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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Daphne Clair

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lágrimas del pasado, n.º 1475 - junio 2018

Título original: The Determined Virgin

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-211-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Rhiannon odiaba los ascensores, pero los pisos bajos del aparcamiento elevado estaban completos cuando ella había llegado por la mañana, y subir todas las escaleras cargada con una caja de azulejos no parecía una idea sensata. Cualquier persona normal hubiera agradecido encontrarse con las tentadoras puertas abiertas del ascensor. Llevaba más de cinco años tratando de convertirse en una persona normal. Tomó una bocanada de aire, se metió en el compartimento y apretó el botón correspondiente, aliviada al ver que era la única pasajera.

Pero cuando las puertas estaban a punto de cerrarse, alguien metió la mano para interrumpir la cédula electrónica y apareció un hombre alto vestido con un traje gris. Rhiannon se pegó inmediatamente a la pared para establecer la mayor distancia posible entre ella y el extraño.

No pasa nada, se dijo, es sólo un hombre normal y corriente. Pero no pudo evitar echarle una ojeada para tranquilizarse y descubrió que él la estaba contemplando perezosamente de arriba abajo, apoyado en una esquina con los brazos cruzados, desde su cabello largo y moreno, hasta su blusa crema y su falda verde musgo.

Rhiannon sintió un escalofrío en la nuca y se le aceleró el ritmo cardiaco. Trató de respirar con calma, pero supo de inmediato que no se trataba de un hombre corriente.

El traje, la camisa azul de rayas y la corbata de seda oscura eran totalmente convencionales y se ajustaban perfectamente a un cuerpo magro dándole un aire de apostura natural. Su rostro parecía cincelado como el de una estatua griega y su espeso cabello rubio ondulado y bien cortado añadía distinción al conjunto.

Cuando llegaron al cuarto piso, el hombre dejó que Rhiannon lo precediera. Ella alzó la caja que portaba y se dirigió hacia el tramo de escaleras que conducía a la zona 4-B. Él la tocó en un brazo.

–Esa caja parece pesar mucho. ¿Quiere que la ayude?

Ella tenía el pie casi en el primer escalón, pero se asustó y perdió el equilibrio al intentar rechazar la oferta. Se cayó y se dio un golpe en el codo contra las escaleras mientras la caja se estrellaba y los azulejos se desparramaban por el suelo, rompiéndose en mil pedazos. Confusa por el estropicio, apenas oyó la maldición que había soltado el hombre cuando se puso a frotarse el codo lastimado, con los dientes apretados e intentando contener las lágrimas.

–¡Lo siento! –exclamó el hombre con tono preocupado y culpable. Ella miró sus ojos azules enmarcados en el rostro griego, que estaban a menos de un palmo de los suyos. Él estaba de rodillas, mirándola intensamente–. No pretendía asustarte. ¿Te has hecho daño? Déjame ver –dijo tomándola del brazo. Un aroma varonil a limón y especias la inundó.

–Estaré perfectamente dentro de un minuto –se defendió ella, apartando el brazo.

–Estás pálida.

Era cierto que ella se había mareado ligeramente, pero empezaba a reponerse.

–Estoy bien –dijo intentando levantarse.

–¡No te muevas! –exclamó él–. Es mejor que no te muevas durante un rato. Tómatelo con calma.

Ella no sabía cómo interpretar sus palabras, pero el tono autoritario y cauteloso la ayudó a recobrar la calma. Ese hombre no iba a atacarla, se dijo. Haciendo un esfuerzo por relajarse, Rhiannon se dio cuenta de que la mano que la sujetaba era cálida y, para sorpresa suya, casi reconfortante. Al cabo de unos instantes, él la soltó y se puso a recoger los trozos de azulejos para meterlos de nuevo en la caja.

–Muchos se han roto –dijo él–. Pagaré por ellos.

–No es necesario –repuso ella–. Iba a romperlos de todas maneras.

–¿Para combatir el estrés? –preguntó él con una sonrisa mientras continuaba con su tarea.

–Son para hacer un mosaico –explicó ella con renuencia–. La mayoría estaban ya rotos.

–Mosaicos… ¿Es un pasatiempo o lo haces para ganarte la vida?

–A medias –dijo Rhiannon dubitativa.

–¿Me dirías cómo te llamas?

–Lo dudo.

Él le dirigió una mirada sardónica.

–¿Cómo te encuentras?

–Estoy bien –dijo ella, tomando el bolso e intentando ponerse en pie. Se desequilibró y volvió a sentarse.

–¿Estás segura de que no te has roto un hueso? –preguntó él con el ceño fruncido.

Rhiannon movió el codo, comprobando si podía hacer un giro completo. Le dolía.

–Sólo tengo una magulladura, eso es todo. Lo que me preocupa es que no voy a ser capaz de llevar todos esos azulejos hasta mi coche.

–Dime dónde está y te los llevaré yo.

Sin alternativa posible, ella empezó a subir las escaleras, consciente de los pasos del hombre detrás de ella.

–¿Puedo hacer algo más por ti? –preguntó él cuando hubo dejado la caja en el maletero.

–No, gracias, ya has hecho bastante. Has sido muy amable –se apresuró a decir ella.

–Esas palabras son demasiado generosas, teniendo en cuenta que he tenido la culpa de que te cayeras.

–No, no ha sido culpa tuya –dijo ella, consciente de que cualquier otra mujer hubiera aceptado de inmediato la oferta de ayuda de un hombre tan guapo, en vez de darse un susto de muerte y caerse.

–¿Cuentas con alguien para que te ayude a descargarlos?

–Sí –contestó ella escuetamente antes de abrir la puerta y sentarse al volante.

Él esperó a que ella encendiera el motor con expresión atribulada, levantó la mano en gesto de despedida y se hizo a un lado.

Mientras entraba en la rampa de salida, Rhiannon echó un vistazo al espejo retrovisor y se dio cuenta de que él la seguía con la mirada.

 

 

Cuando ella hubo desaparecido, Gabriel Hudson se metió las manos en los bolsillos y se relajó. Una chica agradable, se dijo. Obviamente, no tenía por costumbre ligar dentro de un aparcamiento, pero ninguna mujer lo había rechazado de manera tan contundente hasta el momento. Incluso antes de comprar un negocio en ruina y convertirlo en una de las empresas privadas de mayor prestigio de Nueva Zelanda, siempre había tenido una suerte envidiable con las mujeres. Su apostura no solía desalentarlas. Sin embargo, la que acababa de conocer se había refugiado contra la pared del ascensor en cuanto él había entrado y se había negado a mirarlo a los ojos, permitiéndole estudiarla a su gusto, antes de levantar la vista durante una fracción de segundo.

Sus enormes ojos verdes parecían temerosos y había separado los labios para respirar con inquietud. Eran unos labios tentadores, bien dibujados y muy femeninos, sonrosados. Su brillante melena era castaña con reflejos caoba y acariciaba un cutis tan suave como un pétalo de rosa, pero el corte de pelo era sencillo y sin pretensiones. La caja que llevaba tapaba parcialmente su figura, pero la falda era lo suficientemente corta como para dejar ver unas piernas perfectamente formadas.

Sintió un estallido de deseo que lo sorprendió porque no recordaba una reacción semejante ante una desconocida desde su época de adolescente. Su intención de ayudarla a llevar la caja no había sido enteramente altruista. No había pensado en seducirla en las escaleras, pero tampoco había querido dejar pasar la oportunidad.

No debería haberla tocado, eso era lo que había provocado el susto y la caída. Maldijo por lo bajo recordando la palidez de su rostro en contraste con los ojos verdes llenos de inquietud y la boca firmemente apretada. Seguramente, en ese momento se habían acabado para siempre sus posibilidades de intimar algo más con ella. Provocar la caída de una mujer no era el mejor modo de hacer amistades. Había tenido que conformarse con acompañarla al coche y dejarla marcharse. No le quedaba más remedio que olvidar el desastroso encuentro.

 

 

Rhiannon condujo con cuidado mientras su brazo se entumecía cada vez más y los músculos del hombro se tensaban hasta quedarse casi rígidos. Aprovechó un semáforo en rojo para hacer ejercicios de relajamiento mientras recordaba el rostro del apuesto desconocido y cómo su mano se había posado sobre ella con fuerza, pero sin intimidarla. También recordaba sus ojos que parecían cambiar constantemente desde un color gris plateado al azul del cielo de una mañana de invierno, siempre cálidos. Se encendió la luz verde del semáforo y ella aceleró demasiado. Estaba inquieta, con los nervios de punta. Una extraña sensación le aceleró el ritmo del corazón erráticamente. Sintió una oleada de calor y una repentina debilidad.

Cuando llegó a la antigua mansión dividida en pisos y situada en la colina del monte Albert que compartía con una amiga, recogió parte de los azulejos y los llevó hasta la espaciosa habitación que se había convertido en estudio.

En el futuro, podría hacer algunos mosaicos pequeños en la trastienda de la galería de arte que poseía en el centro de la ciudad, pero por el momento estaba concentrada en un encargo de un tríptico relativamente grande. La malla metálica que haría de base para el mortero y las teselas estaba desplegada sobre el suelo de madera y ya se apreciaban las líneas maestras del diseño. Se acercó al lavabo y se aplicó una compresa de agua fría sobre la magulladura.

Cuando llegó Janette, su compañera de piso, que era enfermera en una clínica privada, le movió el brazo con gesto experto para comprobar que todo estaba en orden.

–Nada roto, al parecer –dijo Janette finalmente con una sonrisa–, pero quizá no sería mala idea que te hicieras unas radiografías.

–Lo haré si veo que la cosa no mejora –prometió Rhiannon, agitando la cabeza.

Después de la cena, metió los azulejos en un paquete hecho con papeles de periódico y los golpeó con un martillo usando la mano izquierda. Tal y como le había dicho al desconocido en el aparcamiento, la mayoría de los baldosines ya estaban rotos. Procedían de un edificio en demolición. Colocó varios trozos sobre el mosaico y se sumergió en el disfrute de la creación artística.

 

 

El siguiente viernes, mientras entraba en el edificio del aparcamiento, sintió cómo una voz masculina no del todo desconocida se dirigía a ella. Era el dios griego.

–Hola, otra vez –dijo acercándose–. ¿Cómo va tu brazo? –preguntó admirando el vestido sin mangas de color crema que ella llevaba.

–Muy bien, gracias –repuso ella cautelosamente.

–Aún se aprecia la magulladura –dijo él acariciando sutilmente el cardenal y provocándole un leve estremecimiento que recorrió todo su brazo y la hizo retirarse–. ¡Lo siento! –se apresuró a disculparse él–. ¿Todavía te duele tanto?

–No –repuso Rhiannon, creando un espacio de seguridad entre ellos.

–Entonces te pido perdón por haberme tomado la libertad de tocarte –dijo él con una sonrisa intrigante.

–No tiene importancia –contestó ella con frialdad, pensando que el ligero toque no podía considerarse una agresión en modo alguno. Mucha gente tenía la costumbre de tocarse a veces, sin ánimo de intimar, por pura cordialidad.

Ella se dirigió hacia las escaleras.

–¿No vas a utilizar el ascensor? –preguntó él.

–Subir las escaleras me mantiene en forma –dijo ella, incapaz de confesar una fobia.

Él se situó junto a ella para acompañarla y Rhiannon sintió cómo todas sus alarmas se disparaban. Miró hacia otro lado e hizo caso omiso de la presencia de él.

–¿Quieres que vuelva a disculparme por ser demasiado atrevido? –preguntó él con dulzura, siguiéndole los pasos.

Ella meneó la cabeza, el pánico le atenazaba la garganta, aunque la lógica le decía que se estaba comportando de una forma ridícula. La estaba acompañando un hombre apuesto que, al parecer, se sentía atraído por ella. La mayoría de las mujeres se sentirían halagadas y le regalarían una sonrisa de complicidad. Rhiannon se resintió de no poder comportarse como una mujer normal.

–Creo que te debo algún tipo de compensación –dijo él al cabo de unos instantes–. ¿Me permitirías que te invitara a un café? ¿O a cenar?

–No me debes nada –repuso ella con tirantez.

–¿Estás casada? –inquirió él–. ¿O comprometida?

–¡No! –exclamó ella, perdiendo por completo el control de la situación.

–¿Entonces me odias? Sería normal después de haberte provocado un accidente.

–No te odio… ni siquiera te conozco –dijo ella dubitativa. Si de verdad quería convertirse en una mujer normal, debería empezar a actuar como tal. El pasado era el pasado y había que dejarlo atrás.

Llegaron al vestíbulo y él se detuvo un instante, interrumpiéndole el paso, para sacar una tarjeta de visita del bolsillo y entregársela.

–Soy Gabriel Hudson. Me dedico al transporte aéreo de mercancías.

No era un nombre que pasara desapercibido. Como todo el mundo sabía, Gabriel Hudson poseía una de las empresas más importantes del país. Un vistazo a la tarjeta confirmó su intuición, allí estaba el logotipo con las dos alas cruzadas de un ángel que representaba a la empresa y el nombre de la misma junto al del propio Gabriel. Toda la propaganda de la compañía se basada en destacar el cuidado y la rapidez de entrega, con delicados ángeles que portaban paquetes cuyo destino podía ser cualquier parte del globo terrestre. La empresa era bien conocida porque era la única que aseguraba un transporte de puerta a puerta.

Gabriel Hudson era un hombre respetado por la comunidad y admirado por su éxito creciente en el mundo de los negocios. Un éxito que había empezado a fraguarse cuando aún tenía veinte años y que el año anterior le había permitido incorporarse a la lista de los diez hombres más acaudalados de Nueva Zelanda, aunque no era de los que se dejaban fotografiar para las revistas del corazón.

–Alguna vez he utilizado vuestros servicios –dijo Rhiannon.

–¿Hemos transportado tus mosaicos?

–No, obras de arte de otras personas y libros.

–¿Libros?

–Tengo una galería de arte en la que también vendo libros.

–¿Dónde? –preguntó él inclinando la cabeza.

Ella se doy cuenta de que ya había hablado demasiado, pero no podía desairarlo.

–Acabamos de instalarnos en la calle Mayor –dijo recordando que el alquiler en el centro de la ciudad duplicaba el que había estado pagando en uno de los barrios periféricos. Pero había hecho las cuentas cien veces y finalmente había apostado por conseguir que su negocio creciera.

–¿Cómo se llama?

–Mosaica.

Un hombre joven llegó a toda prisa procedente de las escaleras y Gabriel tomó a Rhiannon por la cintura para apartarla un poco y dejarlo pasar. El hombro de ella chocó ligeramente contra él y su cadera rozó la de Gabriel. Reconoció el aroma a limón y especias que había descubierto en su primer encuentro.

–¿Vas a decirme cómo te llamas?

–Rhiannon –dijo ella–. Rhiannon Lewis.

–Rhiannon –repitió él–. Suena galés, ¿no?

–Sí, en origen.

–Me gustaría visitar la galería en algún momento y quizá podríamos escaparnos un momento para tomar ese café –dijo él sin dar demasiada importancia a las palabras y con la suave mirada del cielo de una mañana invernal.

Se trataba de un hombre civilizado, de un hombre conocido y respetado. Y era tan guapo y tan amable que si ella lo rechazaba no tardaría mucho en encontrar a otra mujer de talante más amistoso. Y, a pesar de todo, ella dudó.

–No me gusta dejar a mi ayudante mucho tiempo a solas.

–¿Al final de la jornada, pues?

–Tengo que hacer la contabilidad –Gabriel inclinó la cabeza mirándola con una sonrisa enigmática. Pensaba que ella se estaba portando con demasiados remilgos. Pero Rhiannon se decidió de pronto–. Eso me llevará unos veinte minutos. Cerramos a las seis, excepto los sábados, que nos vamos a las dos en punto.

¿Era ella realmente la que había dicho eso? No se lo podía creer. ¿Había aceptado tácitamente la invitación de un hombre? El corazón le latió a toda velocidad durante unos instantes y luego se aquietó.

Gabriel asintió con la cabeza, asumiendo la información. Después, la acompañó hasta el coche y esperó mientras ella se abrochaba el cinturón de seguridad antes de despedirse con la mano.

 

 

De camino hacia su propio coche, Gabriel iba con el ceño fruncido. Al principio había pensado que la mujer cuyo nombre acababa de conocer lo había obsesionado desde un principio porque se había sentido culpable de asustarla, provocándole una caída. Pero al verla de nuevo ese día había sentido una punzada de emoción y una extraña sensación de presión en el pecho mientras las palmas de sus manos se humedecían. No había vuelto a sentirse tan impresionado desde la primera vez que le había pedido una cita a una chica en plena época adolescente.

Deseaba agarrarla y mantenerla junto a sí hasta conocer el último de sus secretos. Pero recordó que ella saltaba como una gacela asustada y se alejaba cada vez que él intentaba tocarla. Aunque también era cierto que se había relajado un poco al ver su nombre en la tarjeta de visita de la empresa. No pudo evitar una mueca de cinismo, estaba demasiado acostumbrado a que las mujeres avivaran su interés por él al enterarse de quién se trataba. Pero incluso conociendo su identidad, Rhiannon había dudado tanto que su capitulación final lo había sorprendido.

Se metió en el Audi y puso el motor en marcha. Rhiannon. Le gustaban las sílabas de su nombre, casi tanto como le había gustado ella cuando la había visto por primera vez.

Mirando ambos espejos, dio marcha atrás y se dirigió hacia la rampa de salida. Era verdad que ella apenas lo conocía, pero… ¿era eso razón suficiente como para mostrarse tan distante? ¿Se comportaba así con todos los hombres? ¿Qué razones podían justificar que una mujer se mostrara tan cautelosa?

Un par de ideas acudieron a su mente y sus dedos se aferraron de forma inconsciente al volante. Le dolía la mandíbula y se dio cuenta de que llevaba los dientes apretados al máximo. Flexionó los músculos para relajarse, obligándose a no llegar a conclusiones demasiado precipitadas. Sólo porque una mujer no se hubiera arrojado en sus brazos a la primera ocasión y porque pareciera no sentirse afectada por su apostura, no podía ponerse a pensar que hubiera algo raro en ella.

Quizá ese desinterés fuera realmente lo que más lo intrigaba de ella. No había reaccionado como la mayoría de las mujeres, a pesar de que él había mostrado sin ambages un genuino interés por ella. Sus intencionadas miradas no habían recibido respuesta y no deseaba el contacto físico. Todo eso tendría que cambiar, se propuso.