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Hace unos años, había tenido un sueño acerca de un convento de monjas, en el cual aparecía un misterioso libro y comencé a escribir una historia basándome en aquel sueño, a la historia la bauticé Dhrillorge, tal como recordaba que lo llamaron, en mi sueño, a aquel libro. Una vez había escuchado que la humanidad existía con un sólo fin: escribir un libro, un libro que descifre todos los enigmas, que devele todos los secretos redactado en la más hermosa poesía y en la más perfecta prosa. “Le monde est pour aboutir d’ un livre”.

Fui detallando todo lo que investigaba acerca de este extraño ejemplar y sus orígenes. Desde cuándo se lo conoce y cómo es que llega a este tiempo.

Todo se remonta a la civilización Atlántida, que quedó sepultada bajo el agua. Pasa de los egipcios a los mayas a través de un portal que se generó en el centro de las pirámides y extrañamente apareció en un barco que se pierde en el Triángulo de las Bermudas.

Pero ¿dónde se encontraba? “El libro que es más antiguo que la existencia misma”, era todo un misterio. Lo cierto es que, quien soñaba con él y conocía su nombre tarde o temprano tenía un contacto con sus páginas.

Había una profecía escrita en la cueva de la Araña, de Bicorp, en Valencia, España, que decía: “A través de los siglos, Dhrillorge fue utilizado, pero sus atributos nunca llegaron a develarse completamente, pero nacerá un niño, sangre de mi sangre, que será capaz de verlo tal cual es”. Aquella inscripción era totalmente nueva, pero escrita hace diez mil años. ¿Cómo era posible? ¿Sería obra de algún viajero del tiempo?

Recuerdo cuando estuve allí por primera vez, fue hace unos cinco mil años. Me llamó notoriamente la atención el ver como ya en el homo sapiens, el hombre reflejaba en sus instintos, su ideal de mujer, a lo que llegaría con la evolución, miles de años después. La escena pintada en dicha cueva a la que llamaron “La recolección de la miel”, muestra a una mujer de estrecha cintura, piernas delgadas y curvas espléndidas tal y como las modelos actuales. Lo que da a suponer que la belleza de las mujeres se consiguió como consecuencia del gusto masculino y sus preferencias; es decir, se adecuó para atraerlo y eso también forma parte de la evolución.

El peor miedo que debe enfrentar un hombre a lo largo de su vida es a acercarse a una mujer. El temor al rechazo es algo tan ilógico como preponderante, desnudar nuestros sentimientos, esa parte tan vergonzosa que llevamos dentro, para que nos respondan con burlas, nos coloca en una incertidumbre letal que acaba por consumirnos. Quedar expuestos a la risa de quien por el cual sentimos una gran atracción, nos atavía cruelmente.

Amar a alguien que no nos tiene en sus planes, solo nos destruye, y a tal punto nos obsesionamos con ese ser, que nos pasamos la vida imaginando su compañía. Cuando de pronto todo se desmorona, caemos en la cuenta de que todas las batallas perdidas, dieron como consecuencia haber perdido la guerra. La vida misma se nos escapó por soñar demasiado con ella y no vivirla nunca.

Recuerdo haberla visto por primera vez, bañarse en el río Éufrates en Sumer. Era una de las bellezas más notables que había por entonces.

La noticia de que unos invasores de raza semita aparecieron al norte de Caldea, también conocida como Sinear, población muy cercana a Sumer, recorrió el lugar.

Pronto llegaron, luego de dominar Akkad, para mantener una cruenta batalla con los sumerios, hasta que acabaron por someterlos.

Yo estaba, como todas las tardes, esperando a que esta doncella apareciese, cuando la vi escapando a toda prisa, seguramente sabría lo que le aguardaba en manos de los conquistadores al poseer tal belleza. La crucé al paso y le pregunté hacia dónde pensaba ir.

—A Lagash —respondió exaltada.

—Lagash ya está infectada por los mismos que te obligan a huir de aquí, lo mejor será dirigirnos a Ur ¿cómo es su nombre señorita? —Le pregunté.

—Lumille.

—Lumille, ¿quieres acompañarme a salvar tu vida?

Ella no hizo caso a mis palabras y se encaminó hacia el norte. Yo la seguí.

En mitad del camino nos hicieron prisioneros unos soldados que proclamaban la supremacía del gran acadio “Sargón”, habían arrasado Nippur y se disponían a invadir Sumer. La violaron y asesinaron frente a mis ojos, clavándole una lanza en el cuello y a mí me degollaron, dejándome morir desangrado. Estuve tirado durmiendo por un mes aproximadamente, soñando con que nos embarcábamos con Lumille en el País del Mar, encaminándonos hacia la libertad, por el golfo Pérsico, como era mi intención. Pero nada de eso había ocurrido.


Ya con mi herida cicatrizada, me incorporé y continué mi camino llorando por aquella muchacha.

Nació así, una obsesión que duraría cinco mil años...


Caminé cientos de años, vagando sin destino, hasta que fui a dar a un extraño lago y me senté en sus cauces para descansar. Más tarde supe que lo llamaban “El estanque de las Náyades”.

A lo lejos divisé a una mujer a la que identifiqué enseguida, se trataba de la princesa Dorodhrill la hija vidente del rey Dren Harn.

Se decía que era la más hermosa mujer que alguien podía ver, pero su belleza superaba al mito. Cuando alguien la mencionaba, quien no la conocía intentaba imaginarla, pero cuando uno la veía se daba cuenta que era más hermosa de lo que se podía imaginar, cruzó muy pensativa, por lo que ni siquiera notó mi presencia.

Fue al otro día en que la vi nuevamente en el bosque. Había un muchacho bañándose en una cascada y ella lo miraba sonrojada. Me acerqué y vi una marca en su cuello que me extrañó.

—¿Qué te sucedió allí? —Le indagué señalándosela.

—Es una marca de nacimiento —me explicó. Pero tenía las mismas dimensiones y estaba ubicada en el mismo sitio donde le dieran muerte a la Lumille. Por lo que comencé a dudar acerca de si ella era una especie de reencarnación.

Me quedé en aquel reino por varios años hasta que la princesa se desposó con ese mismo muchacho que un día viera en la cascada. Luego, un día, murió.

Pero no murió de forma natural, sino asesinada por una bruja llamada Ishtar, que la apuñaló por la espalda justo a la altura del corazón.

Caminé durante dos mil años. Pasando por Babilonia, cruzando Armenia, bordeando todo el mar Negro hasta llegar a Grecia. Quedándome varios siglos en cada una de las ciudades en donde me situaba.

Debía aceptarlo de una vez por todas: Lumille jamás estaría conmigo. Ella había muerto ya, y, aun así, si continuara encarnando, me había rechazado la primera y segunda vez y lo volvería a hacer.

Pensaba en esto y enseguida mi corazón se llenaba de lágrimas que mis ojos no podían derramar. Ahogaba gritos desesperados que le quitaban el aliento a mis penas, me recostaba junto a ellas y dormía sobre las espinas de esa ilusión evaporada. Siempre dando manotazos a la nada, queriendo alcanzar lo que se ha ido para siempre.


Atravesando bosques y valles, llegué a la ciudad de Tebas, y allí mi decisión: ir a Esparta o Atenas. Los espartanos no me agradaban en lo más mínimo, muchas armas, mucha agresividad y ese istmo interminable... No, odiaba a los pueblos guerreros, esa clase de personas me había ya, arrebatado a Lumille una vez.

Definitivamente mi destino era Atenas. Por unos días me hospedé en la casa de una mujer viuda que tenía una niña de tres años llamada Europa. Entablé amistad con la señora de manera casi instantánea. Le ayudaba en todo cuanto me era posible ya que a ella se le dificultaba mucho por tener que cuidar a su hija. Fui ganándome la confianza de ambas y con los años, la viuda envejeció y la niña creció. Cosa que incomodaba a su madre, ya que yo siempre conservaba el mismo aspecto.

Hasta que, un día, la niña estaba vistiéndose y vi que, en su espalda, justo a la altura del corazón, tenía una marca que evidentemente parecía de nacimiento.

—Así es —expresó la viuda—, es de nacimiento.

A mí no me quedaron más dudas, volvería a ver a Lumille de mil maneras distintas.

Cuando la señora murió, yo me quedé al lado de su hija que ya era toda una mujer y que, para mi desventura, me llamaba “padre”.


Los años pasaban y yo solo me impacientaba al saber que nuevamente vería morir a aquella criatura que tanto amaba.

Y el momento indeseable llegó, Europa era ya vieja, caminaba por el bosque, tropezó con una rama, se golpeó fuertemente la cabeza y murió.

Por lo que me decidí a continuar mi camino. En realidad, iría a buscar nuevamente a Lumille.

No había tenido oportunidad otra vez, de declararle mis sentimientos, ya que en este caso aquella mujer me profesaba un aprecio fuera de lo común, al considerarme como a su padre.

¿Hasta dónde llevaría este capricho? ¿No era suficiente ya? Todo lo sucedido me había dado sobradas pruebas de nuestra incompatibilidad. ¿A qué se debía mi fijación, mi obsesión por Lumille? Creo que no me alcanzaría la eternidad para respondérmelo. Quizás se debía a que constantemente a lo largo de sus reiteradas reencarnaciones, la había visto siempre enamorada de la vida, de la lluvia, del viento... Quizás se debía a que, aunque la había visto nacer totalmente rica nunca perdió su humildad, y aunque la había visto nacer en la extrema pobreza, no por eso perdía su orgullo y dignidad.

No quiero extender tanto mi relato contando como en cinco mil años vi reencarnar a Lumille cientos de veces y nunca estuvo conmigo, pero puedo resumir en que una vez fue una mujer de origen Celta a la cual encontré en Gales, pero como siempre, tarde: estaba casada con un corpulento hombre de cabello rubio y ojos azules, por lo que mi retirada fue más que contundente. Luego, en Tartesos, en la península ibérica, pero era una amante del rey Argantonio y tuve que huir o me cortarían la cabeza.

También la hallé en la antigua China, Egipto y hasta en América, en Guatemala, encarnada en una muchacha maya que adoraba a Ixtab, allí estuve a punto de convencerla de que se quedara conmigo, pero una mañana apareció muerta por su propia mano, y allí me informaron que, en efecto, Ixtab era la diosa protectora de los suicidas...

Definitivamente, la razón por la cual no obtenemos una satisfacción lógica cuando nos rechazan es únicamente la expectativa que nosotros desarrollamos, esa ilusoria certeza que elaboramos sobre un supuesto y que nos desubica totalmente, dejándonos en una suerte de deriva absoluta. El hecho específico de mi obsesión por Lumille era paradójicamente desconcertante. Yo sabía casi con exactitud que ella me rechazaría eternamente, y aun así no había forma de quitarla de mi mente por un instante. Su imagen era enfermiza, tanto porque con cada encarnación se volvía más y más hermosa. Recreaba escenas en mi cabeza todas las noches, las cuales me impedían dormir. Cuánto amaba a esa mujer que jamás se detendría a fijarse en una miserable criatura como yo.

Ya habían pasado miles de años desde que vi por primera vez a Lumille y me encontraba en Inglaterra, frente a la abadía de Westminster. El lugar se me hizo muy conocido. Unos obreros ingresaron y yo aproveché y me colé detrás de ellos.

Ni bien estuvimos adentro, me ordenaron, seguramente confundiéndome con un albañil, que tirase una pared abajo.

Cuando al fin concluí con la tarea que me encomendaron, divisé que del otro lado había un cuarto secreto, repleto de libros viejos y entre ellos lo vi, aquel con el que había soñado seis mil años atrás.

Cuando lo abrí comencé a leer que contaba exactamente mi historia de principio a fin. Lo cerré al oír los pasos de los otros albañiles y me fui. Ahora sí, estaba seguro de haber quedado totalmente inmortalizado.

Al salir de la abadía ya no me encontraba más en Inglaterra. Si no que estaba a orillas del río Éufrates viendo a Lumille bañándose.

—¿Cómo se atreve a espiar a una mujer desnuda? —Me disparó.