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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Mary Lynn Baxter

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Completamente opuestos, n.º 1092 - abril 2018

Título original: The Millionaire Comes Home

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-219-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Se preguntó si seguiría viviendo allí.

Denton Hardesty se burló de sí mismo por pensar en su antigua novia mientras detenía su BMW ante el único semáforo de Ruby, Texas. Le costaba creer que naciera en aquel pueblucho y hubiera vivido allí hasta que se fue a la universidad. Ruby era el hogar de sus padres, así que no había tenido elección.

Gracias a Dios, la situación había cambiado y ya podía elegir. Dallas, su hogar, no tenía nada que ver con aquella pequeña población turística y pintoresca con sus hotelitos rurales, anticuarios y tiendas de regalos. Demasiado tranquila para él. En cuanto terminara la reunión con el cliente volvería enseguida a Dallas, tanto si había habido trato como si no.

Oyó que le pitaban por detrás y se dio cuenta de que el semáforo se había puesto en verde. Masculló algo entre dientes y pisó el acelerador, pero el motor renqueó y se paró.

Dejó escapar algunas palabras malsonantes mientras veía que la furgoneta que tenía detrás lo adelantaba y el conductor lo miraba con cara de pocos amigos. No todo en Ruby era tan tranquilo.

Mientras arrancaba el coche, pensó que aquello le reconfortaba de alguna manera. El coche volvió a pararse justo delante de una gasolinera de lo más antigua.

El dueño salió inmediatamente limpiándose las manos, llenas de grasa de coche, en un delantal igualmente sucio.

–Vaya, ¿necesita ayuda? –preguntó sonriendo y dejando al descubierto unos dientes manchados de tabaco.

Denton pensó que era obvio que sí, pero controló su impaciencia.

–El motor me está dando problemas. ¿Le importa que lo deje aquí hasta que vengan a recogerlo del concesionario?

–No me importa en absoluto, pero si quiere lo echo un vistazo.

Denton lo miró con desconfianza.

–¿Entiende de coches extranjeros?

–Antes trabajaba con ellos, sobre todo con estos –contestó el hombre asintiendo.

Denton lo creyó aunque era raro que alguien que entendiera de BMW tuviera un negocio así, pero cosas más raras había visto.

–Tal vez no sea nada grave y pueda seguir viaje. Si no es así, llame al concesionario y no se habrá perdido nada.

«Excepto mi precioso tiempo», pensó Denton irritado.

–Mire a ver qué puede hacer –le indicó impaciente.

–Me llamo Raymond, por cierto.

–Denton Hardesty.

Raymond le tendió la mano, pero, al ver la cara de Denton, la retiró y sonrió tímidamente.

–Perdón, las tengo un poco sucias.

–No pasa nada –contestó él mirando hacia otro lado.

–¿Está usted de paso? –preguntó Raymond.

Denton no estaba dispuesto a entablar una conversación; tenía cosas mucho más importantes que hacer. Además, aunque estaban en primavera, hacía un calor terrible y no quería llegar sudado a la reunión.

–Sí, más o menos –Raymond no hizo ningún comentario–. ¿Hay algún sitio fresquito para tomarme un café mientras espero?

–Sí, al otro lado –contestó Raymond indicándoe un hotel con la cabeza.

–Gracias –contestó él dirigiéndose hacia el bonito edificio colonial de dos plantas. Tenía un jardín de lo más cuidado, el césped estaba perfecto y había lechos de lilas y robles que llevaban hasta el porche.

Incluso antes de llegar percibió el olor de las lilas y recordó las que había en su casa de pequeño.

Mientras caminaba por la acera, miró hacia el porche. La calma del campo, la ligera brisa, lo refrescó un poco. Estupendo, si era uno capaz de aguantarlo… él podría un par de días como máximo. Luego, se subiría por las paredes. Prefería pitidos y oír las puertas de los coches cerrándose. Además, prefería escuchar voces que el canto de los pájaros.

Aunque tal vez pensaría de forma diferente si Grace y él…

Al infierno con aquellos pensamientos. Aunque los recuerdos que tenía de cuando vivía allí eran buenos en su mayoría, no se podía imaginar viviendo allí de nuevo bajo ninguna circunstancia.

Cuando a su padre lo trasladaron a otro estado el verano de tercero de carrera, no le había hecho ninguna gracia. No quería separarse de Grace, a pesar de que lo que había ocurrido lo había asustado mucho. Sus padres se negaron a dejarlo allí. Cuando se cambiaron de ciudad sucedió, lo impensable. Su padre tuvo un accidente con un rayo, que había estado a punto de costarle la vida.

Denton apartó aquello recuerdos dolorosos y miró a su alrededor. De cerca, se veía que la casa necesitaba algunos arreglillos, sobre todo en el porche, pero seguía siendo preciosa. Era un lugar perfecto para gente que quisiera pasar el verano manteniendo conversaciones insustanciales y disfrutando de la brisa.

Por supuesto, como buen porche de una casa del sur, tenía un balancín, un sofá y varias mecedoras. Solo faltaba la jarra de limonada y unas cuantas rodajas de sandía. Seguro que las ponían para los invitados a lo largo del día.

Al pensar en la limonada, se dio cuenta de que tenía sed. Mejor otra taza de café bien cargado, que era lo que lo ayudaba a tener energía para aguantar las duras jornadas. Todavía le quedaba mucho día por delante y no había empezado muy bien, la verdad.

Ojalá el dueño se hubiera levantado con buen pie y le sirviera ese café que tanto necesitaba. Agarró la antigua aldaba que colgaba de la puerta y llamó.

 

 

Grace Simmons terminó de colocar los platos limpios del desayuno mientras tarareaba. Miró por la ventana y se quedó sin aliento.

Los tulipanes, su señal favorita de la llegada de la primavera, habían florecido y formaban una alfombra de belleza incomparable.

Suyo. Todo aquello era suyo. Y del banco, claro. Algún día terminaría de pagar y, entonces, sería la única propietaria de aquella bonita casa antigua. La había comprado a muy buen precio, pero la había tenido que arreglarla y para convertirla en un hotel, como era su sueño, había tenido que pedir un crédito.

Pagaba religiosamente al banco todos los meses, aunque no ganaba mucho de momento. La casa necesitaba algunos arreglos, pero ya los haría más adelante. No sabía con qué dinero, pero ya lo sacaría de algún sitio. Había dejado de preocuparse hacía tiempo. No podía permitírselo, ya que los huéspedes dependían de ella.

Siempre intentaba que las habitaciones estuvieran lo más limpias posible, que el ambiente fuera lo más acogedor posible y que el desayuno estuviera rico. Todo ello a un precio asequible.

Así había conseguido tener la casa llena durante todo el año. Sin embargo, ahora tenía una habitación vacía, algo muy raro. Tampoco estaba preocupada por ello. Ya aparecería la persona correcta para ocuparla.

Sonrió al ver un pájaro azul posándose en una rama. Observar a un animal no era nada del otro mundo, pero había aprendido por las malas que lo que importaba en la vida eran las pequeñas cosas.

¿Qué más daba que no tuviera pareja cuando todo el mundo la tenía? ¿Y qué, si se encontraba sola a menudo, sobre todo por las noches, en aquella enorme cama? ¿Y qué si se moría por casarse y tener hijos, algo que no parecía que fuera a ocurrir?

¿Y qué?

Después de todo lo que había ocurrido, lo aceptaba y se alegraba de vivir en paz y tranquilidad. Además, tenía una vida plena, así que no debía recordar errores pasados ni comerse la cabeza con el futuro.

A sus treinta y dos años, ya había perdido suficiente tiempo en algo que la había reportado más dolor que felicidad. Debía concentrarse más en preservar esa felicidad.

Vivir y trabajar en Ruby, Texas, la hacía feliz.

Tenía que hacer muchas cosas, así que no podía permitirse el lujo de quedarse allí mirando los jardines, aunque le encantara hacerlo. Era el jardín más cuidado de toda la ciudad. Ella misma se encargaba de plantar y de cuidar las flores. Gracias a Connie Foley, que iba a ayudarla la mitad del día, podía dedicarse a ello. Sabía que los huéspedes lo agradecían.

Pensó en cortar unos tulipanes para el salón, antes de la merienda, claro, aunque solo dos de los ocupantes las verían, la pareja que estaba de viaje de novios. Sonrió al pensar en Ed y Zelma Brenner, que tenían más de setenta años y estaban completamente enamorados. Ambos habían estado casados, habían tenido hijos y habían enviudado. Se conocieron en un crucero y se casaron cinco días después.

Iban de viaje hacia una cabaña en el lago Austin para pasar la luna de miel y pasaron por Ruby. Allí se quedaron. Según Ed, en cuanto vieron La Casa de Grace les había encantado. Llevaban más de dos semanas con ella. Les había tomado mucho cariño. Solía preguntarse si sus padres, muertos en un terrible accidente de tráfico cuando ella estaba en la carrera, habrían sido así. Le gustaba pensar que sí.

Había otros huéspedes. Ralph Kennedy era un escritor infantil que necesitaba soledad para escribir sus cuentos. Parecía haber encontrado allí el lugar indicado, porque llevaba más de cuatro semanas. Solo lo solía ver durante el desayuno y, de vez en cuando, paseando por los jardines. Grace sospechaba que tenía algún problema. Aunque no era como los huéspedes que solía tener, porque era un poco raro, la verdad, no tenía queja de él. Pagaba todas las semanas y parecía contento, que era lo que importaba.

Grace agarró un paño para pasar el polvo. Decidió no quitarse el delantal y salió de la luminosa cocina, con dirección al invernadero. Era el lugar que más le gustaba de la casa, aunque también le encantaba el suelo de madera maciza y la lámpara de araña del recibidor.

Miró hacia la puerta de la entrada, que era abovedada y de cristal, y los muebles antiguos. El invernadero era el lugar perfecto para tener plantas exuberantes. Lo había comunicado con el salón, creando un lugar informal pero confortable, donde ir a descansar o a leer después de las comidas o a tomar una taza de té.

La estancia estaba llena de luz, las paredes pintadas de blanco, con pocos muebles y unas cortinas. Era de lo más acogedora.

Cuando acababa de comenzar a limpiar el polvo, sonó el timbre. Se guardó el trapo en el bolsillo del delantal y corrió a abrir. Tuvo que sujetarse al pomo de la puerta para no caerse.

Lo habría reconocido en cualquier lugar, a pesar de los catorce años que hacía que no se veían. Denton Hardesty, un fantasma del pasado.

Era obvio que él estaba tan sorprendido como ella. Tenía la boca abierta y sus ojos, verdes, la miraban con curiosidad.

–Grace –murmuró al final.

–Hola, Denton –saludó al hombre que, una noche de estrellas, se había llevado su virginidad y su corazón.

Capítulo Dos

 

Grace consiguió apartar aquel recuerdo de su mente y decidió tratarlo como si no lo conociera de nada. No era fácil, porque estaba aturdida de verlo en su puerta de repente. Además, tenía los sentidos atontados.

–¿Qué haces aquí? –preguntó al final, con una voz que a ella se le antojó demasiado grave. Tal vez fueran los latidos de su corazón. Tonterías. Ya no le importaba ni un bledo.

–Lo mismo te digo.

–Yo vivo aquí –contestó ella, dándose cuenta de que había levantado el mentón ligeramente.

–Me estaba preguntando si te habrías ido alguna vez –dijo él percibiendo su postura desafiante.

–Repito. ¿Y qué te trae por aquí?

Denton suspiró profundamente.

–¿Así que va a ser así?

–¿Perdón? –preguntó ella confusa.

–No te culpo por no invitarme a pasar.

Grace se ruborizó al darse cuenta de que no se había movido ni un milímetro desde que había abierto la puerta. De hecho, parecía estar guardándola como si él fuera un intruso que quisiera entrar por la fuerza. En cierto sentido, eso era exactamente lo que él era. Pero ella no estaba dispuesta a que supiera lo mucho que la había perturbado su aparición.

–Claro que puedes pasar.

–¿Seguro?

–Por supuesto –contestó irritada al ver que él daba por hecho que le apetecía que entrara. Debía tener cuidado. Siempre había tenido la habilidad de leerle el corazón. Claro que eso había sido hace tiempo y solo era una adolescente. En esos momentos era toda una mujer y no sabía absolutamente nada sobre ella. Se echó a un lado para dejarlo entrar–. Bienvenido a La Casa de Grace.

–¿Es tuya?

–Sí –respondió ella, con tono desafiante de nuevo.

–Veo que sigues teniendo la misma lengua de siempre.

–Hay cosas que nunca cambian –apuntó Grace con la respiración entrecortada.

–En algunos casos, eso no es malo –la manera como lo dijo hizo que sonara una señal de alarma dentro de ella. Aquel tono áspero era una advertencia, como en el pasado. Se preguntó qué habría hecho para merecerse aquel cruel giro del destino. Nunca habría imaginado volver a ver a su primera amor. ¿Por qué en esos momentos, cuando se sentía más sola que nunca?–. Qué bonito.

Grace volvió a la realidad. Quería que se fuera y la dejara en paz, pero lo guió hasta el invernadero. Él se dirigió a mirar por las cristaleras y se volvió hacia ella.

–¿Quieres un vaso de té con hielo o una taza de café?

–Las dos cosas.

Grace se rio espontáneamente.

–No hay problema.

Él le contestó con una sonrisa que la golpeó como un martillo. Seguía siendo muy guapo, aunque las arrugas lo hacían representar más de los treinta y cuatro años que tenía.

Además, poseía un nerviosismo y una intranquilidad que Grace no recordaba en él. Claro que había pasado mucho tiempo desde aquella noche después de su último curso en el colegio, cuando había estado tan enamorada de él. Tampoco iba a recordar todos los detalles sobre esa relación. Además, tampoco había querido.

Mentirosa.

Se encontró de pie ante él, como una idiota, captando todos los detalles que podía. Seguía siendo moreno, pero con algunas canas. Le quedaban bien y realzaban el moreno de su piel y sus ojos verdes, que parecían más oscuros por la espesura de sus pestañas.

Con más de metro ochenta, no había engordado ni un gramo. La camisa le marcaba los abdominales, tal y como entonces. Seguía teniendo aquellos muslos largos y fuertes. Al llegar a cierta parte de su anatomía y notar el bulto tras la cremallera, volvió a mirarlo a los ojos. Sus perfectos dientes blancos seguían allí también. Y aquella sonrisa. Ambas cosas la habían obnubilado siempre. Y seguían haciéndolo.

No era justo.

Y ella, envejeciendo y con arrugas. ¿Y qué? No importaba si los años se habían portado bien con ella o no. Sí, sí le importaba. Por descontado, Denton solo estaría de paso, pero no quería que la viera hecha una furia.

Se dio cuenta de que seguía llevando el delantal. Se puso roja y comenzó a desabrocharse el nudo de la espalda.

–No.

–¿No qué?

–No te lo quites –Grace se quedó quieta y abrió la boca pera decir algo, pero no lo hizo–. Es… diferente.

–Ya –dijo ella.

–De verdad.

–De verdad, te estás burlando de mí.

–Te va muy bien.

–Tú no entiendes de lo que me va o no –le espetó.

–Es cierto –contestó él–, pero sé lo que me gusta, y me gusta tu delantal.

–Muy bien, pues a mí no –mintió, quitándoselo y yendo hacia la cocina–. Voy a por las bebidas.

–¿Te ayudo?

–No, gracias.

Puso el café y el té en una bandeja y la agarró con manos temblorosas. Iba a ser un milagro que llegara algo en las tazas. «Hay que acabar con esto. Soy educada, charlo un rato con él y me lo quito de encima», pensó.