Título original: The Flame in the Mist

Publicado en Estados Unidos por G. P. Putnam’s Sons,

un sello de Penguin Random House LLC

© de la obra: Renée Ahdieh, 2017

Publicado por acuerdo con la autora a través de BAROR

INTERNATIONAL, INC., Armonk, New York, U.S.A.

© de la traducción: Carmen Torres y Laura Naranjo, 2018

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.º C, esc. dcha. 28002 Madrid

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www.nocturnaediciones.com

Primera edición en Nocturna: marzo de 2018

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-16858-52-1

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

«En esta era de decadencia en la que vivimos,

la mente de la gente es perversa y sólo ama las palabras

y no las obras».

VOLUMEN I DEL BASENSHUKAI,

EL ANTIGUO MANUAL DEL SHINO NO MONO

O ARTE DEL NINJA

LA LLAMA EN LA NIEBLA

EL PRINCIPIO

estrella

«En el principio, había dos soles y dos lunas».

Al niño se le nubló la vista al ver pasar la verdad. Al ver pasar la vergüenza. Se concentró en la historia que su uba le había contado la noche anterior. Una historia sobre el bien y el mal, la luz y la oscuridad. Una historia donde el sol triunfante se alzaba en el cielo por encima de sus enemigos.

Alargó los dedos por instinto en busca de la calidez callosa de la mano de su uba. La niñera procedente de Kisun llevaba con él desde antes de que tuviera memoria, pero ahora había desaparecido, como todo lo demás.

Ahora no quedaba nadie.

En contra de su voluntad, la vista se le aclaró y se fijó en el cielo celeste de mediodía que se extendía sobre su cabeza. Sus dedos se aferraron al lino acartonado de las mangas de su camisa.

«No apartes la mirada. Si te ven apartando la vista, dirán que eres débil».

Una vez más, las palabras de su uba resonaron en sus oídos.

Miró al suelo.

El patio que tenía enfrente estaba revestido de telas blancas ondeantes y unos paneles de papel de arroz rodeaban tres de sus laterales. Unos banderines con el blasón dorado del emperador danzaron al son de una brisa pasajera. A izquierda y derecha había espectadores de rostro adusto: samuráis ataviados con las sedas oscuras de su hakama formal.

En el centro del patio estaba el padre del niño, arrodillado en un pequeño tatami cubierto de lonas blanqueadas. Él también iba vestido de blanco y sus rasgos parecían esculpidos en piedra. Tenía delante una mesa baja con una espada corta y a su lado permanecía el hombre que una vez fuera su mejor amigo.

El niño buscó la mirada de su padre. Por un momento creyó que este la había desviado en su dirección, pero pudo haber sido un efecto del viento. Un efecto del humo perfumado que se ensortijaba por encima de los braseros de latón.

Su padre no quería mirarlo a los ojos. Él lo sabía. La vergüenza era demasiado grande. Y moriría antes que pasarle la humillación de las lágrimas a su hijo.

Los tambores empezaron a resonar a ritmo lento. Una música fúnebre.

En la distancia, al otro lado de las puertas, el niño captó el sonido amortiguado de unos críos que reían y jugaban. Un grito brusco los silenció en el acto.

Su padre se aflojó el nudo del cinturón sin vacilar y se abrió la túnica blanca para dejar al descubierto la piel del estómago y el pecho. A continuación, se remetió las mangas por debajo de las rodillas para evitar desplomarse hacia atrás.

Incluso un samurái caído en desgracia debía morir como era debido.

El niño observó cómo alcanzaba el cuchillo tantō que reposaba en la mesita que tenía delante. Quería gritarle que parara. Que le concediera un momento. Una única mirada.

Sólo una.

Pero permaneció en silencio y los dedos apretados en sus puños se quedaron sin sangre. Tragó saliva.

«No apartes la mirada».

Su padre asió el cuchillo y envolvió las manos alrededor de la madeja de seda blanca que pendía cerca de la base. Acto seguido, se lo clavó en el estómago y se hizo un corte lento de izquierda a derecha. Sus rasgos permanecieron impasibles. No se detectó en ellos el menor atisbo de sufrimiento: el niño lo buscó —lo sintió— a pesar de los denodados esfuerzos de su padre.

«Nunca apartes la mirada».

Al final, cuando su progenitor estiró el cuello hacia delante, por fin lo vio. Un pequeño gesto, una mueca. En ese mismo segundo, el corazón le dio un vuelco en el pecho y una explosión caliente de dolor brilló en su interior.

El hombre que había sido el mejor amigo de su padre dio dos largas zancadas y blandió una katana resplandeciente describiendo un arco perfecto hacia su cuello al descubierto. El ruido sordo de la cabeza al caer en el tatami silenció los redobles de inmediato.

Con todo, el niño no apartó la mirada. Contempló cómo un río carmesí manaba del cuerpo doblado de su padre, traspasaba el borde de la esterilla y se extendía por las piedras grises. El fuerte olor a sangre fresca penetró en su nariz: metal caliente y sal marina. Esperó hasta que se llevaron el cuerpo en una dirección y la cabeza en otra, para exhibirla y que sirviera de advertencia.

No se toleraría la menor traición. Ni siquiera un susurro.

En todo ese tiempo, nadie se había acercado a él. Nadie se había atrevido a mirarlo a los ojos.

La carga de la vergüenza cobró forma en su pecho, más pesada que cualquiera que fuese capaz de soportar.

Cuando finalmente dio media vuelta para abandonar el patio vacío, sus ojos se posaron en la chirriante puerta cercana. Una niñera sostuvo su impávida mirada mientras dejaba caer una mano del pestillo y aferraba con la otra dos espadas de juguete. La piel se le ruborizó por un instante.

«Nunca apartes la mirada».

La niñera bajó la vista al suelo, incómoda. El chico la observó mientras ella conducía con rapidez a un niño y a una niña por la puerta de madera. Eran unos años menores que él y, obviamente, pertenecían a una familia rica. Tal vez fueran los hijos de uno de los samuráis presentes aquel día. El crío se estiró la fina seda del cuello del kimono y adelantó a la niñera como una flecha, sin detenerse un instante a advertir la presencia del hijo de un traidor.

La niña, en cambio, se detuvo. Lo miró fijamente con sus rasgos vivaces en constante movimiento. Pestañeó mientras se restregaba la nariz con el pulpejo de una mano, permitiendo así que sus ojos lo recorrieran de la cabeza a los pies antes de posarse en su cara.

Él le sostuvo la mirada.

—¡Mariko-sama! —le regañó la niñera. Le susurró algo al oído y luego se la llevó tirándole del codo.

Sin embargo, los ojos de la niña no vacilaron. Ni cuando pasó por el charco de sangre que oscurecía las piedras. Ni cuando se entrecerraron al comprender.

El niño agradeció no haber detectado compasión en su rostro. Ella continuó escrutándolo hasta que la niñera la urgió a doblar la esquina.

Él volvió la vista al cielo e hizo caso omiso a las lágrimas con la barbilla bien alta.

«En el principio, había dos soles y dos lunas».

Un día, el hijo victorioso se alzaría…

Y prendería fuego a los enemigos de su padre.

ILUSIONES Y EXPECTATIVAS

estrella

DIEZ AÑOS DESPUÉS

A simple vista, todo parecía bien.

Un palanquín elegante. Una hija responsable. Un honor otorgado.

Luego, como para burlarse de Mariko, el norimono se tambaleó e hizo que su hombro rebotara contra el lateral. Las incrustaciones de madreperla del palanquín sin duda le dejarían un buen cardenal. Inhaló profundamente y reprimió las ganas de gruñir en las sombras como una bruja enfadada. El olor a barniz del vehícu-lo le saturaba la cabeza y le traía a la mente los dulces de barba de dragón que le encantaban cuando era pequeña.

Aquel ataúd empalagoso y oscuro la conducía a su último lugar de reposo.

Se hundió más en los cojines. El viaje a la ciudad imperial de Inako no estaba yendo para nada bien. El convoy había partido más tarde de lo previsto y había hecho demasiadas paradas. Al menos ahora —por el modo en que el norimono se inclinaba hacia delante— suponía que descendían una pendiente, lo que significaba que habían pasado las colinas que rodeaban el valle y que habían recorrido más de la mitad del camino. Se reclinó hacia atrás y esperó que su peso ayudara a equilibrar la carga.

Justo cuando se acomodaba, el palanquín se detuvo en seco.

Levantó la cortina de seda que cubría la ventanita de su derecha. Empezaba a anochecer. El bosque que tenían por delante estaba envuelto en la niebla y sus árboles se recortaban en el cielo plateado.

Cuando se giró para dirigirse al soldado más cercano, una joven criada apareció de pronto.

—¡Mi señora! —La joven jadeó y se fue directa hacia el costado del norimono—. Debéis de estar hambrienta. ¡Qué descuido por mi parte! Por favor, disculpadme por semejante negligencia…

—No hay nada que disculpar, Chiyo-chan. —Mariko sonrió con amabilidad, pero los ojos de la joven continuaron cargados de preocupación—. No he sido yo quien ha parado el convoy.

Chiyo hizo una profunda reverencia y, al agacharse, las flores de su tocado provisional se torcieron hacia un lado. Cuando se levantó, le tendió un paquetito de comida muy bien envuelto y regresó a su puesto junto al palanquín, deteniéndose sólo para corresponder a la cálida sonrisa que le ofrecía su señora.

—¿Por qué nos hemos detenido? —le preguntó Mariko al miembro más cercano de los ashigaru.

El soldado de infantería se enjugó el sudor de la frente y se cambió de mano la larga asta de su naginata. Los últimos rayos de sol destellaron en la hoja afilada.

—El bosque.

Mariko aguardó a que continuara, convencida de que aquella no podía ser la única explicación posible.

Al soldado se le concentró el sudor sobre el labio superior. Abrió la boca para hablar, pero un inminente repiqueteo de cascos atrajo su atención.

—Dama Hattori… —Nobutada, uno de los hombres de confianza de su padre y su samurái más leal, refrenó a su corcel junto al norimono—. Siento la demora, pero varios de los soldados han expresado su reticencia a cruzar el bosque Jukai.

Mariko pestañeó dos veces con cara pensativa.

—¿Por algún motivo en particular?

—Ahora que el sol se ha puesto, tienen miedo de los yōkai y les preocupa que…

—Eso son sólo historias tontas de monstruos en la oscuridad. —Hizo un gesto de desdén con la mano—. Nada más.

Nobutada se detuvo, sin duda para tomar nota de su interrupción.

—También dicen que hace poco han visto al Clan Negro cerca de aquí.

—¿Lo dicen? —Una ceja oscura se arqueó en la frente de Mariko—. ¿O de verdad lo han visto?

—Se rumorea por ahí. —Nobutada se bajó el barboquejo del yelmo con cuernos—. Aunque sería raro que el Clan Negro nos robara, dado que no suelen asaltar convoyes donde viajan mujeres y niños. Sobre todo aquellos protegidos por samuráis.

Mariko reflexionó.

—Soy de la misma opinión, Nobutada-sama. —Se acordó del soldado de hacía apenas unos instantes y esbozó una sonrisa—. Y, por favor, procurad que los ashigaru dispongan pronto de agua y de tiempo para descansar, pues parecen exhaustos.

Nobutada frunció el ceño al oír la petición.

—Si nos vemos obligados a rodear el bosque Jukai, tardaremos un día más.

—Pues tardaremos un día más.

Empezó a bajar la cortina con la sonrisa forzada aún impresa en el rostro.

—Preferiría que no nos arriesgásemos a enfadar al emperador.

—Entonces no hay vuelta de hoja: debemos liderar la marcha para que los demás nos sigan, Nobutada-sama. Vos mismo me lo enseñasteis cuando era pequeña. —Mariko no desvió la vista mientras hablaba ni intentó disculparse por la brusquedad de su réplica.

El samurái frunció más el ceño. Mariko reprimió un suspiro. Sabía que no estaba poniendo las cosas fáciles. Sabía que Nobutada quería que tomara una decisión. Quería que, por lo menos, le diera su opinión.

Quería que hiciera el paripé de que llevaba el control. Para después quitarle la razón con aire de suficiencia por ser mayor que ella.

Por ser un hombre.

Aunque lo intentó, no pudo evitar que le hirviera la sangre.

«El control es una ilusión. Las expectativas no gobernarán mi vida.

Nunca más».

—Tal vez no sea fácil. —Intentó enmendar la situación mientras sus dedos jugueteaban con el filo de la cortina—. Pero es sencillo. —Suavizó el tono en un intento lamentable de apaciguarlo. Un tono que seguro que lo irritaba, como solía hacer su carácter obstinado. Su hermano, Kenshin, le daba la tabarra con eso. Le decía que no fuera tan… rarita.

Que se conformara, al menos en aquellas pequeñas cosas.

Mariko agachó la cabeza en señal de reverencia.

—En cualquier caso, confío en vuestro buen juicio, Nobutada-sama.

Una sombra cruzó los rasgos del hombre.

—Muy bien, dama Hattori. Continuaremos por el bosque Jukai.

Y, dicho esto, espoleó a su caballo para regresar a la cabecera del convoy.

Como era de esperar, Mariko lo había irritado. No había dado su verdadera opinión sobre nada desde que habían abandonado el hogar familiar por la mañana. Y Nobutada quería que hiciera como que mandaba sobre él. Quería que le diera tareas apropiadas para un papel tan elogioso.

Tareas apropiadas para el samurái que estaba a cargo de entregar a una novia real.

Mariko supuso que debería importarle llegar tarde al castillo Heian.

A conocer al emperador. A conocer al segundo hijo de este…

Su futuro marido.

Pero no le importaba. No había pensado demasiado en ello desde la tarde en que su padre le había informado de que el emperador Minamoto Masaru la había pedido en matrimonio en nombre de su hijo Raiden.

Iba a ser la esposa del príncipe Raiden, el hijo de la consorte favorita del emperador. Un casamiento político que elevaría la posición de su padre entre la clase daimio gobernante.

Debería importarle que comerciaran con ella como si de una mercancía se tratara sólo por obtener el favor del emperador, pero le daba igual.

«Ya me da igual».

Cuando el norimono volvió a inclinarse hacia delante, levantó la mano para ajustarse el fino palo de carey que le arponeaba el grueso moño de la cabeza. Unos diminutos cordoncitos de plata y jade colgaban de sus extremos, enredados en una guerra sin fin. Cuando acabó de desenmarañarlos, su mano se posó en el palo de jade más pequeño de abajo.

La cara de su madre cobró forma en su mente: la mirada de firme resignación que había ostentado mientras le colocaba ese adorno en el pelo a su única hija.

Un regalo de despedida. Aunque no un verdadero consuelo.

Igual que las últimas palabras de su padre:

«Conviértete en un tributo para tu familia, Mariko-chan. En aquello para lo que fuiste educada. Renuncia a tus deseos infantiles. Conviértete en algo más que… esto».

Mariko apretó los labios.

«Da igual. Ya me he tomado la revancha».

No había razón para seguir preocupándose de semejantes cosas. Ahora su vida discurría por un claro sendero. Daba igual que no fuera el deseado. Daba igual que le quedara tanto por ver, por aprender y por hacer. La habían educado con un propósito. Con el estúpido propósito de convertirse en la esposa de un hombre importante, cuando fácilmente podría haber sido otra cosa. Algo más. Pero no importaba. No era un chico. Y, aunque sólo contaba diecisiete años, Hattori Mariko sabía cuál era su lugar en el mundo. Se casaría con Minamoto Raiden. Sus padres gozarían del prestigio de tener una hija en el castillo Heian.

Y ella sería la única que conocería la mancha de ese honor.

Cuando oscureció por completo y el convoy se adentró más en el bosque, el aire reinante se colmó de una húmeda calidez, que no tardó en mezclarse con el hierro de la tierra y el verde de las hojas recién aplastadas. Un perfume extraño y embriagador. Fresco y penetrante, aunque suave y siniestro a la vez.

Se estremeció y notó que el frío arraigaba en sus huesos. Los caballos que rodeaban el norimono resoplaron como en respuesta a una amenaza velada. Para distraerse, cogió el pequeño paquete de comida que Chiyo le había dado e intentó mantener a raya aquella gelidez hundiéndose en los cojines.

«Tal vez deberíamos haber rodeado el bosque Jukai».

Pronto desterró las dudas y se concentró en el paquete. Contenía dos bolas de arroz cubiertas de semillas de sésamo negro y ciruelas amargas encurtidas envueltas en hojas de loto. Tras de-senvolver la comida, se dispuso a encender el diminuto farolillo de papel que se balanceaba en el techo.

Había sido uno de sus primeros inventos. Lo bastante pequeño para esconderlo en la manga de un kimono. Una mecha especial de combustión lenta suspendida por un cable finísimo. La mecha era de algodón trenzado con juncos fluviales y estaba untado con cera. A pesar de su tamaño, el farol mantenía su forma y proporcionaba una luz constante. Lo había hecho cuando era niña y, en la profunda oscuridad de las noches, aquel invento había sido su salvación. Solía colocarlo junto a las mantas, donde arrojaba un resplandor cálido y alegre que le permitía poner por escrito sus nuevas ideas.

Sonrió al recordarlo y empezó a comer. Unas cuantas semillas de sésamo negro cayeron sobre la seda pintada del kimono. Las apartó con la mano. La tela parecía agua al tocarla con la punta de los dedos. Era del color de la crema dulce y el dobladillo se iba degradando hasta alcanzar un azul marino intenso; pálidas flores de cerezo llenaban las largas mangas y se desplegaban en ramas cerca de sus pies.

Un kimono de valor incalculable. Confeccionado con la más delicada seda tatsumura. Uno de los muchos presentes que le había enviado el hijo del emperador. Era precioso. Lo más bonito que Mariko había tenido en su vida.

«Una chica que apreciara tales cosas sin duda estaría encantada».

Cuando más semillas cayeron en la tela, no se molestó en apartarlas. Terminó de comer en silencio, absorta en el bamboleo del farolillo.

Las sombras se arremolinaban en el exterior, cada vez más cerca, cerniéndose sobre ella. El convoy se hallaba ahora bajo la fronda. Bajo un manto de ramas crujientes y hojas susurrantes. Le extrañó no oír ningún signo de vida a su alrededor: ni el graznido de un cuervo, ni el ulular de un búho ni el chirrido de un insecto.

Entonces el norimono volvió a detenerse. En seco.

Los caballos empezaron a resollar y a estampar los cascos en la tierra sembrada de hojas.

Oyó un grito. El palanquín se tambaleó. Lo enderezaron más de la cuenta y acabó estrellándose contra el suelo de un golpetazo. Mariko se dio un fuerte coscorrón con la madera barnizada y vio las estrellas.

Y luego se sumió en el vacío.

LA BESTIA DE LA NOCHE

estrella

Se despertó con el olor a humo. Con un rugido amortiguado en los oídos.

Con un dolor punzante en el brazo.

Seguía en su palanquín, pero este se había volcado y su contenido estaba revuelto en un rincón.

El cuerpo de una doncella conocida yacía atravesado encima de ella. Chiyo, a la que le encantaba comer caquis helados y colocarle flores de campanilla en el pelo. Chiyo, cuyos ojos siempre habían sido tan abiertos y sinceros.

Los mismos ojos que ahora se habían congelado en una máscara mortuoria.

A Mariko le quemó la garganta. Las lágrimas le nublaron la vista.

Los sonidos en el exterior hicieron que se centrara. Con la mano derecha se presionó un chichón en el lateral de la cabeza. Reprimió un grito, que sonó como un sollozo ahogado, y recuperó la consciencia por completo. El brazo le palpitaba con fuerza, incluso al realizar el menor de los movimientos.

Sacudió la cabeza para aclararse y miró a su alrededor.

Por la forma en que Chiyo estaba colocada del través —y por la forma en que sus propias sandalias zori lacadas habían caído de las manos de su doncella—, quedaba claro que la chica había tratado de liberarla del palanquín siniestrado. Había tratado de liberarla y había muerto en el intento. Había sangre por todas partes: esparcida por las brillantes taraceas, derramándose por el feo corte de su cabeza, formando un charco en la herida mortal del corazón de Chiyo. Una flecha le había atravesado limpiamente el esternón y la punta se había clavado en la piel de su propio antebrazo, dejando un rastro carmesí.

Había varias puntas de flecha incrustadas en la madera del norimono y unas cuantas más hundidas en ángulos extraños en el cuerpo de Chiyo. Flechas que no podían haber tenido la menor intención de matar a una dulce sirvienta. Y que, de no ser por esa dulce sirvienta, sin duda habrían impactado en ella.

Sus ojos se inundaron de más lágrimas mientras abrazaba con fuerza a la joven.

«Gracias, Chiyo-chan. Sumimasen».

Pestañeó para deshacerse de las lágrimas e intentó mover la cabeza. Ubicarse. El dolor que sentía cerca de la sien palpitaba al son del rápido latir de su corazón.

Justo cuando empezaba a moverse, oyó un murmullo de voces masculinas que se aproximaba. Echó un vistazo por una brecha en el panel aplastado que tenía encima. Lo único que distinguió fue la silueta de dos hombres vestidos de negro de la cabeza a los pies. Sus armas deslumbraban a la luz de unas antorchas cercanas y sus espadas estaban embadurnadas de un rojo siniestro.

«No puede ser…».

Pero las pruebas no dejaban lugar a dudas: el Clan Negro había atacado su convoy.

Mariko contuvo el aliento y se acurrucó en el rincón cuando oyó que se acercaban más al palanquín.

—Entonces, ¿está muerta? —dijo el más alto en tono huraño.

El hombre enmascarado de la derecha escudriñó el norimono volcado con la cabeza ladeada.

—O eso o se ha desmayado con el…

Un aullido en la distancia se tragó sus últimas palabras.

Los hombres intercambiaron miradas, conscientes de lo que significaba.

—Compruébalo una vez más —ordenó el primero—. Prefiero no verme obligado a informar de que fracasamos en nuestra misión.

El segundo hombre asintió con brusquedad y avanzó hacia el vehículo con la antorcha sujeta en alto.

El pánico se apoderó de Mariko. Apretó con fuerza los dientes, que no paraban de castañetearle.

Dos cosas habían quedado claras mientras los dos hombres hablaban:

Era obvio que el Clan Negro la quería muerta. Y alguien les había encargado matarla.

Cambió de postura de manera casi imperceptible, como para esconderse de sus miradas fisgonas. Como para encogerse hasta reducirse a la nada. La cabeza de Chiyo se desplomó ha-cia delante y se golpeó contra la maltrecha madera. Mariko se tragó una palabrota y maldijo su falta de consideración. Inspiró por la nariz y deseó que su corazón detuviera su incesante palpitar.

¿Por qué de repente olía tanto a humo?

Miró a su alrededor alarmada. Los bordes de la túnica manchada de sangre de la doncella se estaban ennegreciendo al rozarse con la mecha desmenuzada de su diminuto farolillo.

Y estaban prendiéndose fuego.

Le costó toda su fuerza de voluntad permanecer quieta y en silencio.

El terror la espoleaba desde todos los flancos. La espoleaba a tomar una decisión definitiva.

Si se quedaba, se quemaría viva. Si salía de su escondrijo, los hombres enmascarados de fuera concluirían sin dudar su siniestra tarea.

Las llamas lamían el dobladillo de la túnica de Chiyo e intentaban alcanzar su kimono como si de los tentáculos de un pulpo se tratara.

Presa de un pánico creciente, cambió de postura de nuevo y sofocó un golpe de tos en el hombro.

Era hora de tomar una decisión.

«¿Cómo piensas morir hoy? ¿Por el fuego o por la espada?».

El hombre que se acercaba se detuvo a escasa distancia.

—El palanquín está ardiendo.

—Pues deja que se queme.

El hombre más alto no se inmutó ni miró en la dirección de los demás.

—Deberíamos marcharnos. —El que estaba justo fuera echó un vistazo por encima del hombro—. Antes de que el olor a sangre y a carne chamuscada atraiga a las bestias de la noche.

Se encontraba lo bastante cerca como para tocarlo. Lo bastante cerca como para asestarle un golpe, de haber tenido el valor de hacerlo.

El individuo más alto asintió.

—Nos marcharemos enseguida, pero no antes de que compruebes si la chica está muerta.

El triste aullido sonó más fuerte. Más próximo. Los cercaban.

Cuando el hombre de al lado estiró la mano para alcanzar los paneles aplastados, una de las varas dañadas del norimono se partió en dos. El palo le dio en el brazo y lanzó miles de chispas en todas direcciones.

El hombre retrocedió de un salto mientras maldecía en voz baja.

—La chica está más que muerta.

Se pronunció con total contundencia mientras el viento azotaba su antorcha. El calor del fuego creciente hacía que a Mariko le corriera el sudor por el cuello en un goteo constante. Las llamas en aumento cerca de sus pies crepitaban al chamuscar la piel de Chiyo.

El olor hizo que el estómago le diera un vuelco. El sudor le estaba empapando el cuello blanco y tieso del kimono.

«¡Toma una decisión, Hattori Mariko! ¿Cómo deseas morir?».

Los dientes le castañeaban. Tragó saliva con determinación y se hincó las uñas en las palmas de las manos mientras su mirada revoloteaba por el pequeño espacio destrozado. La valentía no era su fuerte; pasaba demasiado tiempo sopesando sus opciones como para ser valiente. Demasiado tiempo calculando los pros y los contras.

No obstante, sabía que había llegado la hora de hacer algo más. Había llegado la hora de ser algo más.

No moriría como una cobarde. Era la hija de un samurái. La hermana del Dragón de Kai.

Pero lo más importante era que aún tenía poder sobre sus propias decisiones.

Al menos durante aquel último día.

Se enfrentaría a su enemigo y moriría con honor.

Con la vista nublada por el humo, cada vez más espeso, apartó a Chiyo con manos temblorosas a pesar de sus esfuerzos por dominarlas.

Un chillido sonó en la oscuridad. El hombre que se encontraba cerca del norimono se giró hacia su crepitante carga.

El gruñido de un animal siguió a los aullidos. El rugido de varios más.

Otro chillido: el eco de una sentencia de muerte. Con él llegaron los alaridos de unos animales a punto de darse un banquete.

—¡Las bestias de la noche! —El de la antorcha se giró; la llama brincaba con cada uno de sus movimientos—. ¡Nos están atacando por el flanco!

—Comprueba lo de la chica —insistió el primer hombre—. La chica es más importante que…

—¡La prometida del príncipe está muerta y más que muerta! —Dicho eso, lanzó su antorcha al palanquín y dio media vuelta mientras sellaba su destino—. Recoged a nuestros caídos. No dejéis rastro —les gritó a otros a quienes Mariko no veía.

La joven reprimió un grito cuando el tintineo del metal y el frufrú de los cuerpos convergieron en las sombras cercanas. El caos aumentó por momentos. Las llamas del norimono se hicieron más altas. Más rápidas. El calor tornó su piel rosa. Apretó los dedos con fuerza y sofocó los golpes de tos mientras se encogía aún más en el rincón. Las lágrimas le corrían por la cara, drenando todo rastro de determinación.

«Cobarde».

La antorcha de arriba prendió la madera barnizada.

No pasaría mucho tiempo antes de que se quemara con él. La yesca lacada que la rodeaba explotaba y burbujeaba, y la resina derretida ardía con una llama azul.

Un suspiro tembloroso salió despedido de sus labios.

«No soy una cobarde. Soy… más grande que esto».

Sus lágrimas manchaban el frontal de seda de su kimono. Se negaba a morir como un animal enjaulado. Como una chica sin nada salvo su nombre.

Mejor morir por la espada. Mejor morir a merced de las bestias de la noche.

Morir a la intemperie. Libre.

Con el pulso vibrando en las puntas de sus dedos, tomó la decisión final de apartar el cuerpo de Chiyo y abrir de una patada la puerta. Perdió una brillante sandalia cuando intentaba abrirse camino e inhalar aire desesperadamente para aplacar la quemazón de la garganta. Salió tambaleándose de las ruinas, mirando en derredor con ojos enloquecidos, frenéticos.

El bosque estaba sumido en la más absoluta oscuridad.

Y su kimono estaba ardiendo.

Su mente se puso en marcha al instante. De manera instintiva. Se envolvió la seda sobre el cuerpo para eliminar el aire que el fuego necesitaba para arder. La muñeca se le chamuscó bajo los pliegues del kimono mientras el humo salía en forma de espirales grises de la seda aguada. Se arrancó el obi con un grito estridente, maldiciendo el modo en que se lo habían atado en torno a la cintura. Un modo demasiado intrincado; completamente innecesario. Mientras trastabillaba entre la maleza, la túnica se desgarró desde los hombros, pues se alejaba del norimono en llamas dando bandazos como una loca borracha.

Sus ojos escrutaban la oscuridad en busca de un resquicio de luz. Lo único que veía era su palanquín envuelto en llamas. Su kimono ardía en el suelo del bosque.

«Si los hombres vuelven, lo verán. Sabrán que he escapado».

Sin vacilar, lo agarró por el dobladillo y devolvió la seda a la pila de llamas siseantes.

La tela destelló cuando tocó el barniz que se estaba derritiendo. Seda en llamas y laca ardiente. Caramelo derretido de barba de dragón.

Mezclado con el olor a carne chamuscada.

«Chiyo».

Pestañeó con fuerza debatiéndose por mantener la calma.

A su alrededor yacían los cadáveres del convoy de su padre. Doncellas. Samuráis. Soldados de infantería.

Masacrados de un plumazo.

Permaneció envuelta en las sombras con el pecho jadeante mientras inspeccionaba la tierra empapada.

Se habían llevado todo lo que tenía valor. A toda prisa. Con eficiencia. Habían vaciado los arcones. Habían enyugado a los caballos de guerra imperiales como si fueran trastos, sin dejar otra cosa que sus riendas con borlas. Lazos rojos, blancos y dorados salpicaban el suelo.

Pero sabía que el pillaje no había sido el objetivo principal del asalto.

«El Clan Negro ha intentado matarme. Han llevado a cabo su misión aun a sabiendas de que iba a casarme con el príncipe Raiden.

Alguien con influencia sobre el Clan Negro desea mi muerte».

La sacudió una fría conmoción. Sus hombros empezaron a languidecer, pero volvió a enderezarlos por instinto y levantó la barbilla ante la amenaza de más lágrimas. Se negaba a sucumbir al abatimiento, del mismo modo que se negaba a dar refugio a sus miedos.

«Piensa, Hattori Mariko. Sigue adelante».

Continuó su marcha a trompicones, decidida a huir sin volver la vista atrás. Consiguió dar dos pasos titubeantes antes de pensárselo mejor. Antes de sopesar las probabilidades de adentrarse en un bosque oscuro, desarmada y sin más vestido que la ropa interior.

Así que se escudó de lo peor de la carnicería y avanzó hasta el cadáver de uno de los samuráis. Le faltaba la katana, pero su wakizashi, más corta, seguía en su funda, atada a su cintura. Con la pequeña arma en ristre, se abrió paso por el bosque y únicamente se detuvo para borrar sus huellas barriéndolas con el pie, sin una dirección, sin un propósito. Sin nada, salvo la necesidad de sobrevivir.

La oscuridad que la rodeaba era angustiosa. Tropezaba con las raíces, pues no veía nada. Al cabo de un rato, la falta de uno de sus sentidos aguzó los demás. El ruido de una pequeña rama al partirse o la huida de un insecto sonaba en el aire con la reverberación de un gong. Cuando los arbustos cercanos crujían —como acero que rechinara contra una piedra—, se pegaba a la corteza de un árbol y el terror le arrebataba el poco calor que le quedaba en la sangre.

Un rugido grave subió desde el suelo y la traspasó como el fragor de un ejército inminente. Le siguieron unas pesadas zarpas que pisaban hojas muertas.

Un tipo de sigilo brutal.

Una bestia de la noche que acechaba a su presa.

A Mariko se le cerró el estómago y los dedos le temblaron, preparada para afrontar su final.

«No. No me achantaré en un rincón.

Nunca más».

Se apartó a la desbandada del árbol y su tobillo quedó atrapado en un derrubio de rocas. Todo el cuerpo se le sacudió al aterrizar en el suelo del bosque, pero volvió a ponerse en pie a gatas. Se sentía viva. La energía rodaba bajo su piel en oleadas, al tiempo que la sangre le bullía por las venas. No había ningún sitio donde esconderse. La seda blanca de su ropa interior no servía en absoluto para protegerla de los monstruos más siniestros del bosque.

El rugido a su espalda se había convertido en un gruñido continuo, decidido, que se acercaba cada vez más. Cuando se giró para enfrentarse a su atacante, dos amarillos ojos de saurio se materializaron en la oscuridad. Como los de una serpiente gigantesca.

La criatura que cobró forma alrededor de aquellos ojos era inmensa. Sus rasgos se asemejaban a los de un jaguar y su cuerpo era tan imponente como el de un oso. Sin la menor provocación, la bestia se alzó sobre sus patas traseras; la saliva goteaba de sus fauces al descubierto. Echó la cabeza hacia atrás y aulló, y el sonido reverberó en la noche.

A Mariko le flaquearon las rodillas mientras se preparaba para lo peor.

Pero la criatura no la atacó.

Miró a un lado y luego a ella de nuevo. Sus ojos amarillos resplandecían. Ladeó la cabeza, como mirando más allá de su hombro.

«¡Corre! —gritó una voz dentro de Mariko—. ¡Corre, pedazo de estúpida!».

Inspiró y dio un lento paso atrás.

Sin embargo, la bestia siguió sin atacarla. Volvió a mirar hacia el mismo lado y luego otra vez a ella, y su gruñido fue ganando en volumen y ferocidad.

Como si le estuviera advirtiendo.

Entonces —sin emitir sonido alguno—, se deslizó hasta ella. Como un fantasma. Como un demonio del bosque, flotando en una espiral de humo negro.

El grito de Mariko desgarró el cielo nocturno.

La criatura desapareció en medio de una ráfaga de aire. En medio de un remolino de la más negra oscuridad.

—¡Vaya! —Una voz bronca resonó a su espalda—. Parece que esta noche la suerte me sonríe.

NO UNA SIMPLE CHICA

estrella

Un hombre sucio emergió de las sombras y se dirigió sigilosamente hacia ella haciendo crujir las pequeñas ramas con sus pies descalzos.

—¿Qué haces aquí, niña? —Los labios le brillaban por la saliva—. ¿No sabes que esta parte del bosque es peligrosa?

Sus ojillos negros y brillantes escudriñaron la trémula silueta de Mariko.

Ningún hombre se había atrevido a observarla así antes.

Con aquella mirada inflamada de malicia.

—Yo…

Mariko se paró a pensar antes de contestar. Tenía que idear el modo más seguro de proceder. No podía reprenderle como habría hecho su madre, no era ninguno de los vasallos ni sirvientes de su padre. De hecho, a juzgar por lo que acababa de ver, tampoco podía asegurar que fuera de carne y hueso.

«Ya basta de tonterías».

No permitiría que el miedo le hiciera confundir la realidad con el humo y las sombras.

Irguió la cabeza y ocultó la wakizashi pegándosela a la túnica para que no la viera. En lugar de adoptar el tono imperioso de su madre, habló con calma:

—En realidad preferiría no estar aquí, por eso intentaba encontrar la manera de irme. —Lo miró a los ojos con un desafío silente.

—¿Así vestida? —Él la miró con lascivia y su sonrisa fue una mezcla de suciedad y dientes mellados.

Ella no respondió, pero se le helaron los huesos.

El hombre se le acercó.

—Así que te has perdido…

La lengua salió despedida de su boca como si fuera un lagarto en busca de su presa.

Mariko reprimió la urgencia de contestar. La urgencia de reprenderlo. Kenshin se lo habría llevado prisionero con un mero asentimiento a los hombres que lo respaldaban. Los hombres que portaban el blasón del clan Hattori. Pero su hermano tenía la fuerza de un soldado. La voluntad de un samurái.

No era sensato provocar a un desconocido.

Entonces, ¿qué debía decir?

Si las amenazas no eran un arma con la que pudiera contar, a lo mejor le servía la astucia. Se quedó callada. Aunque la mano libre le temblaba, la que envolvía la empuñadura de la wakizashi continuaba ciñéndola con firmeza.

—Te has perdido. —Se acercó más, lo bastante como para que percibiera el hedor de su piel sin lavar y la peste a vino de arroz agrio. El olor cúprico de la sangre recién derramada—. ¿Cómo te has perdido, hermosa criatura?

Mariko contuvo la respiración. Aferró con más fuerza la espada corta.

—Creo que, si alguien supiera la respuesta a esa pregunta, dejaría de estar perdido —repuso en tono inexpresivo.

El hombre rió con satisfacción, bañando el aire con su aliento acre.

—Chica inteligente. Y muy cautelosa, aunque no lo suficiente. Si lo fueras, no te habrías perdido en el bosque… sola. —Apoyó su en el suelo entre ambos. Uno de los extremos de la vara de madera estaba manchado de sangre fresca—. ¿Estás segura de que no ibas en ese convoy a menos de una legua de aquí? ¿Ese con tantos cadáveres —se inclinó todavía más sobre ella y su voz se redujo a un susurro— y nada de dinero?

Le había seguido el rastro. A pesar de todo lo que había hecho por borrar sus huellas, se las había ingeniado para encontrarla. Era un cuervo holgazán que se alimentaba de las sobras de sus superiores. De nuevo optó por guardar silencio y ocultó la wakizashi a su espalda.

Las palabras no le servirían de mucho con alguien como él.

—Porque si te has perdido —continuó a su antojo—, deberías considerarte afortunada; el Clan Negro no hace prisioneros ni deja supervivientes. No es buen negocio, ¿sabes? Ni para ellos ni para mí.

Al comprender lo que quería decir, Mariko ciñó la mano con más fuerza si cabe en torno a la empuñadura del sable. Como había sospechado, no era un miembro del Clan Negro. Por lo poco que antes había podido deducir, la banda de asesinos enmascarados estaba mucho más organizada.

Era mucho más precisa.

Aquel hombre, con sus pies sucios y su ropa manchada, era un don nadie.

Como se negó a responder por tercera vez, el tipo frunció el ceño en señal de que empezaba a ponerse nervioso.

—¿Y si te entrego a ellos? —Avanzó furtivamente hasta situarse a un brazo de distancia de ella, arrastrando el sin ton ni son por la marga oscura a sus pies. El gesto debería haber resultado amenazador, pero el hombre carecía de la concentración necesaria, de la disciplina del verdadero guerrero—. Estoy seguro de que el Clan Negro apreciaría considerablemente que te llevara ante ellos. No creo que quieran que su fracaso llegue a oídos de quienes los han contratado. Ni de sus competidores.

Al ver que tropezaba con una raíz, Mariko no pudo reprimir una leve burla.

—Ah, perfecto, me harías un gran favor si me llevaras ante ellos. Parece que se han apropiado de algunas de mis pertenencias y quiero recuperarlas.

Él volvió a reír con voz ronca y, pese a la floja resonancia, el sonido le provocó un escalofrío.

—Casi serías divertida si sonrieras más. —Sus labios se curvaron hacia arriba—. Por si tu madre nunca te lo ha dicho, las chicas bonitas como tú deberían sonreír. Sobre todo si pretenden que un hombre haga lo que ellas deseen.

Mariko se puso rígida. Cómo odiaba aquellas palabras. Cómo odiaba que alguien sugiriera que necesitaba que un hombre hiciese algo por ella.

Cómo odiaba la verdad que encerraban.

—No te preocupes. —Blandió el lentamente, indicándole que caminara delante de él—. Encontraremos al Clan Negro. Quizá nos lleve algo de tiempo, pero resulta que sé que sus antros favoritos rodean la linde oeste del bosque. Tarde o temprano recalarán allí. Y soy una persona paciente.

Con una sonrisa ladina, se desató el rollo de cuerda deshilachada que le colgaba de la cintura.

Mariko se preparó para oponer resistencia separando los pies. Doblando ligeramente las rodillas. Apuntalándose en el suelo.

—Además… —el hecho de que su sonrisa se ampliara hizo que se estremeciera por dentro—, pareces una grata compañía.

Cuando desenrolló la cuerda, Mariko sacó la espada. Kenshin le había enseñado dónde apuntar: a sitios blandos donde no hubiera hueso, como el estómago o la garganta. Si acertaba a darle justo encima de la cara interna de la rodilla, se desangraría hasta morir en cuestión de segundos.

Calculó. Consideró sus opciones.

Estaba tan absorta en sus pensamientos que no pudo prever el ataque repentino de su oponente.

En un instante, la agarró del brazo y la atrajo hacia él.

Mariko chilló e intentó quitárselo de encima. El escapó de la mano del hombre y repiqueteó contra la base del tronco de un árbol. En medio del consiguiente barullo, ella buscó un ángulo para asestarle una estocada y describió un amplio arco con la wakizashi sin importarle dónde apuntar, sólo pensando en darle a algo.

Una risa despiadada brotó de los labios de su oponente cuando este forcejeó por arrebatarle el sable. La lanzó al suelo de un codazo en la cara con el mismo esfuerzo que le hubiera costado dominar a un ternero berreante.

Luego la agarró de la muñeca con su sucia mano e intentó juntársela con la otra.

No había tiempo para el miedo, la rabia o cualquier otra emoción. Chilló como una posesa, le dio una patada y luchó por hacerse con el control de la espada. La punta le rasgó la parte superior de la manga y le separó la tela del cuerpo, lo que dejó al descubierto una nueva porción de piel.

El hombre le estampó la mejilla en la tierra.

—No te servirá de nada luchar, niña —dijo—. No hagas esto más desagradable para los dos.

—No soy una niña. —La rabia se agolpó en su pecho—. Soy Hattori Mariko, y morirás por esto. Te mataré con mis propias manos.

«Lo juro».

Él rió encantado; el labio inferior le sobresalía con engreimiento y la saliva se concentraba en el centro.

—La que está marcada por la muerte eres tú. Si el Clan Negro te quiere muerta, no saldrás viva de este bosque. —Se limpió la boca en un hombro e hizo una pausa como para deliberar—. Pero yo estaría dispuesto a considerar otras opciones…

Sus ojos se clavaron en el trozo de piel desnuda que le quedaba encima del codo.

Aquella mirada hizo que le entraran ganas de arrancarle la garganta con los dientes.

—No hago tratos con ladrones.

—Todos somos ladrones, niña. Sobre todo los de tu clase. —Le colocó la hoja de la wakizashi bajo la barbilla—. Decídete. Haz un trueque conmigo y te devolveré a tu familia de una pieza. Por un precio justo, claro. —Su fetidez le llegó en una ráfaga—. O espera a hacer negocios con el Clan Negro. Pero, si estuviera en tu pellejo, me elegiría a mí: soy mucho más cariñoso… y no voy a hacerte daño.

En aquella mentira captó la verdad; la vio claramente, bien enterrada en su mirada.

«No pienso dejar que los hombres comercien conmigo nunca más. No soy un premio que se venda o se compre».

Dejó que el deseo de luchar saliera de ella, como si estuviera meditando. Capitulando. La wakizashi se desplomó de su posición bajo su barbilla en cuanto las palmas de sus manos cayeron a los lados. Entonces, sin pensarlo dos veces, le lanzó a su oponente un puñado de tierra a los ojos. Este empezó a dar bandazos y a sacudirse la tierra con los dedos, dejando su vientre blandengue al descubierto al levantar los brazos. Mariko no dudó en pegarle un puñetazo en la base de la garganta y luego giró para apartarse cuando él tosió y se atragantó, pugnando por coger aire. Mariko intentó levantarse y echar a correr, pero la fina túnica blanca se había enrollado en las piernas de su contrincante y cayó sin remedio encima de este, que hizo ademán de agarrarla a ciegas.

Sin la menor vacilación, la joven se quitó el palito de carey del pelo…

Y se lo clavó en el ojo izquierdo.

El adorno le perforó el centro del globo como una aguja que se clavara en una uva.

El hombre gritó muy despacio, atormentado.

Con aquel sonido, a Mariko le sobrevino una repentina oleada de claridad que se le instaló en el pecho y se propagó como un trago de té bien elaborado.

Simple. Instintiva.

Empuñó la wakizashi y le rebanó la garganta de oreja a oreja.

El grito del hombre fue una especie de gorjeo. Unas burbujas carmesíes se derramaron de sus labios cuando intentó formular sus últimas palabras. Al cabo de unos momentos, se quedó callado. Inmóvil, salvo por la sangre que le seguía manando del ojo y de la garganta.

Mariko se apartó a rastras de la escena y vació el estómago en la maleza.

* * *

Hattori Mariko se agachó y se apoyó en el duro tronco de un pino viejo. Su cuerpo se meció lentamente en el sitio. Contempló cómo sus blancos calcetines tabi se humedecían con el musgo mojado. Las zarzas que la rodeaban se habían convertido en un refugio y el liquen que la flanqueaba, en un auténtico manto. Los pinos susurrantes se mecían por encima de su cabeza. El eco de sus lamentos le traía a la memoria el desasosiego de las almas perdidas, las muchas que habían hallado la muerte entre las sombras del bosque Jukai.

A menos de un tiro de piedra yacía una de esas almas.

«Gracias a las estrellas que no estoy entre ellas.

Por lo menos todavía».

Se envolvió las piernas con los brazos para intentar mantener la calma.

Puede que el bosque no la hubiera reclamado todavía para sí, pero era evidente que se encontraba totalmente perdida. Perdida de la mano de Dios en un laberinto boscoso habitado por criaturas —humanas y no humanas— que podían poner fin a su vida por el mero deseo de hacerlo. La oscuridad en la que acababa de refugiarse también podía ser su perdición. Su sofocante amenaza le recordó a cuando, diez años antes, Kenshin la había desafiado a bucear con él en el lago que colindaba con las tierras de su familia. Fue la tarde siguiente a una tormenta de verano. El agua había adoptado un color cenagoso, dado que el limo del lecho era un remolino constante.

Aunque solía rehuir esos retos sin sentido, siempre había sido una excelente nadadora y Kenshin se había mostrado especialmente vanidoso ese día. Se merecía que le dieran una lección, así que se lanzó a buscar el fondo dando firmes brazadas, abriéndose camino por el agua turbia. Justo cuando acariciaba su objetivo, una rama con hojas torcidas le arañó la mejilla y la desorientó. En aquel momento, perdió el rumbo por completo. No supo hacia dónde nadar. Fue incapaz de decantarse por una u otra dirección y empezó a tragar agua mientras el pánico ahuyentaba su confianza hasta el punto de desarmarla.

De no ser por las manos firmes de su hermano, habría muerto ese día.

Y ahora parecía que la situación se repetía. Entre la densa oscuridad cargada de amenaza, en ese bosque que atesoraba entre sus pliegues las pesadillas de varios milenios.

El ulular de un búho quebrantó el silencio cuando el ave pasó con un vuelo raso a la caza de su cena. Mariko miró a su izquierda y descubrió una telaraña en un recodo de ramas cercano; gotas de rocío colgaban de sus hebras de seda. Se fijó en cómo se acumulaban. En cómo se reunían. En cómo se deslizaban por la seda titilante y se concentraban en el centro.

Antes de que le diera tiempo a pestañear, el agua salió despedida de la telaraña formando una cascada de diamantes. Su tejedora había regresado y ocho largas patas se desplegaban por la superficie.

Esperando con paciencia a su presa.

Mariko quiso escapar de allí a toda costa. Ser cualquier otra cosa, estar en cualquier otro sitio.

Una ráfaga de viento barrió el hueco entre las ramas espinosas a su alrededor. La brisa se le enroscó en el pelo y le levantó los mechones sueltos, que se le pegaron en las mejillas debido a la humedad salobre de las lágrimas derramadas.

Tenía que encontrar la manera de volver a casa. De volver con su familia. De volver a su supuesto hogar.

Pero era incapaz de silenciar el runrún de sus pensamientos.

Incapaz de reprimir la curiosidad.

Quería —no, necesitaba— averiguar por qué habían enviado al Clan Negro a matarla.

¿Quién deseaba su muerte? ¿Y por qué?

Inhaló despacio y se sujetó las rodillas para dejar de mecerse cuando estas le apretaron el pecho.

Y se puso a pensar.

«¿Qué haría Kenshin?».