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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Silvia Fernández Barranco

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Vientos de Escocia, n.º 199 - Julio 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-717-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

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Prólogo

 

 

 

 

 

15 de enero de 1559

 

Isabel I es coronada en Londres reina de Inglaterra e Irlanda con veinticinco años, después de permanecer largo tiempo encarcelada en la Torre de Londres acusada sin pruebas de traicionar a su hermana María y de tener un hijo ilegítimo. Se convierte en reina el 17 de noviembre de 1558. Isabel es la quinta monarca de la dinastía Tudor, hija de Enrique VIII. Nació como princesa, pero su madre, Ana Bolena, fue ejecutada cuando ella tenía tres años, con lo que Isabel fue declarada hija ilegítima. Fue criada por Catalina Parr y, después, enviada a Hertfordshire hasta cumplir los quince años. Fue formada en una educación excepcional para algún día ser reina contra todo pronóstico y por parte de los que fueron sus enemigos en el pasado.

En Escocia, María de Guisa cede el trono a su hija, María I Estuardo, más cercana a la corte francesa que a su propia patria. Será repudiada por la reina Isabel, su prima, que ordenará encarcelarla ante la sospecha de su rebelión contra ella. El poder de la reina escocesa se tambalea ante sus condes.

Dos naciones convulsas por las guerras internas de poder y religión con numerosos enemigos más allá de sus fronteras y, aún más, dentro de sus propios territorios.

La religión, protestantes y católicos, los detractores de una y otra reina dividen las lealtades entre ingleses y escoceses mientras en los dos bandos, ganadores y perdedores marcan para siempre el destino de Gran Bretaña bajo el reinado de ambas mujeres.

La lucha por conservar los enclaves estratégicos relevantes en las escaramuzas entre las dos naciones se convirtió en los bastiones de fuerza de grandes militares y señores de la guerra; se destruyen familias y surgen nuevos líderes, leyendas que el pueblo no olvidará en los difíciles años que quedan por venir.

 

 

 

 

 

 

Escocia, año 1586

 

Sumergida en la niebla, no podía ver su propio cuerpo. Corría tan deprisa como sus piernas delgadas le permitían. Pequeños calambres le subían por los gemelos y los muslos, a punto estuvo de chocar contra un árbol, solo entonces se detuvo en seco. Estaba dando vueltas sobre un laberinto de barro encharcado, ya no sentía los pies, húmedos y doloridos. Agudizó los oídos: los perros, los habían soltado, y aunque no le harían daño, la conocían e iban a conducirlos hasta ella siguiendo su olor, precisamente ellos, que habían sido su mayor compañía, iban a ser su perdición.

Sacando fuerzas de su propio miedo echó otra vez a correr esquivando los árboles y la maleza, el pantalón se le caía empapado sobre la piel. No podía parar, unos metros más y saldría del bosque.

Angus la esperaba con un caballo y lo conseguiría. De ello dependía la vida de los hombres que la aguardaban y ella no los defraudaría. La llamaban bainrigh, en gaélico antiguo, su reina, su señora, y tenía para con ellos una deuda de honor más grande que su propia vida. Lo arriesgaban todo por su causa. Llegaría a tiempo.

Tropezó y cayó con fuerza, su rostro se llenó de la suciedad pegajosa del pantano, notó la cara dolorida y tirante por las heridas de las ramas con las que se había golpeado en el camino. Entonces los escuchó más cerca, estaban detrás de ella, los ladridos resonaban en una jauría azuzada sin piedad por los hombres de su hermano. Tenían su rastro y ya no lo perderían hasta darle caza.

Delante, entre la niebla, vio el reflejo de un arma y escuchó el relincho de un caballo, era Angus. Los hombres de su padre hicieron brillar sus espadas ante los primeros rayos de sol del amanecer, habían desenfundado para guiarla hasta ellos, estaban preparados para atacar al que se atreviera a amenazarla.

Los mejores hombres entrenados por su padre, los más nobles y más justos de todas las Highlands, ahora estaban allí para protegerla, dar su vida y su espada a su servicio como lo habían hecho durante años por su clan. Solo tenía que correr hacia ellos.

Oía el jadeo de su propia respiración resonando en sus tímpanos. El dolor de piernas la estaba debilitando, el corazón se le desbocaba en el pecho, con un gruñido apretó el paso y vio su montura junto a sus fieles amigos alineados en semicírculo, esperando. Sin detenerse, montó a horcajadas en su caballo, al momento todos, al unísono, envainaron las espadas en silencio y la siguieron.

La confusión de los gritos y el relinchar de los caballos al iniciar el galope, espoleados por los hombres, resonaron en el silencio del bosque. Los perros los habían alcanzado y, a una señal del tainistear Angus, cuatro hombres se detuvieron para proteger su huida. El más joven de los guerreros que la guiaban, Brian, le lanzó el tartán gris y azul y se envolvió en él sin detenerse.

Una hora después, en la madrugada silenciosa, un grito helador resonó en el valle que dejaban atrás.

—¡Aaaaayyyrr!

Sonrió con pesar. Ese grito solo podía significar dos cosas: primero, que los guerreros que habían dejado atrás habían conseguido entretenerlos dando su vida por ello, y, lo segundo, que él había perdido el rastro.

—¿Seguimos con el plan, milady? —gritó Angus girando su mirada enardecido por la adrenalina que le recorría el cuerpo. Ambos caballos cabalgaban a la par en un ritmo frenético.

—A Londres, Angus, necesitamos ayuda en esto —respondió ella sin resuello por el esfuerzo que soportaba su cuerpo intentando dominar la montura al galope.

El guerrero asintió y la miró a sus ojos ámbar, que ahora parecían negros como la noche. Aun manchada de los pies a la cabeza era hermosa, con su cabello negro cayendo sobre los hombros y su figura delgada adaptándose al caballo como lo hubiera hecho el mejor hombre del clan. Aminoró un poco el paso de su montura y quedó a su espalda con un respeto reverente, más que el que nunca le tuvo a su padre o a ningún hombre, era su bainrigh, la señora de Tye, la de todos ellos. A su edad, ya avanzada para un guerrero, nunca pensó que la vida le pondría a prueba una vez más, la seguiría hasta el infierno inglés sin dudarlo, al igual que su clan.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Ante ellos apareció, construido de sólida piedra sobre la sangre de sus monarcas pasados, el castillo de Windsor elevado sobre una colina, regio y sobrio. Fortificado por una muralla que rodea el palacio de la reina y a su corte, protege los documentos de estado y las intrigas de la corona inglesa.

Desde lejos, divisó su enorme torre circular entre la lluvia y la niebla, el camino de acceso lleno de gente caminando, a caballo, soldados de palacio, damas con complicados vestidos y joyas, todos ellos rodeados de hombres armados. Ayr los observaba a su alrededor, no parecía importarles la humedad y el frío, el fuerte hedor de los animales y los regueros de gente apretada. A ambos lados del camino que conducía a la fortificación, los puestos improvisados les ofrecían desde telas importadas a perfumes de raras esencias y abalorios. Comida y bebida aguadas e, incluso, sospechó que algunos traficaban con mujeres y niños exhibiéndolos entre cortinas.

Cansados y mucho más delgados desde que partieron de su tierra, seguían a Angus mirando todo con expectación y vigilando sus pertenencias de los chiquillos que corrían a su alrededor metiéndoles la mano en los bolsillos.

Desde que entraron en territorio inglés se desprendieron de sus kilt y de cualquier insignia escocesa que pudiera delatarlos. Bajo las ropas sencillas que pidieron prestadas por el camino llevaba ocultas las dagas y las espadas.

Ayr caminaba entre ellos con una capucha que ocultaba bien su cara y su pelo largo. Las amplias ropas disimulaban sus caderas bajo los pantalones manchados de polvo y barro. El pesado manto sobre sus ropas ocultaba su pecho y su cuello de mujer. Había sido un largo viaje y se sentían agotados. Brian caminaba a su lado y, de vez en cuando, la observaba emitir un gemido de sorpresa ante lo que veía. Ella había estado en contadas ocasiones en la corte, pero su entrada a la fortaleza era bastante diferente a las anteriores. Para el joven guerrero todo era nuevo, lo cierto es que la única vez que muchos de aquellos hombres vieron tanta gente junta fue en la lucha cuerpo a cuerpo con un clan vecino y en el mercado de Inverness.

Angus mantenía su mano en la empuñadura de su espada, sus ojos grises observaban a todo aquel que se acercaba, desconfiaba de esos ingleses sin fe, con sus lujos y falta de honor. Se tocaba la barba que comenzaba a ser blanca. Mantener a seis guerreros y una mujercita con vida atravesando media Inglaterra le había hecho envejecer diez años por lo menos. El nuevo laird MacTye, el hermanastro de Ayr, se había proclamado a sí mismo y no les había dado tregua hasta atravesar la frontera, donde su ejército de hombres no podía penetrar sin provocar una guerra y grave ofensa en suelo inglés.

—Permaneced juntos y no llaméis la atención —advirtió Iain con un susurro al ver a la muchacha y a su joven amigo acercarse a los tumultos de gente que rodeaban los puestos.

De inmediato, Ayr se enderezó y siguió caminando detrás de Angus. No era una excursión al mercado lo que los había llevado hasta allí, pero no pudo dejar de sonreír. ¡Que no llamaran la atención! Los hombres del grupo sacaban dos cabezas a los que les rodeaban, sus barbas sin cortar y pelo más largo que todos los demás les hacían destacar sobre los ingleses, entre quienes caminaban. Miró hacia atrás para observar las reacciones de cada uno.

Iain era el más alto y la sobria expresión de sus ojos azules era capaz de erizar el cabello de cualquiera cuando se enfadaba. Su hermano Alistair era más joven que él, su contrapunto en muchas cosas, el hombre más atractivo que Ayr había visto nunca. Observaba con descaro desde a las criadas a las cortesanas con las que se cruzaba; las mujeres serían su terrible perdición, aunque él afirmara que su corazón era solo para su señora y su hermoso cabello negro. Se rio al preguntarse a cuántas mujeres habría dicho lo mismo.

Rufus y Malcom cerraban la comitiva azuzando sin descanso a Brian con sus bromas pesadas. Era reconfortante oírlos de nuevo reír, un pesar los había invadido tras asegurarse de que sus cuatro amigos habían dado la vida por ellos a manos de Broderick de Tye y no pudieron seguirlos en su huida.

Los seis que quedaban y sus armas era todo cuanto poseían ahora, eran proscritos de su propio clan y debían ocultarse. Dejaron los caballos en la granja de un escocés amigo de Angus, casado con una mujer inglesa, y atravesaron la antigua frontera hacia Inglaterra. Se deshicieron de todas sus ropas y les entregaron la espada claymore del padre de Ayr, el símbolo de poder del clan. Alistair la había sacado en el último momento del salón del castillo, sin que nadie se diera cuenta, con la ayuda de la hija del cocinero y de las doncellas. Su irresistible encanto siempre les ayudaba en las situaciones difíciles, y les creaba también muchos problemas. Ayr había llorado cuando se la enseñaron, era lo único que le quedaba de su padre. La espada llevaba marcadas muescas que señalaban las victorias de su clan. Si hubiera podido sostenerla, la hubiera llevado con ellos, el arma de su padre lo era también de su abuelo y del abuelo de este, una espada que pertenecía al jefe y solo él podía usarla; siendo tan pesada y grande solo un guerrero con fuerza y entrenado en el combate podía luchar con ella.

Llegaron ante los guardias de la entrada y rápidamente estos cruzaron sus lanzas ante ellos. Era un grupo amenazador por mucho que quisieran disimular su estatura o sus rostros llenos de hostilidad. Iain cogió lo que Ayr le tendía con el puño semicerrado y se dirigió a los guardias. Si era necesario pensaba comprar su entrada al castillo.

—¡Dejadnos entrar! —ordenó—. Queremos solicitar una audiencia con la reina —exigió Iain con la mano sujetando la daga bajo sus ropas.

Los guardias se miraron entre sí y rompieron a reír.

—No os dejaría pasar ni a las pocilgas de los cerdos, panda de andrajosos —se rio el más delgado de los dos mientras se rascaba la cabeza con fuerza. Al quitarse el casco pudieron ver saltar pequeños animalitos azuzados por sus dedos.

Ayr retrocedió con asco e intentó recomponerse. Esperaba que no les dejaran pasar y dio un suave codazo a Iain, que miraba a los soldados a punto de estallar.

—Tenemos monedas. Mostradle esto a Su Majestad y decidle que venimos de muy lejos para solicitar una audiencia y seremos generosos —dijo mostrando a los soldados una piedra roja del tamaño de una uva engarzada en un colgante de mujer. Detrás se leían las iniciales E&M grabadas, las iniciales de la reina inglesa.

Un tumulto hizo que Iain cerrara su mano y todos se apartaran a un lado. Una comitiva, de al menos doce guerreros, se acercaban a la puerta, un pequeño ejército de ingleses al que acompañaba una expectación y murmullos de la gente que iban dejando atrás.

A la cabeza de ellos, sobre un magnífico caballo negro, un guerrero miraba al frente, ajeno a todos los que le rodeaban mientras los que lo seguían saludaban a sus familiares y amigos estrechando las manos sin desmontar de sus caballos. Cuando llegó a su altura, sus ojos azules se desviaron hacia el grupo que los soldados de guardia apartaban de su paso. Fijó su mirada con extrañeza en el más bajo de todos ellos, sus ojos se cruzaron un instante y su instinto de soldado lo hizo desconfiar de aquel grupo.

Ese mismo instinto que lo había salvado en la batalla mientras sus amigos caían a su alrededor, el mismo que hacía crecer su fama en toda Inglaterra y lo convertía en uno de los favoritos de lord Cecil y de la reina. Sus hombres se sometían a una dura disciplina y entrenaban cada día con el único fin de ser los mejores soldados de Su Majestad, sin embargo, nada lo entrenaba para el tedioso periodo en la corte al que su padre lo obligaba. El conde de Woodlock estaba enfermo, suya era la responsabilidad para con su legado y sus hermanos, mantener el nombre de su fortuna y sus tierras a salvo de las intrigas políticas que los habían hecho caer en desgracia desde los tiempos del rey Enrique.

Esta vez conseguiría que le otorgaran el favor de combatir, no en breves escaramuzas con los irlandeses o en la frontera con las Tierras Altas, sino en Flandes, donde se desplegaban las fuerzas del reino. Las relaciones de Inglaterra con sus vecinos no eran nada comparadas con las desavenencias que se mantenían con Francia y España. Para eso debía convertirse en el mejor guerrero de Su Majestad.

Esos ojos castaños lo atraparon un segundo más e hizo una leve señal a su segundo, y amigo, Thomas, quien se separó del grupo mientras proseguía su camino junto a sus hombres.

—Enseñadme otra vez ese colgante que decís que tenéis para la reina —dijo el guardia con una risotada enseñando sus dientes negros.

Ayr lo cogió de la mano de Iain envolviendo su mano con la suya. Thomas, más atrás, se detuvo sorprendido. Era la mano de una mujer, delicada, con finos y largos dedos. Así que eso era lo que había llamado la atención de Edward, por eso lo hizo desmontar e indagar sobre quiénes eran esos hombres.

—¡Decidle a vuestra señora que lady Ayr Elizabeth Tye requiere de una audiencia con ella o ateneos a las consecuencias! —dijo la joven bajando la capucha que le ocultaba el rostro y mostrándoles su barbilla de forma altiva. El guardia la miró con recelo y sonrió de forma lasciva—. Os hemos dicho que seremos generosos con vosotros.

—Por favor, milady, seguidme, yo os acompañaré a vos y vuestros hombres dentro —sugirió Thomas ante la dama y le ofreció su brazo con una reverencia. Ayr lo miró con una sombra de duda en los ojos mientras sus hombres los rodeaban. Decidió confiar en él por el momento, no por su apariencia, sino por la seguridad con la que se desenvolvía entre los guardias. Era importante y ellos lo sabían. Observó directamente sus ojos oscuros y descubrió en ellos cierta admiración al mirarla. Le gustó mucho la atracción que demostró por ella, su cuerpo la deseaba, y a ella ya no la era tan desagradable que la miraran así, llevaba demasiado tiempo sintiéndose un chico en vez de la mujer que era.

—Con mucho gusto…

—Thomas Aunfield, seguramente me recordáis, soy el capitán del conde Edward Aunfield de Woodlock, la pasada primavera en… —dudó si ella seguiría su mentira o los delataría ante los guardias poniendo en peligro al pequeño grupo.

—¡Oh, sí! Por supuesto, Aunfield, estos guardias han debido de faltar a su deber y beber algo más de la cuenta, si no nunca pararían a las puertas del castillo a la ahijada de la reina —afirmó sonriéndole con una mirada pícara.

Sonrió ante el descaro de la muchacha y el bochorno de los soldados. Los guardias intentaron protestar, pero ella los calló con un dedo sobre sus labios y un gesto de enfado.

—Perdonadnos, milady, vuestras ropas nos confundieron —suplicó el guardia de los dientes negros bajando la cabeza—, no sabíamos…

Angus se rio a carcajadas y traspasaron las puertas con toda naturalidad, ni siquiera les registraron para quitarles sus armas. Se dirigieron hacia el edificio central atravesando el primer patio de armas donde los caballos estaban siendo adiestrados, todo olía a suciedad y a animales. Afortunadamente no tardaron en traspasar las puertas de hierro forjado para entrar en la antesala del castillo.

Ayr observó con verdadero interés al hombre que los había ayudado mientras caminaba a su lado. Parecía tener cierto poder entre los soldados que lo saludaban con curiosidad. Thomas Aunfield, primo y capitán del conde Woodlock, no recordaba el nombre de pila de su señor, pero parecía tener el poder de abrir las puertas del castillo.

—¿Sois en realidad la ahijada de la reina? —preguntó Thomas dejando que traspasara en primer lugar las puertas del segundo patio. Esbozó una sonrisa mientras admiraba divertido el contoneo de su cuerpo bajo las formas ajustadas del pantalón. Ciertamente no estaba acostumbrado a ver a una mujer vestida como un hombre y menos a una tan hermosa y sensual.

—¡Claro que lo soy! —contestó fingiendo escandalizarse como hubiera hecho una mujer de la corte vestida con sus mejores galas—. ¿Dudáis de mí, señor?

De pronto la vio dejar de sonreír y poner su cuerpo en tensión. Lord Cecil, el consejero de la reina, caminaba con paso férreo hacia ellos, así que alguien ya le había informado. Agarró de su bolsillo el rubí rojo que había presentado ante los guardias y lo colgó de su cuello con resolución. Comenzaba el juego y, como su padre siempre le decía, había que estar preparado siempre.

—Milady —dijo casi de forma interrogativa cuando vio quien la llevaba de su brazo.

—Lord Cecil —exclamó como si no lo hubiera visto hasta ese mismo momento. Le ofreció su mano con indiferencia para que la besara.

—He de suponer que conocéis a este caballero que se ha ofrecido a escoltarme. Os ruego que ordenéis traten a los hombres que me acompañan con el debido respeto y les ofrezcan comida y descanso. El viaje ha sido muy largo.

—No os preocupéis, milady, pondré guardias para protegerlos —asintió severamente.

A Brian se le escapó una risa nerviosa, quien se atreviera a tocarlos tendría su daga en el cuello sin dudarlo. Alistair lanzó un escupitajo al suelo, a los pies de Thomas, Iain lo imitó y poco después Malcom y los otros. Los ingleses los miraron asombrados, escupían delante de la dama sin ningún escrúpulo.

—¡Dejaos de tonterías!, seré yo —afirmó Angus enseñando sus armas.

—Perdonad, señores, todo esto no es necesario. Iain y Alistair vendrán conmigo, los demás dejaos guiar por el buen juicio de Angus y no os metáis en líos.

La joven, después de expresar sus preferencias, miró a los ingleses como si sus hombres en vez de gigantes de casi dos metros fueran niños pequeños y debiera reprenderlos.

—No les hagáis caso, el que escupe más lejos en cada ocasión viene conmigo —aclaró encogiendo los hombros.

Thomas estaba perplejo, cómo una mujer podía ejercer tanta autoridad y tener tanto descaro metido en ese cuerpo tan pequeño. Edward no lo creería cuando se lo contara.

—Angus, estaré bien —aseguró ella con cariño apoyando su mano sobre el brazo del anciano. La vio marcharse entre los dos hombres seguida de Iain y Alistair, era cierto, aquel era su terreno. Al fin y al cabo, era inglesa, debían dejarla marchar.