AGRADECIMIENTOS

Cualquiera pensaría que esto se vuelve más fácil con cada libro que una publica, pero, en mi opinión, cada vez es más difícil. Será porque ahora reconozco plenamente cuántas personas me han ayudado a lo largo de este viaje. Será porque, cuanto más lejos llego, más gente hay implicada en este proceso. No sé, será porque me siento muy afortunada de seguir escribiendo y de que la gente siga leyendo lo que escribo. Sea cual sea la razón, estoy muy emocionada y agradecida, y me aterroriza no sentir ni de lejos ninguna de esas dos cosas con la intensidad que debería. En cualquier caso, voy a intentar expresar la cantidad adecuada de gratitud en el par de páginas que me dan para ello.

Primero, quiero darle las gracias a mi familia. Cabría pensar que se habrían cansado de mis fechas de entrega, de mis noches locas y de mis a veces semanas de aislamiento vital para terminar un borrador, pero no. Son comprensivos, me apoyan y me ayudan a disfrutar al máximo cuando no tengo ninguna fecha de entrega en ciernes y no tengo que encerrarme. Así pues, a mi marido, Jared, y a mis hijos, Hannah, Autumn, Abby y Donavan: os quiero muchísimo. Lo sois todo para mí.

A continuación, me gustaría darle las gracias a mi agente, Michelle Wolfson. Es una auténtica estrella del rock. Se lee mis manuscritos a la velocidad de la luz y tantas veces como haga falta. Me da unos consejos excelentes y me mantiene cuerda. Gracias, Michelle. Eres la mejor.

He podido trabajar con Aimee Friedman para escribir este libro y es una editora increíble. Era como si tuviese acceso directo a mi cerebro. Teníamos la misma visión de futuro, lo cual contribuyó a que trabajar juntas fuera fácil y divertido. Me alegro mucho de contar con ella. Gracias, Aimee, por hacer que este libro sea mejor de lo que habría sido de no ser por ti. Eres genial. Y gracias al resto del equipo de Scholastic (David Levithan, Emily Rader, Yaffa Jaskoll, Ingrid Ostby, Janelle DeLuise, Anna Swenson, Ann Marie Wong, Tracy van Straaten, Monica Palenzuela, Bess Braswell, Lauren Festa y muchísimos más) por todo lo que habéis hecho: una cubierta divertida, una corrección y una promoción estupendas, etcétera, etcétera.

En la vida he tenido la suerte de tener unos amigos que son de los mejores. Ayuda tener amistades tanto dentro como fuera de la industria editorial. Como escritora, es estupendo poder desahogar algo de estrés con amigos que te entienden. También es estupendo tener amigos que te ayudan a leer, a corregir, y con todas esas cosas que a veces salen en el último minuto. Saber que puedo contar con gente a la que quiero y en la que confío para que me ayuden con estas cosas no tiene precio. Esas personas que tengo en mi vida son Candi Kennington, Jenn Johansson, Renee Collins, Natalie Whipple, Michelle Argyle, Bree Despain y Julie Nelson. Os quiero, chicas. Muchísimo. Por otra parte, tener amigos que no escriben me ayuda a mantener un equilibrio. Las encantadoras señoritas que me hacen salir de mi propia cabeza son Stephanie Ryan, Rachel Whiting, Elizabeth Minnick, Brittney Swift, Mandy Hillman, Jamie Lawrence, Emily Freeman, Misti Hamel y Claudia Wadsworth.

También quiero daros las gracias a vosotros, mis lectores. Significa mucho para mí que haya gente de todo el mundo interesada en leer lo que escribo. Sigue pareciéndome muy surrealista. Me invento cosas y la gente quiere leerlas. ¿A que es increíble? Es el trabajo más guay del universo (aparte de colonizar Marte) y es el mío. Me encanta. Y me encantáis vosotros por hacerlo posible. ¡Gracias!

Y por último, aunque no por ello menos importante (más que nada porque son demasiados como para ser lo «menos importante» de nada), a mi enorme familia. La gente suele preguntarme cómo (y por qué) meto familias tan grandes y locas en mis libros: porque tengo una familia grande y loca. Así que allá va, una larga lista con los nombres que componen mi familia (gente que veo a menudo, por cierto; no son familia solo por el nombre): Chris DeWoody, Heather Garza, Jared DeWoody, Spencer DeWoody, Stephanie Ryan, Dave Garza, Rachel DeWoody, Zita Konik, Kevin Ryan, Vance West, Karen West, Eric West, Michelle West, Sharlynn West, Rachel Braithwaite, Brian Braithwaite, Angie Stettler, Jim Stettler, Emily Hill, Rick Hill y los veinticinco niños que existen gracias a todas estas personas. Os quiero muchísimo a todos.

CAPÍTULO 1

«El fogonazo de un rayo. El ataque de un tiburón. Ganar la lotería.»

No. Taché todas las palabras con una línea. Demasiado típico.

Me di unos toquecitos con el bolígrafo en los labios.

«Crudo.» ¿Qué era crudo? «La carne», pensé con una risita. Eso quedaría muy bien en una canción.

Mi bolígrafo dibujó un par de líneas más, ocultando las palabras hasta que quedaron irreconocibles, antes de escribir una única palabra: «amor». Eso sí que era crudo de encontrar en mi mundo. En su versión romántica, al menos.

Lauren Jeffries, la chica que se sentaba a mi lado, carraspeó. Entonces me di cuenta de lo silenciosa que estaba la clase, de que había vuelto a distraerme, aislándome de lo que sucedía a mi alrededor. Con el paso de los años, había aprendido a pasar desapercibida y a manejar la situación si alguna vez llamaba la atención sin quererlo. Deslicé mi libro de Química por encima de mi cuaderno, que estaba lleno de cualquier cosa menos de apuntes de Química, y alcé la cabeza lentamente.

La mirada del señor Ortega estaba fija en mí.

–Bienvenida a la clase de nuevo, Lily.

Todo el mundo se rio.

–Estoy seguro de que estabas escribiendo la respuesta –dijo.

–Claro. –Había que seguir como si nada, como si no tuviera sentimientos.

El señor Ortega lo dejó pasar, como yo esperaba que hiciera, y procedió a explicar la actividad de laboratorio de la siguiente semana y lo que teníamos que leer para prepararla. Como me había dejado escapar de su anzuelo tan fácilmente, pensé que podría escabullirme sin que se diera cuenta cuando acabara la clase, pero cuando sonó el timbre me llamó.

–¿Señorita Abbott? Concédeme un minuto de tu tiempo.

Intenté pensar alguna buena excusa para irme con el resto de mis compañeros.

–Me debes al menos un minuto, en vista de que los últimos cincuenta y cinco no me los has dedicado a mí.

El último alumno salió de la clase y yo di unos pocos pasos hacia delante.

–Lo siento, señor Ortega –dije–. La química y yo no nos llevamos bien.

Él suspiró.

–Esto es cosa de dos y tú no has estado poniendo de tu parte.

–Lo sé. Lo intentaré.

–Sí, lo harás. Si vuelvo a ver tu cuaderno en clase, me lo quedo.

Ahogué un gruñido. ¿Cómo iba a sobrevivir a cincuenta y cinco minutos diarios de tortura sin distracción?

–Pero tengo que tomar apuntes. Apuntes de Química. –No me acordaba de la última vez que había tomado un solo apunte en Química, mucho menos en plural.

–Puedes tener una hoja de papel, que no esté unida a un cuaderno, y me la enseñarás al final de cada clase.

Apreté mi querido cuaderno verde y morado contra mi pecho. Dentro tenía cientos de ideas para canciones y sus letras, estrofas a medias, dibujos y esbozos. Era mi salvavidas.

–Este castigo es poco corriente y cruel.

Él soltó una risita.

–Mi trabajo es ayudarte a aprobar mi asignatura. No me has dejado otra opción.

Podría haberle ofrecido una lista de otras opciones.

–Creo que hemos llegado a un acuerdo.

«Acuerdo» no es la palabra que habría elegido yo. Eso implicaba que ambos habíamos dado nuestra opinión al respecto. Una palabra más acertada habría sido «norma», «ley»… «decreto».

–¿Tienes algo más que decir? –preguntó el señor Ortega.

–¿Qué? Ah, no. Está bien. Nos vemos mañana.

–Pero ¡sin el cuaderno! –gritó a mi espalda.

Esperé a que la puerta se cerrara detrás de mí para sacar de nuevo el cuaderno y escribir la palabra «decreto» en una esquina. Era una buena palabra. No se usaba lo suficiente. Mientras escribía, mi hombro chocó contra alguien y casi salgo volando.

–Ten cuidado, Imán –dijo un chaval de último curso que no reconocí.

Ya habían pasado dos años y la gente seguía llamándome por ese mote. No reaccioné, pero, cuando me dejó atrás, me imaginé tirándole el bolígrafo que tenía en la mano a la espalda, como si fuera un dardo.

–Parece que vayas a matar a alguien –dijo mi mejor amiga, Isabel Gonzales, caminando a mi lado.

–¿Por qué la gente sigue acordándose del estúpido mote que se inventó Cade? –gruñí. Un mechón rebelde de mi pelo oscuro y ondulado se había escapado de su prisión de goma y se me había caído en los ojos–. Ni siquiera rima.

–Los motes no tienen por qué rimar.

–Ya lo sé. No estaba cuestionando sus habilidades para crear motes. Decía que los chavales no deberían acordarse de él. Todavía. Después de dos años, ya no tiene gracia.

–Lo siento –dijo Isabel agarrándome del brazo.

–No tienes que disculparte por él. Ya no es tu novio. Y, de todas maneras, no quiero que te sientas mal por mí.

–Bueno, pues lo hago. Es estúpido e infantil. Creo que la gente lo dice por costumbre en lugar de pensar en lo que están diciendo.

Yo no estaba muy segura de coincidir con ella, pero decidí dejar el tema.

–El señor Ortega me ha prohibido tener el cuaderno en clase.

Isabel se rio.

–Vaya, vaya. ¿Cómo vas a vivir sin una de tus extremidades?

–No lo sé, y encima tenía que ser Química. ¿Cómo esperan que atendamos en esa clase?

–A mí me gusta la química.

–Deja que lo diga de otra forma: ¿cómo esperan que una persona normal atienda en esa clase?

–¿Te estás llamando normal a ti misma?

Bajé la cabeza, dejando que ella se anotase el punto.

Ambas nos detuvimos al llegar a la bifurcación en la acera, pasado el edificio B. El paisaje de roca rosada que bordeaba el camino tenía un aspecto especialmente soso aquel día. Levanté el pie, enfundado en una zapatilla deportiva roja, y pateé unas pocas piedras para apartarlas de la acera.

El paisaje venía bien para la eficiencia hídrica, pero, de cerca, el panorama en Arizona me inspiraba más bien poco. Tenía que observarlo desde la distancia para dar con algún verso digno de mi cuaderno. Aquel pensamiento me recordó que debía levantar la vista. Los edificios de color beis y los grupos de alumnos no eran mucho mejores que las piedras.

–Bueno, ¿vamos a comer comida mexicana de mentira hoy? –le pregunté a Isabel mientras Lauren, Sasha y su grupito pasaban a nuestro alrededor.

Isabel se mordió el labio con una expresión preocupada.

–Gabriel quiere quedar hoy fuera del campus para celebrar nuestro segundo cumplemés. ¿Te importa? Puedo decirle que no.

–Es verdad, vuestro segundo cumplemés. ¿Era hoy? Me he dejado tu regalo en casa.

Isabel puso los ojos en blanco.

–¿Qué es? ¿Un libro hecho a mano sobre por qué no se debe confiar jamás en los chicos?

Me puse la mano en el pecho y resollé.

–Eso no sería propio de mí, para nada. Y el título era Cómo saber si tu chico es un cerdo egoísta, pero bueno…

Ella se rio.

–Pero nunca te daría un libro así por Gabriel –añadí, propinándole un codazo a Isabel–. Me cae muy bien. Lo sabes, ¿no?

Gabriel era dulce y trataba bien a Isabel. Era su novio anterior (Cade Jennings, el rey de los motes estúpidos) el que inspiraba los libros imaginarios.

Me di cuenta de que Isabel estaba mirándome fijamente, aún preocupada.

–Claro que puedes ir a comer con Gabriel –le aseguré–. No te preocupes por mí. Pásatelo bien.

–Puedes venir con nosotros, si…

Sentí la tentación de dejarla terminar la frase, de aceptar su invitación solo para hacer la gracia, pero la libré de su sufrimiento.

–No, no quiero ir a tu comida de cumplemés. Por favor. Tengo un libro que escribir… Los segundos cumplemeses son el comienzo de la eternidad. Capítulo uno: A los sesenta días, sabrás que va en serio si te rescata del profundo sopor del instituto para llevarte al Taco Bell.

–No vamos a ir al Taco Bell.

–Vaya, vaya. Un capítulo nada más y lo tuyo ya tiene mala pinta.

Los ojos oscuros de Isabel destellaron.

–Bromea todo lo que quieras, pero a mí me parece romántico.

Le tomé la mano y se la apreté.

–Lo sé. Es adorable.

–¿Estarás bien aquí? –Señaló hacia el comedor–. A lo mejor podrías irte con Lauren y Sasha.

Me encogí de hombros. La idea no me volvía loca. Me sentaba con Lauren en Química y hablábamos de vez en cuando. Como cuando me preguntaba cuáles eran los deberes o me pedía que apartara mi mochila de su carpeta. Y Sasha no me decía ni eso.

Bajé la vista hacia mi ropa. Aquel día llevaba una camisa demasiado grande con botones en el cuello que había encontrado en una tienda de segunda mano. Le había cortado las mangas para que se pareciera más a un kimono y me había ajustado un cinturón marrón vintage en el talle. En los pies llevaba unas zapatillas altas desgastadas de lona roja. Mi estilo era peculiar, nada moderno, así que llamaría la atención en un grupo como el de Lauren, en el que todas iban perfectamente arregladas con sus vaqueros de pitillo y sus camisetas de tirantes.

Levanté el cuaderno y asentí hacia Isabel.

–No pasa nada. Así tendré la oportunidad de trabajar en alguna canción nueva. Ya sabes que nunca puedo quedarme sola en casa.

Isabel asintió. Entonces, con el rabillo del ojo lo vi. Y me quedé helada.

Lucas Dunham. Estaba sentado en un banco, en medio de un grupo de chavales de último curso, con la sudadera abrochada hasta arriba, los auriculares puestos y mirando al infinito. Como si estuviera presente, y al mismo tiempo no lo estuviera. Un sentimiento con el que me sentía identificada.

Isabel siguió mi mirada y suspiró.

–Deberías hablar con él, ¿sabes?

Me reí y sentí cómo me ruborizaba.

–Ya recuerdas qué pasó la última vez que lo intenté.

–Te pusiste nerviosa, eso es lo que pasó.

–No pude decir nada. Nada de nada. Me intimidaban él, su pelo perfecto y su ropa hípster –concluí en un susurro.

Isabel ladeó la cabeza mientras lo miraba, como si no estuviera de acuerdo con la evaluación que había hecho sobre su apariencia.

–Solo necesitas practicar. Empecemos con alguien por quien no lleves dos años colada.

–Yo no llevo dos años colada por…

Dejé de hablar cuando me dirigió una mirada que indicaba que lo sabía todo. Tenía razón. Sí que estaba colada por él. Lucas era probablemente el chico más guay que conocía… Bueno, en realidad no lo conocía, pero puede que aquello lo hiciera aún más guay. Era un año mayor que nosotras. Tenía el pelo largo y oscuro, y su vestimenta consistía en camisetas de grupos musicales o en polos clásicos, lo cual era un contraste que me impedía clasificarlo dentro de una categoría.

–¡Ven conmigo y con Gabriel el viernes! –exclamó Isabel de repente–. Yo te consigo una cita.

–Paso.

–Venga. Hace mucho que no tienes una cita.

–Eso es porque soy torpe y rara y no nos divertiríamos ni yo ni el pobre desgraciado que accediera a salir conmigo.

–Eso no es verdad.

Me crucé de brazos.

–Solo tienes que salir más de una vez… o dos… con alguien para que vean lo divertida que eres –razonó Isabel, ajustándose las asas del bolso–. Conmigo no eres torpe.

–Sí que soy torpe contigo, lo que pasa es que no sientes la presión de tener que besarme en algún momento, así que me toleras.

Isabel se rio y negó con la cabeza.

–No te tolero por eso. Te tolero porque me gustas. Solo tenemos que encontrar a un chico con quien puedas ser tú misma.

Me puse la mano sobre el corazón.

–Y aquella calurosa tarde de otoño, Isabel emprendió una misión imposible en busca de un pretendiente para su mejor amiga. La búsqueda le llevaría toda la vida, pondría a prueba su determinación y su fe, la llevaría al borde de la locura y…

–Cállate –me interrumpió Isabel, dándome un golpe en el hombro con el suyo–. Es esa actitud lo que lo hace imposible.

–Eso es exactamente lo que intento decir.

–No, no voy a aceptarlo. Ya verás. Hay un chico adecuado para ti en alguna parte.

Suspiré y mi mirada vagó de nuevo hacia Lucas.

–Iz, en serio, estoy bien. No me organices más citas.

–Vale, no te organizo ninguna, pero tienes que estar receptiva, o te perderás lo que tienes delante de las narices.

Abrí los brazos.

–¿Acaso hay alguien más receptivo que yo?

Isabel me dedicó una mirada escéptica. Se disponía a contestar cuando una voz la llamó a gritos desde el otro lado del césped.

–¡Ahí está! ¡Feliz cumplemés!

Las mejillas de Isabel se arrebolaron, y se volvió hacia Gabriel. Él recorrió al trote la distancia que lo separaba de ella y la levantó del suelo en un abrazo. Hacían una pareja estupenda: ambos tenían el pelo y los ojos oscuros y la piel morena. Resultaba extraño ver a Gabriel en nuestro instituto. Él iba a uno que estaba en la otra punta de la ciudad, y yo lo asociaba con eventos que tenían lugar después de clase o los fines de semana.

–Buenas, Lily –me dijo al dejar a Isabel en el suelo–. ¿Te vienes con nosotros? –Su invitación parecía sincera. Era un chico majo de verdad.

–Sí, ¿no te importa? He oído que pagabas tú y me he dicho: «Me apunto».

Isabel se rio.

–Genial –dijo Gabriel.

–Era broma, Gabe –dijo Isabel.

–Ah.

–Sí, no dependo de la caridad. –Estaba empezando a pensar que ellos creían que sí.

–No, claro que no. Es que me siento mal por no habértelo dicho antes –explicó Isabel.

Gabriel asintió.

–Era una sorpresa.

–Chicos, no os va a dar tiempo a comer si seguís mimándome. Idos. Pasadlo bien. Y… eh… felicidades. Hace poco leí un libro que iba sobre cómo los segundos cumplemeses son el comienzo de la eternidad.

–¿En serio? Qué guay –dijo Gabe.

Isabel puso los ojos en blanco y me dio un golpe en el brazo.

–Pórtate bien.

Entonces me quedé sola en el camino, viendo cómo los grupos de chavales a mi alrededor hablaban y se reían. La preocupación de Isabel era infundada. Estaba bien sola. A veces prefería que así fuera.

CAPÍTULO 2

Estaba sentada en los escalones de entrada del instituto con el cuaderno en mi regazo, dibujando. Añadí unas pocas flores al esbozo de la falda y rellené las medias con un lápiz verde. Tenía los auriculares puestos y estaba escuchando una canción de Blackout. La vocalista, Lyssa Primm, era básicamente mi ídolo en cuanto a moda y a música: una letrista genial que lo petaba con sus labios rojos cereza, sus vestidos vintage y su omnipresente guitarra.

«Abre tus pétalos marchitos y deja que entre la luz», decía la canción en mis oídos. Yo seguía el ritmo con el pie. Quería aprender a tocar esa canción en particular con mi guitarra. Esperaba poder practicar más tarde.

El ruido del monovolumen fue lo bastante fuerte como para ahogar la música, así que no me hizo falta levantar la vista para saber que mi madre acababa de llegar. Cerré el cuaderno, lo metí en la mochila, me quité los auriculares y me levanté. Pude ver las cabezas de mis dos hermanos en los asientos traseros. Mi madre debía de haber ido a recogerlos del colegio a ellos primero.

Abrí la puerta del copiloto. Una canción antigua de One Direction inundó el ambiente y comprobé que el asiento estaba ocupado por los cajoncitos donde mi madre guardaba los abalorios.

–¿Puedes montarte en el asiento trasero? –preguntó mi madre–. Tengo que entregarle un collar a un cliente de camino a casa.

Apretó un botón. La puerta de atrás se abrió, deslizándose y revelando a mis dos hermanos pequeños peleándose por un muñeco de acción. Un vaso de plástico rodó y se cayó al suelo. Miré a mi alrededor para comprobar cuánta vergüenza tenía que sentir. Ya no había mucha gente en el aparcamiento; unos pocos chavales se estaban subiendo a sus coches o gritando a sus amigos. Nadie parecía estar prestándome atención.

–Siento llegar tarde –añadió mi madre.

–No pasa nada. –Cerré la puerta de delante, aparté el vaso del asfalto y le di una palmadita a mi hermano en la espalda–. Quita, Cosa Dos.

Retiré con la mano unos snacks de queso que había en el asiento y me senté.

–Pensé que iba a venir Ashley a recogerme –le dije a mi madre.

Mi hermana mayor, Ashley, tenía diecinueve años. Tenía su propio coche, trabajaba e iba a la universidad. Sin embargo, como todavía vivía en casa (privándome de mi oportunidad de contar con una habitación propia), debía cumplir con ciertas obligaciones familiares. Como recogerme de clase.

–Hoy trabaja hasta tarde en la tienda del campus –me recordó mi madre–. Eh, ¿te estás quejando de que la supermoderna de tu madre haya venido a recogerte? –bromeó, mirándome por el retrovisor.

Me reí.

–¿Las madres supermodernas utilizan la palabra «supermoderna»?

–¿Guay? ¿Chula? ¿Molona? –En medio de su enumeración, se volvió hacia mi hermano y dijo–: Wyatt, tienes diez años. Déjaselo a Jonah.

–Pero ¡si Jonah tiene siete! Solo es tres años más pequeño. No tiene por qué quedárselo todo él.

Jonah me dio un codazo en la tripa tratando de hacerse con el muñeco de Iron Man.

–Ahora es mío –dije, y provoqué un griterío indignado por parte de mis dos hermanos cuando les arranqué la figura de acción y la tiré al maletero.

Mi madre suspiró.

–No sé si eso ha servido de mucha ayuda.

–Mis intestinos lo agradecen mucho.

Mis hermanos interrumpieron sus quejidos y soltaron unas risitas, que era el resultado deseado de mi declaración. Les revolví el pelo.

–¿Qué tal el cole, Cosas?

Mi madre dio un frenazo cuando un BMW negro se cruzó en su carril. Estiré el brazo para impedir que Jonah se golpeara la cabeza con el asiento de delante. No tuve que mirar al conductor para saber quién era, pero lo vi de todos modos, con su pelo oscuro y ondulado perfectamente peinado. Cade tenía toda la pinta de ser un chico majo del montón (alto, con una gran sonrisa y unos ojos castaños de cachorrito), pero sin la personalidad correspondiente.

–Alguien no sabe conducir de forma segura –murmuró mi madre mientras Cade se alejaba con su coche. Ojalá le hubiera pegado un buen bocinazo.

–Hay muchas cosas que no sabe hacer. –«Por ejemplo, conseguir que los motes rimen.»

–¿Lo conoces?

–Es Cade Jennings. Aunque la gente lo llama Cade el Cateto –Eso sí que tenía gracia. Aliteración. Imán… ¿Lily? ¿Cómo se podían acordar de eso?

–Ah, ¿sí? –preguntó mi madre–. Pues eso no está nada bien.

–Era una broma –mascullé. Pero deberían hacerlo. Sonaba bien.

–Cade… –Mi madre entrecerró los ojos, pensativa.

–Isabel salía con él. En primero. –Hasta que Cade y yo nos peleamos tanto que básicamente mi mejor amiga tuvo que elegir bando. Ella decía que la ruptura no fue culpa mía, pero lo más seguro es que lo fuera. La mitad del tiempo me sentía culpable por ello y la otra mitad pensaba que le había ahorrado mucho sufrimiento.

–Ya decía yo que me resultaba familiar –dijo mi madre mientras giraba hacia la derecha–. ¿Ha venido a casa alguna vez?

–No. –Gracias al cielo. Sin duda, Cade se habría metido conmigo por el eterno desorden de nuestra casa. Con cuatro hijos, se encontraba en un estado de perpetuo desastre.

Isabel me había arrastrado una vez a casa de Cade por su decimocuarto cumpleaños. Cuando llamamos a la puerta y él abrió, en su cara se pudo ver perfectamente cómo se sentía al descubrir que yo también me había apuntado.

–Menuda sorpresa de cumpleaños –dijo en tono sarcástico al entrar de nuevo en la casa, con Isabel y conmigo detrás.

–Créeme, yo tampoco quería venir –le contesté.

Isabel corrió para alcanzar a Cade. Mientras tanto, yo me quedé parada en el vestíbulo. El interior de la casa era enorme y sorprendentemente blanco. Hasta los muebles y los adornos eran blancos. Nada habría conservado la blancura en mi casa ni por un segundo.

Me estaba dando la vuelta lentamente, absorbiéndolo todo, cuando Isabel asomó la cabeza por una esquina y preguntó: «¿Vienes?».

Las voces de mis hermanos me sacaron del recuerdo y me trajeron de vuelta al interior del coche, con mi familia. Ahora se estaban peleando por un paquete de M&M’s.

–Lo he encontrado yo debajo del asiento, así que es mío –dijo Wyatt.

Saqué el cuaderno y me puse a trabajar otra vez en la falda.

–Oye, mamá, ¿podemos comprar hilo negro? Se me ha acabado.

Mi madre giró hacia la calle principal.

–¿Puedes esperar a que acabe la semana? Papá está terminando un trabajo.

Mi padre era diseñador de muebles autónomo. Era imposible predecir la cantidad de trabajo que iba a tener, así que nuestro presupuesto familiar tampoco se podía calcular. Básicamente, todo lo relacionado con mi familia era impredecible.

–Sí, claro. –Intenté no suspirar.

* * *

Una vez en casa, pasé por encima del montón de mochilas que había justo detrás de la puerta y fui a mi habitación.

–Voy a usar el portátil –grité a quien quisiera escucharme, y agarré el ordenador que estaba sobre la mesa de la entrada.

Nadie respondió.

Entré en mi habitación… Bueno, mía era la mitad. La mitad limpia. La mitad con muestras de tela y paletas de colores colgadas en las paredes, no la mitad con recortes de revistas con ideas para maquillajes y famosos guapos. Aunque alguna que otra vez me hubiera sorprendido a mí misma admirándola.

Sin embargo, como Ashley no estaba, era libre de tirarme sobre la cama y poner vídeos de YouTube. Busqué un tutorial para tocar la canción de Blackout. No era muy conocida, así que no estaba segura de poder encontrar a alguien que enseñara a tocar la parte de la guitarra. Tuve que pasar varias páginas, pero al final encontré uno. Coloqué el portátil sobre la cómoda.

Guardaba la guitarra debajo de la cama, dentro de una funda rígida. No era por precaución; con dos hermanos pequeños, era por necesidad. Saqué la funda y la abrí. Tardé seis meses en ahorrar para aquella guitarra, mi pequeña. Había renunciado a todos los viernes por la noche para cuidar a los gemelos de dos años de los vecinos. Eran los niños más difíciles que jamás había cuidado y, teniendo en cuenta el mote que les había puesto a mis propios hermanos, eso era mucho decir. Pero mereció la pena. Esa guitarra era todo lo que siempre había soñado. Su tono era perfecto y tocarla me hacía sentir menos torpe de lo normal. Me hacía sentir que había algo que estaba destinada a hacer. Eso. Hacía que todo lo demás desapareciera.

Bueno, hacía que todo lo demás desapareciera durante un rato. Estaba colocando los dedos para tocar el primer acorde cuando la puerta de mi… nuestra… habitación se abrió de golpe.

–¡Lily! –dijo Jonah, entrando a la carrera y derrapando delante de mí–. ¡Mira! ¡Se me mueve un diente! –Abrió bien la boca y se empujó el diente de arriba a la derecha con la lengua. No se movió ni un milímetro.

–Qué guay, chaval.

–Vale, ¡adiós! –Salió tan rápido como había entrado.

–¡Cierra la puerta! –grité tras él, pero o no me oyó o no quiso oírme. Suspiré, me levanté y la cerré. Luego volví a concentrarme en el vídeo y en la guitarra.

Dos minutos después, llamaron a la puerta y apareció mi madre.

–Te toca sacar el lavavajillas.

–¿Puedo terminar esto? –pregunté, señalando mi guitarra con la barbilla.

–No puedo empezar a hacer la cena hasta que el fregadero esté vacío, y no estará vacío hasta que lo esté el lavavajillas.

–Vale, ahora voy. –Cerré los ojos y rasgué las cuerdas una vez más, dejando que la vibración se extendiera por mis brazos. Todo mi cuerpo se relajó.

–¡Date prisa, Lily! –gritó mi madre.

Aj.

* * *

A la mañana siguiente, antes de clase, pasé por la cocina para prepararme unos cereales. Mi madre ya había llevado a Jonah y a Wyatt y estaba doblando ropa en el estudio. Mi hermana, Ashley, seguía arreglándose (tardaba horas) y mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina, leyendo el periódico.

Saqué la caja de cereales de la despensa. Me estaba poniendo unos pocos en un bol cuando vi algo en la encimera que me hizo negar con la cabeza. Había dos collares sobre el granito beis con un papel debajo de cada uno. El collar de la derecha tenía dos marcas en el papel. El de la izquierda tenía otras dos.

–No –dije.

Mi padre levantó la vista por encima del periódico.

–Tú vota. No es para tanto.

–Dices que no es para tanto, pero luego sí lo es. ¿Al amigo de quién has obligado a votar esta vez?

–Votar es un privilegio. No he obligado a nadie. Todo ha sido de buena fe.

–Pues los dos son igual de bonitos. Voto por ambos.

–No. Tienes que elegir.

–Mira que sois raros, mamá y tú. No hay esperanza para ninguno de nosotros si vosotros hacéis cosas así de extrañas. –Me serví un poco de leche y me senté a la mesa. Papá aún tenía el periódico delante, como si siguiera leyéndolo. Solo estaba intentando darme una sensación de falsa seguridad, fingiendo que la competición no era importante.

–Sabes que mamá no va a dejarte en paz hasta que votes –dijo.

–Ya. Es a mamá a quien le importa. Tú solo dime cuál es el tuyo y voto por él.

–Eso es hacer trampa, Lil.

–¿Por qué empezasteis con esta tradición? Mamá no se mete en tu trabajo ni intenta superar tus elegantes muebles tallados.

Papá se rio entre dientes.

–Seguro que me ganaría.

Tomé una cucharada de cereales. Para hacer que pensara en otra cosa, pregunté:

–¿Por qué seguimos comprando el periódico? ¿Sabes que esas mismas noticias están en Internet… desde ayer?

–Me gusta tener las palabras en la mano.

Me reí, pero me callé cuando vi algo en el reverso de la página que tenía delante y que me hizo cambiar de opinión acerca de los periódicos.

De repente, me encantaban los periódicos.

«Concurso de canciones. Gana cinco mil dólares y un curso intensivo de tres semanas con un destacado profesor del Instituto Musical Herberger. ¡Visita nuestra web para ver más detalles! www.herbergerinstitute.edu.»

–¿Lista para irnos? –preguntó Ashley al entrar en la cocina. Iba bostezando, pero, como era habitual, perfectamente arreglada: llevaba unos vaqueros ajustados, una camiseta rosa escotada, unos zapatos de plataforma, el pelo recogido en una coleta y un maquillaje impecable. Aunque nos parecíamos (teníamos el mismo pelo oscuro y rizado, los ojos de color avellana y pecas), nuestros estilos eran totalmente opuestos. Ashley habría encajado bien con Lauren y Sasha en el instituto.

–¿Qué? –Parpadeé mirando a mi hermana, confusa–. Eh, sí. Eh, papá, ¿puedo quedármelo?

Papá miró su plato, donde había dejado un bagel a medio comer, se encogió de hombros y lo empujó en mi dirección.

–Qué asco. No, me refería al periódico.

–¿El periódico? ¿Quieres leer el periódico?

–Sí.

Ashley se acercó y agarró el bollo con un movimiento rápido.

–Eh, era para Lily.

–No era para mí –dije–. Quiero el periódico, no el bollo.

Papá gruñó.

–No, tampoco me ha sonado creíble la segunda vez que lo has dicho.

–Muy gracioso, papá.

–Te lo dejo si votas.

Puse los ojos en blanco, aparté la silla de la mesa y volví a examinar los collares. El de la derecha tenía plumas. Mi madre estaba pasando por una fase de plumas. Normalmente me gustaba su bisutería, pero lo de la pluma era demasiado hippy para mi gusto. Aunque a otras personas parecía gustarles. Levanté el de la izquierda.

–Aquí tienes al ganador.

Mi padre levantó el puño.

–¡Ha votado por el mío, Emily!

Yo alargué la mano.

Papá me dio el periódico, me besó en la mejilla y se fue seguramente a buscar a mi madre.

–Tiene gracia que crean que no sabemos de quién es cada uno –dijo Ashley–. Como si la competición fuese a estar siempre tan igualada.

–Ya. Deberíamos hacer que mamá ganase por goleada todas las veces, y así tal vez dejarían de competir.

–Le viene bien al amor propio de papá. Venga, pequeña, que te llevo a clase.

Me apreté el periódico contra el pecho, abrazando las palabras, y seguí a mi hermana. Ahora solo tenía que escribir la canción perfecta y ganar ese concurso.

CAPÍTULO 3

Había algo en la clase de Química que estimulaba todos los pensamientos de mi cabeza y hacía que se me disparasen a la vez. Quizá fuera una mezcla entre lo aburrida que era la asignatura, el profesor monótono y la silla fría. Me pregunté si habría una ecuación química para ello. Esos tres factores combinados daban lugar a un cerebro medio derretido. No, ese no era el término adecuado. El cerebro no se me cansaba: se me llenaba de cosas y daba vueltas y vueltas, todo a la vez. Un cerebro hiperactivo. Un cerebro que me impedía concentrarme en las perezosas palabras que salían de la boca del señor Ortega. ¿Serían sus palabras más lentas de lo normal?

Aquel día, entre todos los pensamientos normales y las palabras que ya no podía escribir en un cuaderno, tenía la canción que había aprendido a tocar con la guitarra el día anterior dándome vueltas en la cabeza. Era una canción que me torturaba: me encantaba y la odiaba a la vez. Me encantaba porque era genial; la clase de canción que me hacía querer escribir una igual de buena. La odiaba porque era genial; la clase de canción que evidenciaba que yo nunca podría escribir una igual de buena.

Y seguía pensando en aquel concurso.

¿Cómo iba a ganarlo? ¿Cómo iba siquiera a participar?

Mi lápiz se cernió sobre mi hoja de papel, la única hoja que el señor Ortega aceptaba. Si pudiera escribir la canción, se me iría de la cabeza y así podría concentrarme en la clase. Aquella hoja tenía que llegar a las manos del señor Ortega en exactamente cuarenta y cinco minutos. ¿Cuarenta y cinco minutos? Esa clase no se acababa nunca. Pero ¿de qué estaba hablando? Hierro. Algo sobre las propiedades del hierro. Escribí la palabra «hierro» en la hoja.

Entonces, como si mi lápiz tuviera vida propia, se movió por la mesa de contrachapado y anotó las palabras que sonaban en mi cabeza:

Abre tus pétalos marchitos y deja que entre la luz.

Añadí un dibujo de un sol pequeñito cuyos rayos rozaban un poco el texto. Después, solo quedaban cuarenta y tres minutos de clase.

* * *

Estaba escribiendo en mi cuaderno mientras caminaba por el pasillo, algo que todavía no dominaba a pesar de todas las veces que lo había hecho, cuando oí las risas.

Pensé que eran por mí, así que levanté la vista. No lo eran.

Un chico rubio, quizá de primero, estaba en medio del pasillo con los libros bien apretados contra el pecho. Sobre su cabeza había un bate de béisbol en precario equilibrio. Cade Jennings estaba detrás de él con las manos a los lados, como si acabara de soltar el bate.

–Pásame la pelota –le dijo Cade a su amigo Mike, que estaba frente a él y frente al pobre chaval de primero.

Mike se la pasó y Cade se quedó pensando cómo podría alcanzar la parte superior del bate para ponerla encima. El chico parecía estar demasiado aterrorizado como para moverse.

–Necesito una silla. Que alguien me traiga una silla –dijo Cade, y la gente corrió de inmediato a obedecer su orden. El bate empezó a menearse, se cayó y rebotó por las baldosas del suelo hasta llegar a las taquillas–. Te has movido, tío –le soltó al chico de primero.

–Inténtalo otra vez –dijo alguien entre la multitud que los observaba.

Cade sonrió con su enorme sonrisa de perfectos dientes blancos. Esa que usaba tanto, consciente del poder que contenía. Yo fruncí el ceño. Parecía ser la única que permanecía inmune a ella.

Aunque no quería llamar la atención, sabía que debía ayudar al chico, que estaba encogido de miedo.

Pero no estaba segura de qué podía hacer. Ser el centro de una atención que no deseaba gracias a Cade Jennings era algo con lo que estaba muy familiarizada…

Recordé la clase de Educación Física de mi primer año de instituto. No era una de esas chicas a las que se les daba fatal todo, pero sí conocía mis debilidades, y Educación Física era una de ellas. El baloncesto mixto era el deporte por excelencia de esa clase, así que hacía todo lo que podía para mantenerme lo más alejada posible de la pelota.

Por razones que, según supe más tarde, eran probablemente maliciosas, siempre me pasaban la pelota a mí. Los de mi equipo y los del equipo contrario. Y yo nunca conseguía atraparla. Era como si estuviéramos jugando al balón prisionero y yo fuera el único blanco. Me daban en el hombro, en la espalda, en la pierna…

Fue entonces cuando Cade, que estaba sentado en la grada, gritó para que todo el mundo lo oyera:

–Es como si tuviera un campo de fuerza que atrae la pelota directamente hacia ella. Un agujero negro. Un imán. Lily Abbott, el Imán.

Lo último lo dijo como si fuera la voz en off del tráiler de una película. Como si me hubiera transformado en una superheroína torpe o algo así. Luego lo imitaron todos por el gimnasio entero. Con aquella misma voz y riéndose.

Se reían y se reían, y su risa se me quedó en el oído como el mote «Imán» parecía habérseles quedado a todos en la cabeza.

Y ahora esa risa había vuelto a aparecer en aquel pasillo, a costa de la última víctima de Cade.

Carraspeé y dije:

–Anda, mira, un juego para ver quién tiene la cabeza más dura: Cade o su bate. –Asentí hacia un lado, intentando decirle al chico que se fuera, ahora que había distraído a Cade.

La sonrisa de Cade se hizo el doble de grande cuando me miró de arriba abajo: desde la coronilla, donde sentía que, bajo su escrutinio, mis rizos estaban aún más alocados de lo normal, hasta mis zapatos Dr. Martens con los cordones de distinto color.

–Anda, mira, la guardiana de la diversión. ¿Están pasando demasiadas cosas, Lily?

–Solo veo que se esté divirtiendo una persona.

Cade miró a su alrededor por el pasillo lleno hasta los topes de alumnos.

–Entonces es que no estás mirando bien. –Bajó la voz–. Ya veo. Te cuesta mirar a alguien que no sea yo, ¿verdad?

Si se me notaba el enfado, estaría dejando que él ganara.

–Solo he venido a salvar a otro pobre desgraciado de tu arrogancia –dije con los dientes apretados.

Aunque tal vez no estuviera salvando a nadie. El chico no se había movido. Le había dado la oportunidad de marcharse y seguía allí. De hecho, abrió la boca y dijo:

–¿Y si pones la bola encima del bate primero y luego me pones el bate en la cabeza?

Cade le dio una palmada en la espalda.

–Bien visto. ¿Adónde ha ido a parar el bate?

Suspiré. No había hecho falta que interviniera. Al chaval le gustaba el maltrato, por lo visto. Seguí andando.

–La próxima vez, ven antes. No queremos que se nos vayan las cosas de las manos –dijo Cade, suscitando más risas.

El enfado me subió en una oleada por el pecho y me di la vuelta.

–¿Alguna vez has oído hablar de la aliteración? Deberías probarla. –Era una respuesta patética, un argumento interno que él no pillaría, pero era lo único que me salió. Los chavales que había a su alrededor se rieron todavía más. Me giré y me costó Dios y ayuda alejarme caminando a una velocidad normal.

CAPÍTULO 4

Voy a participar en un concurso de canciones –dije.

La mano de Isabel se detuvo en el aire cuando fué a buscar el pijama.

Era viernes por la noche y estábamos en su casa, a punto de ver una película de miedo. Había estado guardándome la noticia desde que me enteré del concurso el día anterior, dándole vueltas a la cabeza. Ahora lo había dicho en voz alta, lo cual significaba que tendría que seguir con ello. Que iba a seguir con ello.

–Ah, ¿sí? –Su voz mostraba más que un poco de escepticismo.

Me acosté de espaldas sobre su cama de matrimonio y me quedé mirando la foto de Einstein que tenía en el techo. Me pregunté, como siempre, cómo era capaz de dormir con él mirándola de aquella manera. A mí me costaba mucho.

Pero me encantaba dormir en casa de Isabel. Era hija única, así que su casa era como un oasis de tranquilidad para mí. Cenábamos con sus padres (deliciosos tacos caseros con arroz y frijoles) y luego nos íbamos al piso de arriba y nos quedábamos en su gigantesca habitación, con su sofá cama, su televisor y su nevera pequeñita donde guardaba helados y Coca-Cola light.

–¿No me crees capaz? –pregunté con el ceño fruncido.

–No es eso, Lil. Estoy segura de que tus canciones son geniales –contestó Isabel, sacando el pijama del cajón de la cómoda–. Podría decírtelo con seguridad si me enseñaras alguna. Ya sabes, a tu mejor amiga en el mundo entero.

Gimoteé.

–Lo sé, lo siento. Todavía no he terminado ninguna.

–Eso dices siempre. ¿Cómo vas a participar en un concurso si ni siquiera me enseñas una canción a mí?

Me tapé la cara con las manos.

–No lo sé.

Se sentó a mi lado en la cama.

–Lo siento. Sé que puedes hacerlo, Lily. Solo tienes que creer en ti.

–Gracias, mamá.

–No seas niñata. Intento ayudarte.

Me aparté las manos de la cara y la miré.

–Lo sé.

–Cuéntame lo del concurso.

Me incorporé sobre los codos.

–Es en el Instituto Herberger –empecé a decir.

Isabel tomó aire, sorprendida, y abrió mucho los ojos.

–¡Hala! ¡Ese tiene mucho prestigio, Lil!

Asentí y me tiré de una punta abierta del pelo, nerviosa.

–Lo sé. En fin, que dan un premio de cinco mil dólares, lo cual sería maravilloso, por supuesto, pero, aún mejor, también dan un curso de tres semanas con uno de sus profesores.

Isabel sonrió.

–Qué pasada. Conocer a un profesor te ayudaría a conseguir plaza, ¿verdad?