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Akal / Básica de Bolsillo / 341

Serie Negra

Arthur Conan Doyle

EL VALLE DEL MIEDO

Traducción de: Silvana Appeceix

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El valle del miedo, publicada por primera vez en Strand Magazine entre 1914 y 1915, fue la última de las novelas protagonizadas por el detective Sherlock Holmes. Al igual que ya hiciera en su Estudio en escarlata, Doyle divide la historia en dos partes que se ambientan en sendos lugares separados por la distancia y el tiempo, si bien con un nexo común: la maquinación del gran Moriarty. Sherlock recibe la noticia de un asesinato en Birlstone, Sussex, y tras sus pesquisas logrará desentrañar lo que resulta ser un asunto con un mayor transfondo, cuyas circunstancias se desvelan en la segunda parte del relato. En esta, la protagonista es la logia de los Scowrers de la zona minera de Pensilvania, inspirada en una sociedad secreta que existió realmente en Estados Unidos: los Molly Maguire. Holmes vuelve a demostrar que nada es casual y que tras el mal puede haber una mente única difícil de atrapar.

 

Diseño de portada

Sergio Ramírez

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Nota editorial:

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Título original:

The Valley of Fear

© Ediciones Akal, S. A., 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4622-6

Parte I

La tragedia de Birlstone

Capítulo I

La advertencia

Me inclino a pensar… –dije.

—Yo debería hacer lo mismo –comentó Sherlock Holmes con impaciencia.

Me considero uno de los mortales más sufridos, pero confieso que su interrupción irónica me molestó.

—De veras, Holmes –dije, severo–, a veces es usted un poco irritante.

Se hallaba demasiado absorto en sus propias meditaciones como para responder inmediatamente a mi protesta. Se apoyó sobre su mano, con el desayuno intacto delante, y fijó la mirada en el papel que acababa de sacar del sobre. Luego, cogió el sobre, lo acercó a la luz y con mucho cuidado estudió el exterior y la solapa.

—Es la letra de Porlock –dijo pensativamente–. Sólo la he visto dos veces, pero no hay dudas de que es su letra. La é griega con la peculiar floritura arriba es muy distintiva. Pero si es Porlock, entonces debe ser algo muy importante.

Hablaba más para sí mismo que para mí, pero el interés que despertaron sus palabras sustituyó a mi enojo.

—Entonces, ¿quién es Porlock? –pregunté.

—Porlock, Watson, es un nom-de-plume, una simple señal de identificación, pero detrás de ella se esconde una personalidad muy evasiva[1]. En una carta anterior me informó con mucha sinceridad de que ese no era su nombre y me desafió a que intentara rastrearlo entre los millones de personas que viven en esta gran ciudad. Porlock es importante, no por sí mismo, sino por el gran hombre con el que tiene tratos. Imagínese usted al pez piloto junto al tiburón, al chacal junto al león… cualquier cosa que sea insignificante en compañía de algo formidable. No sólo formidable, Watson, sino siniestro, pero siniestro en el nivel más alto. Por eso lo tomo en cuenta. ¿Alguna vez me escuchó nombrar al profesor Moriarty?

—El famoso científico criminal, tan famoso entre los criminales como…

—¡Por Dios, Watson! –murmuró Holmes con tono de desa­probación.

—Estaba a punto de decir: como desconocido entre el público.

—¡Apenas! ¡Un apenas evidente! –exclamó Holmes–. Usted, inesperadamente, está desarrollando cierto agudo sentido del humor, Watson, contra el cual debo aprender a defenderme. Pero, al llamar a Moriarty criminal, usted lo está difamando, según la ley. ¡Allí reside la gloria y la maravilla de todo esto! El maquinador más grande de todos los tiempos, el organizador de todas las entregas, el cerebro que controla todo el mundo criminal, una mente que pudo haber cumplido o destruido el destino de las naciones. Ese es el hombre. Pero se mantiene tan lejos de cualquier sospecha –tan inmune a toda crítica– y tan admirable es su forma de manejarse y su humildad que, por esas palabras que usted ha dicho, podría llevarlo a juicio y quedarse con su pensión anual, Watson, como un solatium[2] para su personalidad ofendida. ¿Acaso no es el afamado autor de La dinámica de un asteroide, un libro que asciende a tan raras cuestiones de matemática pura que se dice que ninguna persona de la prensa científica puede criticarlo? ¿Se puede calumniar a semejante hombre? ¡Doctor maleducado y profesor difamado, así le llamarían! Eso es genio, Watson. Pero si los hombres menos dotados me ayudan, nuestro día seguramente llegará.

—¡Ojalá esté presente para verlo! –exclamé con devoción–. Pero usted estaba hablando de ese hombre Porlock.

—Ah, sí. El llamado Porlock es un eslabón que se inserta en la cadena no muy lejos de su cabeza. Entre nosotros, le confieso que Porlock no es un eslabón muy sólido. Es el único fallo en toda la cadena, hasta donde he podido probarla.

—Pero ninguna cadena es más fuerte que su eslabón más débil.

—Exacto, mi querido Watson. Por eso Porlock es tan importante. Guiado por toscas aspiraciones a hacer lo correcto, y alentado por juiciosos estímulos de diez libras que le llegan a través de métodos indirectos, me ha dado un par de veces información de primera mano muy útil, de la mayor utilidad, ya que me ha permitido anticipar y prevenir los crímenes en lugar de vengarlos. No tengo dudas de que, si tuviésemos la clave, hallaríamos que esta comunicación es del tipo que he nombrado.

De nuevo Holmes alisó el papel sobre su plato limpio. Me levanté y, agachándome sobre él, observé detenidamente la curiosa inscripción, que decía lo siguiente:

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—¿Qué opina de esto, Holmes?

—Sin duda es un intento de enviarme información secreta.

—Pero, ¿de qué sirve un mensaje cifrado si no tenemos la clave para descifrarlo?

—En este caso, no sirve para nada.

—¿Por qué dice «en este caso»?

—Porque existen muchos códigos que yo puedo leer tan fácilmente como los apócrifos de la columna de avisos: ardides burdos como estos entretienen la mente sin cansarla. Pero esto es diferente. Sin duda son una referencia a las palabras de la página de algún libro. Estoy maniatado hasta que me digan el número de página y en qué libro está.

—Pero, ¿por qué «Douglas» y «Birlstone»?

—Sin duda son palabras que no aparecían en la página en cuestión.

—Entonces, ¿por qué no indicó el libro?

—Su astucia natural, mi querido Watson, esa agudeza innata que deleita a sus amigos, seguramente le impediría encerrar en el mismo sobre la clave y el mensaje cifrado. Si cayera en las manos equivocadas, usted estaría muerto. De esta forma, ambas cartas tienen que perderse para que le suceda algo malo. Nuestro segundo correo llega ya con retraso, y mucho me sorprendería si no contuviera una explicación o, lo que es más probable, el libro al que se refieren estos números.

Los cálculos de Holmes se cumplieron pocos minutos después cuando apareció Billy, el mensajero, con la carta que esperábamos.

—La misma letra –comentó Holmes mientras abría el sobre–, y está firmada –agregó con voz alegre al mismo tiempo que abría la carta–. Vea, Watson, estamos progresando.

Su rostro se ensombreció, sin embargo, al ojear el contenido.

—¡Por Júpiter! Esto es muy decepcionante. Me temo, Watson, que todas nuestras expectativas se desvanecen. Confío en que este hombre, Porlock, saldrá sin problemas de esto.

QUERIDO SR. HOLMES:

No indagaré más en este asunto. Es demasiado peligroso. Sospecha de mí. Me doy cuenta de que sospecha de mí. Vino inesperadamente después de que yo hubiera escrito la dirección en el sobre con la intención de enviarle la clave del cifrado. Pude inventar una excusa. Si lo hubiese visto, las cosas habrían ido muy mal para mí. Pero leo la sospecha en sus ojos. Por favor, queme el mensaje cifrado, que ya no puede serle de utilidad.

FRED PORLOCK

Holmes se sentó por espacio de unos minutos, retorciendo la carta con los dedos y frunciendo el entrecejo mientras observaba la chimenea.

—Después de todo –dijo finalmente–, puede ser que no haya nada en todo eso. Quizá sea sólo su conciencia culpable. Sabiendo él mismo que es un traidor, pudo haber leído la acusación en la mirada del otro.

—El otro es, supongo, el profesor Moriarty.

—Nada menos. Cuando cualquier miembro de ese grupo dice «Él», ya sabes de quién está hablando. Solo hay un «Él» que predomina entre todos ellos.

—Pero, ¿qué puede hacer él?

—¡Hum! Esa es una pregunta muy amplia. Cuando te enfrentas a una de las mentes más grandes de Europa y todas las fuerzas de la oscuridad están de su lado, surgen infinitas posibilidades. De cualquier manera, nuestro amigo Porlock evidentemente está fuera de sí de miedo. Compare la escritura de la nota con la que aparece en este sobre que, según nos dice, fue escrito antes de la malhadada visita. La primera es clara y firme, la otra es apenas legible.

—¿Por qué le escribió después de todo? ¿Por qué no se olvidó de todo el asunto inmediatamente?

—Porque, si hacía eso, temía que yo preguntara por él y lo metiera en problemas.

—Sin duda –dije–. Claro que –había levantado el primer mensaje cifrado y lo observaba fijamente– es muy irritante pensar que ese pedazo de papel pueda contener un secreto importante que ningún hombre ahora puede descifrar.

Sherlock Holmes había apartado su desayuno intacto y había encendido su desagradable pipa, que era la compañera de sus meditaciones más profundas.

—Me pregunto… –dijo, inclinándose contra su silla y mirando el techo–. Quizá haya algunos puntos que han escapado a su inteligencia maquiavélica. Consideremos el problema a la luz de la razón pura. Este hombre alude a un libro. Ese es nuestro punto de partida.

—Un comienzo un tanto vago.

—Entonces veamos si podemos definirlo un poco más. Cuando concentro mi mente sobre el problema, menos impenetrable parece. ¿Qué indicaciones tenemos de este libro?

—Ninguna.

—Bueno, bueno, no está todo tan mal. El mensaje cifrado comienza con un gran 534, ¿no? Podemos conjeturar que 534 es la página a la que se refiere el mensaje cifrado. Por lo tanto, nuestro libro se ha convertido en un libro muy largo, que ya es algo. ¿Qué otras indicaciones tenemos sobre la naturaleza de este libro? El siguiente signo es C2. ¿Qué piensa de eso, Watson?

—Seguramente es el capítulo dos.

—Lo dudo, Watson. Usted, ciertamente, estará de acuerdo conmigo en que, si nos da la página, el número del capítulo es irrelevante. Además, si el capítulo dos comienza en la página 534, entonces la longitud del primero debió ser insoportable.

—¡Columna! –exclamé.

—Brillante, Watson. Está muy despierto esta mañana. Si no alude a una columna, entonces me han engañado. Ahora, vea, comenzamos a visualizar un libro largo, impreso a dos columnas que son de considerable extensión, ya que una de las palabras aparece en el documento como la doscientos noventa y tres. ¿Hemos llegado al límite de lo que puede proporcionarnos la razón?

—Me temo que sí.

—Sin duda, se considera injustamente. Una chispa más, mi querido Watson. ¡Otra onda cerebral! Si el libro hubiese sido muy raro, me lo habría enviado. Pero, en lugar de eso, quería, antes de que su plan se derrumbara, enviarme la clave en el sobre. Él mismo lo dice en la nota. Esto parece indicar que se trata de un libro que él considera que yo no tendría problemas en encontrar. Él los tenía, y se imaginaba que yo también los poseería. Para resumir, Watson, es un libro muy común.

—Lo que usted dice ciertamente suena plausible.

—Entonces, hemos reducido nuestro campo de búsqueda a un libro grande, impreso a doble columna y que es muy común.

—¡La Biblia! –exclamé victorioso.

—¡Bien, Watson, bien! Aunque no, si se me permite decirlo, lo suficientemente bueno. Incluso si yo hubiese llegado a esa conclusión, no se me ocurre otro libro menos probable de ser leído por los secuaces de Moriarty. Además, existen tantas ediciones de las Sagradas Escrituras que difícilmente pensaría que dos copias tienen la misma numeración. Se refería claramente a un libro estandarizado. Sabe con certeza que su página 534 coincidirá exactamente con mi página 534.

—Pero pocos libros tienen esas características.

—Exacto. En ello está nuestra salvación. La búsqueda se reduce a libros estandarizados que cualquiera podría poseer.

—¡Bradshaw![3] 

—Presenta ciertas dificultades, Watson. El vocabulario de Bradshaw es nervioso y tenso, pero limitado. La elección de palabras no se prestaría para componer mensajes generales. Eliminaremos a Bradshaw. El diccionario, me temo, es inadmisible por la misma razón. ¿Qué nos queda?

—¡Un almanaque!

—¡Excelente, Watson! Si no me equivoco, usted ha dado justo en el clavo. ¡Un almanaque! Consideremos las virtudes del Whitaker’s Almanack[4]. Es de uso común. Tiene la cantidad de hojas requeridas. Está impreso a doble columna. Aunque comienza con un vocabulario limitado, hacia el final, si recuerdo bien, se vuelve muy locuaz –tomó el libro de su escritorio–. Aquí está la página 534, segunda columna, un fragmento sustancioso sobre, según veo, el comercio y los recursos de la India británica. ¡Anote las palabras, Watson! La número trece es «Mahratta»[5]. Me temo que no es un comienzo muy prometedor. La número ciento veintisiete es «Gobierno», que, por lo menos, tiene sentido, aunque un tanto irrelevante para nosotros y para el profesor Moriarty. Intentemos de nuevo. ¿Qué está haciendo el gobierno de Mahratta? ¡Qué lástima! Las siguientes palabras son «cerdas de puerco». ¡Estamos acabados, mi buen Watson! ¡Ha terminado!

Había hablado con tono burlón, pero el temblor de sus cejas gruesas revelaba su desilusión y enojo. Yo permanecí sentado, triste e incapaz de ayudar mientras observaba el fuego en la chimenea. Una repentina exclamación de Holmes rompió el largo silencio. El detective corrió hacia un armario, y emergió de él con otro volumen amarillo en sus manos.

—¡Pagamos el precio, Watson, por estar demasiado actualizados! –exclamó–. Nos adelantamos a nuestro tiempo y sufrimos el castigo correspondiente. Como hoy es 7 de enero, hemos colocado, muy apropiadamente, el almanaque nuevo. Es más que probable que Porlock haya confeccionado su mensaje con el viejo. Sin duda nos habría informado si hubiese escrito su carta de explicación. Ahora, veamos qué nos reserva la página 534. La palabra número trece es «hay», que es mucho más prometedora. La número ciento veintisiete es «un»: «Hay un» –los ojos de Holmes brillaban de ansiedad y sus dedos delgados y nerviosos temblaban mientras contaba las palabras– «peligro». ¡Ja! ¡Ja! ¡Excelente! Escriba eso, Watson. «Hay» «un» «peligro» «puede» «venir» «muy» «pronto» «uno». Luego tenemos el nombre «Douglas», «rico», «hombre de campo», «ahora», «en», «Birlstone», «Casa», «Birlstone», «convencimiento», «es», «urgente». ¡Lo tenemos, Watson! ¿Qué piensa ahora de la razón pura y sus frutos? Si el verdulero tuviera una corona de laureles, enviaría a Billy a comprarla.

Yo estaba observando el extraño mensaje que había anotado en una hoja de papel sobre mi rodilla mientras Holmes lo descifraba.

—¡Qué forma rara y confusa de componer un mensaje! –dije.

—Al contrario, lo ha hecho muy bien –dijo Holmes–. Cuando usted busca en una sola columna palabras para componer un mensaje, difícilmente pueda hallar todo lo que necesita. Está casi obligado a dejar algo para que piense el lector. El significado es clarísimo. Alguien planea una maldad contra un tal Douglas, quien quiera que sea, que es un rico caballero de campo. Está seguro –«convencimiento» es lo más cercano a «convencido» que encontró– de que es un asunto urgente. Ese es nuestro resultado, y ha sido un complejo trabajo de análisis.

Holmes mostraba la alegría impersonal de un verdadero artista que contempla su obra maestra, de la misma manera que se lamentaba profundamente cuando no llegaba al gran nivel al que aspiraba. Todavía reía cuando Billy abrió la puerta y dejó entrar al inspector MacDonald de Scotland Yard.

Esos eran los primeros días de finales de la década de 1880, cuando Alec MacDonald aún no había cosechado la fama nacional de la que ahora disfruta. Era un miembro de la fuerza detectivesca joven pero digno de confianza, que se había distinguido en varios casos que le habían confiado. Su alta figura huesuda prometía una fuerza física excepcional, al mismo tiempo que su gran cráneo y sus ojos hundidos y brillantes revelaban con igual elocuencia la aguda inteligencia que irradiaba detrás de sus gruesas cejas. Era un hombre silencioso y preciso, de carácter severo y un fuerte acento de Aberdeen.

Holmes ya lo había ayudado dos veces a alcanzar el éxito, siendo su única recompensa el goce intelectual del problema. Por eso, el afecto y el respeto que tenía el escocés por su colega amateur eran muy profundos, y los demostraba a través de la franqueza con la que consultaba a Holmes en cada dificultad. La mediocridad no conoce nada más allá de sí misma, pero el talento instantáneamente reconoce el genio, y MacDonald poseía suficiente talento en su profesión para permitirle percibir que no era humillante buscar la ayuda de alguien que ya era único en Europa, tanto por sus dotes como por su experiencia. Holmes no estaba predispuesto a la amistad, pero toleraba al gran escocés y sonrió al verlo entrar.

—Es usted un pájaro madrugador, Sr. Mac –dijo–. Le deseo suerte con su gusano. Me temo que su presencia significa que se está tramando alguna maldad.

—Si hubiese dicho «espero» en lugar de «temo», estaría más cerca de la verdad, pienso yo, Sr. Holmes –contestó el inspector con una sonrisa astuta–. Bueno, quizá un pequeño trago pueda eliminar el frío seco matutino. No, no fumaré, gracias. No puedo quedarme mucho tiempo, porque las primeras horas después de que se comete un crimen son las más valiosas, como nadie mejor que usted sabe. Pero… pero…

El inspector se interrumpió de repente, y miró fijamente con una expresión de asombro absoluto el papel sobre la mesa. Era la hoja sobre la que yo había garabateado el mensaje enigmático.

—¡Douglas! –tartamudeó el inspector–. ¡Birlstone! ¿Qué significa todo esto, Sr. Holmes? ¡Hombre, es brujería! ¿Dónde, en nombre de todo lo que es bueno, consiguió esos nombres?

—Es un mensaje cifrado que el Dr. Watson y yo hemos tenido la oportunidad de resolver. Pero, ¿por qué, qué hay de raro en esos nombres?

El inspector miró primero a Holmes y después a mí con una expresión de confuso asombro.

—Sólo esto –dijo–, que el Sr. Douglas, de Birlstone Manor House, fue horriblemente asesinado anoche.

[1] Con nom-de-plume se refiere a un pseudónimo.

[2] Una forma de compensación por un daño emocional más que físico o financiero.

[3] La Bradshaw’s Guide era una serie de guías de viajes y de horarios de ferrocarril publicados por el cartógrafo e impresor George Bradshaw (1800-1853).

[4] Un almanaque muy conocido de Gran Bretaña, publicado por primera vez en 1868.

[5] O Maratha, una región del estado de Maharashtra, en la India. También es el nombre de una casta, que se concentra principalmente en esa región.

Capítulo II

Sherlock Holmes da un discurso

Era uno de aquellos momentos dramáticos por los que mi amigo se desvivía. Sería exagerado decir que estaba sorprendido o incluso emocionado por el increíble anuncio. Sin tener ni un vestigio de crueldad en su singular personalidad, Holmes era, sin duda, insensible a una larga sobreestimulación. Pero, si sus emociones eran opacas, sus percepciones intelectuales eran excesivamente activas. En ese momento, no había rastros del horror que yo mismo había sentido ante esta brusca declaración, pero su rostro mostraba la tranquilidad serena y silenciosa del químico que observa cómo se acomodan los cristales a causa de la solución sobresaturada.

—¡Extraordinario! –dijo Holmes–. ¡Extraordinario!

—No parece usted muy sorprendido.

—Interesado, Sr. Mac, pero escasamente sorprendido. ¿Por qué debería estarlo? Recibo una comunicación anónima de un sector que sé que es importante, advirtiéndome sobre el peligro que amenaza a cierta persona. En menos de una hora, me entero de que ese peligro se ha materializado y que esa persona está muerta. Estoy interesado, pero, como usted ve, no estoy sorprendido.

En pocas palabras le explicó al inspector los hechos acerca de la carta y el cifrado. MacDonald estaba sentado con el mentón apoyado sobre su mano, con sus cejas grandes y rubias enredadas en un embrollo amarillo.

—Mi intención era ir a Birlstone esta mañana –dijo–. Vine a preguntarle si les gustaría acompañarme, a usted y a su amigo aquí presente. Pero por lo que usted dice, quizá lo mejor sea trabajar en Londres.

—Me parece que no –dijo Holmes.

—¡Por amor de Dios, Sr. Holmes! –exclamó el inspector–. En uno o dos días los periódicos estarán llenos con artículos sobre el Misterio de Birlstone, pero ¿dónde está el misterio si hay un hombre en Londres que profetizó el crimen antes de que ocurriera? Debemos atrapar a ese hombre y el resto vendrá por sí solo.

—Sin duda, Sr. Mac, pero ¿cómo piensa capturar al llamado Porlock?

MacDonald dio vuelta a la carta que Holmes le había alcanzado.

—Enviado desde Camberwell, eso no nos ayuda mucho. El nombre, dice usted, es falso. Ciertamente no tenemos mucho con qué empezar. ¿No dijo usted que le había enviado dinero?

—Dos veces.

—¿Cómo?

—En pagarés enviados a la oficina de correos de Camberwell.

—¿Alguna vez se tomó la molestia de averiguar quién los recogía?

—No.

El inspector parecía sorprendido e incrédulo.

—¿Por qué no? –preguntó.

—Porque siempre me mantengo fiel a lo que digo. La primera vez que me escribió le prometí que no intentaría rastrearlo.

—¿Cree que trabaja para alguien?

—Sé que trabaja para alguien.

—¿Ese profesor que usted ya me ha mencionado?

—¡Exacto!

El inspector MacDonald sonrió y sus párpados temblaron cuando me miró.

—No le ocultaré, Sr. Holmes, que el Departamento de Investigación Criminal cree que usted está un poco obsesionado con ese profesor. Yo mismo llevé a cabo algunas pesquisas sobre el tema. Parece ser un hombre muy respetado, sabio y de talento.

—Me alegro de que, por lo menos, haya recocido su talento.

—¡Hombre, es imposible no hacerlo! Después de escuchar su opinión, me fui a verlo. Charlamos sobre los eclipses. No puedo decir cómo llegamos a ese tema, pero sacó una linterna y un globo terráqueo y me aclaró todo en un minuto. Me prestó un libro, pero no me avergüenza decir que es demasiado para mí, a pesar de que recibí una buena educación en Aberdeen. Habría sido un gran ministro, con su rostro delgado, su cabello gris y su forma de hablar solemne y seria. Cuando apoyó su mano sobre mi hombro mientras nos despedíamos, fue como la bendición que un padre le da a su hijo antes de enviarlo al mundo frío y cruel.

Holmes se rio entre dientes y se frotó las manos.

—¡Excelente! –dijo–. ¡Excelente! Dígame, amigo MacDonald, ¿esa entrevista tan agradable y conmovedora tuvo lugar, supongo, en el estudio del profesor?

—Así es.

—Una bonita habitación, ¿no?

—Muy bonita, hermosa en realidad, Sr. Holmes.

—¿Se sentó usted frente al escritorio?

—Sí.

—¿El sol en sus ojos y el rostro del profesor en la sombra?

—Bueno, atardecía ya, pero me parece que la lámpara me daba en el rostro.

—No me sorprende. ¿Tuvo la oportunidad de observar un cuadro sobre la cabeza del profesor?

—Muy poco se me escapa, Sr. Holmes. Quizá haya aprendido eso de usted. Sí, vi el cuadro: una mujer joven con la cabeza apoyada sobre las manos, echando una ojeada furtiva en dirección al que contempla la obra.

—Ese cuadro fue pintado por Jean Baptiste Greuze[1].

El inspector intentó parecer interesado.

—Jean Baptiste Greuze –continuó Holmes, juntando la punta de sus dedos y recostándose en su silla–, fue un artista francés que tuvo su época de esplendor entre 1750 y 1800. Me refiero, claro está, a su carrera profesional. La crítica moderna ha hecho algo más que respaldar la gran estima en que lo tenían sus contemporáneos.

Los ojos del inspector se nublaron.

—No sería mejor que… –dijo.

—Lo estamos haciendo –interrumpió Holmes–. Todo lo que estoy diciendo guarda una relación muy estrecha y vital con lo que usted ha llamado el Misterio de Birlstone. De hecho, podría hasta decirse que es el corazón de todo el asunto.

MacDonald sonrió débilmente y me dirigió una mirada suplicante.

—Su mente es demasiado rápida para mí, Sr. Holmes. Usted pasa por alto uno o dos eslabones, y yo no puedo cruzar la brecha. ¿Cuál puede ser la relación entre este artista muerto y el asunto de Birlstone?

—Todo tipo de conocimiento es útil para el detective –comentó Holmes–. Incluso el hecho trivial de que, en el año 1865, una obra de Greuze titulada La Jeune Fille à l’Agneau, fuera vendida por un millón doscientos mil francos –más de cuarenta mil libras– en la venta de Portalis. Quizá este dato active en su mente una sucesión de reflexiones.

Sin duda lo había hecho. El inspector parecía sinceramente interesado.

—Le recuerdo –continuó Holmes– que puede determinar el sueldo del profesor en varios libros de referencia fiables. Es de setecientos anuales.

—Entonces, ¿cómo pudo comprar?

—¡Exacto! ¿Cómo pudo?

—Sí que es sorprendente –dijo el inspector pensativamente–. Siga hablando, Sr. Holmes. Me encanta. ¡Es grandioso!

Holmes sonrió. La admiración genuina siempre lo entusiasmaba; la característica del verdadero artista.

—¿Qué pasa con Birlstone?

—Todavía tenemos tiempo –contestó el inspector mientras miraba su reloj–. Tengo un coche en la puerta y no nos llevará más de veinte minutos llegar a Victoria. Pero volvamos al cuadro… Creía que usted nunca se había encontrado con el profesor Moriarty.

—Nunca lo he hecho.

—Entonces, ¿cómo conoce sus habitaciones?

—Ah, ese es otro tema. He estado tres veces en sus habitaciones, dos de ellas esperándolo bajo distintos pretextos y yéndome antes de que regresara. La otra vez… bueno no puedo contarle a un detective lo que hice esa otra vez. En la última oportunidad, me tomé la libertad de husmear entre sus papeles, con los resultados más inesperados.

—¿Halló algo que lo comprometía?

—Nada en absoluto. Eso fue lo que más me sorprendió. Sin embargo, ahora entienda usted por qué mencioné el cuadro. Demuestra que es un hombre muy rico. ¿Cómo amasó su fortuna? No está casado. Su hermano menor es un director de estación en el oeste de Inglaterra. Su cátedra vale setecientos al año… y es dueño de un Greuze.

—¿Entonces?

—Sin duda, la conclusión es evidente.

—¿Quiere decir que el profesor tiene unos grandes ingresos y que debe obtenerlos de forma ilegal?

—Exacto. Por supuesto, tengo otras razones para pensarlo: docenas de débiles hebras que conducen vagamente al centro de la tela donde acecha la inmóvil criatura venenosa. Sólo menciono el cuadro de Greuze porque usted ha tenido la oportunidad de observarlo.

—Bueno, Sr. Holmes, admito que es interesante lo que usted dice, es más que interesante: es maravilloso. Pero hable con un poco más de claridad. Falsificación, acuñación de monedas falsas, robo… ¿de dónde proviene el dinero?

—¿Alguna vez ha leído algo sobre Jonathan Wild[2]?

—Bueno el nombre me suena familiar. ¿No era el personaje de una novela? No les presto mucha atención a los detectives de novelas, sujetos que resuelven cosas sin mostrar cómo lo hacen. Eso no es trabajo, es inspiración.

—Jonathan Wild no era un detective, y no es un personaje novelesco. Era un maestro criminal y vivó en el siglo pasado, 1750 o por ahí.

—Entonces no me es útil. Soy un hombre práctico.

—Sr. Mac, lo más práctico que puede hacer en su vida es encerrarse durante tres meses y leer doce horas al día los anales criminales. Todo se mueve en círculos, incluso el profesor Moriarty. Jonathan Wild era la fuerza oculta de los criminales londinenses, a quienes les vendía su cerebro y su organización por una comisión del quince por ciento. La vieja rueda gira y aparecen los mismos radios. Todo ya ha sido hecho y volverá a hacerse. Le diré una o dos cosas sobre Moriarty que pueden interesarle.

—Me interesarán, sin duda.

—Resulta que sé quién es el primer eslabón de su cadena –la cadena que tiene en un extremo a este Napoleón corrupto y a cien peleadores arruinados, carteristas, chantajistas y tramposos del otro, con todos los tipos de crímenes en el centro–. Su jefe de Estado Mayor es el coronel Sebastian Moran, tan distante, protegido e inaccesible para la ley como el mismo profesor. ¿Cuánto cree que le paga?

—Me gustaría saberlo.

—Seis mil al año. Vea, eso es pagar por cerebros, el principio de negocios norteamericano. Me enteré de ese detalle de casualidad. Es más de lo que gana el primer ministro. Eso le da una idea de las ganancias de Moriarty y de la escala en la que trabaja. Otra cosa: últimamente me he esforzado por rastrear algunos de los cheques de Moriarty, sólo los cheques comunes e inocentes con los que paga los impuestos cotidianos. Eran de seis bancos distintos. ¿Eso le dice algo?

—Ciertamente es muy extraño. Pero, ¿qué conclusiones saca de ello?

—Que no quiere que se hable de su riqueza. Nadie debe saber cuánto posee. No dudo de que tenga veinte cuentas bancarias y, probablemente, el grueso de su fortuna está en el exterior, en el Deutsche Bank o el Credit Lyonnais. Cuando tenga uno o dos años libres, le recomiendo que estudie al profesor Moriarty.

El inspector MacDonald se mostraba cada vez más impresionado a medida que avanzaba la conversación. Se había perdido en su interés. Ahora, su mente escocesa práctica lo traía de vuelta, con un chasquido, al asunto en cuestión.

[1] Jean Baptiste Greuze (1725-1805) fue un pintor francés cuyo primer gran éxito fue el cuadro Le Père de famille expliquant la Bible à ses enfants [El padre leyendo la Biblia a sus hijos], que se exhibió en el Salón de París en 1755.

[2] Jonathan Wild (ca. 1682-1725) fue un personaje real, el cabecilla de una red de ladrones en Londres.