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Título original: The Courage to Teach

Traducido del inglés por Vicente Merlo

Diseño de portada: Editorial Sirio S.A.

Composición ePub por Editorial Sirio S.A.

Diseño y maquetación: Natalia Arnedo

PRÓLOGO A LA EDICIÓN
DEL DÉCIMO ANIVERSARIO

Durante la década que me llevó escribir El coraje de enseñar: explorando el paisaje interior de la vida de un maestro pasé muchas horas reflexionando sobre el pasado e imaginando el futuro.

Mis amigos budistas me dicen que esa no es la manera adecuada de vivir. Todas las tradiciones de sabiduría nos invitan a vivir en «el eterno ahora», no en la ilusión de lo que fue o lo que podría ser. Sin embargo, el pasado y el futuro son fuentes de las que el escritor no puede prescindir, por su riqueza tanto en la memoria como en la imaginación, algo que pone en cuestión la credibilidad de cualquiera que escriba sobre la vida interior, incluyéndome a mí.

Pero la verdad es que escribí este libro revisando mis treinta años en la enseñanza, intentando comprender por qué enseñar siempre me ha apasionado y, a la vez, aterrado. Estuve explorando el paisaje interno de la vida de este docente, con la esperanza de clarificar la dinámica intelectual, emocional y espiritual que forma o deforma nuestro trabajo desde el interior hacia el exterior. Quería hallar maneras de profundizar en la autocomprensión, y de este modo en la práctica, de quienes se preocupan por la enseñanza tanto como yo.

Mientras estaba escribiéndolo miraba también hacia el futuro. En medio de una cultura que devalúa la vida interior, tenía la esperanza de hacer algo más que señalar que los buenos maestros han de caracterizarse por haber investigado sus propias vidas y por intentar comprender lo que anima sus acciones, en lo bueno y en lo malo. Quería anticipar el impacto de la creciente obsesión de la sociedad con el aspecto externo de la educación –que incluye una exagerada cantidad de exámenes y pruebas absurdas– y hallar maneras de proteger y apoyar el viaje interior hacia el corazón mismo de la enseñanza, del aprender y del vivir auténticos.

A medida que el pasado se aleja, podemos obtener una mejor perspectiva. De modo que escribir el prólogo y el epílogo de esta edición del décimo aniversario de El coraje de enseñar me ha ayudado a ver más claramente cómo este libro emergió a partir de mi propia experiencia como docente. También me ha dado la oportunidad de comprobar lo adecuado de mis predicciones y lo oportuno de mis prescripciones para un futuro que, en el momento de la primera publicación de este libro, consistía solo en sucesos que «todavía no habían llegado a ocurrir formalmente».1

REVISANDO LA "PREHISTORIA"

Dado que comencé a escribir El coraje de enseñar diez años antes de su publicación, este décimo aniversario a mí me parece el vigésimo. En realidad, durante esta «prehistoria del libro», de unos diez largos años –durante una buena parte de la cual no tenía más que un título, un enjambre de ideas a medio cocinar, montones de trocitos de papel con notas garabateadas y páginas y páginas de texto que apenas podía utilizarse–, impartí tantas conferencias relacionadas con él que mucha gente terminó con la idea de que era un fait accompli.

Empecé recibiendo llamadas de algunos bibliotecarios: «Hay una persona que me pide prestado el libro El coraje de enseñar, pero no lo encuentro por ninguna parte. ¿Cómo podría hacerme con alguna copia?». Los que me llamaban, generalmente no encontraban muy divertido cuando les decía que también yo anhelaba tener una copia, pero que tendríamos que esperar hasta que el libro estuviera realmente ­escrito.

Que me costase una década redactarlo se debe, en parte, al hecho de que soy un escritor muy lento. Cuando la gente me ­pregunta cómo me gano la vida, yo les explico que soy un «reescritor». No creo haber publicado una sola página sin haberla retocado ocho, diez o doce veces. Como sucede con muchos escritores, no comienzo con una idea clara y luego la paso al papel. El acto mismo de escribir me ayuda a descubrir lo que siento o sé sobre algo, y como cada borrador permite profundizar un poco más en ese descubrimiento, es difícil saber cuándo parar.

Pero el hecho de que estuviera toda una década escribiendo el libro no se debe solo a la lentitud de mi escritura. También hay que agradecer a una generosa providencia por concederme el tiempo de disfrutar y asimilar dos experiencias sin las cuales esta obra habría estado menos fundamentada y habría sido menos sincera y por tanto de menor ayuda. Una de ellas fue un fracaso, la otra un éxito. Hoy considero ambas experiencias verdaderas bendiciones.

Obviamente, el fracaso no pareció una bendición en ese momento. Cuatro años antes de que se publicara El coraje de enseñar, mientras todavía era un resplandor ante mi mirada –o una piedra en mi zapato, dependiendo del día–, pasé un año como profesor visitante de Eli Lilly * en el Berea College, en Kentucky. Al terminar ese año, dos cosas me habían quedado claras respecto a mi libro: el porqué de este título en cuestión (al menos para mí) y por qué tenía que escribir sobre la enseñanza con tanta humildad como pudiera.

El Berea College ha estado al servicio de la juventud de Appalachia desde 1855. Su programa de humanidades concede matrícula gratuita a los estudiantes, en una de las zonas más pobres de los Estados Unidos. A todos ellos se les ofrece trabajo en el campus para ayudar a que el centro académico funcione y para financiar su propia educación. Me había sentido atraído por Berea desde mis años de posgrado en la Universidad de California, en Berkeley, en los años sesenta, cuando la educación superior era criticada por ignorar a las víctimas de la pobreza. Enseñar en una universidad con una misión de justicia social había ocupado desde hacía tiempo un lugar muy alto en mi lista de deseos vocacionales.

«Ten cuidado con lo que desees» es un tópico que conviene tener en cuenta. El año que enseñé en Berea fue uno de los más difíciles de mi vida. Como acaudalado norteño que de Appalachia no sabía más que lo que había leído, no estaba preparado para el abismo cultural que se extendía entre mis estudiantes y yo, y muchas veces era incapaz de cruzarlo mientras enseñaba. Mi propia «capacidad para conectar» –un concepto clave en El coraje de enseñar falló frecuentemente, porque carecía de conocimiento personal y directo del «otro». Y lo que es peor, me costaba reconocer y corregir mi propia ignorancia.

Estas luchas profesionales se vieron amplificadas por una pérdida personal –como insisto en este libro, lo personal nunca puede separarse de lo profesional: «Enseñamos aquello que somos», tanto en tiempos de oscuridad como en tiempos luminosos–. A mediados de ese año en Berea, en una helada mañana de enero, recibí la noticia de que mi querido padre había muerto de manera súbita e inesperada. Muy lejos del consuelo de la familia y de los viejos amigos, me sentí destrozado.

Cada día de mi segundo semestre en Berea tenía que escalar una montaña de tristeza personal y de fracaso profesional para arrastrarme hacia el aula, mientras «el coraje de enseñar» crecía y decrecía en mí, fluctuando como las mareas –aunque en realidad generalmente decrecía–. No repetiría ese año ni por fama ni por dinero, pero me dejó una joya de gran valor: una empatía profunda por los maestros cuyo trabajo diario tiene tanto que ver con escalar montañas como con enseñar y aprender.

Mi otra experiencia crucial durante los diez años de «prehistoria» de El coraje de enseñar fue un éxito desmesurado, no debido a mí, sino a las personas con las que lo compartí. Desde 1994 hasta 1996, a petición del Fetzer Institute y con su generosa financiación y el apoyo de sus colaboradores, diseñé y facilité el programa «El coraje de enseñar». Trabajando con veintidós maestros ** del suroeste de Michigan, me convertí en una especie de guía interno, ayudándolos a explorar el paisaje interior de sus vidas, a través de ocho retiros trimestrales de tres días cada uno, siguiendo el ciclo de las estaciones.

Técnicamente, yo conducía el programa. En realidad, esos maestros me condujeron a mí. Aprendí de ellos lecciones imborrables sobre las condiciones desalentadoras, opresivas y en ocasiones crueles en las que muchos maestros de las escuelas públicas tienen que trabajar; sobre la disposición de estas buenas personas para buscar apoyo en su interior, en lugar de esperar que alguien se lo ofrezca, y sobre el profundo compromiso que les hace volver una y otra vez al aula, su compromiso con la felicidad de nuestros hijos.

Mi viaje de dos años de duración con maestros de la escuela pública me persuadió, más allá de toda duda, de que ellos –y aquellos que realizan un trabajo similar– son los verdaderos héroes culturales de nuestro tiempo. Diariamente tienen que tratar con niños dañados por patologías sociales que nadie más está dispuesto a sanar. Diariamente reciben reproches de los políticos, de la prensa y del resto de los ciudadanos por su presunta incapacidad y por sus fracasos. Y diariamente vuelven a sus aulas, abriendo sus corazones y sus mentes, con la esperanza de ayudar a los niños a hacer lo mismo.

Los momentos difíciles que tuve en la enseñanza y los buenos momentos con los maestros, en la década anterior a la publicación de El coraje de enseñar, me ayudaron a escribir este libro desde un lugar apasionado dentro de mí. La palabra pasión, desde luego, puede significar amor intenso, sufrimiento intenso o las dos cosas. Ambos van de la mano, tanto en el lenguaje como en la vida.

EL FUTURO ESTÁ AQUÍ

Actualmente, una década después de la publicación de El coraje de enseñar –ahora que diez valiosos años de acontecimientos «han llegado a actualizarse»–, ¿hasta qué punto mi bola de cristal acertó respecto al futuro de la educación, las necesidades de los maestros y el servicio que yo esperaba que este libro pudiera ofrecer?

Mi intuición de que la educación se obsesionaría cada vez más con las cuestiones externas, reduciendo el espacio necesario para albergar y desarrollar la vida interior de los docentes y los estudiantes fue, me entristece decirlo, demasiado acertada. Realmente, no hace falta consultar el Oráculo de Delfos para realizar tal predicción. Los excesos de Ningún Niño Sin Escuela (NNSE) –un conjunto de órdenes judiciales estatales, sin fondos e incluso sin fundamento, que han hecho mucho para socavar la moral de los maestros y dificultar la enseñanza y el aprendizaje auténticos– constituyen el resultado inevitable de una manera de pensar que se preocupa más de lo cuantificable que del significado.

A quienes afirman que necesitamos resultados medibles y contables para reforzar la responsabilidad en la educación, mi respuesta es, sí, por supuesto, pero solo bajo tres condiciones que actualmente no se cumplen. Necesitamos asegurarnos de que primero, medimos aquello que vale la pena medir en el contexto de una educación auténtica, en la que el aprendizaje memorístico cuenta poco; segundo, sabemos cómo medir lo que nos proponemos medir, y tercero, no le concedemos más importancia a lo medible que a aquello que es tan importante o más, aunque no pueda medirse.

De otro modo, nos encontramos que sucede lo mismo que en la tragicómica situación que John Dewey satirizó hace unos setenta años. Se preguntó a Dewey qué pensaba de los test de inteligencia. Su respuesta, procedente de sus años de infancia pasados en la granja, podría aplicarse fácilmente a muchas de las «medidas del aprendizaje» requeridas por la NNSE:

Dewey los comparó [los test de inteligencia] con los preparativos que hacía su familia para llevar un cerdo al mercado. Para calcular cuánto cobrar por el animal, su familia lo ponía en el plato de una balanza y en el otro plato ponía ladrillos hasta que ambos se equilibraban. «Entonces intentábamos calcular cuánto pesaban los ladrillos», dijo Dewey.2

Efectivamente, hoy en día sentenciamos: «Este niño tiene en habilidades lingüísticas un valor de setenta y seis ladrillos, y aquel de ochenta y tres». Pero todavía no sabemos cuánto pesan los ladrillos. ¡Y los tipos de ladrillos que utilizamos varían de un contexto a otro! Ojalá me hubiera equivocado, pero estaba en lo cierto en 1997 en lo que respecta a nuestra constante obsesión por los aspectos externos de la educación.

Como observación más esperanzadora, diré que también estaba en lo cierto respecto al modo en que el trabajo interior puede ayudar a los maestros a conectar con sus alumnos (favoreciendo y estimulando de este modo el aprendizaje) y emponderarlos para resistir a las fuerzas que amenazan con socavar la verdadera enseñanza (de lo cual el NNSE es solo el ejemplo más reciente). En la década transcurrida desde que se publicó este libro, he oído decir a muchos maestros que su enfoque de la enseñanza les ha ayudado a profundizar, renovar y mantener su vocación en tiempos difíciles. Y, más adelante, en este mismo prólogo, citaré algunas investigaciones que apoyan mi anecdótica evidencia.

Ahora bien, me equivoqué en lo que respecta a los lectores potenciales de este libro. Aunque había trabajado intensamente con un grupo de maestros K-12 varios años antes de su publicación, pensé que mis lectores procederían casi exclusivamente de la educación superior y la educación para adultos. Estos eran los ámbitos en los que había trabajado durante tres décadas –y por tanto en los que tenía un cierto reconocimiento y de los que extraje la mayoría de los ejemplos e ilustraciones del libro–. De modo que ha sido una fuente de sorpresa y satisfacción que hayan leído El coraje de enseñar muchos maestros y directores de la educación pública, en cuyo mundo era, en 1997, un recién llegado.

Igualmente satisfactorio y todavía más sorprendente ha sido el hecho de que la lectura de este volumen haya atraído a gente ­procedente de otras áreas, alejadas de la educación, como la medicina, el derecho, la política, la filantropía, el clero o el liderazgo empresarial. Desde que se publicó, no han dejado de preguntarme: «¿Por qué no escribes un libro titulado El coraje de liderar, o El coraje de servir, o El coraje de sanar?, pues buena parte de lo que dices aquí se aplica a trabajos muy alejados del mundo de la enseñanza». Toda profesión que atrae por vocación es una profesión en la que se sufre fácilmente de desánimo. Como los maestros, estos profesionales se preguntan: «¿Cómo podemos animarnos nosotros para poder animar a los demás?» –pues esta es la razón que las llevó originalmente a dedicarse a este trabajo.

Pero la sorpresa más gratificante de la década pasada, relacionada con El coraje de enseñar, ha sido ver hasta qué punto podíamos poner en marcha sus ideas, creando vehículos que permitiesen implementarlas y ofreciendo modos de explorarlas a aquellos que lo desearan.

Cuando hablo en plural me refiero a todos los que siguieron conmigo el programa «El coraje de enseñar» y crearon el Centro para la Formación de Docentes, el cual, a causa de la creciente demanda procedente de personas ajenas a la educación, ha cambiado su nombre por el de Centro para el Coraje y la Renovación.3 Este plural incluye a Marcy y Rick Jackson, codirectores y creadores del centro; a Tom Beech, Rob Lehman, Mickey Olivanti y Dave Sluyter, del Fenzer Institute; a Sam Intrator, profesor del Smith College, y a Megan Scribner, editora independiente que ha llevado a cabo el trabajo pesado de la publicación de una serie de libros que surgieron a partir de El coraje de enseñar, ayudando a hacer que nuestro trabajo fuera más visible.4

Actualmente, el Centro para el Coraje y la Renovación, funcionando a través de una «Colaboración con el Coraje» de ciento cincuenta facilitadores entrenados, ofrece programas en unos treinta Estados y cincuenta ciudades para ayudar a la gente a «reconectar quienes son con lo que hacen» en muchos ámbitos de su vida. En lo que llamamos «círculos de confianza» –idénticos en el espíritu y en la práctica al círculo de maestros que nos reunimos en el Fentzer Institute desde 1994 hasta 1996–, el centro trabaja con médicos, abogados, clérigos, directores de fundaciones, políticos y líderes de ­organizaciones sin ánimo de lucro, al mismo tiempo que se expande continuamente su trabajo de base con educadores K-12.5

Como explico en el Epílogo, durante la última década han ocurrido muchos acontecimientos que confirman y subrayan el énfasis de este libro en la vida interior de los maestros y los estudiantes. Uno de estos acontecimientos es un estudio realizado en 2002 por Anthony Bryk y Barbara Schneider, publicado con el título La confianza en las escuelas: un recurso fundamental para la mejora.6 Financiados por la Russell Sage Foundation, estos intelectuales de la Universidad de Chicago comenzaron a principios de los años noventa a investigar las dinámicas de las reformas que se estaban llevando a cabo en las escuelas de Chicago como aplicación de una ley de 1988 que descentralizaba profundamente la dirección de estos centros educativos.7

Convencidos de que la «confianza relacional» es un factor fundamental, pero descuidado, en la consecución del éxito escolar, Bryk y Schneider investigaron el impacto de esa variable sobre los logros de los alumnos, a través de una medición con pruebas estandarizadas, comparando «el desempeño de escuelas con altos niveles de confianza con el de escuelas cuyas relaciones no eran tan fuertes». Tal como narra Education Week:

Hallaron que las escuelas que se situaban en la cuarta parte superior de las pruebas estandarizadas eran escuelas con altos niveles de confianza, con mayor frecuencia que las que se hallaban en la cuarta parte inferior. Examinaron también los cien colegios que habían obtenido los mejores resultados y los cien que habían obtenido los peores en las pruebas estandarizadas entre 1991 y 1996, y correlacionaron esos resultados con los datos de la investigación de los maestros sobre la confianza en las ­relaciones.

Descubrieron que era tres veces más probable que las escuelas que informaban de lazos fuertes de confianza en 1994 obtuvieran mejoras en las puntuaciones en lectura y en matemáticas comparándolas con aquellas en las que los niveles de confianza eran inferiores. En 1997, los centros con altos niveles de confianza tenían una oportunidad entre dos de estar en la categoría de los que mejoraban, mientras que aquellos con una menor confianza tenían solo una posibilidad entre siete. Los autores escriben que las escuelas cuyo personal informaba de bajos niveles de confianza, tanto en 1994 como en 1997, tenían una probabilidad prácticamente nula de mostrar mejoras, tanto en lectura como en matemáticas.8

Bryk y Schneider descubrieron también que la confianza relacional –entre maestros y el equipo directivo, entre unos maestros y otros, y entre maestros y padres– tiene el poder de compensar los factores externos que normalmente se piensa que son los determinantes principales de la capacidad de una escuela para ser útil a los estudiantes:

Las mejoras en la productividad académica eran menos probables en escuelas con altos niveles de pobreza, con aislamiento racial y con movilidad estudiantil, pero [los investigadores] afirman que existe una correlación elevada entre la confianza relacional y el éxito estudiantil incluso después de controlar tales factores.9

Si la capacidad de formar a los estudiantes, depende, en gran medida, de la confianza relacional, ¿de qué depende esta? De la capacidad de un maestro para «explorar el paisaje interior» de su propia vida, para aprender a gestionar ese delicado terreno de manera que mantenga viva la confianza.

La confianza relacional se construye sobre sentimientos, como la empatía, el compromiso, la compasión, la paciencia y la capacidad de perdonar. Si el necesario trabajo interior para cultivar tales disposiciones y contrarrestar lo que las socava no se considera fundamental para el éxito educativo –y si se carece de apoyo institucional para dicho trabajo–, esta variable crucial queda abandonada a la deriva. Y ya sabemos cuál será su destino en una cultura que decididamente socava la confianza.

Bryk y Schneider han prestado un gran servicio con su estudio. Sin embargo, he de decir –no como una crítica a su obra, sino a nuestra mentalidad– que La confianza en las escuelas revela un secreto a ­voces. ¿Acaso no se pueden emplear los mejores métodos, los últimos equipamientos y grandes cantidades de dinero y, aun así, obtener resultados miserables solo porque entre las personas implicadas no existe una relación de confianza mutua? ¿Y no es igual de cierto que personas que tienen confianza entre ellas y una actitud colaborativa pueden realizar un trabajo excepcional con recursos menos que adecuados?

Todos sabemos esto, de manera personal y privada. Pero en nuestra vida pública nos negamos a dar crédito a lo que sabemos –ciertamente, incluso lo negamos de manera activa–, sucumbiendo constantemente a la ilusión institucional de que la lógica del corazón humano es irrelevante para las operaciones del «mundo real» que han de producir un balance positivo. Es difícil saber si llamar a esta desconexión, a esta negación, autoengaño, o simplemente tontería y estupidez. En mi opinión, habría que darle todos esos calificativos y algunos todavía más serios para nombrar con precisión esta forma específica de enfermedad institucional.

Estoy agradecido a Bryk y Schneider por llevar sus descubrimientos a la palestra pública y por aconsejar a los políticos que reconozcan «la importancia de la confianza en la tendencia de los resultados». Escriben: «Desde una perspectiva política, ante una nueva iniciativa, debemos sopesar las probabilidades de que dicha iniciativa alimente o, por el contrario, socave la confianza relacional en la comunidad».10

Podríamos comenzar ese proceso observando el impacto que NNSE –o legislaciones similares en otros países– ha tenido en la confianza relacional en los centros educativos. Una vez que hemos visto el daño que ha producido –y hemos comprendido lo que sucede con la capacidad de una institución para cumplir su misión cuando ignoramos la dinámica del corazón–, podríamos aprender cómo elaborar políticas que sean realmente prometedoras en lo que respecta a las reformas educativas, políticas que apelen a «los rasgos más elevados de nuestra naturaleza», que se hallen enraizadas en el sentido común acerca de cómo funciona el mundo y que tomen en serio el paisaje interior de la vida de los maestros y de los alumnos.

CON GRATITUD

Finalmente, una palabra a mis lectores: ¡gracias! Gracias por adquirir más de trescientas mil copias de la primera edición de El coraje de enseñar y por compartirlo con alumnos, colegas y amigos. Y lo que es mucho más importante, gracias por sacar de la página impresa la visión que este libro tiene de la enseñanza y el aprendizaje y aplicarla a la vida real.

Hoy en día estoy todavía más esperanzado respecto al potencial para la reforma de la educación de lo que lo estaba hace diez años, pues esta obra me ha permitido conocer a muchos docentes y directores que son también reformadores –personas que se preocupan apasionadamente por la educación, las escuelas y los alumnos a los que sirven y que son capaces de arriesgarse a actuar, siguiendo los dictados de esa pasión.

Basándome en esa esperanza, he escrito un epílogo para esta edición, titulado «El nuevo profesional: educación para la transformación». En él exploro modos de educar al tipo de persona que necesitamos, en la convicción de que el trabajo del nuevo profesional, independientemente de su ámbito, ha de ser de utilidad también para el mundo. El nuevo profesional no solo dominará las competencias básicas de su campo, como la medicina o el derecho, sino que tendrá también la habilidad y la voluntad de transformar las instituciones en las que realiza su trabajo –instituciones que demasiado a menudo amenazan nuestros más elevados estándares profesionales.

Tal como muchos lectores han testimoniado, «explorar el paisaje interior de la vida de un maestro» nos permite volver de manera más firme y renovada al paisaje exterior de nuestra vida. Entusiasmándonos con el trabajo para el que hemos sido llamados, podemos entusiasmar a nuestros alumnos, nuestros colegas, nuestras escuelas y nuestro mundo –un mundo en el que la inhumanidad cede el paso a los dones y la gracia que brotan del interior.


* Eli Lilly es una de las más grandes empresas internacionales farmacéuticas de origen estadounidense.

** K-12 hace referencia a los ciclos escolares que comprenden desde el jardín de infancia («K» de Kindergarten) hasta los doce años), es decir, al menos en España hoy hasta el final de la educación primaria. Se trata, por tanto, de los «maestros» (que han estudiado magisterio), frente al resto de los docentes, como los «profesores» de educación secundaria, bachillerato o la universidad. De todos modos, según el contexto y atendiendo al uso en otros países de habla hispana, se utilizará a veces el término maestro en un sentido más amplio, como profesor, docente o enseñante.

1 Daniel J. Boorstin, The Americans: The Democratic Experience (Nueva York: Vintage Books, 1973), p. 532.

2 John Strassburger, «Counting Quality» (el quinto de una serie de artículos ocasionales del director del Ursinus College). Para obtener una copia, contacta con la oficina del director del Ursinus College, P.O. Box 1000, Collegeville, PA 19426; (610) 409-3587.

3 Puedes hallar información detallada sobre el Centro para el Coraje y la Renovación y sus programas puede hallarse en www.couragerenewal.org.

4 La página web de The Fetzer Institute’s es www.fetzer.org. Los libros de Sam M. Intrator y Megan Scribner, todos ellos publicados por JosseyBass, son Stories of the Courage to Teach: Honoring the Teacher’s Heart (2002), Teaching with Fire: Poetry That Sustains the Courage to Teach (2003), Living the Questions: Essays Inspired by the Work and Life of Parker J. Palmer (2004) y Leading from Within: Poetry That Sustains the Courage to Lead (2007).

5 Para información detallada sobre la creación de «círculos de confianza» ver Parker J. Palmer, A Hidden Wholeness: The Journey Toward an Undivided Life, San Francisco: Jossey-Bass, 2004, (Una plenitud oculta, editorial Sirio, 2017).

6 Anthony Bryk y Barbara Schneider, Trust in Schools: A Core Resource for Improvement (New York: Russell Sage Foundation, 2004).

7 Catherine Gewertz, «‘Trusting’ School Community Linked to Student Gains», Education Week, 16 de octubre de 2002, www.edweek.com/ew/ewstory.cfm?slug=07trust.h22.

8 Ibid.

9 Ibid.

10 Ibid.

AGRADECIMIENTOS

En 1983 publiqué To Know as We Are Known: Education as a Spiritual Journey. Ese libro me brindó la oportunidad de conocer a muchos docentes en diversos contextos y diferentes lugares de los Estados Unidos y trabajar con ellos en institutos, universidades, escuelas públicas, programas de educación continua, centros de retiro, instituciones religiosas y «organizaciones para el aprendizaje» de muchos tipos –empresas, fundaciones y grupos que trabajan por el cambio social.

En diálogo con esta notable variedad de educadores, se me presentó el reto de escribir un libro que fuera más allá de To Know as We Are Known, en dos sentidos: por un lado, mantendría el foco sobre el aspecto práctico de la enseñanza y, por otro, abordaría también el aspecto personal, a partir de los caminos abiertos por los dedicados maestros que he encontrado a lo largo de mi vida profesional. El coraje de enseñar es ese libro, y agradezco a los espíritus afines que me han animado a escribirlo a lo largo del camino.

Un agradecimiento especial a Robert F. Lehman, presidente del Fetzer Institute, del que soy asesor. A través de una serie de proyectos del instituto, me ha posibilitado descansar de tanto viaje lo suficiente como para poder terminar esta obra. Más generoso, incluso, ha sido su fiel acompañamiento en el viaje interior del que estas páginas emergen. Rob Lehman entiende la vida interior y su impacto en el mundo de la acción con una profundidad excepcional y esperanzadora. Estoy profundamente agradecido por su visión, su amistad y su testimonio.

Trabajar con el Fetzer Institute ha ampliado mi experiencia docente. Mi enseñanza ha tenido lugar fundamentalmente en universidades y programas de estudio, y la mayoría de las historias de este libro proceden de esos mundos. Pero, entre 1992 y 1997 pude asomarme a las vidas de los maestros K-12 al ayudar en el instituto a crear el Programa de Formación de Maestros, una serie de retiros renovadores para docentes de escuelas públicas durante dos años. El programa, generalmente, tiene lugar en Illinois, Maryland, Michigan, Carolina del Sur y Washington. Y mientras este libro va a la imprenta, el Fetzer Institute está creando un Centro Nacional para la Formación de Maestros, a fin de desarrollar nuevos lugares K-12.1

Entre 1994 y 1996 dirigí el primer grupo de Formación de Maestros. Doy las gracias a los inspiradores maestros de la escuela pública de Michigan que hicieron que ese experimento tuviera tanto éxito: Maggie Adams, Jack Bender, Mark Bond, Lauri Bowersox, Margaret Ells, Richard Fowler, Linda Hamel, Eleanor Hayward, Marianne Houston, Katherine Kennedy, Cheri McLoughan, Michael Perry, Linda Powell, Toni Rostami, Rick Serafini, Gerald Thompson y Marcia Weinhold.

Doy las gracias a todos aquellos que le están dando al Programa de Formación de Maestros una vida más larga y una continuidad. Entre estas se hallan Judy Brown, Tony Chambers, Charlie Glasser, Eleanor Greenslade, Sally Hare, Marianne Houston, Marcy Jackson, Rick Jackson, Mickey Olivanti, Megan Scribner, David Sluyter y Penny Williamson, amigos y compañeros del programa de desarrollo, y al personal del Fetzer Institute, cuya dedicación y esfuerzo –contestando llamadas, escribiendo memorias, emitiendo cheques, limpiando salas, poniendo la comida en las mesas, además de otras tareas– ha mantenido el programa en marcha, sin olvidar a los administradores del instituto, que han creído en el programa y lo han respaldado: Janis Claflin, Bruce Fetzer, Wink Franklin, Lynne Twist, Frances Vaughan, Jeremy Waletzky y Judith Skutch Whitson (administradora emérita).

Durante la última pasada he trabajado de manera independiente. Aunque estoy constantemente enseñando –en seminarios, talleres, retiros y «clases» de todo tipo–, ya no lo hago en contextos tradicionales, durante un semestre o más, como habia hecho anteriormente en el Instituto Beloit, en la Universidad de Georgetown y en Pendle Hill, la comunidad cuáquera de vida y de aprendizaje.

De modo que agradecí que me nombrasen profesor visitante Eli Lilly en el Berea College, en Kentucky, en 1993-1994. Durante ese año recibí un nuevo bautismo en la realidad de la enseñanza universitaria y escribí un primer borrador de este libro. Gracias especialmente a Phyllis Hughes, Libby Jones, Larry Shinn, John Stephenson, ya fallecido, y a los miembros del Encuentro de Amigos de Berea, por estimular el crecimiento de mi vocación.

Gracias también a mis amigos de la Asociación Americana de Educación Superior (AAES), de la que soy miembro asociado y directivo: Russ Edgerton (anterior presidente de la AAES y actualmente director de programas educativos en la Pew Charitable Trusts), Lou Albert, Pat Hutchings y Ted Marchese. Durante más de una década me animaron y ayudaron a configurar mi trabajo, posibilitándome el acceso a una extraordinaria comunidad del diálogo que nunca hubiera descubierto por mí mismo.

La mayor parte del trabajo de este libro la realicé durante los años 1996 y 1997, y a lo largo de ese tiempo fue bendecido con cuatro correctores excelentes. Todos ellos ayudaron a hacer este libro mejor de lo que habría sido si lo hubiera escrito yo solo. Sarah Polster y Sheryl Fullerton fueron mis correctoras en la editorial Jossey-Bass. Les agradezco su apoyo y su exigencia en la medida adecuada y en los momentos oportunos.

Mark Nepo es un extraordinario poeta, ensayista, maestro y corrector. Leyó con cuidado cada palabra que escribía, comentando los pros y contras de cada expresión con pasión y tratando de evocar mi voz, en lugar de imponer la suya. Por ayudarme a encontrar las vasijas capaces de recibir el tesoro y por mostrarme tesoros que yo no había visto, tiene mi agradecimiento infinito.

Sharon Palmer ha compartido amablemente todos los altibajos de este proyecto, y con su agudo ojo y su corazón bondadoso ha trabajado para mantener mi prosa lúcida y mi espíritu íntegro. La dedicatoria de este libro solo permite entrever la profundidad de mi gratitud hacia ella –y hacia su padre, el mejor hombre que he conocido.

PARKER J. PALMER

Madison (Wisconsin),

septiembre de 1997


1 Dado que su misión se ha ampliado hasta incluir profesiones que están más allá de la educación, el Centro de Formación de Maestros ha cambiado su nombre a Centro para el Coraje y la Renovación. Puede hallarse información detallada sobre sus programas en www.couragerenewal.org.

Para Sharon

Y en memoria agradecida de mi padre,

Max J. Palmer

(1912-1994)

Introducción

ENSEÑANDO DESDE EL INTERIOR

¡Ah!, no estar separado,

ni por la más mínima distancia

apartado de la ley de las estrellas.

Lo interior, ¿qué es eso,

sino firmamento intensificado

surcado por miles de pájaros y preñado

de vientos de bienvenida?

RAINER MARIA RILKE,

¡Ah, no estar separado!1

ENSEÑAMOS LO QUE SOMOS

Soy educador por naturaleza, y hay momentos en el aula en los que apenas puedo contener la alegría. Cuando mis alumnos y yo descubrimos un territorio inexplorado, cuando saliendo de la espesura emerge un claro ante nosotros, cuando nuestra experiencia resulta iluminada por la vida relampagueante de la mente, enseñar es la actividad más delicada y sublime que conozco.

Pero, en otros momentos, la clase está tan carente de vida, tan desganada o tan confusa –y yo me siento tan impotente a la hora de hacer algo– que mi pretensión de ser educador parece una evidente farsa. En esos momentos el enemigo está en todas partes: en esos estudiantes que parecen proceder de otro planeta, en ese tema que creía saber, en la patología personal que hace que siga ganándome la vida de esta manera... Qué loco estaba al imaginar que había dominado este arte oculto –más difícil que la lectura de los posos del té y casi inaccesible para los simples mortales.

Si eres un maestro que nunca tiene días malos, o que los tiene pero no le preocupa, este libro no es para ti. Este libro es para maestros que tienen días buenos y días malos, y a quienes los días malos les provocan ese sufrimiento porque aman profundamente lo que hacen y se niegan a endurecer sus corazones. Aman a quienes están aprendiendo, aman el aprendizaje y aman la enseñanza.

Cuando uno ama tanto su trabajo –y muchos maestros lo hacen–, el único modo de salir de los momentos turbulentos es profundizar en ellos. Tenemos que entrar en los nudos de la enseñanza para entenderlos mejor y gestionarlos con más delicadeza, no solo para preservar nuestras propias psiques, sino también para servir a nuestros alumnos.

Esos nudos proceden de tres fuentes principales. Las dos primeras constituyen lugares comunes, pero a la tercera, que es la más importante, rara vez se le concede la atención que merece. En primer lugar, los temas que enseñamos son tan amplios y complejos como la vida, de modo que nuestro conocimiento es siempre imperfecto y parcial. Por mucho que nos dediquemos a leer y a investigar, la enseñanza exige un dominio de contenidos que siempre sobrepasa nuestra comprensión. En segundo lugar, los estudiantes a los que enseñamos son aún mucho más vastos y complejos que la propia vida. Verlos con claridad y de manera íntegra y responder a ellos sabiamente, exige una unión de Freud y Salomón que pocos de nosotros logramos.

Si los estudiantes y los temas constituyesen las únicas complejidades de la enseñanza, nuestros modos habituales de afrontarlos serían suficientes –manteniéndonos al día en nuestro campo de especialización lo mejor que podamos y aprendiendo las técnicas necesarias para conectar con la psique del estudiante–. Pero la enseñanza encierra otra complejidad mucho más profunda, y aquí nos adentramos en la tercera fuente: enseñamos lo que somos.

Enseñar, como cualquier actividad genuinamente humana, para bien o para mal, surge de la interioridad.

Al enseñar, proyecto la condición de mi alma sobre mis alumnos, sobre el tema y sobre el modo de relacionarnos. Los conflictos que experimento en el aula a menudo no son más que el reflejo de los accidentes geográficos que he de sortear en mi paisaje interior. Visto desde esta perspectiva, la enseñanza es como un espejo para el alma. Si estoy dispuesto a mirar en ese espejo, sin salir corriendo por lo que veo, tengo la oportunidad de ganar en autoconocimiento –y conocerme a mí mismo es tan importante para el buen enseñar como conocer a mis alumnos y los temas que he de desarrollar.

En realidad, conocer a mis alumnos y conocer los temas depende mucho de mi autoconocimiento. Cuando no me conozco a mí mismo, no puedo conocer a mis alumnos. Los veré a través de un cristal oscuro, envueltos en las sombras de mi vida no examinada –y si no los puedo ver con claridad, es imposible que les enseñe bien–. Del mismo modo, cuando no me conozco a mí mismo, no puedo conocer bien el tema del que he de hablar –soy incapaz de hacerlo, al menos, en los niveles más profundos, para que tenga un significado personal y para servir como ejemplo–. Me adentraré en él solo de manera abstracta, desde la distancia, una serie de conceptos tan alejados del mundo como yo lo esté de mi verdad personal.

El trabajo requerido para «conocerse a uno mismo» no es ni egoísta ni narcisista. Cualquier autoconocimiento que logremos como maestros servirá a nuestros alumnos y a nuestra formación. La buena enseñanza requiere autoconocimiento: es un secreto oculto a simple vista.

PAISAJES INTERNOS Y EXTERNOS

Este libro explora la vida interior del maestro, pero plantea también una cuestión que va más allá de la soledad propia del alma del docente. ¿Cómo puede la identidad personal del maestro convertirse en un tema legítimo en la educación y en nuestros debates públicos sobre la reforma educativa?

Enseñar y aprender son fundamentales para nuestra supervivencia, individual y colectiva, así como para la calidad de nuestras vidas. La velocidad de los cambios nos ha enredado en complejidades, dificultades y conflictos que nos empequeñecen y nos desconciertan, si no ampliamos nuestra capacidad de enseñar y aprender. Y al mismo tiempo, atacar al profesorado se ha convertido en un deporte popular. Asustados por las exigencias de nuestra época, necesitamos chivos expiatorios de los problemas que no podemos resolver y los pecados que no podemos soportar. Los maestros constituyen un blanco fácil, pues forman una especie común y con escasa capacidad de devolver los golpes. Los culpamos por ser incapaces de sanar enfermedades sociales que nadie sabe cómo tratar; insistimos en que adopten instantáneamente cualquier «solución» improvisada por nuestra máquina nacional de panaceas. Y, mientras tanto, desmoralizamos, incluso paralizamos, a los maestros mismos que podrían ayudarnos a encontrar nuestro camino.

En nuestras prisas por reformar la educación, hemos olvidado una verdad muy sencilla: nunca se logrará una auténtica reforma renovando aplicaciones, reestructurando escuelas, rediseñando programas y revisando textos si seguimos menospreciando y desanimando a ese recurso humano del que tanto dependemos llamado maestro. Los maestros han de recibir mejores remuneraciones y se los debe liberar del acoso burocrático, concederles un papel en la dirección académica y ofrecerles los mejores métodos y materiales posibles. Pero nada de todo eso transformará la educación si no logramos apreciar –y plantear retos– al corazón humano, que constituye la fuente de toda buena enseñanza.

Actualmente estamos inmersos en un debate público fundamental, pero un debate es válido en la medida en que lo son las preguntas que plantea. Este libro suscita una cuestión sobre la enseñanza que permanece sin formular en nuestro diálogo nacional –y a menudo incluso en los lugares en los que se forman y trabajan los docentes.

Pero tendríamos que preguntarnos dónde nos jugamos la calidad de la educación; de ese modo, honramos y retamos al corazón del maestro e invitamos a una investigación profunda que vaya más allá de las preguntas tradicionales:

No tengo ningún problema con las preguntas sobre el qué, el cómo y el para qué, excepto cuando se formulan como las únicas preguntas que merece la pena hacerse. Todas ellas pueden aportar importantes revelaciones sobre la enseñanza y el aprendizaje. Pero ninguna de ellas abre el campo que quiero explorar en este libro: el paisaje interior del yo que enseña.

Para elaborar un mapa completo del paisaje, hay que tener en cuenta tres caminos –el intelectual, el emocional y el espiritual– y ninguno puede ignorarse. Si reducimos la enseñanza al intelecto, se convierte en una fría abstracción; si la reducimos a lo emocional, se vuelve narcisista; si la reducimos a lo espiritual, perdemos su anclaje en el mundo. El intelecto, la emoción y la espiritualidad forman una totalidad interdependiente. Están entretejidos en el yo humano, y por tanto en la educación que se quiera integral. Y también he intentado entretejerlos en este libro.

Por intelectual entiendo el modo en que pensamos sobre la enseñanza y el aprendizaje –la forma y el contenido de nuestros conceptos acerca de cómo la gente conoce y aprende, de la naturaleza de los alumnos y de los temas de estudio–; por emocional, la manera como se sienten los estudiantes mientras enseñamos y aprendemos –sentimientos que pueden ampliar o reducir el intercambio entre nosotros–, y por espiritual, los diversos modos a través de los cuales damos respuesta a los anhelos del corazón respecto a la vida en su conjunto –unos anhelos que animan el amor y el trabajo, especialmente ese trabajo que llamamos educación.

Rainer Maria Rilke da voz al anhelo en el comienzo del poema que encabeza esta introducción: «¡Ah, no estar separado...!». Sugiere que la búsqueda espiritual para sentirse conectado con todas las cosas, adecuadamente entendida, nos llevará de nuestro escondido corazón hacia el vasto y visible mundo: «Lo interno –¿qué es eso // sino firmamento intensificado // surcado por miles de pájaros y preñado // de vientos de bienvenida?».

Con una imaginería sorprendente, Rilke nos ofrece un mapa de la integralidad del místico, de modo que la realidad interna y la externa fluyen sin barreras la una en la otra, como las superficies de una cinta de Möbius que se interpenetran en una cocreación conjunta e interminable del mundo que habitamos y de nosotros mismos. Aunque este libro se basa en el territorio interior del maestro, constantemente fluye con suavidad hacia las formas externas de la comunidad que la enseñanza y el aprendizaje requieren.

La búsqueda interna de comunión se convierte en búsqueda de relaciones externas: en ese hogar que constituye el alma, nos sentimos todavía más en casa si estamos acompañados.

Mi preocupación por el paisaje interior de la enseñanza puede parecer indulgente, incluso irrelevante, en un momento en el que muchos maestros están luchando simplemente por sobrevivir. A veces se me pregunta: ¿No sería más práctico ofrecer consejos, trucos y técnicas para seguir vivo en el aula, herramientas que los maestros normales puedan utilizar en la vida cotidiana?».

La pregunta me desconcierta, pues durante treinta años he ofrecido cursos y retiros para todo tipo de educadores. He trabajado con un gran número de maestros, y todos ellos han confirmado mi propia experiencia: por muy importantes que los métodos puedan ser, lo más práctico que podemos hacer en cualquier tipo de trabajo es lograr una visión clara de lo que está ocurriendo en nuestro interior mientras lo desempeñamos. Cuanto más familiarizados estemos con nuestro territorio personal, más confiada se vuelve nuestra enseñanza –y nuestra vida.

He oído decir que en la formación de terapeutas, donde se imparte mucha técnica práctica, existe el siguiente dicho: «La técnica es aquello que se utiliza hasta que el terapeuta aparece». Los buenos métodos pueden ayudar al terapeuta a encontrar la manera de abordar el problema del paciente, pero la buena terapia no comienza hasta que la vida real de aquel se une con la vida real de este.

La técnica es lo que el maestro utiliza hasta que el verdadero maestro aparece, y este libro trata de ayudar a que esto suceda. Ahora bien, aunque es cierto que el trabajo interior repercute a nivel práctico en los propios individuos, en lo que se refiere a la practicidad, la cuestión es otra: ¿cómo pueden las instituciones educativas apoyar la vida interior del maestro?, ¿debemos confiar en que así sea?

La cuestión merece una respuesta meditada, por eso le dedico el capítulo vi. De momento le daré la vuelta a la pregunta: ¿cómo pueden las escuelas educar a los alumnos si fracasan en apoyar al maestro en su periplo interior? Educar es guiar a los estudiantes en su viaje personal hacia modos más veraces de ver el mundo y de estar en él.

¿Cómo pueden las escuelas cumplir su misión si no estimulan a los guías a explorar ese territorio interior?

UN SENDERO APENAS RECORRIDO

El hecho de centrarme en el maestro puede parecer pasado de moda para quienes creen que la educación nunca se reformará hasta que dejemos de preocuparnos por la enseñanza y nos centremos en el aprendizaje.

No tengo ninguna duda de que la enseñanza tiene más que ver con estudiantes que aprenden que con profesores que enseñan. Los estudiantes que aprenden constituyen los mejores frutos de los maestros que enseñan. Tampoco dudo que los alumnos aprenden de las maneras más distintas y sorprendentes, incluso de algunas que ignoran al docente en el aula, ¡o que no requieren ni aulas ni maestros!

Pero también tengo claro que, en salas de conferencias, en seminarios, en laboratorios o en clases prácticas –los lugares en los que la mayoría de la gente recibe la mayor parte de su educación formal– los maestros tienen el poder de crear condiciones que pueden ayudar a que los estudiantes aprendan mucho (o condiciones que, por el contrario, obstaculicen su aprendizaje). Enseñar es el acto intencional de crear dichas condiciones, y la buena enseñanza exige que comprendamos las fuentes internas tanto de la intención como del acto.