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Capítulo 1

 

En cuanto a funerales se refería, aquel era de categoría. Tal y como exigía la tradición, Luca, que era el príncipe regente, llegó el último y ocupó su puesto de honor en la catedral. Estaba sentado enfrente del altar bajo una cúpula decorada con imágenes de Miguel Ángel. A un lado, había unas puertas talladas en bronce a las que llamaban La entrada al Paraíso. Luca estaba muy tenso a causa del dolor de la pérdida y le preocupaba no haberse ocupado de todos los detalles para homenajear al hombre al que le debía todo. Las banderas ondeaban a meda asta en la ciudad de Fabrizio. Los súbditos leales formaban en las calles. Las flores se habían importado de Francia. Los músicos eran de Roma. Una procesión de carruajes a caballo llevaba a los dignatarios de todo el mundo hasta la catedral. Force, el semental negro de Luca, llevaba el ataúd de su padre en un carruaje, y las botas del príncipe estaba colocadas en sentido contrario sobre los estribos. Era una imagen conmovedora, pero el caballo avanzaba con la cabeza bien alta, como si supiera que la carga que llevaba era un gran hombre en su viaje final.

Como nuevo gobernador del pequeño y rico principado de Fabrizio, a Luca, el hombre que los periodistas sensacionalistas solían llamar el chico de los barrios bajos de Roma, estaban mostrándole el máximo respeto. Él se había retirado hacía mucho tiempo de aquellos barrios. Su gran visión para los negocios lo había convertido en billonario, mientras que el hombre al que iban a enterrar lo había convertido en príncipe. Aquel magnífico escenario era muy diferente de los callejones llenos de grafitis y con olor a basura donde Luca había pasado la infancia. Jamás había imaginado que se convertiría en príncipe. De niño, se conformaba con las sobras que robaba de las basuras para llenar el estómago y con los harapos con los que se cubría la espalda.

Al ver que le sonreía una princesa europea, en busca de marido, inclinó la cabeza. Por suerte, recordaba las advertencias que le habían hecho acerca de las mujeres oportunistas y no se comprometería con una aristócrata atontada. Aunque admitía que no podía hacer nada con la testosterona que corría por sus venas. Incluso recién afeitado y vestido de uniforme, parecía un matón. Su aspecto era una de las cosas que su padre adoptivo, el príncipe difunto, no había sido capaz de refinar.

Alto, de piel bronceada y con aspecto de guerrero, Luca no estaba seguro de sus orígenes. Su madre era una trabajadora de Roma. Y creía que su padre era el hombre que solía molestarla a cambio de dinero. El príncipe difunto era el único padre que recordaba con claridad. A él le debía su educación. Y todo lo demás.

Se habían conocido en el Coliseo, donde el príncipe había ido de visita oficial. Luca había estado rebuscando en las basuras y no esperaba que nadie se fijara en él. Sin embargo, el príncipe no había perdido detalle y, al día siguiente, envió a un ayudante para que le ofreciera a Luca vivir en el palacio con Max, el hijo del príncipe. El príncipe había insistido en que se harían compañía el uno al otro y en que Luca sería libre para marcharse si no le gustaba la vida allí.

Luca, tras haber vivido en la calle, era lo bastante listo como para sospechar, pero puesto que estaba hambriento había decidido darle una oportunidad. Aquella oportunidad le había permitido ser quien era, y por eso honrar al príncipe era tan importante para él. Apreciaba muchísimo a su padre adoptivo, por haberle enseñado todo acerca de cómo construir su propia vida en lugar de convertirse en víctima de la misma. No obstante, el príncipe le había hecho una última advertencia desde el lecho de muerte.

–Max es débil. Tú serás el heredero del trono. Has de casarte y conservar mi legado para el país que ambos queremos.

Sujetando la mano delicada de su padre, Luca le había dado su palabra. Y si hubiese podido entregarle su fuerza, también lo habría hecho. En realidad, habría hecho cualquier cosa por salvar al hombre que le había salvado la vida.

Como si pudiera leer su pensamiento, Maximus, el hermano adoptivo de Luca lo miró desde el otro lado del pasillo. No había amor entre ellos. Su padre había fracasado a la hora de forjar una relación con Max, y Luca también. Max prefería salir con mujeres y dedicarse al juego en lugar del arte de gobernar. Nunca había mostrado interés por la familia y Luca enseguida había aprendido que, mientras que el príncipe era su gran aliado, Max siempre sería su mayor enemigo.

Luca agarró el programa del servicio para distraerse de la mirada torva de Max y miró con tristeza la larga lista de logros y títulos que había alcanzado su padre. Nunca volvería a haber un hombre así, y eso hacía que se mostrara decidido a cumplir su promesa.

–Eres un líder nato –le había dicho su padre–, y por eso, te nombro mi heredero.

No era de extrañar que Max lo odiara.

Luca no había buscado el honor de ser el heredero al trono de Fabrizio. No necesitaba el dinero. Podía gobernar el país con calderilla. El éxito lo había alcanzado al insistirle a su padre en que le permitiera estudiar Tecnología en la universidad, con el fin de actualizar su país, Fabrizio. Se había convertido en el hombre más exitoso de la industria y sus activos eran tan grandes que la empresa se automantenía. Ese era el motivo por el que tenía que pensar en gobernar un país, y para rellenar el vacío que tenía a su lado.

–Si no consigues hacer esto en dos años –le había dicho su padre en el lecho de muerte–, nuestra constitución dicta que el trono pasaría a tu hermano –ambos sabían qué implicaba aquello. Max arruinaría Fabrizio–. Es tu destino, Luca –había añadido su padre–. No puedes negarte a la petición de un hombre que está en el lecho de muerte.

Luca no tenía intención de hacerlo, pero la idea de casarse con una princesa sosa no le resultaba nada atractiva. El mundo de los matrimonios de la realeza no tenía comparativa con el encanto de estar con su gente. Se marcharía de allí y viajaría a los huertos de limones del sur de Italia, donde trabajaría con empleados temporeros. No había mejor manera para conocer sus preocupaciones y hacer algo para ayudarlos. La idea de estar encadenado a una frágil muñeca de porcelana lo agobiaba. Él deseaba una mujer de verdad, con coraje y fuego en el interior.

–Hay mujeres buenas ahí fuera, Luca –había insistido su padre–. Depende de ti encontrar una. Elige a una fuerte. Busca lo diferente. Salte del camino establecido.

En aquellos momentos, a Luca le pareció que no podía ser fácil. Mirando a su alrededor, ese mismo día, pensaba que era imposible.

 

 

En cuanto a funerales se refería, aquel era pequeño, pero respetable. Callie se había asegurado de que fuera así. De hecho, las únicas personas que habían pasado para despedirse de su padre, aparte de ella, eran los vecinos de al lado, la animada familia Brown. Era un evento tranquilo, porque Callie siempre se había sentido que debía contrarrestar la vida temeraria e insensata que había llevado su padre, durante la que nunca sabían de dónde sacarían la comida para el día siguiente. De no haber sido por sus amigos los Brown, ella se habría vuelto loca. Ellos siempre se reían de todo lo que la vida les presentara y le recordaban que se divirtiera siempre que pudiera y que no ofendiera a otros.

Ese día, la familia Brown estaba esplendorosa, de no ser porque sus cinco perros se habían bajado de la furgoneta y ladraban sin parar en la puerta del cementerio. Los Brown le ofrecían a Callie la imagen de cómo era la vida de una familia feliz. Al fin y al cabo, lo que ella deseaba de corazón era eso, una familia feliz.

–Adiós, papá –susurró, lamentándose por lo que nunca habían sido el uno para el otro. Después, echó un puñado de tierra húmeda sobre el ataúd.

–No te preocupes, cariño –dijo Ma, rodeando a Callie por los hombros–. Lo peor ha pasado. Tu vida está a punto de comenzar. Es un libro en blanco. Puedes escribir lo que quieras. Cierra los ojos y piensa dónde te gustaría estar. Eso es lo que siempre me hace feliz. ¿No es cierto, Rosie?

Rosie Brown, la mejor amiga de Callie y la hija mayor de los Brown, se acercó a Callie y la agarró del otro brazo.

–Así es, Ma. El mundo es tuyo, Callie. Puedes hacer lo que quieras. Y a veces, tendrás que escuchar a la gente que te quiere y permitir que te ayude.

–¿Hasta dónde se puede llegar con diez libras? –preguntó Callie, esforzándose por sonreír.

Rosie suspiró.

–Cualquier sitio ha de ser mejor que quedarse por aquí… Lo siento, Ma, sé que te encanta este lugar, pero ya sabes a qué me refiero. Callie necesita un cambio.

Cuando llegó el momento de subirse de nuevo a la furgoneta, Callie se sentía mejor. Estar con los Brown era como tomarse una buena dosis de optimismo, y después de haberse pasado la vida sufriendo abuso físico y verbal, lo necesitaba. Era libre. Por primera vez en su vida, era libre. Solo quedaba una pregunta: ¿cómo iba a utilizar esa libertad?

–Ni pienses en trabajar –le advirtió Ma Brown, volviéndose desde el asiento delantero para hablar con Callie–. Nuestra Rosie puede cubrir tu turno en el pub por ahora.

–Lo haré encantada –dijo Rossie, y apretó el brazo de Callie–. Necesitas unas vacaciones.

–No tengo dinero para ir a ningún sitio –contestó Callie. Su padre no le había dejado nada. La casa en la que vivían era de alquiler. Él siempre había bebido mucho y se había dedicado al juego. El trabajo de Callie, como limpiadora en el pub, solo servía para pagar la comida que necesitaban, y eso solo si él no le pedía el dinero para gastárselo en la sala de juego.

–Piensa en lo que te gustaría hacer –insistió Ma Brown–. Ahora es tu turno, Callie.

 

 

A ella le gustaba estudiar. Cultivarse. Aspiraba a ser algo más que limpiadora en un pub. Su sueño era trabajar en el exterior, respirando aire fresco y sintiendo el sol en el rostro.

–Nunca se sabe –añadió Ma–. Mañana cuando limpiemos la casa igual descubrimos que tu padre se dejó un montón de dinero en su ropa, por equivocación.

Callie puso una media sonrisa. Sabía que sería afortunada si se encontraba alguna monedita. Su padre nunca había tenido dinero. Nunca habrían sobrevivido sin la generosidad de los Brown. Pa Brown tenía una huerta donde cultivaba verduras y siempre le daba algunas a Callie.

–No te olvides de que puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que necesites –le dijo Ma Brown, desde el asiento del copiloto.

–Gracias, Ma –inclinándose hacia delante, Callie le dio un beso en la mejilla–. No sé lo que haría sin ti.

–Te iría bien –insistió Ma Brown–. Siempre has sido una mujer capaz y ahora eres libre para llegar tan alto como tu madre quería. Ella solía soñar con su hijita y con lo que esa hijita conseguiría. Es una lástima que no viviera para verte crecer.

«Pronto descubrirá lo que puedo y no puedo hacer», pensó Callie mientras los Brown y sus perros salían de la furgoneta. No podía quedarse mucho tiempo. Suponía una carga para los Brown. Ya tenían suficiente con intentar mantenerse a flote ellos mismos. En cuanto pagara las deudas que había dejado su padre, se iría a explorar mundo. Quizá a Blackpool. Allí el ambiente era fortalecedor. Blackpool era un pueblo costero del norte de Inglaterra que tenía mucha personalidad. También muchos hotelitos en busca de personal de la limpieza. Callie decidió que empezaría a buscar trabajo allí en cuanto tuviera un minuto libre.

 

 

De no haber sido por lo animada que era la familia Brown, la tarea de recoger las cosas de su padre se habría convertido en una tarea dura. Ma revisó cada habitación, mientras Callie y Rosie recogían todo para llevarlo a las organizaciones benéficas. Algunas cosas se podrían vender y otras irían directas a la basura. El montón de cosas que se podía vender era decepcionantemente pequeño.

–Nunca me había fijado en cuánta basura teníamos –admitió Callie.

–Tu padre se debió llevar lo que tenía con él.

–Dudo que tuviera algo –comentó Callie.

–No le quedó nada después de haberse dedicado al juego y a la bebida –comentó Ma Brown.

–Ahí es donde os equivocáis –comentó Rosie con tono triunfal mientras sacaba un billete de cinco libras–. ¡Mirad lo que he encontrado!

–¡Mira, Callie! –Ma Brown comenzó a reír mientras Rosie le entregaba el billete a su amiga–. Ricos, sin duda. ¿Qué vas a hacer con ese dinero?

–Nada sensato, espero –insistió Rosie mientras Callie miraba sorprendida el billete–. Ni siquiera es bastante como para comprar una bebida, y mucho menos una comida decente.

Habría preferido no haber perdido a su padre, y le resultaba extraño después de haberse pasado todos esos años intentando ganarse su amor, y asumiendo que no había amor en él.

–Lo echaré en el bote de la asociación benéfica de la esquina –murmuró en voz alta.

–No lo harás –insistió Ma Brown–. Ya me ocuparé yo –dijo, y le quitó el billete de la mano.

–Tómatelo como un regalo de Navidad de parte de tu padre –la tranquilizó Rosie–. Ma hará algo sensato con ello.

–Será el primer regalo que él le haya dado –murmuró Ma Brown–. Y en cuanto a hacer algo sensato con él… Tengo otra idea.

–Me parece bien –dijo Callie con una sonrisa, confiando en que se zanjara el tema.

Consciente de que su amiga estaba disgustada, Rosie cambió de tema rápidamente. La siguiente ocasión en la que Callie oyó hablar de la sorpresa que habían encontrado fue durante la cena en casa de los Brown. Cuando las chicas terminaron de recoger, Ma Brown se cruzó de brazos y sonrió antes de anunciar:

–Querida Callie, antes de que digas nada, sabemos que no te dedicas al juego y sabemos muy bien por qué, pero esta vez vas a aceptar algo de mi parte, así que, di gracias y nada más.

Callie se puso tensa cuando vio que Ma Brown le regalaba una tarjeta de rasca y gana.

–Necesitarás algo para rascarla –comentó Pa Brown, sacando una moneda del bolsillo.

–Cierra los ojos e imagina dónde te llevará ese dinero –comentó Rosie.

–¿Qué dinero? –Callie sonrió al ver que todos se quedaban en silencio. El silencio era algo extraño en aquella casa. No podía decepcionarlos.

–Ya es hora de que cambie la suerte –insistió Rosie–. ¿Qué has de perder?

Los Brown habían sido muy amables con ella, pero seguramente con el dinero de la tarjeta no iría más que hasta la chimenea, para quemarla cuando comprobara que no había sido premiada.

–Cerraré los ojos y me imaginaré en un lugar donde siempre he soñado con ir…

–Abre los ojos y rasca la tarjeta –insistió Ma Brown.

Cuando todos empezaron a reírse, Callie se sentó a la mesa y comenzó a rascar la tarjeta.

–¿Y bien? No nos engañes. Dinos qué te ha tocado –comentó Ma Brown.

–Cinco. Mil. Libras.

Nadie dijo ni una palabra durante unos instantes.

–¿Qué has dicho? –preguntó Rosie.

–He ganado cinco mil libras.

Los Brown exclamaron entusiasmados y durante un buen rato estuvieron comentando varias ideas. Abrir una tiendecita cerca del pub, o una cafetería…

–Quiero daros el dinero a vosotros –insistió Callie.

–Ni de broma –Ma Brown se cruzó de brazos para zanjar el tema.

Callie decidió que guardaría una parte para ellos de todas maneras.

–Podrías comprarte todos los perros de rescate del mundo –dijo Tom, uno de los chicos pequeños de la familia Brown.

–O un coche de segunda mano –dijo otro.

–¿Por qué no te lo gastas en ropa? –sugirió una de las niñas–. Nunca tendrás otra oportunidad así de llenar tu armario.

«¿Qué armario?» pensó Callie. Todas sus pertenencias cabían en una maleta.

–No es una fortuna y Callie debe hacer algo que la haga feliz –dijo Pa Brown–. Debería cumplir alguno de sus sueños, algo que siempre recordará. Hasta ahora no se ha divertido mucho en la vida, y esta es su oportunidad.

La habitación se quedó en silencio. Nadie había oído a Pa Brown dar un discurso tan largo en su vida. Ma Brown siempre hablaba por él.

–Bueno, Callie –intervino Ma Brown–. ¿Tienes alguna idea al respecto?

–Sí –contestó ella.

–No será ir a Blackpool –dijo Rosie, girando los ojos–. Podemos ir allí cualquier fin de semana.

–¿Y bien? –preguntaron todos a la vez.

Callie agarró la guía de televisión y la abrió sobre la mesa. Había un artículo con una foto de unos huertos de limones donde una pareja con dos niños jugaba sobre la hierba. El titular decía: Visita Italia.

–¿Por qué no? –dijo Callie al ver que nadie decía nada–. Puedo soñar, ¿no?

–Ahora puedes hacer mucho más que soñar –comentó Ma Brown.

Para entonces, Callie ya estaba dejando su sueño en segundo plano y sustituyéndolo por uno más realista. Quizá un fin de semana en algún hotel de la costa. De paso, podría buscar trabajo mientras estuviera allí.

–Sé ambiciosa. Piensa en Italia –insistió Rosie.

–Eso sería un buen recuerdo –dijo Pa Brown.

Callie miró por la ventana. La gente que pasaba iba encogida por el frío. La foto de la revista prometía algo muy diferente, sol y árboles frutales, en lugar del humo de los coches y la ropa de abrigo. Miró la página de nuevo. Era como una ventana abierta hacia otro mundo. Las personas de la foto eran modelos, pero era evidente que no podían estar fingiendo la sensación de libertad y de felicidad que expresaba su rostro.

–Italia –comentó Ma Brown, pensativa–. Necesitarás ropa nueva para ir allí. No te preocupes, Callie. No tendrás que gastarte mucho. Encontrarás de todo en la calle principal.

Rosie miró a su madre frunciendo el ceño.

–Esta es la oportunidad de Callie para tener algo especial –susurró.

–Y debería tenerlo –convino Pa Brown–. Ya ha aguantado bastante.

–Entonces, que haga una mezcla entre la ropa de la calle principal y algo de diseño.

–Amalfi –dijo Callie, pensando en la foto de la revista. La idea de viajar a Italia era emocionante. Lo que necesitaba era un cambio de escenario antes de empezar con la siguiente fase de su vida.

–Ese sol maravilloso y la comida deliciosa, por no mencionar la música –comentó Rosie, llevándose la mano al corazón.

«Ese ambiente romántico y los hombres italianos», la vocecita interior de Callie habló con un susurro. Ella la silenció. Siempre había tenido cuidado con las relaciones románticas. Había tenido demasiados deberes en casa como para ser frívola, y demasiadas oportunidades de presenciar lo violento que podía llegar a ser un hombre.

–Vamos, Callie. ¿Dónde está tu sentido de aventura? –preguntó Ma Brown.

Era libre de hacer lo que quisiera, así que, ¿por qué no se compraba un vestido de diseño por una vez? Tenía la posibilidad de dejar de ser Callie por unos días. Por una vez, la niña buena podía mostrar su lado divertido, si es que seguía teniéndolo.