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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Estefanía Jiménez Alcántara

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Aquel diciembre, n.º 200 - Julio 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock y

Dreamstime.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-718-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Nota de la autora

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Tablate, Granada

Septiembre de 1568

 

El fuego crepitaba en la chimenea, haciendo crujir los troncos con una música relajante. Abstraída, Beatriz se mecía en la butaca, que chirriaba con cada balanceo. Aspiró hondo para devorar el perfume de su hogar: las agujas de pino al arder, el vapor del estofado que escapaba de la marmita que había sobre las trébedes, los manojos de hierbas que colgaban del techo… Hacía calor dentro de casa, el verano aún no se había marchado y guisar era incómodo, pero necesitaba un momento de soledad, aunque fuera en aquel horno. Últimamente, el pasado volvía a acosarla y ella interpretaba aquella repentina melancolía como un mal presagio.

¡Ah, Alonso, su Alonso! ¡Cómo lo había amado! ¡Cómo lo amaba todavía! ¿Qué eran diez años para su corazón? Jamás volvería a querer a ningún hombre, jamás.

Podía escuchar a su hija Elena en el porche, afanada en trenzar esparto. Sus hijos eran su mundo. Beatriz sería capaz de cualquier cosa por protegerlos, por honrar el sacrificio que su esposo hizo en el pasado, pero los tiempos que vivían no eran seguros para las personas como ellos. Tarde o temprano, la paz acabaría.

—¡Madre!

La llamada de Elena la sobresaltó. Debía de haberse quedado traspuesta, pues ni siquiera la había escuchado abrir la puerta.

—Madre —repitió la joven, acercándose—, Venancio ha venido a verla.

—¿Venancio? —preguntó mientras se ponía en pie—. ¿Qué le ocurre?

—Que tiene la peste —respondió Elena con una risita.

—¿Peste? —exclamó la mujer, escéptica, caminando hacia la puerta.

El bueno de Venancio la esperaba fuera, estrujando su ajado sombrero de paja con nerviosismo y expresión atormentada. Beatriz alzó una ceja al observar el sarpullido que le subía por el cuello y se extendía por una de sus mejillas.

—Tranquilo, Venancio, no es peste —le dijo, regalándole una sonrisa tranquilizadora.

—¡Ah, Beatriz! ¿Estás segura? —preguntó el hombre con ansiedad—. Por el cuerpo es mucho peor, te lo aseguro, está todo… —Hizo un gesto vago con las manos.

—¿Te pica mucho?

—¡Horrores! He intentado aliviar el picor con un estropajo de esparto, pero no…

—¿Un estropajo? —exclamó ella con horror—. ¡Ah, por Dios!

—¿Estás segura de que no es peste? —insistió Venancio—. Mi madre me contó que ella vio a hombres con pústulas causadas por la muerte negra que…

—¡No es peste, es sarna! —lo cortó Beatriz, abriendo la puerta de la casa para cederle el paso al interior—. Quítate la camisa, quiero ver las úlceras.

Una hora después, Venancio salió de la cabaña con una sonrisa de alivio dibujada en su afable rostro. En sus grandes manazas llevaba con mimo la loción y la resina de alerces que Beatriz le había proporcionado.

—Cuando se te acabe la loción puedes hacer más con manteca, una yema de huevo y el zumo de una naranja agria —le explicó al hombre—. Tienes que lavarte con agua fría tres o cuatro veces al día, ¿de acuerdo?

—¿Tantas veces? —preguntó el hombre con una mueca; de todos era conocido que no era muy amante del agua.

—O más —respondió ella con una sonrisa—. Y tenéis que hervir toda vuestra ropa, incluida la de cama, ¿comprendido?

—¡Comprendido! Hervir la ropa…

—¡Ah! Y dile a Amalia que venga a verme. La sarna es contagiosa y podría haberla cogido también.

—Está bien, mañana mismo vendrá a verte. ¡Muchas gracias, Beatriz, me has salvado la vida una vez más!

—¡No seas exagerado, Venancio! —rio la mujer quitándole importancia.

—¿Exagerado? —bufó él—. Ayer en el mercado me vio el doctor Guzmán y me dijo que fuera a verlo enseguida, así que no seas modesta, Beatriz.

—¿Guzmán te vio el sarpullido? —preguntó ella en un murmullo, con una arruga de preocupación en la frente—. ¿Le dijiste que vendrías a verme a mí?

—Le dije que iría a verlo si se me daba bien el día y ganaba suficiente —respondió el hombre con una sonrisa inocente—. Tranquila, Beatriz, sé que no debo ir hablando por ahí de tus dones.

—No son dones —protestó ella—. Solo conozco cosas que muchos han olvidado.

—Como sea. Puedes estar tranquila, amiga, en Tablate todos te queremos.

—Muchas gracias, Venancio.

—¡Gracias a ti! —El panadero rebuscó en su bolsillo y le entregó algunas monedas, azorado—. Sé que no es mucho, pero ayer no nos fue muy bien…

—Descuida, está bien —lo tranquilizó Beatriz, dándole unas palmaditas en la mano y devolviéndole tres monedas del montón.

—¡Muchísimas gracias, Beatriz! Hoy no he amasado pan nuevo, ya sabes, en verdad creía que era peste… —explicó Venancio algo avergonzado—. Pero mañana te haré una gran hogaza para que te la traiga Amalia. ¡Y unos pastelillos para Elena, que sé que le encantan!

—¡Oh, me la estás malcriando!

—¡A mí me gusta que me malcríen! —exclamó la joven desde la cabaña con una carcajada que el panadero coreó.

—¡Ah, esa moza ya está muy bien criada, y bien guapa que es! Lo que deberías hacer es buscarle un buen hombre antes de que se marchite.

—Lo tendremos en cuenta, Venancio. Dale saludos a Amalia de mi parte.

Cuando el panadero se fue, Beatriz se quedó durante unos largos minutos con la mirada perdida entre los pinos.

—¿Ocurre algo, madre? —le preguntó Elena a su espalda.

—No creo que el doctor Guzmán lo deje estar sin más —murmuró—. Tal vez deberías esconderte un tiempo en las cuevas; ya sabes, solo por si acaso.

—Tal vez…

—Le escribiré a tu hermano enseguida.

—¿No cree que deberíamos esperar unos días antes de alarmar a Diego? —preguntó la muchacha con una vaga esperanza.

Beatriz tragó aire y sacudió la cabeza, haciendo una mueca con los labios.

—Ese desgraciado me la tiene jurada desde hace tiempo —masculló—. Su orgullo no le permite lidiar con la competencia. No creo que debamos correr riesgos, Elena. —Beatriz se volvió hacia su hija y le cogió las mejillas, tratando de regalarle una sonrisa tranquilizadora—. Y si nuestros temores son infundados, tendremos la oportunidad de pasar algunos días con Diego. No es mal plan en cualquier caso, ¿no?

—¡Diego! Lo extraño tanto… —suspiró la joven—. Ojalá pudiéramos verlo más a menudo.

—Yo también lo extraño —musitó, volviendo su mirada de nuevo hacia los árboles—, pero prefiero mil veces añoraros que perderos.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Un cielo plomizo coronaba todo el Valle de Lecrín provocando un degradado de verdes teñidos de plata en la hierba. Aún faltaba un poco para que se hiciera de noche, aunque las nubes que iban y venían hacían la tarde más oscura de lo normal. Ese día no hacía calor, era como si el otoño hubiera estado esperando que emprendiera aquel viaje para hacer acto de presencia. Los únicos sonidos que le acompañaban eran los del viento, los cascos de su caballo y los murmullos lejanos de los campesinos rezagados al regresar a casa.

Olía a lluvia y a hierba mojada, y el paisaje en el crepúsculo no podía ser más hermoso; sin embargo, el nudo que oprimía su pecho le impedía disfrutar de todo aquello. No conseguía apartar sus pensamientos de la carta que había recibido. Hacía dos meses que no tenía noticias de su madre y de su hermana y las añoraba, pero habría dado lo que fuera por no recibir ese mensaje.

Era ya de noche cuando divisó los tejados de Tablate. Aminoró el pasó de su montura para evitar alertar a los vecinos de su llegada, y continuó el camino con la cabeza baja y la melena tapándole las facciones, por si a alguien le daba por asomarse a la ventana. Siguió el trayecto, atravesando los pinares, donde la oscuridad era más densa, y al cabo de unos diez minutos, por fin se topó con las vallas que delimitaban la pequeña casa. Saltó del caballo antes de que este se detuviera del todo, al tiempo que la puerta se abría.

Beatriz apareció en el rellano con esa sonrisa que solo ella sabía regalar y que transmitía tantas cosas. Diego se fijó en que su cabello, otrora oscuro como el suyo, se veía salpicado de hebras de plata, muchas más que la última vez. También su rostro había sufrido el paso del tiempo con demasiada rapidez. Se le encogió el corazón al verla tan frágil.

—¡Diego! —exclamó, extendiendo los brazos hacia él.

El joven cubrió la distancia que los separaba de dos zancadas y la estrechó en un abrazo. Daba igual el tiempo que pasara, los años que cargara a la espalda, nunca dejaría de necesitar y amar a esa mujer, solo en sus brazos sentía que pertenecía a algún sitio, que tenía un hogar.

—¡Madre! —susurró, besándole la coronilla—. ¿Se encuentra bien? Me he dado toda la prisa que he podido. ¿Cómo están las cosas?

—Tan mal como temía —suspiró la mujer—. Ven, entra y descansa un poco. Te daré algo de comer.

—¿Dónde está Elena? —preguntó con ansiedad al no verla dentro de la casa.

Beatriz le indicó que tomara asiento y le sirvió un cuenco de estofado que olía a recuerdos y le hizo ser consciente de lo hambriento que estaba.

—Tu hermana te espera en las cuevas —respondió—. Tenía la esperanza de que las cosas se arreglaran, pero era una vaga esperanza, la verdad.

—¿Qué pasó?

—El doctor Guzmán denunció a uno de mis pacientes. El hombre vino a verme porque tenía sarna y ese desgraciado se enteró. Ya sabes que me la tiene jurada desde hace tiempo, no soporta que la gente de los alrededores prefiera acudir a mí —explicó con rabia—. Ese medicucho se presentó en casa de Venancio acompañado de la guardia, acusándolo de practicar brujería.

—¡Maldita sea! —gruñó Diego.

—Sí, en estos días se vuelve a utilizar esa excusa para deshacerse de los rivales —suspiró Beatriz con pesar—. Brujería, herejía o cualquier sandez por el estilo. Por desgracia, la justicia escucha a los ricos por absurdas que sean sus acusaciones.

—Y ese vecino la delató —escupió el joven.

—No, Venancio es un buen hombre, hijo. Trató de convencerles de que el sarpullido se estaba curando solo, pero, por supuesto, Guzmán sabía que era sarna y que necesitaba algunos remedios. Claro que él les dijo a los guardias que se trataba de peste, así las cosas se complicaban más para el pobre Venancio. Registraron su casa y, milagrosamente, apareció un gallo muerto y no sé qué estupideces más.

—¡Qué hijo de perra! ¿Así que se lo llevaron? —preguntó Diego y su madre asintió—. Y apuesto a que ese malnacido se ocupó personalmente de que lo interrogaran enseguida, saltándose cualquier procedimiento.

—Interrogatorio completo y exhaustivo, sí. A él y a su esposa —suspiró ella con tristeza—. Supongo que sobornó a los guardias para que les sacaran a la fuerza la verdad que quería escuchar. Todo ocurrió tan rápido… La pobre Amalia no estaba muy bien de salud, no lo soportó.

—¿Murió? —se horrorizó el joven.

—Le dio un ataque —asintió Beatriz—. Y a Venancio le arrancaron las uñas, le quebraron algunos dedos y más cosas que no quise escuchar.

—Jesús bendito… Y, al final, dio su nombre —adivinó él.

—Claro que dio mi nombre. Esos monstruos saben bien cómo hacer su trabajo, pueden romper hasta al más noble de los hombres, y Venancio es un gran hombre, Diego —le aseguró—. Una noche, solo necesitaron una noche. Y estoy segura de que lo hubieran matado también a él, de no ser porque el padre Gimeno intercedió a tiempo. Apeló a su amistad con el arzobispo y los guardias lo soltaron con tal de evitarse problemas. Total, ellos ya habían cobrado y esa serpiente de Guzmán tenía lo que quería: a mí.

—¿Y nadie sabe dónde está Elena? —inquirió el joven—. ¿Logró esconderla a tiempo?

—Lo preparamos todo el día que Venancio vino a curar su sarna. Esa misma tarde te envié el mensaje —explicó—. El corazón me decía que nuestros días de paz habían terminado.

—Ya estaban durando demasiado… —masculló, apretándose el puente de la nariz—. Supongo que nadie conoce nuestros planes. —Miró a su madre y estrechó los ojos al ver su expresión—. ¿Madre?

—Solo el padre Gimeno.

—¡Oh, por el amor de Dios! —exclamó—. ¿Un cura? ¿De veras?

—Ese hombre es bueno, Diego…

—¡Ningún cura es bueno! —escupió él—. ¿En qué diablos estaba pensando, madre?

—¡No me hables así! —le riñó—. Creo que hasta ahora siempre he sabido cómo hacer las cosas.

—No estoy de acuerdo, tendría que haber dejado las curaciones cuando llegó aquí —rumió Diego.

—Eso habría supuesto ir contra mi naturaleza, hijo —le dijo con seriedad—. Todos tenemos una misión en esta vida y ayudar a los enfermos es la mía. Cuando encuentres la tuya, lo que le da sentido a tu existencia, seguro que al fin me comprendes.

—Está bien, no voy a iniciar una discusión en este momento —claudicó—. ¿Qué hay de ese cura?

—Es un buen hombre —repitió—. Jamás ha juzgado a nadie, ayuda a todos por igual. Lo enviaron a Tablate a evangelizar a los moriscos, por supuesto, pero es tolerante. Todos sabemos que muchos en el pueblo siguen practicando sus costumbres a escondidas, pero Gimeno mira hacia otro lado. Bueno, a veces intenta convencernos de que vayamos a su iglesia —añadió Beatriz con una sonrisa—, pero, por lo general, nos deja en paz.

—Pero ¿por qué se lo contó, madre? —insistió—. No era necesario.

—Claro que sí, no podemos hacer esto solos, Diego. Necesitamos ayuda y el padre Gimeno me ha asegurado que os ayudará en todo lo que esté en su mano.

—¿Nos? —preguntó el joven con desconfianza.

—Yo me quedaré aquí y cubriré vuestra huida —anunció ella.

—¿Cómo? ¡Por supuesto que no! Recoja sus cosas inmediatamente. Prepararé la carreta y…

—¡No, Diego! —lo cortó con rotundidad—. He dicho que yo me quedo y no hay más que hablar.

—¿Qué?

—Nadie sabe que tú eres mi hijo y el nombre de Elena no ha salido a la luz —razonó—. Ellos solo me buscan a mí.

—Con más razón debe venir con nosotros —gruñó él.

—Si me quedo, tendrán a su bruja y dejarán a Elena en paz.

—Si se queda, morirá y no logrará nada —exclamó él apretando los dientes—. Todos en Tablate saben que tiene una hija. ¿Cuánto tiempo cree que tardarán en delatar a Elena?

—No lo harán —respondió ella con seguridad—. La gente aquí nos aprecia de verdad. —Diego bufó con escepticismo—. Y aunque así lo hicieran, al menos os concedería tiempo. Mientras estén entretenidos conmigo, nadie saldrá a buscaros.

—Llevo escondiéndome casi toda mi vida, puedo protegeros a las dos. Buscaremos otro sitio donde establecernos, ya lo hemos hecho antes.

—Diego, sabes tan bien como yo que, si voy con vosotros, nos perseguirán hasta el fin de nuestros días.

—¡Pues que lo hagan! No será la primera vez —gritó.

—¿Acaso querría yo eso para mis hijos? ¿No es nuestra vida ya lo bastante compleja? —exclamó ella dando un golpe sobre la mesa—. En absoluto, no voy a permitir que os pase nada.

—Pero madre…

—Diego, ya me tocó ver morir a tu padre por mis errores, no soportaría que os pasara algo a alguno de vosotros —le dijo con fervor, cogiendo sus manos—. Por favor, mi vida, no discutas conmigo en estos momentos, no tenemos mucho tiempo y yo ya he tomado mi decisión. Irás a las cuevas y te llevarás a tu hermana de aquí. El padre Gimeno me ha conseguido papeles falsos para ella.

—¿Qué? —jadeó, a medio camino entre la incredulidad y la ira.

—Es un hombre culto y yo llevo preparándome para esta huida desde hace años —explicó ella vagamente.

—Madre. —A Diego se le rompió la voz y tuvo que intentarlo de nuevo—. Madre, por favor, recapacite, ¿sabe lo que hacen esos hijos de perra con los moriscos y los judíos que siguen practicando su religión?

—Lo sé, lo hacen hasta con algunos conversos —bufó la mujer, poniendo los ojos en blanco.

—Son más implacables con las brujas —soltó con desagrado.

—¡Las brujas no existen! —rio Beatriz

—Ya, pues explíqueselo a ellos —farfulló, poniéndose en pie—. Bruja, pagana, hereje y morisca, eso es lo que verán cuando la miren. No tendrán piedad con usted. Recoja sus cosas, iré a preparar la carreta.

—¡Si salimos con la carreta no duraremos ni un día, Diego! —razonó alzando la voz—. Nos seguirán la pista con facilidad, además, no tenemos tiempo. Tenéis que salir de aquí esta misma noche. Si fueron tan rápidos en ir a por Venancio, lo lógico es pensar que vendrán a por mí en las próximas horas. De hecho, me extraña que no lo hayan hecho ya. —Se acercó a él y le cogió las mejillas—. Por favor, hijo mío, déjame hacer lo que considero correcto. Vosotros sois lo único que importa, y yo ya estoy tan cansada de huir…

Diego lanzó un juramento, se sacudió las manos de su madre y le dio una patada a la silla, desplazándola varios metros.

—¡Esto es una maldita locura y lo sabe! —bramó.

Beatriz se acercó de nuevo y lo abrazó con ternura.

—Tal vez, pero mi instinto me dice que así ha de ser esta vez —le susurró, logrando aplacar un poco su enfado—. Cariño, debes ir a por tu hermana enseguida y ponerla a salvo. Por favor, no me guardes rencor por esto, no descansaría tranquila.

—¿Cómo puede decir eso con todo lo que ha hecho por nosotros? —dijo él con la voz quebrada—. Solo puedo guardar amor y agradecimiento hacia usted, madre.

Ella sonrió y sus ojos se llenaron de lágrimas. Con un suspiro, lo apartó un poco para admirarlo de cerca, retirándole algunos mechones de la cara con una caricia.

—¡Ah, pero qué guapo estás, hijo! Eres como un héroe de leyenda, tan fuerte, apuesto y honorable. —Diego resopló e hizo una mueca—. Dime una cosa…

—No hay ninguna mujer, madre —se adelantó él con voz cansina—. Las mujeres lo complicáis todo.

—¡Desde luego que sí! —Beatriz soltó una carcajada—. Pero somos una complicación altamente agradable. Deberías abrir el candado a tu corazón, te aseguro que te alegrarías.

—No, gracias, ya tengo bastante con Elena y con usted. —Su voz se apagó al terminar de decirlo. Probablemente, pronto no la tendría a ella. Su rostro se ensombreció y tragó saliva.

—Diego, así debe ser, cariño —susurró la mujer, adivinando sus pensamientos—. Eres un gran hombre, el más inteligente, y sabes que llevo razón.

—Y ¿dónde he de llevarla? —preguntó al cabo de un rato, con voz ronca.

 

 

Por más prisa que se dieron, tardaron casi tres días en alcanzar su destino. El pobre caballo no estaba acostumbrado a cargar con dos personas, los caminos eran estrechos y peligrosos y la salud de Elena siempre había sido bastante delicada, por lo que Diego se vio obligado a parar cada pocas horas y descansar al refugio de los árboles, cuevas o maleza que fueron encontrando.

Por fortuna, no vieron señales de que nadie los estuviera persiguiendo. Esperaba no tener problemas durante el trayecto y poder poner a su hermana a salvo cuanto antes, pues apenas salió de Tablate, ya se había arrepentido de haber dejado a su madre sola a su suerte. ¿Cómo podía haber hecho algo así? Ella jamás lo habría abandonado.

Elena lo tranquilizaba, usando los mismos argumentos que Beatriz había utilizado, pero por más que le dijera, no consiguió hacerlo cambiar de idea: en cuanto la dejara en su nuevo hogar, regresaría a Tablate para buscar a su madre.

Lo del nuevo hogar de Elena fue otro de los motivos por los que Diego no paró de protestar y gruñir durante todo el viaje. ¿En qué diablos había estado pensando su madre para decidir tamaña locura? ¡Estaba llevando a su hermana a vivir entre cuervos!

—Espero que cuando estés en el convento de las Siervas del amor de Cristo no se te ocurra llamar cuervo a ninguna de las hermanas —le advirtió Elena con una carcajada cantarina. Una de esas que sabían contagiar alegría, por adversa que fuera la situación—. El padre Gimeno dijo que allí estaría a salvo.

—¿Por qué tiene ese cura que decidir vuestro destino? —escupió Diego.

—No ha decidido nada, tonto —le riñó la chica—. Solo quiere ayudarnos. Es un buen hombre.

—No voy a decirte hasta dónde estoy de escuchar eso —rumió.

—Es un buen hombre —repitió Elena, ignorándolo—, es inteligente y solo quiere ayudarnos. Nos aprecia, Diego.

—¡Ya! —bufó.

—El padre Gimeno dice que las siervas dan asilo a todo el que lo necesita, sin cuestionar demasiado sus motivos. Y sin mirar demasiado sus bolsas —rio de nuevo.

—Demasiado, ¿no? —volvió a gruñir.

—¡Ay, deja ya de protestar, Diego! Es una buena idea y lo sabes. Entraré al convento con una nueva identidad, como hiciste tú al establecerte en Motril. Nadie sabrá de dónde vengo y no me harán demasiadas preguntas. Allí estaré a salvo. ¿Una morisca que se ordena como monja? Nadie volverá a molestarme con preguntas sobre mi religión nunca más —justificó Elena, medio en broma.

—Tal vez, pero ¿una monja? —murmuró Diego, haciendo una mueca.

Ella volvió a reírse. Nada parecía ensombrecer el ánimo de Elena, o, al menos, eso era lo que intentaba transmitir a su hermano, aunque a él no podía engañarlo.

Cuando los oscuros muros del convento de las Siervas del amor de Cristo se hicieron visibles a lo lejos, pudo sentir cómo la muchacha se estremecía a su espalda. Era casi mediodía, pero el cielo insinuaba tormenta y una nube oscura coronaba el enorme edificio de piedra como un mal presagio.

—Sigamos, Diego —susurró a pesar de todo, acariciando su espalda para darle ánimos.

—No tienes que quedarte ahí para siempre —le dijo él con voz ronca—. Regresaré a por madre y la esconderé en la costa; después vendré a por ti. Buscaremos un barco que nos saque de aquí, a los tres.

—¿Y dónde vamos a ir? —resopló ella.

—Ya lo pensaré. Tú solo aguanta hasta que regrese, ¿de acuerdo?

—Diego, deja de intentar salvar a todo el mundo —le pidió ella con ternura—. Aquí estaré bien. Mi felicidad es cosa mía, no tu misión. Busca la tuya propia, hermano, y busca también tu prioridad en esta vida. Ya es hora de que me dejes volar.

—¿Cómo puedes decirme algo así? —musitó él, girándose sobre su hombro para mirarla—. Madre y tú sois mi vida.

—Y ya es tiempo de que eso cambie, hermano. Eres un hombre maravilloso. ¡Por favor, sé feliz! Nadie lo merece como tú.

—Volveré a por ti —rumió él obstinadamente, volviendo a mirar al frente y espoleando su caballo.

Elena sacudió la cabeza con pesar y estrechó su abrazo de manera que su mejilla quedara apoyada contra la fornida espalda de su hermano.

—Te quiero, hermanito —susurró.

—Y yo a ti, aunque seas una insufrible sabelotodo.

Elena volvió a reír, aunque en su risa se adivinaba una sombra de tristeza y temor.

Cuando pararon el caballo frente al muro del convento, vieron que había una pequeña multitud agrupada frente a una puerta lateral, que se abrió justo cuando Diego ayudaba a Elena a descabalgar. Una mujer rolliza, ataviada con un hábito negro y cargada con una gran cesta llena de bollos de pan, salió por la puerta provocando un rugido de voces y plegarias.

—Aguarda aquí, iré a hablar con ese cuervo —anunció el joven.

—Diego —lo amonestó Elena con voz cansina.

Le costó un poco abrirse paso entre los mendicantes, pero cuando convenció a la monja de que no venían buscando limosna, la mujer se hizo a un lado y les dejó pasar al interior.

—Así que quieres dejar tu vida atrás y abrazar a nuestro Señor —masculló la mujer una vez que terminó de repartir el pan y se reunió con ellos en el patio exterior del convento—. ¿Estás segura?

—Completamente.

—¿Cómo te llamas, niña?

—María —mintió la joven.

—Está bien, María, le comunicaré a la abadesa que estás aquí, pero me temo que tendréis que esperar hasta después del almuerzo para que os vea.

A Diego le sonaron las tripas al pensar en comida y se mordió el labio, azorado. Elena contuvo la risa y la mujer soltó un bufido, aunque no pudo evitar sonreír.

—Aguardad aquí, mandaré a alguien para que os lleven a las cocinas. Os darán algo de comer.

—Muchísimas gracias, hermana —dijo la muchacha.

La mujer se alejó con paso apresurado. Diego echó un rápido vistazo a su alrededor. Había algunas mujeres con hábitos que caminaban hacia el edificio central. Otras vestían con ropas de campesinas e iban y venían, atareadas. También había algunos hombres entre los sirvientes del convento, algunos trabajaban entre los parterres y los setos a pocos metros de ellos, sin siquiera dedicarles una mirada.

Diego alzó su vista hacia la torre de la iglesia; justo en ese momento, las campanas comenzaron a repicar, sobresaltándolo. Elena le cogió la mano para reconfortarlo.

—Diego… Estaré bien, te lo prometo.

—Eso espero, porque si algo te pasa aquí dentro, pondré todo el Reino de Granada patas arriba para buscar justicia —amenazó.

—O siempre puedes quemar el convento —bromeó ella.

—Eso también —afirmó el joven, torciendo una sonrisa.

—¡Ah, hermanito! —suspiró Elena, dándole un abrazo—. Si algo me pasara aquí o en cualquier sitio, sería voluntad de Dios, el destino o como quieras llamarlo. Eso no te ataría a nada. ¡Yo no querría que te atara a nada! Recuérdalo siempre, cabezota, tienes que buscar tu felicidad y dejar de preocuparte por todo el mundo, eso es lo que tienes que hacer.

—No me preocupo por todo el mundo, solo por vosotras dos —respondió él con cabezonería.

La muchacha puso los ojos en blanco e hizo un gesto de rendición con las manos. Diego la ignoró y centró su atención en la monja que se acercaba hacia ellos.

—¡Buenas tardes! —saludó la religiosa—. La hermana Catalina me ha pedido que os acompañe a las cocinas y os dé algo de comer.

—Muchas gracias —respondió Elena con educación.

En ese momento, unas finas gotas de lluvia comenzaron a caer, dejando el suelo sembrado de puntitos, como si estuviera siendo atacado por un centenar de insectos.

—¡Vaya, parece que la suerte os sonríe! Habéis llegado antes que la lluvia —exclamó la mujer, regalándoles una sonrisa luminosa.

Diego se dio cuenta entonces de que era bastante joven, tal vez un par de años mayor que Elena, no más de veinte a lo sumo, aunque ese horrible hábito blanco y el velo corto la hacían parecer mayor. Tenía la piel pálida, salpicada de pecas en la nariz respingona, con unos pómulos prominentes que resaltaban sus ojos color miel, demasiado grandes para una cara tan pequeña. Era más baja que su hermana y mucho más delgada, desgarbada y falta de gracia, aunque había que reconocer que la estampa mejoraba bastante cuando sonreía.

—Podéis pasar la noche aquí, señor —le dijo a Diego con respeto, echando a andar delante de ellos hacia uno de los edificios secundarios.

—Descuidad, me marcharé en cuanto haya hablado con la abadesa —respondió él.

—¡Os cogerá la tormenta!

—Solo es agua, no me va a matar —escupió, sin molestarse en ser agradable.

—Bueno, lo cierto es que podríais coger frío y enfermar. Las muertes por enfriamiento son bastante comunes. Por no hablar de la visibilidad a causa de la lluvia, aquí en la montaña anochece deprisa y podríais despeñaros mientras cabalgáis y… —La muchacha cerró la boca de repente al ver la expresión sombría de Diego—. Lo siento, hablo demasiado —añadió con una nueva sonrisa—. No viene mucha gente de fuera y, en cualquier caso, no suelen encomendarme a mí la tarea de atender a los visitantes.

—Me pregunto por qué —farfulló él, ganándose un codazo de Elena.

La sonrisa de la muchacha titubeó y desvió la mirada, avergonzada.

—Sois muy considerada, hermana, pero Diego tiene que partir cuanto antes —explicó Elena con amabilidad.

—En ese caso, os daré algunos víveres para el viaje.

—No necesito… —Otro codazo, este más fuerte. Diego miró a Elena con rencor.

—Gracias, hermana, eso sería perfecto —agradeció la joven.

—Ah, en realidad soy postulante —le informó la chica en voz baja.

—¿Cómo?

—Aspirantes, postulantes, novicias, hermanas… Hay una jerarquía para nosotras; todo aquí precisa tiempo, estudio, dedicación y muchísima fe. Una no se convierte en monja sin más. —Una nueva sonrisa.

—Ah… —murmuró Elena.

—Pero no te preocupes, pronto comprenderás cómo funciona todo. Bueno… —La joven la miró, azorada—. He deducido que deseas ordenarte, pero tal vez estés aquí por otro motivo…

—¿Y cómo lo habéis deducido? Creí que no había videntes entre los religiosos —se burló Diego.

—Y no los hay, señor —respondió ella con tono cortante—. Pero yo tenía la misma mirada que tiene vuestra hermana el día que llegué a este lugar hace dos años —espetó, dándole la espalda e irguiéndose con orgullo. El gesto le habría quedado muy bien si una estúpida piedra no se hubiera interpuesto en su camino, haciéndola tropezar.

Diego la sujetó por el brazo antes de que cayera de bruces. ¡Por Dios, podía rodearlo con la mano sin problemas! Esa muchacha era tan poca cosa que no comprendía cómo el viento no la alzaba del suelo. Solo emitió un gruñido cuando ella musitó un tímido «gracias» con las mejillas sonrojadas.

—¿Y cómo debo llamarte entonces? —preguntó Elena, retomando el tema.

—¿A mí? —se rio—. Por mi nombre, supongo, aunque a algunas les gusta que las llamen hermanas. Yo prefiero que me llames Inés.

—Gracias, Inés —dijo la muchacha con una sonrisa afectuosa—. Yo soy María. Espero que podamos pasar mucho tiempo juntas, creo que voy a necesitar una amiga en este lugar.

—Desde luego, también yo —suspiró la joven en voz casi inaudible.

Diego la miró con el ceño fruncido, no se le había escapado la expresión de amargura en su semblante, pero cuando la postulante sonrió de nuevo, la sombra desapareció como un espejismo. Era increíble el poder que tenían las sonrisas de esa muchacha simplona.

Fue la propia Inés la que se encargó de poner un cuenco de estofado y un pedazo de pan delante de cada uno cuando se acomodaron en la cocina. Parecía entusiasmada con servirlos, como si atender a dos viajeros desconocidos y desastrados fuera el acontecimiento más fascinante que hubiera presenciado en años, y, probablemente, así fuera. Esa joven parecía un ratoncillo encerrado en una caja, al que habían concedido la libertad durante unos minutos.

—¿Tú no comes? —le preguntó Elena.

—¡Ah, sí! Umm… supongo que debería irme ya… —respondió—. ¡Tal vez nos veamos después!

—Eso sería estupendo —exclamó la muchacha, consiguiendo una nueva sonrisa de la joven.

—Esa niña es un desastre —masculló Diego, con la boca llena, cuando estuvieron solos de nuevo.

—Pobrecita, parece que se aburre aquí.

—¿Cómo se va a aburrir una jovencita en un lugar tan maravilloso como este? —exclamó él con sarcasmo—. En serio, Elena, esto es una locura. Podrías venir conmigo a la costa, podríamos encontrarte…

—Déjalo ya, Diego —suspiró ella con cansancio, antes de sonreír—. ¿Quién sabe? Quizás encuentre mi vocación aquí dentro. ¿Has visto qué jardín tienen?

—¡Nada de jugar a las curanderas en este lugar! —advirtió él, arrancándole una carcajada a su hermana—. Vais a acabar conmigo…

 

 

Transcurrió casi una hora hasta que una sirvienta fue a buscarlos y los condujo hasta el despacho de la abadesa. La superiora de las Siervas del amor de Cristo era una mujer que debía de rondar los cincuenta, pero cuyo rostro apenas presentaba arrugas. Era regordeta y de ojos vivaces, y, cuando les sonrió al entrar, unos hoyuelos se formaron en sus mejillas, dotándola de un aspecto afable.

La mujer los trató con respeto, ignorando sus ropas manchadas de polvo y barro y sus burdos modales. Elena le había pedido a Diego que la dejara hablar a ella, así que, a regañadientes, se limitó a responder las preguntas de la superiora con el guion que tan bien habían ensayado durante el trayecto.

La abadesa le explicó a Elena que podía quedarse, pero que, a partir del día siguiente, se le asignarían unas tareas como a todos los miembros de su comunidad. Le darían un tiempo de adaptación antes de aceptarla como aspirante, y le dejó claro en todo momento que la opción de abandonar el convento siempre estaría allí, lo que supuso un alivio para Diego.

El joven ofreció sus datos, por si necesitaban contactar con él, aunque no pudo evitar sentir un pellizco de inquietud al hacerlo; supuso que jamás se desharía de ese temor, aunque su identidad a esas alturas fuera bien sólida. Diez años daban para mucho, y ya no quedaba nada de quien había sido en el pasado.

A partir de ese momento, Elena tendría que hacer lo mismo. María… Su hermana se llamaba María ahora. Hermana menor de Diego, vivía con unos tíos, pero estos habían fallecido recientemente dejándola sola y sin dinero; lamentablemente, él no podía hacerse cargo de ella.

Cuando terminó la entrevista, una sirvienta los acompañó hasta la salida, donde tendrían que despedirse. La extraña muchacha, Inés, los esperaba allí para guiar a María cuando él se marchara.

Elena abrazó a su hermano, tratando de contener las lágrimas. Por más que quisiera disimularlo, estaba terriblemente asustada.

—Solo tienes que mandarme un mensaje y regresaré a por ti —le repitió él.

—Lo sé —contestó, dándole un beso en la mejilla antes de romper el abrazo.

—Cuídate mucho y no te metas en líos —añadió el joven.

—Cualquiera diría que soy un bandido —bufó Elena—. Cuídate tú también, grandullón. Y recuerda tu misión —añadió, guiñándole un ojo.

Diego salió al patio seguido por las dos muchachas; la lluvia había arreciado, pero no hacía frío. En ese momento, Inés soltó una exclamación y se giraron para mirarla; había pisado un charco y el barro había ensuciado los bajos de su pulcro hábito. El hombre puso los ojos en blanco y Elena contuvo una risita.

—Procura no juntarte mucho con ese bicho raro, estoy seguro de que sería capaz de reducir a cenizas todo este nido de cuervos ella sola —gruñó en el oído de su hermana.

—¡Déjala en paz, me gusta! —la defendió la joven, dándole un suave manotón en el brazo.

—¡Hermana! —exclamó Diego, haciéndole un gesto para que se acercara. Inés lo hizo con paso nervioso, tratando de esconder las manchas que destacaban en el blanco del hábito como amapolas en un campo de trigo—. ¿Puedo confiaros el cuidado de María?

—¡Diego! —lo amonestó Elena.

Inés tragó saliva, intimidada por la ferocidad con la que hablaba, pero asintió en silencio, antes de desplegar su carismática sonrisa.

—Descuidad, señor, haré cuanto esté en mi mano por ayudarla a integrarse.

—Me llamo Diego Narváez —le soltó con sequedad.

La chica sonrió de nuevo y extendió su mano, creyendo que aquello era una presentación educada. Él miró esa mano de largos y huesudos dedos y alzó una ceja, la cogió, le dio la vuelta y depositó un papel en ella, dejando a Inés descolocada por unos segundos.

—¿Sabéis leer? —le preguntó ásperamente.

—¡Diego! —le riñó Elena de nuevo, pero él la ignoró.

La joven alzó el mentón y sus labios se crisparon con esa sombra fugaz de orgullo que ya había mostrado antes. Diego tuvo ganas de reír. El ratoncillo tenía las uñas afiladas, escondidas, pero afiladas, casi podía apostar por ello.

—Desde luego que sé leer y escribir, sumar, restar, hacer…

—Me basta con que sepáis leer eso —la cortó él, descortés, haciendo un gesto hacia el papel. La chica frunció el ceño, lo abrió y lo leyó—. Si ocurre cualquier cosa, mandadme un mensaje a esa dirección.

—Con lo cual, el que sepa escribir parece que sí es importante, después de todo —apuntó ella con retintín, y añadió—: ¿He escuchado por favor?

Diego se limitó a mirarla de arriba abajo, con ese escrutinio amenazante que bien sabía que hacía estremecer a algunos hombres; sin embargo, Inés no pareció amilanarse, volvió a alzar el mentón y le sostuvo la mirada con desafío, aunque sus mejillas se encendieron, restándole validez al gesto. Los labios del joven temblaron, a punto de curvarse en una sonrisa. Sí, el ratón tenía uñas y dientes, pero estaba demasiado acorralado en su cajita para sacarlos del todo.

—Por favor, ¿seríais tan amable de enviarme un mensaje si algo ocurriera, hermana Inés? —pidió con fingida suavidad.

Ella irguió la espalda con una sonrisita satisfecha, regodeándose con su absurdo triunfo.

—Desde luego que lo haré —aseguró—. Y descuidad, señor Narváez, cuidaré de vuestra hermana.

—Diego —la corrigió él.

—Y yo Inés, no hermana —replicó la joven con acritud.

Esta vez sí que sonrió, provocando que ella se sonrojara como un tomate y desviara la cara para huir de su mirada.

—Bien, Inés, sabed que si algo le ocurriera a… María, os haría a vos la principal responsable de ello —la amenazó sin fundamento, con intención de seguir provocándola. Era gracioso el ratoncillo…

La joven tragó saliva, pero estrechó los ojos con desafío.

—No soy vuestra criada, señor —escupió—. Cuidaré de vuestra hermana, pero solo porque así quiero hacerlo.

Diego fue a abrir la boca para replicar, pero Elena lo cogió del brazo y le dio la vuelta.

—¡Diego! —lo increpó con los dientes apretados—. ¡Ya está bien, debes irte!

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Diego no llegó a Tablate hasta bien entrada la noche del día siguiente. Llovía con fuerza y su caballo resollaba cuando cruzó el pueblo en medio de la oscuridad. Nada más llegar, intuyó que algo no iba bien. Era una sensación fúnebre, el olor… Olía a humo, a madera quemada, a miedo.

La lluvia y la oscuridad lo cegaron cuando se adentró entre los pinos, pero, a pesar del repiqueteo del agua, fue capaz de escuchar los cascos de otro caballo a escasa distancia del suyo. Soltó una maldición y desenfundó el cuchillo que llevaba escondido en el cinturón. Giró un poco para otear la distancia, aunque la oscuridad era casi impenetrable. Tal vez lo más sensato hubiera sido esconderse, pero una rabia ligada al miedo por la suerte de su madre lo hizo darse la vuelta para encarar a su perseguidor.

—¿Diego Narváez? —gritó el jinete para hacerse oír por encima de la tormenta.

Diego se tensó y apretó la empuñadura de su cuchillo. Se adelantó un poco para poder ver mejor al hombre, que iba cubierto con una capa oscura y la capucha echada sobre la cabeza.

—¿Quién sois? —exigió.

—Soy el padre Gimeno, creo que tu madre te habló de mí.

Tu madre… A Diego se le erizó el vello de la nuca. Nadie sabía que Beatriz era su madre. Habían acordado que lo guardarían en secreto por su seguridad, que si alguien lo veía en alguna de sus visitas dirían que se trataba del criado de un cliente adinerado. Pero su madre había confiado lo suficiente en ese cura como para poner su vida y la de Elena en sus manos. ¿Realmente era de fiar o acaso ella había estado demasiado desesperada?

—¿Qué queréis de mí? —inquirió con sequedad.

El hombre le dio un golpecito a su montura con el talón y se acercó hacia él con cautela.

—Te he visto desde mi ventana cuando entraste en el pueblo —explicó el sacerdote—. Te estaba esperando.

Esto último lo dijo con un suspiro compungido que activó todos sus nervios.

—¿Por qué? —preguntó Diego con voz estrangulada.

—Creo que será mejor que me acompañes a mi casa y hablemos delante del fuego con…

—¿Por qué? —bramó. El hombre volvió a suspirar y sacudió la cabeza con expresión desolada—. ¡Oh, no! —jadeó el joven, comenzando a asumir lo que se había temido desde el principio—. ¡No!

Dio la vuelta a su caballo y lo espoleó, pero el animal relinchó y se negó a moverse, demasiado cansado e irritado para tolerar ese maltrato injustificado.

—¡Diego, espera! —El padre Gimeno lo alcanzó y trató de sujetarlo por el brazo, pero él se sacudió su mano con rabia—. Diego, no queda nada allí, lo quemaron todo.

—No es posible, solo han pasado horas; no han podido…

—Ven a mi casa, te lo explicaré todo —repitió el sacerdote.

—¡No! —gritó él, y esta vez el animal sí echó a andar entre los árboles—. ¡Madre!

La sangre se le congeló en las venas cuando alcanzó la que debería haber sido la pequeña cabaña de Beatriz. No quedaba nada, solo cenizas, piedras y tierra ennegrecida. Hasta los árboles habían ardido alrededor, convirtiéndose en troncos descarnados. Diego se bajó del caballo y se acercó, apartándose la melena empapada de los ojos con un nudo atenazándole la garganta.

—¡Madre! —la llamó absurdamente. Ella no podía estar allí—. Dios mío, madre.

—Algunos vecinos acudimos corriendo cuando escuchamos los caballos de los guardias, pero nos cortaron el paso. No sé bien lo que pasó —explicó el padre Gimeno, ni siquiera se había percatado de que lo había seguido—. Querían llevársela, pero tu madre les dijo que no se iría con ellos, que antes prefería saltar por el barranco y…

—Jesús —susurró Diego, dejando caer las lágrimas que había estado conteniendo.

—Intentaron cogerla y ella gritó que no se la llevarían, que era inocente; después salió corriendo y… No pude seguirla, no me dejaron pasar —se disculpó el hombre.

—¿Qué ocurrió? —preguntó. La expresión afligida del sacerdote le dijo que su madre no se había dejado coger—. En verdad saltó por el barranco —adivinó en un susurro, el hombre asintió.

Diego cerró los ojos, acusando de repente todo el cansancio, los nervios, la pena, la rabia… Se tambaleó un poco y Gimeno lo sujetó por el brazo. Ella se lo había dicho, le dijo que no se dejaría coger…

—Acompáñame a mi casa, podrás pasar la noche allí —musitó el sacerdote con amabilidad—. Te lo contaré todo cuando hayas comido algo y te hayas puesto ropa seca.

—No…

—¡No voy a consentir que enfermes ni que esos guardias te cojan! —le gritó—. Ya no puedes hacer nada por ella, pero puedes hacer que su sacrificio no haya sido en vano.

Diego se derrumbó y se echó a llorar, sin importarle el hecho de no estar solo. El padre Gimeno lo cogió por el codo y lo condujo hacia las monturas. Él se dejó arrastrar, demasiado cansado y aturdido como para oponer más resistencia. El hombre lo condujo a través de la lluvia de regreso al pueblo, a su casa junto a la iglesia.

Creyó que no podría pegar ojo esa noche, pero su cuerpo finalmente acabó por rendirse al agotamiento. Por la mañana, el buen sacerdote lo acompañó hasta el lugar donde los vecinos habían dado sepultura a su madre tal como había vivido, entre los pinos, pues los suicidas no podían ser enterrados en tierra sagrada. A pesar de eso, habían cubierto el sencillo montículo con flores tempranas de otoño y hasta habían dejado pequeños obsequios de esparto y barro. La gente de Tablate en verdad había estimado a Beatriz.

—Tu madre tenía esto en su mano cuando la recogimos del fondo del barranco —le dijo el sacerdote cuando terminaron de rezar por su alma.

Le entregó un pedazo de tela de color negro, con un blasón bordado en azur y oro. No pudo determinar de qué se trataba pues el escudo había sido desgarrado de la ropa y apenas quedaba un cuarto de él. A Diego le pareció que se veía una cruz, ¿un lago? Era difícil precisar nada con lo poco que tenía.

—Es…

—Un escudo nobiliario o religioso, tal vez —afirmó el sacerdote con seriedad—. Supongo que logró arrancarlo de la ropa de uno de sus perseguidores. —El joven lo miró con el ceño fruncido—. He pensado mucho desde que lo encontré, Diego; los guardias comunes no llevan este tipo de distintivos.

—¿Qué queréis decir?

—No estoy muy seguro, ni quiero ser yo quien aliente tu odio, pero… Sospecho que hay algo turbio en todo este asunto, muchacho.

—¿Qué sospecháis? —preguntó con impaciencia.

El hombre se pasó la mano por la cara con gesto cansado y suspiró.

—Venancio escuchó algo mientras estuvo en esa celda. Creían que estaba inconsciente y hablaron delante de él sin tapujos.

—¿Quiénes?

—El interrogador y uno de los guardias —aclaró—. Según Venancio, el torturador le preguntó al otro cuánto le pagaban por cada bruja.

—¿Por cada bruja? —susurró, un escalofrío le recorrió la espalda.

—La respuesta del guardia fue que salía más rentable vender a las brujas que entregarlas para que las investigaran.

—Dios mío, ¿venderlas a quién?

—Eso sí que lo desconozco, hijo —suspiró Gimeno—. Venancio no pudo oír mucho más.

—¿Decís que los que vinieron a por mi madre no eran del Santo Oficio?

—Era de noche y todos vestían de oscuro, pero eso… —Señaló el trozo de tela—. Sospecho que esos guardias descubrieron de la existencia de tu madre gracias a la confesión de Venancio, y que recibieron dinero de alguien a cambio de revelar su ubicación.

—Alguien que cree que está comprando brujas… —musitó el joven, conmocionado.

—Alguien poderoso, pues posee una guardia personal y dinero de sobra para ese despropósito —apuntó el sacerdote.