera pública ha sido saboteada en forma de asesinato y que la esfera privada, a la que Skeeter Davis pone voz, no es lugar para el amor. Y al fin y al cabo Skeeter Davis tiene el aspecto de una alter ego de la todavía entonces señora Draper. Claro, qué lugar para el amor puede ser un lugar donde no cabe obra verdadera, donde la obra ha sido anhelo generado por la publicidad y no por la obra misma. El amor no soporta los simulacros que impone la publicidad. El amor no es inmune, el amor siempre sucumbe en el existencialismo, no acepta espejismos.
El libro de Ayn Rand, La rebelión de Atlas, fondo filosófico y biblia que Cooper, accionista mayoritario, recomienda leer a Draper, sirve de parangón para mostrar la huida del paradigma no realizado del ciudadano al paradigma del individuo. Insufrible recomendación esta, pero que sirve para recordar la diferencia fundamental entre el ciudadano-poeta y el individuo-publicista. La diferencia entre la poesía-poesía del poeta y el anuncio-poesía del publicista. Este segundo está sujeto a la lógica de la empresa. No puede escapar a la medición economicista, calibrada en el plusvalor generado cuando finaliza la campaña de publicidad. El anuncio vale un dinero, su motor es ese plusvalor. Por ello, la serie nos obliga asistir al espectáculo de, a sabiendas de que un anuncio, un poema, es mejor, este es desechado en pos de un anuncio peor porque el empresario estima que vende más. El empresario tiene la última palabra. Esto significa que, en la pelea entre arte y empresa, el arte siempre pierde. Siempre. Y el abismo es insalvable. Y la serie no lo oculta. Es al comienzo de la última temporada cuando un encuentro casual en un avión lo resume, la culpa tal vez sea de la Madison Avenue, se le dice a Draper. Referencia unida a la del comienzo de la serie, donde se recordaban el viejo juego de la calle Madison y la palabra Mad. Es una historia de culpa. La culpa es de Madison, de las calles de Nueva York, de los monumentos al capital, que provocan la locura, que matan el espíritu, que, en definitiva, imposibilitan el amor.
Por lo demás, los productos, las cámaras o las agencias de viajes que son publicitados, tienen el interés que les da el ser el pasado de una marca que todavía hoy es reconocible; sea así Kodak o sea American Airlines; el pasado le resta la frivolidad necesaria y la estética de videoclip que revestiría hoy una serie sobre una agencia de publicidad. El pasado salva los productos y nos lleva a fotografiar, si somos agudos, los productos de hoy. Así, cuando Mad Men se grabe en el año 2050, el Samsung y el Iphone de hoy, así como su anuncio y promoción, serán de interés para ver el contexto en el que ocurrió aquello que Fukuyama llamó en los noventa el Fin de la Historia.
ANTONIO SÁNCHEZ DOMÍNGUEZ (Úbeda, 1988) es licenciado en Filosofía por la UCM y máster Posgrado de Estudios avanzados en Filosofía, con una tesina sobre teoría del derecho en el siglo XIX y XX. Cursa actualmente el Grado de Lenguas Modernas (UCM) y el de Ciencias Políticas (UNED). Ha sido co-coordinador de varios congresos internacionales y ha participado activamente en luchas estudiantiles como en la Uni en la Calle, de la que fue co-fundador. Actualmente es Responsable de Organización de Podemos en el Parlamento Europeo. Ha impartido conferencias sobre política contemporánea en numerosos países europeos.
Masters of Sex: cuerpos experimentales

Álvaro Salvador




Una de las revoluciones más radicales y más trascendentes de las que se produjeron en el siglo XX, fue sin duda la Revolución Sexual. El punto de partida hubo de ser, no obstante, un descubrimiento científico que en pocos años transformaría las relaciones sexuales de la sociedad occidental: la píldora anticonceptiva. Efectivamente, en 1951, Carl Djerassi y Gregory Pincus, consiguieron que la porgesterona fuese asimilada por el cuerpo humano. Hasta 1960 no se autorizó oficialmente en los Estados Unidos, pero este descubrimiento hizo que durante toda la década de los cincuenta y, sobre todo, en las décadas posteriores la curiosidad sobre el comportamiento sexual humano se acrecentara en médicos e investigadores.
En este lento descubrimiento y conquista de la sexualidad, hay que atribuirle a Alfred Kinsey el honor de haber sido el pionero con sus famosos informes: Comportamiento sexual del hombre (1948) y Comportamiento sexual de la mujer (1953). Pero Kinsey, para llegar a una serie de conclusiones que sorprendieron y escandalizaron a sus contemporáneos, como la importancia y frecuencia de la bisexualidad y la masturbación masculina y femenina, utilizó un método hasta cierto punto experimental: una serie de entrevistas totalmente confidenciales a más de veinte mil hombres y mujeres. Las características de la consulta, así como de los sujetos entrevistados, dieron lugar a una serie de polémicas y controversias científicas que pusieron en duda los resultados. Hacía falta un estudio más directamente experimental.
En el tráiler de una reciente serie televisiva estadounidense, vemos a un hombre metido en un armario con una libreta en la mano sobre la que va anotando, iluminado por una linterna que sostiene con la boca, algo que tiene que ver con lo que contempla a través de una pequeña abertura que la puerta del armario, semicerrada, le permite. ¿Qué ve este hombre, qué anota? Ve nada más y nada menos que a una pareja practicando sexo y anota las distintas reacciones que la pareja experimenta. ¿Quién es ese hombre, qué intenta? ¿Un voyeur ilustrado? No exactamente; se trata del doctor William Master, mejor dicho del actor Michael Sheen intepretando al doctor Master cuando comenzaba a interesarse por la investigación de los comportamientos sexuales.
El doctor William Master era un ginecólogo de enorme prestigio, profesor en la Universidad de Washington en Saint Louis, que en 1957 acompañado por la que entonces era una administrativa que estudiaba psicología, la futura doctora Virginia Eshelman de Johnson, inició todo un proyecto de investigación sobre la sexualidad humana que desembocaría más tarde en una serie de publicaciones definitivas para el conocimiento de las relaciones sexuales y, por lo tanto, para el análisis y tratamiento de las disfunciones en el comportamiento sexual e incluso social. Títulos como La respuesta sexual humana (1966), Incompatibilidad sexual humana (1970), Homosexualidad en perspectiva (1979), El vínculo del placer (1975), etcétera, fueron fundamentales para derribar mitos, educar y mejorar la vida sexual de las personas. No sin oposiciones y dificultades extraordinarias, en parte por el puritanismo y la religiosidad malentendida, en parte por la ceguera académica que no veía en la sexualidad ningún interés científico.
Esta conquista científica de carácter casi épico ha sido narrada recientemente en una extraordinaria serie de televisión, basada en la biografía de Thomas Maier, Master of sex: La vida y obra de Willian Master y Virginia Johnson, la pareja que enseñó a América cómo amar, dirigida y escrita por Michelle Ashford. Uno de los aspectos en los que las investigaciones de Master&Johnson superaron los estudios de Alfred Kinsey fue el de la experimentación directa de los fenómenos. Este aspecto es utilizado por Ashford como núcleo central de la narración televisiva de un modo inteligente y brillante. Porque no se trata sólo de contar con el morbo que pueden experimentar unos espectadores que contemplaran una serie de escenas de sexo explícito, sino que la experiencia de esa investigación sexual es mostrada como un elemento determinante en la vida de los protagonistas de la historia, constituyendo un ingrediente fundamental de su cotidianidad. Tal y como ocurre en la vida real, pero que, sin embargo, es un aspecto que en muy raras ocasiones forma parte del «discurso real» de las personas normales, de los ciudadanos, de los hijos de vecino. Porque los personajes de esta historia, además de ser científicos investigadores, pretenden ser personajes reales, es decir, gente que tiene sus vidas al margen de la investigación: sus amores, sus divorcios, sus matrimonios, sus hijos o su ausencia de los mismos, sus obsesiones, sus conflictos familiares, etcétera.
La obsesión fundamental del personaje doctor Master es que el desconocimiento del comportamiento sexual, tanto propio como ajeno, hace a las personas infelices. Se consagra, por tanto, a la investigación de esas relaciones para mejorar su propia vida y la de sus semejantes. En esa aventura, arrastra al personaje de Virginia Johnson, interpretado con magia por Lizzy Caplan, cuya manera libre y desprejuiciada de vivir la sexualidad no es comprendida por la sociedad que la rodea, a causa del desconocimiento y los prejuicios. Pero, como es natural, esos personajes (y muchos de los secundarios, como por ejemplo la prostituta que les ayuda al principio y acaba siendo la secretaria del proyecto: Betty DiMello, interpretada por Annaleigh Ashford, o el rector Scully, interpretado por uno de los Bridges o su mujer, interpretada por Allison Janney) tienen su complejidad y sus problemas, relacionados unas veces con el sexo directa o indirectamente y otras veces no. Es decir, la narración va construyendo un entramado realista, presidido por la vida sexual de sus protagonistas, algo muy infrecuente en las producciones destinadas a un público amplio de este tipo.
De hecho, el éxito masivo de la serie ha sorprendido a propios y extraños. Se pensaba que sería una serie de culto, limitada en los canales de pago a una clase, más o menos intelectual, de espectadores, pero de cualquier modo minoritaria. La crítica ha coincidido en señalar distintos aspectos de la producción como los causantes de ese inesperado éxito: el tratamiento elegante y muy calculado de las escenas sexuales, la magia que Lizzy Caplan sabe darle a su personaje y el misterio y personalidad fuerte que Michael Sheen le da al suyo, la química que salta entre los dos personajes principales durante todo el relato y la grandeza de ciertos personajes secundarios, magistralmente construidos. Todo esto es cierto, pero lo que verdaderamente dota de atractivo y grandeza a la serie es precisamente su carácter de «verdadero realismo», un realismo que sin embargo tiene mucho que ver con los sueños, los miedos, las obsesiones, las fantasías y las cobardías de cada uno. Y el espectador sabe verlo y disfrutarlo, consciente o inconscientemente. Una obra maestra que es simultáneamente testimonio de los avances extraordinarios que, en algunos aspectos, experimentó la sociedad occidental en el pasado siglo XX.



Álvaro Salvador nació en Granada en 1950, donde actualmente trabaja como profesor de Literatura Hispanoamericana y Española en la UGR. Ha publicado diez libros de poemas entre los que podemos destacar Las Cortezas  del  Fruto (Madrid, 1980), Tristia (en colaboración con Luis García Montero, Melilla,1982), El agua de noviembre (Granada, 1985), La condición del personaje (Granada, 1992), Ahora, todavía (Sevilla, Renacimiento, 2001), La canción del outsider (Madrid, Visor, 2009), por el que obtuvo el Premio Generación del 27, y los volúmenes antológicos Suena una música (Valencia, Pre-Textos, 1996 y Sevilla, Renacimiento, 2008) y POPoemas (Granada, 2014). Junto a Luis García Montero y Javier Egea promocionó a comienzos de los ochenta la tendencia poética bautizada como «Otra sentimentalidad», germen de la posterior «poesía de la experiencia». Ha publicado además dos novelas, algunos libros de ensayo, varias obras de teatro y dos libros de aforismos.