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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 137 - abril 2018

I.S.B.N.: 978-84-9188-247-3

Indice

Padre por contrato

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

La decisión del Jeque

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Compromiso temporal

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Deseo desatado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

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Capítulo 1

 

RACHEL Bern tiritaba frente a las imponentes puertas del Palazzo Marcello. Espesas nubes negras cubrían el cielo y la marea, que estaba subiendo, desbordaba las orillas de la laguna y empapaba las calles de Venecia. Pero aquel tiempo tormentoso no era muy distinto del de Seattle. Ella se había criado con lluvia y humedad. Esa mañana no tiritaba de frío, sino de nervios.

Aquello podía salir mal y dejar a Michael y a ella en una situación aún peor. Pero no sabía qué otra cosa podía hacer. Si aquello no atraía la atención de Giovanni Marcello, nada lo haría. Había intentado comunicarse con él de todas las formas posibles, sin resultado. Corría un gran riesgo, pero ¿qué más podía hacer?

Giovanni Marcello, un multimillonario italiano, era asimismo uno de los hombres de negocios más dados a recluirse de Italia. Rara vez se lo veía en público. Carecía de dirección electrónica y de móvil. Cuando Rachel se puso en contacto con su despacho, no se comprometieron a pasar el mensaje al consejero delegado de la empresa, Marcello SpA. Por eso estaba ella allí, frente al Palazzo Marcello de Venecia, la residencia de la familia desde hacía dos siglos. Los Marcello eran una familia de industriales que, en los cuarenta años anteriores, había ampliado sus negocios a la compra de terrenos y la construcción y que, al mando de Giovanni Marcello, había invertido en los mercados mundiales. La fortuna de la familia se había cuadruplicado, y los Marcello se habían convertido en una de las familias más influyentes y poderosas de Italia.

Giovanni, de treinta y ocho años, continuaba dirigiendo la compañía, con sede social en Roma, pero lo hacía desde Venecia, según había descubierto Rachel. Por eso estaba ella allí, agotada por la diferencia horaria, después de haber viajado con un bebé de seis meses, pero resuelta. Giovanni no podía seguir haciendo como si no existieran ni ella ni Michael.

El bebé se había dormido. Le pidió disculpas por lo que iba a hacer.

–Es por tu bien –susurró–. Y te prometo que no me alejaré mucho.

El bebé se removió como si protestara. La agobiaba el sentimiento de culpa. Llevaba meses sin dormir, desde que se había convertido en su cuidadora. Tal vez el niño hubiera percibido lo nerviosa que estaba; o tal vez echara de menos a su madre.

A Rachel se le llenaron los ojos de lágrimas. Si hubiera hecho más por Juliet, después del nacimiento de Michael… Si hubiera comprendido lo angustiada que Juliet se sentía…

Pero el pasado no se podía cambiar, por lo que Rachel estaba allí para entregar al bebé a la familia de su padre. No para siempre, por supuesto, sino durante unos minutos. Necesitaba ayuda. No tenía dinero y estaba a punto de perder el trabajo. No estaba bien que la familia del padre de Michael no lo ayudara.

Tragó saliva y llamó a la puerta. Los fotógrafos que había cerca del edifico la observaban. Era ella la que había avisado a los medios de comunicación que algo importante iba a suceder ese día, algo relacionado con el hijo de un Marcello.

Era fácil hacerlo cuando se trabajaba, como ella, en publicidad, estudio de mercados y atención al cliente de AeroDynamics, una de las empresas constructoras de aviones más grandes del mundo. Normalmente se dedicaba a atraer nuevos y adinerados clientes, jeques, magnates, deportistas y gente famosa, mostrándoles los elegantes diseños y los lujosos interiores de los aviones. Pero ese día necesitaba a los medios para que ejercieran presión en su favor. Las fotos atraerían la atención, cosa que no le gustaría a Giovanni Marcello. Este valoraba su intimidad, e inmediatamente tomaría medidas para que la atención pública disminuyera. Ella no tenía intención de poner a la familia en una situación embarazosa. Necesitaba que estuvieran de su lado, del de Michael, pero lo que iba a hacer podía hacer que se alejaran aún más de ella.

No, no debía pensar así. Giovanni Marcello tendría que aceptar a Michael y lo haría cuando viera lo mucho que su sobrino se parecía a su hermano.

Abrió la puerta un anciano alto y delgado. Por su aspecto, Rachel se imaginó que sería un empleado de la familia.

Il signor Marcello, per favore –dijo, rogando que su italiano fuera comprensible. Había ensayado la frase en el avión.

Il signor Marcello non è disponibile.

Ella entendió por el «non» que era una negativa.

Lui non è a casa? –se esforzó ella en preguntar.

No. Addio.

Rachel lo entendió perfectamente. Interpuso el pie para impedir que el hombre cerrara la puerta.

Il bambino Michael Marcello –dijo mientras lo depositaba en brazos del anciano–. Por favor –continuó hablando en inglés– dígale al señor Marcello que Michael tiene que tomarse el biberón cuando se despierte –dejó la bolsa de los pañales que llevaba al hombro a los pies del hombre–. También habrá que cambiarle el pañal, probablemente antes de darle el biberón –añadió tratando de hablar con calma, a pesar de que el corazón le latía a toda velocidad y deseaba volver a abrazar al niño–. Todo lo que necesita está en la bolsa. Si el señor Marcello tiene alguna duda, la información sobre mi hotel está también en la bolsa, además de mi número de móvil.

Dio media vuelta y echó a andar rápidamente porque iba a romper a llorar.

«Lo hago por Michael», se dijo secándose las lágrimas. «Sé fuerte».

No estaría lejos del bebé más que unos minutos, ya que esperaba que Giovanni Marcello saliera en su busca. Si no lo hacía inmediatamente, la buscaría en el hotel, que se hallaba a cinco minutos de allí en taxi acuático.

Sin embargo, cuanto más se alejaba del palazzo y más se aproximaba al taxi que la esperaba, más necesidad sentía de dar media vuelta, volver y resolver aquello cara a cara con Giovanni. Pero ¿y si él se negaba a salir a la puerta? ¿Cómo iba ella a obligarlo para poder hablar con él?

El anciano gritó algo, que ella no entendió, salvo la palabra polizia. Aturdida y con el corazón desgarrado, centró su atención en el taxi, a cuyo conductor hizo señas de que estaba lista para marcharse.

Una mano la agarró del brazo con fuerza. Rachel hizo una mueca de dolor.

–Suélteme.

–Deje de correr –dijo una voz masculina, profunda y dura, en un inglés perfecto, salvo por un levísimo acento.

–No estoy corriendo –contestó ella con fiereza al tiempo que se volvía e intentaba soltarse, cosa que él no le permitió–. ¿Puede darme un poco de espacio, por favor?

–De ninguna manera, señorita Bern.

Supo entonces quién era aquel hombre. Giovanni Marcello no solo era alto, sino muy ancho de espaldas, de cabello negro y espeso, ojos azules, pómulos altos y boca que denotaba firmeza. Había visto fotos suyas en Internet, no muchas ya que no había tantas como de su hermano Antonio, que acudía a todo tipo de acontecimientos sociales. Pero en ellas siempre aparecía elegante e impecablemente vestido. Resplandeciente y con una dura expresión.

A ella le pareció aún más dura en persona. Sus ojos claros, de un azul gélido, brillaron al mirarla. Ella sintió miedo. Le pareció que, bajo su atildado exterior, había algo oscuro, no totalmente civilizado. Dio un paso atrás.

–Ha dicho que no corría –dijo él.

–No me voy a ir, por lo que no hay necesidad de que me avasalle.

–¿Se encuentra bien, señorita Bern?

–¿Por qué lo dice?

–Porque acaba de abandonar a un bebé en la puerta de mi casa.

–No lo he abandonado. Es usted su tío.

–Le sugiero que recoja al niño antes de que llegue la policía.

–Pues que venga la policía. Así el mundo sabrá la verdad.

–Ya veo que no está usted bien.

–Estoy perfectamente. De hecho, no podría estar mejor. No tiene idea de lo difícil que me ha resultado localizarlo: meses de investigación, por no hablar del dinero que me ha costado contratar a un detective privado. Pero, al menos, aquí estamos para hablar de sus responsabilidades.

–Lo único que tengo que decirle es que recoja al niño…

–Su sobrino.

–Y vuelva a casa antes de que la situación se vuelva desagradable para todos.

–Ya lo es para mí. Necesito su ayuda desesperadamente.

–Ni usted ni él son problema mío.

–Michael es miembro de su familia. Es el único hijo de su difunto hermano, por lo que su familia debería hacerse cargo de él.

–Eso no va a suceder.

–Creo que sí.

–Está intentando provocarme.

–¿Por qué no iba a hacerlo? Usted no ha hecho más que irritarme y provocarme durante los últimos meses. Ha tenido la oportunidad de contestar a mis correos electrónicos y llamadas, pero no se ha molestado en hacerlo. Así que, ahora, le devuelvo lo que es suyo –lo que no era cierto. No iba a dejar a Michael allí, pero no se lo iba a decir.

–Ha perdido el juicio si piensa abandonar al hijo de su hermana…

–Y de Antonio –lo interrumpió ella–. Si recuerda lo que aprendió en la escuela, la concepción requiere un espermatozoide y un óvulo; en este caso, de Antonio y de Juliet –Rachel se detuvo y se tragó el resto de las dolorosas palabras que la impedían comer y dormir. Juliet siempre había sido alocada y poco práctica. Soñaba con flores, coches caros y novios ricos–. Los papeles del ADN están en la bolsa. Encontrará la historia médica de Michael y todo lo que se necesita saber sobre sus cuidados. Yo ya he hecho lo que me correspondía. Ahora le toca a usted –hizo un gesto de asentimiento y dio media vuelta. Agradeció que el taxi la siguiera esperando.

Él la volvió a agarrar, esa vez por la nuca.

–No va a irse a ninguna parte, señorita Bern, sin ese niño.

Ella se estremeció. No le hacía daño, pero le cosquilleaba la piel de los pies a la cabeza. Era como si estuviera enchufada a la corriente eléctrica. Al volverse a mirarlo tenía la carne de gallina y un elevado grado de sensibilidad en todo el cuerpo.

Lo miró a los ojos y sintió frío y, después, calor. Se estremeció. No tenía miedo, pero la sensación era demasiado intensa para ser placentera.

–Tiene que dejar de maltratarme, señor Marcello –dijo con voz débil y el corazón desbocado.

–¿Por qué, señorita Bern?

Ella volvió a mirarlo a los ojos, que habían perdido su frialdad anterior y brillaban de inteligencia, deseo y poder. Tenía una presencia física que la dejó sin aliento. Intentó ordenar sus pensamientos. Respiró hondo y le miró la recta nariz y las arrugas a los lados de la boca. Su rostro no era el de un chico, sino el de un hombre, con arrugas, y si él no le cayera tan mal, le hubieran parecido bellas.

–Está dando un gran espectáculo a los paparazzi, por si no lo sabe –susurró ella.

Él frunció el ceño.

–Y el maltrato no quedará bien en los periódicos de mañana. Me temo que habrá muchas fotos incriminatorias.

–Fotos incriminatorias… –él se interrumpió de pronto, al comprender. Bajó la mano al tiempo que examinaba el ancho canal y la estrecha calle que discurría paralela al agua. Ella se dio cuenta en cuanto hubo detectado la primera cámara y, luego, las demás.

–¿Qué ha hecho? –su voz era más profunda y su acento más pronunciado. A ella se le aceleró el pulso. Había ganado el primer asalto, lo cual la asustaba. No estaba acostumbrada a pelear contra nadie y mucho menos con alguien tan poderoso como él.

–He hecho lo que había que hacer –contestó ella con voz ronca–. Se ha negado a reconocer a su sobrino. Su familia aprueba lo que usted diga, así que he tenido que presionarlo. Ahora, el mundo entero sabrá que han devuelto al hijo de su hermano a su familia.

 

 

Giovanni Marcello respiró hondo. Estaba lívido y en estado de shock. Se la había jugado una codiciosa americana, ni más ni menos. Despreciaba a las cazafortunas, gente avariciosa, egoísta y sin alma.

–¿Se ha puesto en contacto con los medios de comunicación y los ha invitado a venir?

–Sí.

Rachel no era distinta de su hermana.

–Estará contenta.

–Estoy contenta de haberlo obligado a salir de su escondite.

–No me estaba escondiendo. Todos saben que esa es mi casa y que, además, trabajo allí.

–Entonces, ¿por qué es esta mi primera conversación con usted?

¿Quién era ella para exigirle nada? Desde el primer momento, su hermana y ella habían querido exprimir a los Marcello. Su hermana, Juliet Bern, no estaba enamorada de Antonio. Solo deseaba su dinero. Y cuando no pudo seguir chantajeándolo, lo intentó con su familia. Y, ahora que ella ya no estaba, era el turno de Rachel.

–No le debo nada; mi familia tampoco. Su hermana ha muerto, al igual que mi hermano. Así es la vida.

–Juliet decía que tiene usted un corazón de hielo.

–¿Cree que es la primera mujer que intenta tender una trampa a Antonio?, ¿o a mí? –ya lo habían engañado una vez, pero había aprendido la lección. Y sabía que no había que confiar en un bello rostro.

–No le he tendido una trampa a nadie. Tampoco me he acostado con nadie. Esto no me resulta placentero, señor Marcello. Me horroriza. No soy imprudente, no me dedico a enamorarme de desconocidos ni a hacer el amor con italianos guapos y ricos. Tengo moral y escrúpulos, y usted no es alguien a quien admire, ni su riqueza lo hace atractivo. Sin embargo, esta puede ayudar a un niño que necesita apoyo.

–Entonces, ¿debo aplaudirla?

–No, simplemente, tenga conciencia, por favor.

Giovanni vio por el rabillo del ojo que un fotógrafo se adelantaba, se agachaba y empezaba a disparar. Lo invadió una oleada de ira. Le resultaba increíble que ella hubiera conseguido sacarlo de su casa y que estuvieran rodeados de testigos.

Desde que dirigía los negocios familiares, había procurado mantener su vida privada fuera de la luz pública. Había tardado casi diez años en recuperar la fortuna y la reputación de la familia. No había sido fácil redimir su apellido, pero lo había conseguido con grandes esfuerzos. Y, en aquel momento, gracias aquella americana, los Marcello volverían a ser pasto de la prensa sensacionalista.

No estaba preparado. Todavía estaba esforzándose en aceptar la muerte de su hermano y se negaba a que su nombre fuera mancillado.

–No pienso continuar esta conversación en la calle. Tampoco voy a dejar que abuse de mi familia. Si hay una historia que contar, seré yo quien lo haga, no usted.

–Es un poco tarde para eso, señor Marcello. La historia la ha captado media docena de cámaras. Le garantizo que, en cuestión de horas, hallará esas imágenes en Internet. La prensa sensacionalista paga…

–Sé perfectamente cómo trabajan los paparazzi.

–Entonces, sabrá con lo que van a trabajar: se me verá entregando al bebé a su empleado, a usted persiguiéndome y a los dos discutiendo frente a un taxi acuático. ¿No hubiera sido más fácil haber contestado a una de mis llamadas?

Él le examinó el rostro. Le recordaba a otra mujer que se parecía mucho a ella.

Otra hermosa morena que…

Apartó de su mente el recuerdo de su prometida, Adelisa, pero el hecho de haberla recordado le sirvió para acordarse también de la promesa que se había hecho a sí mismo de no consentir que ninguna otra mujer se aprovechara de él. Por fortuna, las noticias podían alterarse. Rachel había prometido fantásticas fotografías a los fotógrafos, que estos podrían vender a periódicos y revistas, y Giovanni iba a ayudarla en eso al ofrecerles imágenes significativas que captar, que arruinarían la estrategia de Rachel.

La atrajo hacia sí y la abrazó por la cintura mientras con la otra mano la agarraba de la barbilla. Vio un destello de pánico en los ojos castaños de ella antes de inclinar la cabeza y besarla en la boca.

Ella se puso rígida. Él sintió su miedo y su tensión e inmediatamente suavizó el beso. No tenía por costumbre besar a una mujer cuando estaba airado.

La boca de ella era suave y cálida. La atrajo más hacia sí. Le acarició los labios con la punta de la lengua. Ella se estremeció y él volvió a acariciárselos y jugueteó con el superior. Ella soltó un sonido ronco, no de dolor, sino de placer. A él lo invadió un intenso deseo, que lo excitó.

Ella entreabrió los labios dándole acceso al dulce calor de su boca. Hacía meses que Giovanni no disfrutaba tanto de un beso, por lo que se demoró explorándosela.

Lo suspiros y estremecimientos de Rachel aumentaron su deseo. Hacía tiempo que no lo sentía con tanta intensidad. Hacía año y medio que había roto con su última amante y, aunque había salido con otras mujeres, no se había acostado con ninguna. ¿Cómo iba a haberlo hecho si no experimentaba deseo alguno? La muerte de Antonio lo había dejado insensible, hasta ese momento.

Soltó bruscamente a Rachel y dio un paso atrás. Ella se quedó inmóvil, aturdida, y lo miró desconcertada.

–Eso les proporcionará a sus amigos fotógrafos algo interesante que vender. Veremos qué cuentan los periódicos sobre esas nuevas fotos. ¿Se trata del bebé? ¿O hay algo más? ¿Una pelea de enamorados, un encuentro apasionado, una emotiva despedida?

–¿Por qué? –preguntó Rachel con voz ahogada.

–Porque esta es mi ciudad y esa es mi casa. Y si va a haber una historia, será la mía, no la suya.

–¿Y cuál es esa historia, señor Marcello?

–Vamos a simplificar las cosas. Yo soy Giovanni. Mis amigos y mi familia me llaman Gio. Yo te llamaré Rachel.

–Prefiero el tratamiento formal.

–Pero suena falso –afirmó él al tiempo que le retiraba un mechón de cabello del rostro y se lo colocaba detrás de la oreja. Seguía deseándola, lo cual era una novedad después de tantos meses de dolor y vacío–. Ya no somos unos desconocidos. Tenemos una historia, y los medios se enamorarán de ella.

–La única historia es la verdad. Tienes un sobrino al que te niegas a reconocer.

–¿Es de veras mi sobrino?

–Sabes que sí. Te he mandado su certificado de nacimiento y podemos hacer una prueba de ADN mientras esté yo aquí.

–¿Para demostrar qué? –antes de que ella pudiera contestarle, volvió a atraerla hacia sí y a besarla apasionadamente.

Ella no se resistió, sino que se apoyó en Giovanni mientras él le recorría la boca con la lengua, saboreándola y debilitando sus defensas. Cuando se separó de ella, Rachel lo miró a los ojos en silencio.

–Nunca subestimes a tu oponente, Rachel –dijo él en voz baja mientras le acariciaba la arrebolada mejilla con el pulgar–. Desde luego, no debieras haberme subestimado.

Capítulo 2

 

RACHEL no podía pensar. Apenas era capaz de controlar los miembros de su cuerpo, y mucho menos sus emociones.

El beso la había aniquilado. Había sido maravilloso. Él era maravilloso. Y si Antonio había besado así a Juliet, era comprensible que ella hubiera perdido el juicio por él.

–Ahora vas a pasarme el brazo por la cintura –dijo Giovanni mientras le ponía la mano al final de la columna vertebral– y vamos a volver juntos a mi casa.

–No voy a…

Él volvió a besarla anulando su resistencia. Ella lo agarró del jersey para sostenerse, pero tuvo que apoyarse en su pecho, incapaz de mantenerse en pie.

–Deja de resistirte y pásame el brazo por la cintura –le murmuró él al oído–. Estás haciendo las cosas más difíciles de lo necesario.

–Eres tú quien estás jugando, Giovanni.

–Claro, al juego que quiero.

Ella se lamió el labio superior, aun hinchado. Todavía sentía un hormigueo en la boca a causa de los besos.

–Las reglas no tienen sentido.

–Eso es porque no piensas con claridad. Más adelante las verás claras.

–Pero, para entonces, tal vez sea tarde.

–Es cierto –dijo él acariciándole la ardiente mejilla.

A ella se le aceleró el pulso a causa de la caricia.

–Deja de tocarme.

Él la besó levemente en la mejilla antes de decirle:

–No debieras haber comenzado esto.

Ella cerró los ojos y los labios masculinos le rozaron el lóbulo de la oreja.

–Basta. Se trata de Michael, solo de él –protestó ella, pero con voz débil, que sonó poco convincente incluso para sí misma.

Para él también. Rachel vio un destello de triunfo en sus ojos. Creía que había ganado, y tal vez hubiera ganado aquella batalla, pero no la guerra. Además, ella no iba a asegurar el futuro de Michael si se quedaban hablando en la calle.

O besándose. Ella no besaba a desconocidos. No prodigaba sus afectos. Los hombres la ponían un poco nerviosa, ya que no estaba muy segura de sí misma como mujer. Llevaba años sin tener una cita con un hombre. Juliet le decía a Rachel que gustaría más a los hombres si se relajaba un poco y no se tomaba a sí misma tan en serio, cosa que ella no hacía. Sin embargo, no sabía flirtear y no estaba dispuesta a recurrir al halago para hacer que un hombre se sintiera bien.

Por suerte, en su trabajo no tenía que recurrir a los elogios ni a mostrarse encantadora. Le bastaba con conocer a fondo el avión que tenía que presentar y mostrarse entusiasta sobre él.

–¿Estás lista para entrar? –le preguntó Giovanni besándole la cabeza–. ¿O tenemos que volver a abrazarnos apasionadamente para nuestros amigos fotógrafos?

–¡No! –Rachel le rodeó la cintura con el brazo contra su voluntad y comenzaron a andar, aunque no sentía las piernas.

Aquello era una locura. No podía asimilar lo que acababa de suceder. Tal vez él estuviera loco. Tal vez ella hubiera salido de Guatemala para meterse en Guatepeor. Sus besos y caricias la habían desconcertado.

Nadie la acariciaba ni deseaba besarla. Y Rachel sabía que, en realidad, él no había querido besarla, sino que lo había hecho para recuperar el control de la situación. Había sido un movimiento muy eficaz. Eso era lo que ella no entendía. ¿Por qué besar a alguien se convertía en un modo de manejar una situación? ¿Y por qué había funcionado tan bien con ella? Debiera haberse resistido; debiera haberse sentido escandalizada y ofendida, no haber sentido que se derretía en sus brazos.

Tenía que recuperarse, centrarse y pensar. Necesitaba un nuevo plan y lo necesitaba deprisa.

Se acercaban al palazzo y Rachel tropezó. Giovanni la sostuvo con firmeza contra su costado.

–Estamos demasiado juntos –protestó ella.

–Noto que tiemblas. Si te suelto, te caerás.

–Es culpa tuya. No debieras haberme besado.

–¿Hacía tiempo que no te besaban como es debido?

–Yo no diría que ha sido un beso como es debido. En Estados Unidos no maltratamos a las mujeres.

–Sí, he oído que los americanos no saben tratar a las mujeres. Es una lástima –se detuvieron a unos metros de la puerta y él la miró a los ojos–. De todos modos, tienes mejor aspecto ahora, después de haberte besado. Estás menos pálida y tienes mejor cara. ¿Quieres agradecérmelo ahora o más tarde?

Ella sabía lo que Giovanni estaba haciendo: adoptar una pose para ofrecer a los fotógrafos distintos ángulos desde donde disparar. Pero estaba furiosa porque él le hubiera arrebatado su gran momento.

–Esto va a acabar mal.

La puerta del palazzo se abrió de repente. Él la mantuvo apretada contra sí mientras entraban al cavernoso vestíbulo, iluminado por una enorme araña de cristal de Murano. Era evidente que un miembro del personal los había estado esperando, ya que la puerta se había abierto antes de que Giovanni la tocase. Este la empujó hacia las escaleras.

«Piensa», se dijo. Tenía que aclararse la mente y hallar una salida a aquella capitulación de la razón y el control.

–Ya puedes soltarme –dijo ella–. Aquí no hay cámaras.

Él bajó el brazo, pero dejó la mano al final de su espalda mientras subían las escaleras de mármol que conducían a un salón de la segunda planta. Las puertas se cerraron como por encanto tras ellos y solo entonces apartó él la mano.

Ella se sintió perdida al mirar una habitación que solo podía considerarse magnífica. Más arañas colgaban del techo. Las ventanas daban al canal y numerosos espejos colgaban de las paredes. Los techos estaban decorados con frescos.

Rachel se hallaba fuera de su elemento, pero no iba a dejar que él lo notara. Bastante malo era ya que creyera que le había gustado que la besara.

–¿Dónde está Michael? ¿Puedes pedir que lo traigan?

–No –Giovanni le hizo un gesto para que tomara asiento–. Antes, tenemos mucho de que hablar.

–Podemos hacerlo con él presente.

–Lo has dejado aquí. No voy a devolvértelo como si fuera un paraguas perdido.

–Sabes por qué lo he hecho.

–Sé que eres una mujer impulsiva…

–Te equivocas de medio a medio. Soy muy tranquila. Pero me has alterado con tu comportamiento desde el primer momento.

–Nos acabamos de conocer y no de la mejor manera posible: después de que hayas abandonado a un bebé en la puerta de mi casa y hayas salido corriendo.

Rachel apretó los dientes para no hablar demasiado deprisa, consciente de que cada palabra que pronunciara podía utilizarse en su contra.

–No lo he abandonado. Nunca lo haría. Lo quiero.

–Pues tienes una forma muy rara de demostrarlo, ¿no te parece?

–Intentaba que me prestaras atención.

–Pues ya la tienes –él volvió a señalarle una silla y el sofá–. ¿Me das el abrigo?

–No, no me quedaré mucho rato.

–¿No crees que estarás más cómoda?

–Lo estaré cuando tenga al bebé.

–Está en buenas manos y tenemos que hablar. Así que te sugiero que te pongas cómoda, ya que es probable que la conversación no lo sea. ¿Quieres un café?

–Sí, gracias.

Él se sacó el móvil del bolsillo y mandó un mensaje.

–Pronto lo traerán –dijo al tiempo que se sentaba en un sillón frente al sofá. Estiró las piernas. Parecía sentirse a gusto–. ¿Estás segura de que quieres quedarte de pie todo el día?

–No pienso quedarme más de media hora.

–¿Crees que podemos resolver el futuro de Michael en treinta minutos o menos?

Su tono era agradable y razonable, demasiado razonable, lo que la puso en estado de alerta. Era más fácil luchar contra él cuando estaba enfadado y a la defensiva.

Rachel respiró hondo y se sentó en el borde del sofá. Cruzó las manos en el regazo y esperó a que él hablara. Era una táctica que le funcionaba bien con los clientes ricos, que creían dominar la situación si eran ellos quienes orientaban la conversación. Dejaría que Gio la dirigiera y, mientras tanto, elaboraría un nuevo plan.

Pero Gio no tenía prisa por hablar. Se apoyó en el respaldo del sillón, estiró las piernas y la observó. No se oía un ruido en la habitación. El silencio era insoportable.

–Si no hablamos, ciertamente tardaremos más de media hora en resolver el futuro de Michael –dijo ella finalmente, muy enfadada con Giovanni. Seguía jugando con ella, lo cual la enfurecía.

–Te estaba dando tiempo para que te recuperaras. Antes temblabas de tal manera que he creído que necesitarías algo de tiempo para descansar y reflexionar.

–Fuera hace viento y frío. Estaba helada, por eso temblaba. Es una reacción natural.

–¿Tienes frío ahora?

–No, se está muy bien aquí.

Él enarcó una ceja, pero no le contestó. Era evidente que quería intranquilizarla, pensó Rachel. Pero ¿por qué? A ella no le gustaba el silencio, pero era preferible a que la abrazara y acariciara. Se le daban muy bien los negocios y establecer y mantener relaciones profesionales. Las problemáticas eran las personales.

Cuando era más joven no había salido mucho con chicos, por falta de seguridad en sí misma. Le parecía que salir con ellos exigía demasiada energía y esfuerzo, para acabar siendo rechazada y con sus sueños destrozados. Se había centrado en trabajar y había ido ascendiendo entre elogios de sus jefes. Mientras que otras jóvenes de su edad se dedicaban a enamorarse, ella cerraba tratos y ganaba dinero para AeroDynamics, y le resultaba tremendamente satisfactorio ser la persona con la que todos podían contar.

Todo eso estaba muy bien en su despacho, pero, en aquella enorme habitación, frente a un italiano, alto, guapo y carismático, estaba aterrorizada.

–El silencio tranquiliza, ¿verdad? –comentó ella tratando de parecer tan relajada como él.

–En efecto.

–Espero que podamos tomarnos el café en silencio. El silencio lo mejora todo –añadió ella cada vez más enfadada–. Sobre todo en una habitación tan impresionante como esta. Supongo que esperabas intimidarme trayéndome a este gran salón.

–Esta no es la habitación más grande de la casa. De hecho, es uno de los salones más pequeños de esta planta, y casi todos creen que es acogedor e íntimo. Es el preferido de mi madre.

Rachel se mordió el labio inferior y apartó la vista. Se sentía cada vez más tímida y resentida. Dos semanas antes, cuando el detective privado le había dado la dirección de Giovanni y se había dado cuenta de que tendría que ir a Venecia, se había imaginado que se encontrarían en un lugar neutral y público, como un hotel o un restaurante.

Había supuesto que él sería orgulloso, arrogante y serio. No se le había pasado por la cabeza que él la besara, que la llevara a su casa y que se encerrara en una habitación con aquel horrible ambiente de intimidad.

–¿Tu madre vive aquí?

–Una parte del año. En invierno se va a Sorrento, a casa de su hermana –Giovanni se levantó, se dirigió a una ventana y se puso a mirar por ella.

Rachel se preguntó si buscaría a los fotógrafos. Aprovechó la ocasión para examinarlo. Era muy alto, de anchas espaldas, cintura estrecha y fuertes piernas. De él emanaban autoridad y poder, incluso de espaldas.

–Confieso que me sorprende que, en tu desesperación, no hayas intentado ponerte en contacto con ella –observó él, que seguía de espaldas–. ¿Quién mejor que una abuela para aceptar y querer a un bebé?

–He intentado ponerme en contacto en ella.

–¿Y?

–No parece que le interesara.

–¿Te dijo eso?

–No, no me respondió.

–Probablemente no recibiera tus mensajes.

–No solo la llamé, sino que le escribí.

–¿Mandaste las cartas a las oficinas de Roma?

Rachel asintió.

–Por eso no las ha recibido. Todo lo que llega para mi madre pasa por mi secretaria. Ella no se las entregaría.

–¿Por qué no? Eran cartas importantes.

–Mi secretaria tiene órdenes estrictas de no molestar a mi madre con nada que pueda perturbarla o molestarla. Hace tiempo que mi madre no está bien.

–Creo que estaría encantada de saber que Antonio tiene descendencia.

–No quiero ni puedo darle esperanzas, por si tratan de utilizarla o manipularla.

–Yo nunca haría eso.

–¿Ah, no? ¿No le habrías pedido dinero si te hubiera contestado? ¿No le hubieras solicitado apoyo? Sabes que sí. Por eso debo protegerla.

–En mi opinión, tener un hermoso nieto en sus brazos la ayudaría a soportar la pérdida de su hijo.

–Tal vez, en el caso de que el niño sea realmente hijo de Antonio.

–Michael lo es.

–Eso no lo sé.

–Puedo demostrarlo.

–¿Con pruebas de ADN? –se burló él al tiempo que se alejaba de la ventana y comenzaba a andar por el salón–. Yo encargaré las mías.

–Muy bien, hazlas.

–¿Y qué pasaría si fuera hijo de Antonio?

–Que lo aceptarías.

–¿Y eso qué significa?

Ella fue a contestarle, pero se contuvo. Michael necesitaba apoyo, pero no solo económico, sino emocional. Rachel quería estar segura de que no lo olvidarían ni su propia familia ni la de Antonio.

Ya era terrible que Michael se hubiera quedado huérfano a los pocos meses de nacer, pero la forma de morir de Juliet… A Rachel le seguía remordiendo la conciencia porque no se había dado cuenta de lo mal que estaba su hermana, de la profundidad de su desesperación. Ahora podría escribir un libro sobre la depresión posparto, pero el noviembre anterior no la entendía. En lugar de haber buscado atención médica para Juliet, se había limitado a quererla con aspereza, lo cual había empeorado las cosas aún más. Había sido, sin exagerar, el principio del fin. Y era culpa de ella.

Rachel había fallado a su hermana cuando más la necesitaba.

Capítulo 3

 

GIOVANNI observó que a Rachel se le llenaban los ojos de lágrimas y que se mordía el labio inferior para tratar de controlarse.

Le pareció que estaba actuando.

Adelisa hacía lo mismo. Era hermosa, brillante y vehemente, y le había robado el corazón desde el principio. Le había pedido que se casara con él al final del primer año de relaciones y le había comprado todas las alhajas que se le antojaban.

Y se le habían antojado muchas, y muy caras.

Diamantes, rubíes, esmeraldas, zafiros… No supo lo que había sido de ellos hasta mucho después.

Su familia le advirtió que ella lo estaba utilizando. Su madre fue a hablar con él en tres ocasiones para darle a conocer sus miedos y los rumores que corrían de que se había visto a Adelisa con otros hombres. Pero Giovanni no la creyó. Estaba seguro de que Adelisa lo amaba. Lucía en el dedo el anillo de compromiso y estaba organizando la boda. ¿Por qué iba a traicionarlo?

Seis meses después, llegó a sus oídos que se iban a poner a la venta unos maravillosos pendientes de diamantes procedentes de la familia Marcello. Fue a ver al joyero y resultó que eran unos que había regalado a Adelisa la noche en que se habían comprometido. Valían millones de dólares, pero, sobre todo, eran reliquias familiares que le había regalado de todo corazón.

Se quedó anonadado y se sintió humillado. Su madre estaba en lo cierto. Lo habían engañado. Y todos, salvo él, sabían la verdad.

De eso hacía diez años, pero Gio seguía evitando el amor y las relaciones sentimentales. Era mucho mejor disfrutar de relaciones puramente físicas que ser engañado. Miró a Rachel con los ojos entrecerrados. No era ni alta ni baja, de constitución media, aunque, con su abrigo negro y sus botas a la altura de la rodilla, estaba guapa.

Sin embargo, no quería que tuviera nada atractivo o deseable. Pero sabía que el abrigo ocultaba generosas curvas porque las había notado al apretarla contra sí.

–Entonces, ¿qué plan tienes? ¿Ya sabes cómo vas a lograr que aceptemos al niño? Porque una familia no es solo cuestión de ADN, sino de cuidados y relaciones que se desarrollan con los años. No puedes obligarnos a aceptar a alguien ajeno a la familia.

–Michael es hijo de Antonio y de mi hermana. Sé que mi hermana no te caía bien, pero ella quería mucho a tu hermano.

–Estamos solos. Puedes dejar de actuar.

–Ni siquiera sabes lo que pasó.

–Sé lo suficiente.

–Eso creía yo también, pero me equivocaba. Y Juliet ya no está porque me equivoqué. Michael no tiene a nadie salvo a nosotros. Puedes pensar lo que quieras de Juliet y de mí, pero insisto en que le des al niño una oportunidad –se interrumpió al abrirse la puerta para dar paso a una joven que llevaba una enorme bandeja de plata.

Rachel agradeció la interrupción. Seguía estando muy nerviosa porque él la había besado. Lo había hecho como si ella le perteneciera. Y el hecho de que le hubiera acariciado el interior de la boca con la lengua creando un ritmo seductor que había despertado en ella el deseo…

La voz de Giovanni hablando a la criada hizo que perdiera el hilo de sus pensamientos. La joven dejó la bandeja en una mesita cerca del sofá donde estaba sentada Rachel y se marchó.

Giovanni se acercó a la mesita, tomó una de las tazas y le tendió la otra a Rachel.

–¿Cuándo vas a dejar que traigan a Michael? –preguntó ella al tiempo que asía la taza.

–En cuanto acabe de tomarse el biberón.

–Entonces, ¿está despierto?

–Sí.

–¿Y está bien?

–Parece que ha hechizado al personal y que las chicas se lo disputan para tenerlo en brazos.

–Haz que lo traigan y seré yo la que lo tenga en brazos.

–Aún no te has tomado el café.

–Puedo hacer las dos cosas a la vez. No me prives de estar con él.

–¿Es verdaderamente una privación? Yo diría que es más bien un alivio. En tus cartas parecías estar al límite de tus fuerzas, exhausta y abrumada.

–Has leído mis cartas. Así que te has andado con evasivas.

–Tenía que investigar por mi cuenta.

–Pues has tardado.

–No reacciono bien ante las amenazas.

–¡Nunca te he amenazado! Y no se trata de ti, sino de un niño que ha perdido a sus padres. Es egoísta negarle la oportunidad de una vida mejor. Y no hablo únicamente del aspecto material. También hay un aspecto cultural. El niño solo es americano por parte de madre y necesita conocer a la familia de su padre, formar parte de ella.

–¿Por qué no le bastas tú?

–No soy italiana.

–¿Y eso te parece importante?

–Sí.

–Dudo que valores tanto su herencia veneciana como la riqueza de los Marcello.

–¿No puedo desear ambas para él?

–Pero es que dudo que desees ambas.

–No es verdad. He trabajado mucho para llegar donde estoy, pero, incluso con un trabajo excelente, me cuesta llegar a fin de mes. Como mujer soltera, a punto de cumplir veintinueve años, no estoy en condiciones de criar a un niño sola, mucho menos a un Marcello.

–¿Qué significa nuestra familia para ti?

–Es una familia antigua y respetada, cuya historia se remonta varios siglos atrás. Ha contribuido de forma significativa a la Italia moderna, pero tú, personalmente, has hecho mucho por la economía italiana. Sí –añadió al ver la expresión burlona de Gio– he hecho los deberes. He tenido que hacerlos para encontrarte.

–Hace quince años, la empresa de los Marcello estaba a punto de declararse en quiebra. Nadie quería hacer negocios con nosotros. Me he tenido que dedicar por entero a la empresa para reconstruirla, he sacrificado mi vida personal para centrarme en el trabajo. Así que lo sé todo sobre los negocios, pero no me interesa aumentar la familia.

–Pero es que ha aumentado, con o sin tu consentimiento. No quiero que Michael herede acciones de tu empresa, pero creo que puedes y debes proporcionarle una educación adecuada y las ventajas que yo no puedo ofrecerle.

–Ni siquiera ibas a dejarlo aquí. En realidad, no ibas a separarte de él, ya que, si lo hicieras, no podrías justificar el dinero para criarlo que crees merecer.

–No se trata de mí.

–¿Ah, no? Seamos sinceros, un bebé de seis meses tiene pocas necesidades materiales: leche, pañales, ropa…

–Tiempo, cariño y atención.

–Por los que quieres que se te compense.

–No –replicó ella con furia. Contuvo la respiración y contó hasta diez. Tenía que calmarse. No podía iniciar una pelea antes de que hubieran llegado a algún tipo de acuerdo y no, desde luego, antes de que le hubieran devuelto a Michael–. Ojalá no necesitara tu dinero. Me encantaría poder mandarte a freír espárragos –vio que él enarcaba una ceja–. Es una expresión.

–La conozco.

–He intentado ser educada.

–Por supuesto.

Ante su sarcasmo, a Rachel le entraron ganas de agarrar el atizador de la chimenea y pegarle con él.

–No quiero que me compenses, pero no puedo trabajar y cuidar a Michael a la vez. Mi empresa no tiene guardería.

–Y, si no he entendido mal, el problema desaparece si reclamas las acciones de Antonio en la empresa y te jubilas para criar al niño con las comodidades que se merece –la miró a los ojos. Su tono burlón se ajustaba a su cínica expresión.

–Una historia fascinante, pero no es cierta –comentó ella ofendida.

–¿Tienes los mismo padres que tu hermana?

–Sí.

–Por tanto, te criaste en el mismo hogar de clase obrera.

–No somos de clase obrera. Mi padre era ingeniero de Boeing; mi madre, secretaria de un dentista.

–Teníais problemas de dinero.

–Ser de clase media no es un delito. La riqueza no te vuelve superior.

–Pero te proporciona ventajas desde el punto de vista físico, social y psicológico.

–Pero no desde el punto de vista moral –ella le sonrió ocultando su furia. En su trabajo había conocido a muchos hombres arrogantes y condescendientes, pero nunca la habían avergonzado por tener menos que ellos–. En el plano moral, no eres superior en ningún sentido. En realidad, eres inferior porque te niegas a hacer lo correcto. Te importa más proteger tus negocios que a tu sobrino.

–Hablábamos de la riqueza y sus ventajas, y lo has convertido en un ataque contra mí.

–No te estoy atacando, sino dándote mi punto de vista.

–¿Que eres moralmente superior por ser de clase trabajadora?

–¡Si soy moralmente superior a ti es porque no le he dado la espalda a mi sobrino, como has hecho tú! Conocía a tu hermano porque era mi cliente. Se sentiría destrozado si supiera que has rechazado a su hijo.

–No he rechazado a mi sobrino, y no debías de conocer bien a mi hermano si crees que estaba contento con el embarazo de tu hermana. Estaba destrozado. Aceleró su muerte, así que antes de sermonearme sobre la superioridad moral, ¿por qué no te fijas en tu familia?

Ella no contestó. Giovanni se levantó.

–Tu hermana era la clásica cazafortunas. Quería encontrar a un hombre rico y encontró a Antonio. Le dio igual que estuviera muriéndose y exigirle demasiado. Quería salirse con la suya y lo consiguió. Así que ahórrate los sermones, Rachel. Sé lo que sois tu hermana y tú: unas expertas manipuladoras, pero no voy a dejarme engañar. Addio.

Salió del salón dejando la puerta abierta tras él.

 

 

Giovanni subió las escaleras de dos en dos, lleno de furia e indignación porque una desconocida pretendiera explicarle quién era su hermano y lo que quería.

De niños, Antonio había sido su mejor amigo. Tenían una hermana menor, pero murió a los seis años de edad, lo cual unió aún más a los dos hermanos.

Fueron al mismo internado en Inglaterra y a la misma universidad. A Antonio le encantaban las finanzas; a Giovanni, la ingeniería y la construcción, por lo que hacían buena pareja y estaban deseando trabajar en la empresa familiar, que fue lo que Gio hizo después de licenciarse en la universidad. Antonio obtuvo una beca para ir a Harvard. Giovanni convenció a su padre de que era una buena inversión mandar a su hermano a Estados Unidos, porque se llevaría de vuelta los conocimientos adquiridos y podría aplicarlos a los negocios de la familia.

Sin embargo, las cosas no salieron así. Mientras estaba en Harvard, una compañía financiera de Wall Street se quedó impresionada con la brillante mente de Antonio y su capacidad lingüística, ya que hablaba con fluidez cinco lenguas, al igual que Giovanni. Le propusieron trabajar en sus oficinas de Manhattan y Antonio aceptó la lucrativa oferta.

A Giovanni no le gustó la decisión de su hermano pequeño. Le pareció una traición. Marcello Enterprises tenía problemas. Su padre llevaba años tomando malas decisiones, por lo que Giovanni, el ingeniero, necesitaba a Antonio para ayudarlo a salvar la empresa. Sin él, podían perderlo todo. Pero Antonio no estaba dispuesto a trabajar en una empresa al borde de la quiebra, aunque fuera la de su familia.

Gio conoció a Adelisa justo después de que Antonio aceptara el trabajo en Manhattan y la hizo partícipe de su enfado y decepción. Ella sabía escuchar muy bien. De hecho, más tarde revelaría secretos de la empresa a otros, lo que minó todo lo que Gio estaba intentado conseguir.

Claro que no todas las mujeres eran como ella. Sin embargo, cuando se era uno de los hombres más ricos de Italia, resultaba difícil confiar en los motivos de una mujer.

Capítulo 4

 

RACHEL se quedó inmóvil en el sofá durante unos segundos, furiosa, dolida y avergonzada, mientras las duras palabras de Giovanni resonaban en su cerebro.

Gio estaba en lo cierto y se equivocaba a la vez. Juliet deseaba tener un novio rico. Casarse con un millonario había sido su meta desde que estudiaba en el instituto. Era muy guapa y, desde pequeña, había deslumbrado a todos los que la conocían, empezando por sus padres y sus profesores. Se había pasado la vida obteniendo de los demás lo que deseaba.

Rachel creía que ella era la única a la que su hermana no podía manipular, lo cual había creado tensión y fricciones entre ambas, y con la familia, a lo largo de los años. Juliet agarraba una rabieta cuando Rachel se negaba a capitular ante ella, su madre intervenía y se ponía de parte de Juliet invariablemente. La primavera anterior, su madre la había apoyado cuando había comenzado a salir con Antonio y necesitaba dinero para comprar ropa e ir a la peluquería.

Rachel se había negado a dárselo y le había dicho que se pusiera a trabajar y se pagara la ropa con el dinero que ganara.

–No está bien dar a Juliet todo lo que pide –había dicho a su madre.

–¿Por qué eres tan dura con ella? No está hecha para los negocios como tú.

–Eso no es verdad. Es inteligente, pero perezosa.

–Siempre te estás quejando, Rachel. ¿Dónde está tu sentido del humor?

–Tengo sentido del humor, pero es difícil tener ganas de reírse cuando Juliet vive del dinero que le prestamos tú y yo. O alguno de sus novios.

–Al menos tiene novio.

–Desear tener novio no es una gran aspiración.

–Claro, Rachel. Eres demasiado inteligente para enamorarte.

–No, mamá. No lo soy, pero sí para tener el futuro asegurado gracias a un hombre. Juliet cree que no tiene que trabajar porque es guapa, pero la belleza es importante solo hasta cierto punto.

–Le tienes envidia.

–Mamá, ya soy mayor para eso. Puede que se la tuviera cuando, a los catorce años, ella, con doce, me robó a mi primer novio. Ahora tengo veintiocho y muy buenos amigos, un trabajo que me encanta y una vida que me gusta.

–Entonces, ¿por qué te quejas de la forma de vivir de tu hermana? Está segura de haber encontrado al hombre ideal, y espero que anuncien su compromiso un día de estos.

Pero la señora Bern se equivocaba: no hubo compromiso. Juliet se quedó embarazada y su rico novio, Antonio Marcello, un hombre de negocios italiano, había roto con ella y se había vuelto a Italia.

Juliet estaba destrozada. Dos meses después, su madre murió. Sabían que no estaba bien. Lo único bueno fue que falleció de un día para otro, sin meses de sufrimiento.

No habían pasado tres semanas cuando se enteraron por la prensa de que Antonio Marcello había muerto en Roma, en su casa, rodeado de su familia.

Juliet ya no se recuperó después de enterarse. Le faltaban tres meses para dar a luz. Dio a luz presa de la depresión y no se recuperó de ella después del parto.

Rachel se había impacientado con ella en los meses posteriores al nacimiento de Michael. Había intentado ocultar su irritación y levantarle la moral, pero estaba abrumada por la depresión de su hermana y su incapacidad para cuidar del bebé.

Su madre había muerto, Juliet no se levantaba de la cama, el bebé necesitaba que lo cuidaran y ella era la única fuente de ingresos de la familia. Rachel no sabía lo que había ocurrido con su vida.

Ya no era su vida.

Llamaron suavemente a la puerta abierta. Rachel alzó la vista y vio que Anna, la joven criada, se hallaba en el umbral.

–Venir conmigo, por favor. Yo acompañar a la puerta –chapurreó en inglés.